Antonio Arráiz
Andaban en una excursión cinegética Tío Tigre, el León, el ágil Zorro Guache, que se viste de gris, el Cunaguaro, la linda Onza y el Gato Cervantes, autor de varias novelas picarescas, el día en que el León sufrió un pequeño accidente.
—Vamos a ver quién sube más rápidamente a ese árbol —proponía el Gato Cervantes. Todos acometían la empresa; el primero en coronar la cima era el propio Cervantes, y de segundo quedaba el León.
—Apostemos ahora quién llega primero a aquel cují —sugería el Cunaguaro.
Los excursionistas se lanzaban a la carrera; la ganaba el León, ocupando el Zorro Guache y el Cunaguaro el segundo y tercer lugar respectivamente. Tío Tigre llegaba jadeante y sofocado. De esta manera gozábanse en competencias atléticas. Tío Tigre se sentía malhumorado porque el León lo vencía en todo. Galopaba más rápidamente que él; trepaba con mayor destreza a los árboles; se introducía, con celeridad que parecía de milagro, por estrechas cuevas donde se atascaba el fornido cuerpo de Tío Tigre; y aunque era más pequeño y menos majestuoso, sus músculos flexibles, sus miembros potentes, sus nervios de azogue, su vista y sus movimientos llenos de gracia y de seguridad arrancaban el aplauso de sus compañeros.
—Tiene una gran forma, un estilo bellísimo —gritaba, extasiada, la Onza—. Es, sin duda alguna, un atleta perfecto. Tenemos que seleccionarlo para que nos represente en las próximas olimpiadas.
Con lo que Tío Tigre comprobaba celoso, que la Onza se inclinaba al León. Su encono llegó a exacerbarse cuando, con acento reticente, el Zorro Guache comentó:
—Compañero Tío Tigre, como que comenzamos a envejecer, ¿eh? Estos muchachos de ahora nos están eclipsando.
—No, lo que sucede con Tío Tigre es que es un peso pesado —explicó el Gato Cervantes, conciliador—. Es apto, más bien, para otra clase de proezas, por ejemplo para las pruebas de fondo.
—No hay nada en la vida como un día verdaderamente deportivo —exclamaba el León, distendiendo los brazos desnudos y yodados a la caricia del sol. El León usaba una bonita camisa de jersey, muy abierta y sin mangas, y bragas para jugar al golf—. No hay en el mundo placer tan grande como la conciencia de un cuerpo vigoroso, de una musculatura elástica: como saber que uno es fuerte y ágil, gallardo y libre, y puede ejecutar con elegante facilidad hazañas deslumbradoras.
Diciendo esto, y dando un salto de costado, que era una de sus especialidades, fue todo uno; saltó por encima de Tío Tigre, con lo que, desde luego sin ninguna intención, le echó un poquito de tierra en los ojos; a tiempo que gritaba:
—¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra!
—¡Santo Dios! ¡Qué temeridad! —murmuró el Morrocoy, arrobado.
—Ojalá se quebrara una canilla para que no sea saltimbanqui —refunfuñó el Mapurite.
El Mapurite y el Morrocoy servían de pajes a los señores, y portaban sus cantimploras, escopetas, binóculos, cananas y cámaras de fotografía. Tío Tigre ya no soportó más:
—Lo que es en materia de saltos sí que no me la ganas — desafió.
Echó una mirada en su derredor, y propuso—: Vamos a ver quién salta por encima de aquella mata de cardón que está allí.
—¡Bravo! He ahí un reto singular, propio de héroes homéricos, como para ser cantado en estrofas inmortales por Píndaro o Hesíodo —prorrumpió la Onza.
—Aceptado —contestó el León.
Los demás se constituyeron en jueces para determinar el vencedor.
Tío Tigre saltó con limpieza por sobre el peligroso obstáculo; pero el León, a pesar de que hizo un esfuerzo terrible, tropezó con el borde de la mata, y varias largas y agudas espinas de cardón se le incrustaron en el codillo.
Los excursionistas se precipitaron a felicitar al triunfador, pero su entusiasmo se apagó cuando observaron las contorsiones que hacía el León.
—¡Ay! —chilló éste apenas intentó ponerse de pie, y volvió a caer, vencido por el dolor.
Sus amigos quedaron consternados.
—Se ha clavado varias espinas en el codillo —diagnosticó el Zorro Guache.
—¿De veras? —dijo la Onza, aterrorizada—. ¡Pobrecito! Las espinas de cardón son terribles.
—Dicen que las espinas de cardón, una vez introducidas en el cuerpo, continúan avanzando poco a poco, ocultas en la carne y sin que se las sienta, hasta llegar al corazón —aseguró el Cunaguaro.
—¿De veras? —volvió a exclamar la Onza—. ¡Ay, qué espanto!
—En todo caso, es positivo que las espinas de cardón son sumamente enconosas —afirmó el Gato Cervantes.
