literatura venezolana

de hoy y de siempre

La tienda de muñecos de Julio Garmendia y la escritura autorreflexiva

Gregory Zambrano

La vanguardia literaria en Venezuela se caracterizó por tener una mayor representación en los discursos poéticos. Sin embargo, aunque de aparición tardía, la vanguardia narrativa tuvo un aparentemente aislado y extraño modelo: Julio Garmendia, especialmente con su libro de relatos La tienda de muñecos (1927). La recepción de esta obra acusó la extrañeza y singularidad de su propuesta narrativa. Años más tarde, Garmendia sería considerado uno de los creadores mejor dotados para la inventiva fantástica. Conectado con los cambios del signo narrativo vanguardista, se le vinculó con otros escritores que por los mismos años estaban impulsando una renovación: Felisberto Hernández, Julio Torri, Martin Adán, Macedonio Fernández, entre otros, a quienes Ángel Rama llamó “la familia latinoamericana de Julio Garmendia”. El trabajo siguiente se centra en el estudio de la recepción de la obra de Garmendia en Venezuela e Hispanoamérica y un análisis de la conciencia de la escritura, autorrepresentada en La tienda de muñecos.

INSTANCIA PRIMERA

Se ha venido insistiendo, con menor o mayor razón, que Julio Garmendia representa un caso “raro”, aislado, inclasificable, inexplicable, no sólo dentro de la literatura venezolana sino, incluso, para un contexto mayor como el latinoamericano. Para sus contemporáneos fue más fácil atribuir a la parquedad y aparente distanciamiento del autor el desconcierto que provocó La tienda de muñecos, su primera obra narrativa. Este hecho representó, por otra parte, cierta marginación y una limitada valoración crítica. Ésta, si bien fue escasa en su momento, se empezó a extender desde los años cincuenta y con mayor interés y riesgo crítico a fines de los setenta, después de la muerte del autor. Lo curioso es que Garmendia no tiene “seguidores” literariamente hablando. Esa nueva orientación creativa, que se ha querido subrayar en su escritura, no hizo escuela. Caso contrario al de la figura e “influencia” que representó Rómulo Gallegos para la literatura venezolana, sobre todo a partir de Doña Bárbara (1929)[1].

Un aspecto interesante en la obra de Garmendia es que ha escapado, a través del tiempo, de caracterizaciones conclusivas. Es ésta, en su conjunto, un texto abierto a múltiples significaciones y parece que no se agota. Esto también sustenta una paradoja. Es casi un lugar común advertir que este “raro” escritor es un “olvidado” de la crítica y la historiografía literaria, nacional y más aún foránea; sin embargo, para 1978, fecha en que se publica la segunda “contribución” a su bibliografía (la primera es de 1972), hay por lo menos trescientas referencias pasivas a su obra (entre artículos, reseñas y trabajos monográficos). Este número desmiente ese mito sustentado por el aparente desinterés hacia su obra, pero