Tío Tigre asistía en silencio, un poco compungido, a las reflexiones de sus compañeros. Al sentirse compadecido de aquella manera, el León empeoró bruscamente: cerró los ojos, fue presa de desmayos y dio a emitir gemidos plañideros.
—¡Pobrecito! ¡Pobrecito! —sollozó la Onza, arrodillándose a su lado, puso la cabeza del infortunado atleta sobre sus rodillas, y vertía palabras de dulce consuelo mientras lo acariciaba:
—¡Pobrecito mi Leoncito lechuguino querido! —decía—. ¿Le ha pasado algo, se siente malito mi Leoncito lechuguino querido?
De súbito se levantó, conminatoria.
—¿No le remuerde la conciencia el ver lo que ha hecho? — increpó a Tío Tigre—. ¿Cómo se atreve a estar parado ahí, como un idiota, sin hacer nada, viendo al León que por su culpa se ha clavado una gran cantidad de espinas de cardón, que ahora se le van a seguir metiendo por el cuerpo y le llegarán al corazón y lo matarán?
Tío Tigre la miraba, estupefacto.
—¡Ande, sacúdase, muévase! —continuó ella—. No siga plantado como un espantapájaros. ¡Hay que hacer algo, hay que buscar a un médico! ¡Un médico! ¡Sí! ¿Dónde se encuentra un médico?
El Zorro Guache apoyó su mano sobre el hombro de Tío Tigre.
—Creo que la Onza tiene razón, compañero —asintió—. Sería bueno que hiciéramos algo por el León.
—Lo podríamos llevar al puesto de socorro —opinó el Gato Cervantes.
—Muy buena idea: hay que llevarlo al puesto de socorro — apoyó el Cunaguaro.
—Exacto: usted se encarga de llevárselo inmediatamente al puesto de socorro —dictaminó la Onza, dirigiéndose de un modo categórico a Tío Tigre— No hay que perder ni un segundo. Puede fallecer inesperadamente cuando las espinas le lleguen al corazón.
Y, despavorida con esta presunción, se arrojó de nuevo sobre el León clamando desesperadamente:
—¡Ay, mi Leoncito lechuguino querido! ¡Que se me muere mi Leoncito lechuguino querido!
En breves minutos, sin saber cómo ni cuándo, Tío Tigre se encontraba en un automóvil, abrumado por el pensamiento de aquellas tenebrosas espinas de cardón que, por su culpa, resbalaban en silencio en busca del corazón del León, dándole órdenes al Morrocoy para que apresurase todo lo posible la marcha hacia el puesto de socorro inmediato, mientras al lado su desventurada victima exhalaba de vez en cuando quejidos.
El Murciélago estaba de interno de guardia.
—Sí, como no —manifestó—. Pásenlo inmediatamente a la sala de emergencia número 13. Avísenle a la Comadreja. A ver, usted, enfermera Sanguijuela: llame al Doctor Caribe por teléfono. Usted, enfermera Garrapata: prepáreme lo que sea necesario: agua caliente, algodón, yodo. Póngame los bisturíes en el autoclave. ¡Rápido, rápido! Usted también puede pasar a la sala si quiere, señor Tío Tigre. ¿Es algún pariente suyo? Tiene el aire de la familia. No se olvide el alcohol, enfermera Garrapata.
—¿No cree usted el mercurio-cromo preferible al yodo? — preguntó la Garrapata.
—Haga como yo le digo —gritó el Murciélago.
—En mi opinión no estaría de más traer igualmente un poco de gasa —dijo la Sanguijuela—. Tal vez sea necesario vendarlo.
—Este más bien es un caso para ser enyesado —observó el Carrao, acercándose. Al igual que el Murciélago, el Carrao era estudiante de medicina y practicante en el puesto de socorro.
—Tenemos que proceder con rapidez —declaró la Comadreja. Lo que ella decía se escuchaba con atención, ya que era la enfermera jefe.
—El Doctor Caribe dice que no puede venir sino dentro de un cuarto de hora; que está haciendo una operación de apendicitis —anunció la Sanguijuela al regresar del teléfono.
—Entonces comenzaremos nosotros. No podemos esperarlo —sentenció el Murciélago—. A ver, tráiganme las pinzas.
—¿No cree usted conveniente ponerle una vacuna? —sugirió la Mosca Brava.
—Sí, póngasela.
Tanto los estudiantes como las enfermeras vistieron largas batas blancas. El Murciélago se lavó las manos con jabón desinfectante y se las enjuagó con alcohol que le vertía la Garrapata. Mientras operaba con las pinzas, tratando de extraer las espinas, la Mosca Brava vacunaba en una nalga al paciente. Tendido en la mesa, el León lo aguantaba todo sin chistar.
—Una vacuna es poco —comentó la Sanguijuela— Me parece que se le debe poner una antitetánica.
—No se trata más que de una simple prevención contra posible infección de origen estafilocócico —le refutó la Mosca Brava—. No hay temor de tétanos.
—¡Qué equivocada está usted, querida mía! —contrarreplicó inmediatamente la Sanguijuela—. Por el contrario, hay casi la seguridad de que se produzca el tétanos. La espina de cardón es extraordinariamente proclive a actuar como agente de los más variados gérmenes patógenos, entre ellos el tétanos. Los últimos experimentos, practicados por el profesor Bisonte en los Estados Unidos, demuestran que en la espina de cardón se encuentra normalmente el virus. Por su parte, el Profesor Camello, en el África del Norte, ha comprobado con sus trabajos estadísticos, que el 98 por ciento de los pinchados por espinas de cardón manifestaron propensión al tétanos.
—Lo natural, en tal caso, sería sacarle un poco de sangre y llevarla al laboratorio para examinarla —propuso la Culebra Coralito, estudiante de química, la que se habla añadido al grupo.
—Sí, sáquesela —ordenó la Comadreja.
—Pero nunca está de más ponerle también la antitetánica —insistió la Sanguijuela.
—Tiene razón: póngasela —autorizó el Carrao.
—¿Y le pongo otra vacuna? —suplicó la Mosca Brava.
—Sí, póngasela —asintió el Murciélago.
—¿Y un lavado intestinal? —recordó la Garrapata, muy humildemente, porque ella hasta entonces no había puesto nada.
—Sí, hágaselo —respondieron al mismo tiempo la Comadreja, el Carrao y el Murciélago.
Mientras la Garrapata aplicaba una lavativa, la Mosca Brava ponía una segunda vacuna en la otra nalga, la Culebra Coralito extraía diez centímetros cúbicos de sangre, con una larga jeringa, del brazo izquierdo, la Sanguijuela introducía una inyección de suero antitetánico en el hombro, y el Murciélago hurgaba en la axila del León.
—A ver, a ver: tráigame unas pinzas más grandes. Estas son demasiado chicas —exclamó el último.
—¿No le ha sacado todavía ninguna espina? —interrogó con timidez Tío Tigre.
—No, todavía no —respondió el Murciélago.
El León no se quejaba. El Murciélago interrumpió un momento la operación para manifestar con tono doctoral:
—Se trata de un caso típico de endovasación anteroinferior del brazo, con traumatosis interna del cartílago y posible pre- disposición patógena del deltoides. Hay que verlo con cuidado.
Tío Tigre se estremeció de horror.
—Pero, si es así como dice, bachiller Murciélago —recordó entonces la Comadreja—, es muy posible que se produzca un brote de septicemia.
—¡Hombre! Es muy cierto —admitió el Murciélago, enderezándose—. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
—Entonces hay que ponerle una ampolleta preventiva-antiséptica —saltó la Garrapata, muy ufana con su éxito anterior.
—Ya lo creo: póngasela inmediatamente —ordenó el Murciélago.
Entonces intervino el Carrao.
—Deseo hacer constar —declaró— que en mi humilde opinión el colega Murciélago está equivocado. Desde luego, no soy el interno de guardia, y este caso no es de mi incumbencia; pero, a lo que yo juzgo, las espinas deben haber incidido superficialmente sobre el tríceps, y en tal caso el deltoides permanecerá alejado de la zona patógena.
—No, compañero, venga acá: acérquese para que vea con toda claridad la endovasación antero-inferior con la traumatosis interna —le objetó el Murciélago.
—Sí, pero ya usted verá —le contestó el Carrao—. Oiga, señorita Mosca, hágame el favor: páseme aquella lanceta de doble filo que está allá. No, ésa no: aquélla más afilada. Fíjese usted, colega, fíjese usted. Aquí está el deltoides. Si profundizamos un poquito con la lanceta, llegamos a la región pleural. Esta es la segunda costilla. Esta es la primera. Por aquí debe de estar la clavícula. Aquí está. ¿Lo ve usted? Toque, toque, por aquí, colega. A ver, señorita Mosca otra lanceta para el colega, ¡rápido!, para que toque la clavícula.
Ambos se hallaban inclinados sobre la herida, que ahora aparecía más grande y manchada de sangre. Con los ojos cerrados, el León no exhalaba una queja. Tío Tigre se secaba el sudor de la frente.
—Sí, es cierto: ésta es la clavícula —admitió el Murciélago—. Se puede tocar muy bien. Pero ahora verá usted por aquí la traumatosis que le digo. Hay que rajar un poco por este músculo. No importa: es una pequeña incisión. Después le practicaremos algunos puntos de sutura. Páseme el bisturí, señorita Sanguijuela. Mire, fíjese lo que le digo. ¿Lo ve usted? Aquí está. ¡Mírela, mírela!
Aprovechando el que estuviesen engolfados en sus demostraciones, y antes de que la privaran de su derecho, la Garrapata se llegó con su ampolleta preventiva-antiséptica y se la clavó al León yacente.
—¡Niña! ¿Qué haces ahí? —le gritó la Comadreja.
—Le estaba poniendo la ampolleta.
—¿Y no sabes que esa ampolleta se pone en el abdomen? ¿Quién te ha dicho que la preventiva-antiséptica se use en el muslo? ¡Qué niña ésta! Ahora esa inyección está perdida. Anda: ponle otra en el abdomen.
En ese momento entraba el Doctor Caribe de la calle.
—¿Qué pasa aquí? —interrogó, mientras se quitaba el abrigo y los guantes.
Los practicantes y las enfermeras interrumpieron sus diferentes ocupaciones, menos la Garrapata, la que no se dio por satisfecha hasta que hubo vaciado la segunda ampolleta en el abdomen.
Tío Tigre suspiró:
—Tal vez el Doctor logre sacarle las espinas —dijo para sí.
El Murciélago comenzó a explicar:
—Un caso típico de endovasación antero inferior del brazo con traumatosis…
—Usted perdone Doctor —terció el Carrao—. Yo creo que se trata más bien de una incisión superficial sobre el tríceps, de carácter mórbido, con alteración metabólica del…
—Bueno, bueno. Vamos a ver qué es —los atajó el Caribe—. Un bisturí, señora Comadreja. Un flebótomo. Una sonda de cinco milímetros. Otra de siete. Las tijeras redondas. Unas pinzas articuladas. Los ganchos. Sostenga aquí, Sanguijuela. Sostenga este pedazo de músculo. Usted por aquí, Mosca Brava: levánteme el cartílago. Un poco de algodón, Garrapata. Estanquen esa sangre que no me deja ver. Más luz, más luz. Tampoco se puede ver con este pelo. El paciente tiene una excesiva capilaridad. A ver, usted, señora Comadreja: practique una depilación en torno, todo lo más ancha que pueda. Pero cuidado con obstruirme en mi trabajo. Si hace un cortecito o dos sobre la piel, no importa. Lo esencial es que no me moleste en mi trabajo. No me explico cómo es que estos muchachos dicen que se trata de una simple endovasación, cuando estamos en presencia de un caso grave de penetración intermuscular conjuntiva con síndrome conflictivo. Bueno, bueno, ¡al Hospital, en seguida! Usted, señora Comadreja: llámeme al Hospital. Que me preparen la sala de cirugía El Desguace. Que me tengan lista la sierra aguda, la sierra triangular, el escalpelo, el juego de bisturíes, el juego de sondas, las pinzas, unas ampolletas de aceite alcanforado, otras de suero vital, vacunas, antitetánico, cloretilo, un poco de éter o de cloroformo por si no basta la anestesia local, en fin, usted sabe: todo lo indispensable. Ustedes, señoritas: ¡una camilla, la ambulancia! Vamos al Hospital. Este paciente no es para ser tratado en puestos de socorro.
En menos tiempo del que se tarda en decirlo, el Doctor Caribe, el Murciélago, el Carrao, la Comadreja, la Mosca Brava, la Sanguijuela y la Coralito se llevaron al León sobre unas parihuelas, y también arrastraron consigo a Tío Tigre.
—Usted véngase con nosotros —le dijeron—. No queremos cargar solos con esta responsabilidad.
Todo el mundo estaba muy interesado en aquel grave caso de penetración intermuscular conjuntiva.
Una vez en el Hospital, introdujeron al herido en un salón lleno de extraños artefactos, en el que resaltaban, a la luz de las lámparas potentes, níqueles brillantes sobre el color rabiosamente blanco de todos los objetos.
El Doctor Temblador, el Doctor Capuchino, la Araña Peluda y la Tarántula, enfermeras polivalentes, se les agregaron enseguida.
—Lo primero que hay que hacerle es una radioscopia. Es imperdonable que lo hayan olvidado —sentenció el Doctor Temblador.
—En el puesto de socorro —se disculpó la Comadreja— no hay instalación de rayos X.
—¿Cómo? ¿Un puesto de socorro sin rayos X? ¡Cuán pésimamente dotados están todos esos institutos! Me voy a quejar al ministerio respectivo.
—Mientras se le hace la radioscopia, ¿no sería bueno ponerle una segunda vacuna, más fuerte que la primera? —insinuó la Comadreja.
—Doctor: yo creo que se le debería aplicar una dosis de suero antirrábico —dijo la Araña Peluda—. Usted sabe que estos animales tan sumamente sanguíneos están predispuestos a la rabia.
—Sí: póngale la vacuna y póngale el suero antirrábico, y usted, colega, hágale la radioscopia —indicó el Doctor Caribe—. Hay que agotar todos los recursos de la ciencia.
El salón de los rayos X era una cámara más impresionante aún que la primera, y con aparatos todavía más extraños. Acostaron al León sobre una especie de mesa que ejecutaba misteriosos movimientos; lo estiraron a la fuerza; le sujetaron contra el tórax una lámina de cristal opaco; y, haciendo caso omiso de sus padecimientos, lo obligaron a permanecer inmóvil, mientras apagaban todas las luces, encendían una roja, la apagaban también, encendían otra azulada y realizaban una serie de ceremonias solemnes y litúrgicas. Al resplandor singular de las bombillas de color los rostros parecían lúgubres. Los médicos se agrupaban para cuchichear palabras cabalísticas.
—¿No será posible sacarle las espinas? —plañía Tío Tigre con fatiga, pero ya nadie le hacía caso.
Luego regresaron con el paciente a la sala El Desguace. La Garrapata le ponía compresas de agua hirviendo. La Mosca Brava le escudriñaba con un tarugo de algodón empapado en yodo, tan ardiente como una brasa. La Araña Peluda le tomaba el pulso y calculaba su presión arterial. La Sanguijuela le aplicaba una inyección en el vientre y la Comadreja otra en el muslo. La Tarántula le atomizaba cloretilo en la herida y la Coralito le colocaba una máscara con éter. El Murciélago y el Doctor Caribe le escarbaban en la paleta, armados de sendas cuchillas. El Carrao y el Doctor Capuchino preferían dedicarse a descuartizarle el brazo. El Doctor Temblador había descubierto ciertas sospechosas manchas en la radiografía, y estaba empeñado en comprobar su existencia en la carne viva. El León comenzaba a exhalar, de vez en cuando, un gemido prolongado.
—¡El Doctor Gavilucho! ¡Aquí está el Doctor Gavilucho! — gritó, llena de alegría, la Araña Peluda.
El Doctor Gavilucho entraba apresuradamente, después de haber ejecutado treinta y cinco intervenciones quirúrgicas en su clínica particular, dispuesto a ejecutar otras treinta y cinco en el hospital. Si no llegaba a las setenta en el día, no comía con apetito por la noche.
—A cortar, a cortar, hay que cortar siempre… —llegó diciendo—. Cortar es la suprema misión de la ciencia.
—¿No será posible sacarle las espinas? —le interrogó con timidez Tío Tigre.
—¿Espinas? ¿Espinas? ¿Quién habla de espinas? ¿Qué significan las espinas para la ciencia? —contestó el cirujano enfadado, mientras se lavaba las manos y vestía la bata—. ¿Qué puede interesarle un miserable puñado de espinas al mundo de los sabios? Cortar: he ahí el quid divinum, el toque magistral, la más alta aspiración de la ciencia. Mi lema es «córtalo primero y piénsalo después».
El Doctor Capuchino le interrumpió:
—Usted perdone, colega: pero creo que este es un caso clínico, y no quirúrgico. El paciente necesita antes que nada un período de tratamiento endocrínico. Después se verá si es necesaria la operación o no.
—¿Está usted loco, estimado colega? ¿Ha pensado bien en lo que dice? —le respondió el Gavilucho—. ¿Un momento como éste, de inmediata y visible urgencia quirúrgica, y usted proponiendo que se demore? Mi opinión es que se corte; que se corte inmediatamente; que se ha debido cortar ya.
—Doctor Gavilucho: permítame usted que le informe de una cosa que desconoce —dijo el Doctor Temblador—. La radiografía muestra unas curiosas sombras, de aspecto tétrico, de contorno infundibuliforme, en la región intercostal derecha. Según mi criterio, debe aplazarse cualquier intervención hasta que se determine claramente el síndrome y se emita un diagnóstico pleno.
—No, no hay tiempo para radiografías —prorrumpió el Gavilucho—. ¡Hay que cortar!
—Yo estoy con el Doctor Gavilucho —intervino el Doctor Caribe—. No podemos retardar por ningún respecto la operación.
—Pues yo estoy con el Doctor Temblador —dijo a su vez el Capuchino—.
Sostengo que se debe comenzar por un tratamiento endocrínico.
—¡Si estuviera aquí el Doctor Caimán! —suspiró la Araña Peluda—. Él sí sabría diagnosticar de un solo golpe de vista. ¡Qué gran médico el Doctor Caimán!
Los doctores continuaron discutiendo, y practicantes y enfermeras metían baza en el debate. Tío Tigre no pudo ver más lo que le hacían al León, porque lo tenían rodeado por todos lados; pero se daba cuenta de cómo se pasaban, unos a otros, instrumentos acerados,algodones tintos en sangre, frascos, jeringas y bandejas esmaltadas, y escuchaba también el ronco quejido de su amigo, el cual se dejaba oír ahora con mayor frecuencia y mayor intensidad.
El Bachiller Carrao se le aproximó y de improviso le sugirió:
—¿Por qué no va usted en busca del Doctor Caimán?
El Carrao había escuchado la exclamación de la Araña Peluda, y pareciéndole aquella idea de perlas, ahora quería hacerla aparecer como suya.
—Aquí tiene usted —prosiguió— a cuatro indiscutibles lumbreras de la ciencia: el Doctor Temblador es nuestro más notable radiólogo, el Doctor Gavilucho es un gran obstétrico y ginecólogo, el Doctor Capuchino es especialista en endocrinología y el Doctor Caribe es un magnífico cirujano del corazón y de los vasos. Pero, desgraciadamente en lo que respecta al caso de su amigo, el León, están en desacuerdo, y quizá la autorizada opinión del Doctor Caimán decida el empate. ¡Qué gran médico el Doctor Caimán!
Con el corazón atribulado, Tío Tigre quedó vacilante, en tanto que contemplaba el círculo de los doctores y sus asistentes, y oía el quejido entrecortado del León, ahora en descenso, como si su autor se debilitase. De pronto se resolvió, y salió a escape. Ya casi terminaba el día; varias horas habían transcurrido desde que, en plena tarde iluminada, regresó del campo trayendo a su compañero el León con las espinas en el codillo.
Mientras encontraba al Doctor Caimán y obtenía que viniese, cerró la noche por completo. Las estrellas apuntaban cuando entraba de nuevo, en compañía del ilustre galeno, al Hospital.
Al igual que sus anteriores colegas, el Doctor Caimán empezó por calarse las gafas, lavarse las manos, vestir la bata y ponerse los guantes de goma.
—Con el permiso, mis honorables colegas, y ustedes, señoritas enfermeras, y ustedes, bachilleres estudiantes… Antes que nada, vamos a hacer un examen cuidadoso del paciente.
Facultativos y ayudantes se hicieron a un lado, con respeto. ¡Qué gran médico el Doctor Caimán! Pudo entonces ver Tío Tigre cómo su amigo el León se hallaba espantosamente pálido, y cómo la herida en el codillo se le había ensanchado en una magnitud extraordinaria.
—Veo, con natural perplejidad, que a pesar de encontrarse presentes tan sabios colegas no se ha procedido con toda la energía que hubiera sido menester —siguió diciendo el Doctor Caimán—. Por ejemplo, esta incisión aquí se ha debido practicar mucho más abierta y mucho más profunda. Esta sutura de este lado ha debido llegar hasta el epigastrio. El problema secundario de sacarle las espinas…
—No me saquen ninguna espina —gritó, de repente, el León.
Todos se volvieron a mirarle, estupefactos. A pesar de que ello le costaba visible trabajo, el pobre animal se sentó en la mesa de operaciones y se arrancaba la bata con que lo habían vestido. Sus ojos llameaban; espumeaba su boca.
—No me saquen ninguna espina. Yo me voy de aquí.
Saltó al suelo, sin que nadie osase detenerlo; se puso sus pantalones, su camisa y su gorro y, sosteniéndose con una mano un pedazo de trapo contra la herida, a fin de que no sangrase tanto, salió de la s ala.
El Doctor Gavilucho, iracundo, se lanzó sobre Tío Tigre:
—¡Esta es una afrenta! ¡Esta es una insoportable afrenta que se le hace a la más alta representación de la ciencia nacional! —bramó—. Nos encontramos aquí reunidos los médicos de mayor fama: el honorable
Doctor Caimán, cuyas doctrinas se citan en los textos franceses; el Doctor Capuchino, especialista en endocrinología; el Doctor…
—Yo también me voy —lo atajó Tío Tigre.
Se puso su sombrero y salió del Hospital.
La impresión de las anteriores escenas no se borró nunca del recuerdo de Tío Tigre. Bajo el cuidado maternal de la Marimonda, que le hizo unos lavados con agua boricada y le sacó las espinas con una aguja, y el amoroso consuelo de la Onza, que le llevaba ramos de flores, las heridas del León cicatrizaron en poco tiempo; no así las hondas huellas morales que aquella tarde terrible causó sobre el espíritu de su amigo. Tío Tigre hizo el firme propósito de no poner jamás los pies, por ningún concepto, de puertas adentro en hospital, clínica, puesto de socorro, dispensario, consultorio, estación de emergencia o cosa que se le pareciese, y de evitar todo trato con animales que acostumbrasen a vestir batas y a lavarse las manos con alcohol.
Pasaron varios meses. El influyente personaje continuaba en su empeño de ponerse algún día en Tío Conejo para vengarse de sus jugarretas pero el astuto eludía con maña sus encuentros, y escapaba, dando demostración de su sutil inteligencia, de las celadas que le armaba. Cierta vez el Profesor Mochuelo tuvo una ocurrencia muy ingeniosa.
—Hágase el enfermo, mi generoso jefe —le aconsejó— Hágase el enfermo, y simule que está moribundo. Entonces mándelo llamar.
Nada hay tan sagrado como la última voluntad de un agonizante: ningún animal se atrevería a desobedecerla; y nada hay tan grato como presenciar el fin de un enemigo. Tío Conejo no dejará de acudir si usted lo llama en esas circunstancias, y entonces usted lo tendrá en sus manos.
—¡Ay, no! Sería de mal agüero —exclamó la Culebra Sobadora.
—Ni de embuste podremos admitir que nuestro querido Tío Tigre esté moribundo —protestó Ña Guacharaca.
Pero el Profesor Mochuelo les replicó:
—No hay agüeros que valgan cuando existe la oportunidad de apresar al que nos ha ofendido.
Hacía dolorosa memoria de los mameyazos padecidos en la Loma del Viento.
Después de pensarlo con detenimiento, Tío Tigre vino en aceptar la farsa y en poner en planta el proyecto del Mochuelo. A partir de entonces, los animales comenzaron a leer, con diversos comentarios, los boletines, cada día más alarmantes, en que se daba información del estado de salud del jefe.
—¡Qué desgracia! Si desaparece, la patria está perdida —manifestaba de un modo ruidoso el Doctor Rabipelado.
—¡Tan galante que era, tan obsequioso y deferente con las damas! —decía la Zorra—. A mí me regaló una vez una boquilla de ámbar con mis iniciales grabadas en oro, y cada vez que fumo me parece ver su adorada silueta en las espirales de humo de mi cigarrillo.
—Lástima que, de vez en cuando, le gustaba tomarse sus tragos — murmuró la Danta.
Consuetudinariamente, el Camaleón llevaba noticias acerca de los progresos de su enfermedad al círculo de los adversarios de Tío Tigre
—Dicen que de esta noche no pasa —les aseguraba a cada nuevo día.
—¡No, que va! Yo creo que ni los poderosos ni los malos se mueren nunca —rezongó el Cachicamo—. Son inmortales, porque, en este triste mundo, el mal es inmortal, y esta facultad la delega en sus agentes y en sus partidarios.
—Como quiera que sea, debemos estar preparados —opinó el Caballito del Diablo— porque si se muere habrá disturbios y conmociones populares, y nosotros, que somos los naturales dirigentes de la masa, estamos en la obligación de aprovecharlos y encauzarla hacia el logro de las reivindicaciones democráticas.
Cuando las gacetas oficiales confesaban tal gravedad que se sucedían las unas a las otras a cada media hora, y eran arrebatadas por las manos ansiosas del populacho; cuando, alrededor de la residencia de Tío Tigre, los inspectores del tráfico habían hecho colocar letreros que decían:
¡ENFERMO! NO TOQUE CORNETA
Cuando la inminencia de un acontecimiento de semejante entidad pesaba como un malestar físico sobre la población de los animales, el subteniente Basilisco fue, muy tieso, a la casa de la Zamurita.
—Me vengo a despedir de ti —le dijo— porque esta tarde, a la una, va a quedar acuartelado el ejército. No se lo cuentes a nadie porque es un secreto de Estado; pero parece que Tío Tigre está muy mal, y se teme que de un momento a otro, en caso de un desenlace fatal, haya que sofocar motines y algaradas públicas.
—¡Cielos Santos, Basilisco mío! ¿Me vas a dejar sola? Llévame contigo: yo te acompañaré a donde sea —imploró la Zamurita, arrojándose a sus brazos.
—¡Imposible! Estos trances se han hecho solamente para los varones —le replicó el Basilisco con un gesto espartano.
Entonces la Zamurita se arrancó una pluma, la besó repetidas veces, se la alargó, con los ojos arrasados en lágrimas, en tanto que declamaba:
—Entonces toma: llévate una pluma de mi cabellera. Tenía siempre sobre tu corazón. Esa pluma simbolizará mi amor: te escudará en los momentos de peligro y apartará de ti las balas que vayan dirigidas a tu corazón.
Y, apenas se alejó el militar con su preciosa prenda, fue a comunicarles a todos sus amigos que Tío Tigre se hallaba tan grave que las tropas iban a ser acuarteladas.
El Doctor Rabipelado se presentó en la casa de Tío Conejo. Reposadamente tomó asiento en un sofá. No quiso dejar el bastón ni la chistera, sino que los conservó consigo, sosteniéndolos con aire protocolar encima de las rodillas. Su color blanco sucio y la negra levita en que estaba embutido le hacían imagen viva de la hipocondría. Tosió varias veces antes de comenzar.
—Mi señor Tío Conejo —dijo por último—. Vengo a un asunto de la más extraordinaria gravedad. Quiero cumplir los últimos deseos de un amigo a quien quiero entrañablemente, y cuya desaparición será una pérdida irreparable para la sociedad —sacó el pañuelo y se enjugó una lágrima— y al mismo tiempo realizar una obra de bien que se abonará a mi favor, en medio de mis numerosas faltas y múltiples pecados, el día en que comparezca mi alma ante el supremo tribunal. Reconciliar a los enemigos debería estar entre las obras de misericordia. Traer de nuevo a la buena armonía y a la paz espiritual a dos hombres de bien que son respetados y estimados unánimemente, y a quienes un incidente sin importancia ha podido apartar, pero que, como yo sé que sucede con ustedes, en el fondo de su aparente antagonismo se respetan y estiman también recíprocamente: eso es una noble acción que me será tenida en cuenta entre mis escasos merecimientos. Por ello he aceptado tan delicada comisión; comisión delicadísima, para cumplir la cual me siento con escasas fuerzas, como no fueran las de mi voluntad y de mi entusiasmo, y para haberme hecho cargo de la cual todavía me creo indigno, si he de hacer revisión de mis humildes dotes y condiciones personales.
A todo esto hallábase Tío Conejo escuchándole con suma atención, y sin despegar los labios. El Doctor Rabipelado lo observó de reojo, en tanto que se preguntaba cuál había sido la influencia de su poder persuasivo; tosió de nuevo, y continuó:
—Tío Conejo… usted sabe, nuestro eximio jefe, nuestro muy amado jefe, el gran Tío Tigre, el más notable y más ilustre entre los animales todos, está sumamente enfermo, postrado en el lecho del dolor, ¿qué digo?, está a las puertas del sepulcro… ¡Sí! Como usted lo oye, mi querido Tío Conejo: ¡a las puertas del sepulcro! Mas allí, en medio de su agonía, aún ha tenido el juicioso pensamiento de reconciliarse con usted. ¡Sublime gesto! ¡Celestial inspiración, que revela el calibre de su alma y es como el magnífico coronamiento de una existencia ejemplar en todo sentido! Medite en el significado de tal propósito: usted es el único ser en el mundo con quien nuestro magnánimo jefe tiene una pequeña querella: usted el único animal que quedaría con algún motivo, aunque sin razón, de resentimiento para con él. «Se murió siendo mi enemigo», diría usted. Y así, nuestro piadoso jefe, al hacer examen de conciencia y balance de su brillante tránsito por este valle de lágrimas, se ha recomendado a sí mismo: «Que no deje yo detrás de mí ni la más fútil queja. Que ningún animal alegue que no le tendí siempre mi mano generosa y franca. ¡Tráiganme a Tío Conejo! Quiero reconciliarme con él. Vayan a la casa de Tío Conejo, y díganle que lo mando llamar yo, que estoy agonizando, y que deseo darle la mano y reconciliarme con él en el umbral de la tumba…» — El doctor Rabipelado sollozó—. Sí, en el… en el… en el umbral… de la tumba —repitió, entrecortadamente—. Esta… ésta… ésta… ésta es… la sagrada misión… en que he venido. No… no… no… no creo… no creo que usted… se muestre insensible… a la voz de un animal que se encuentra… en el um… en el umbral de la tumba…
Y no teniendo tiempo esta vez de sacar el pañuelo, se enjugó una segunda lágrima con el faldón de la levita. Tío Conejo reflexionó un buen rato.
—¿Dice usted que se está muriendo?— puntualizó.
—Sí, señor: ago… ago… agonizando.
—¿Y qué médico lo ve?
—El Doctor Capu… El Doctor Capu… El Doctor Capuchino.
—Está bien: dígale que dentro de media hora estoy allá.
El Doctor Rabipelado corrió a llevar la noticia. Gran esfuerzo le costó a Tío Tigre reprimir un salto de contento en la cama donde lo obligaban a permanecer, con una camisola azul bordada en fresa que le había regalado Doña Pava del Monte.
—Ahora sí que es mío —se repetía—. Ahora sí que me va a pagar las verdes y las maduras.
A la media hora tocaron a la puerta.
—¿Está todo preparado? —susurró Tío Tigre.
—Todo preparado —contestó el Profesor Mochuelo, con seguridad.
La Tigana había ido a abrir. Los corazones latían con violencia.
—Allí está Tío Conejo —anunció la Tigana, de regreso—. Viene con el Doctor Caimán, y con el Doctor Gavilucho, y con el Doctor Caribe, y con el Doctor Temblador, y el Bachiller Murciélago, y el Bachiller Carrao, y con la señora Comadreja, y con la Araña Peluda, y la Sanguijuela, y la Mosca Brava, y la Garrapata, la Culebrita Coral y la Tarántula. Dice que para demostrarle su buena disposición para Tío Tigre y Tío Conejo con usted, en vista de que usted está tan enfermo, le ha traído a todos los médicos y enfermeras de fama que ha logrado reunir, a ver si lo curan.
—No —gritó Tío Tigre—. Respóndale que no estoy nada enfermo. Que se vaya con toda esa gente. Que se vaya, y no vuelva más.
Y para demostrar su vitalidad y su salud, se tiró en seguida al suelo, se quitó la camisola azul y principió a ponerse un uniforme. La Tigana, asombrada, fue a cumplir sus órdenes.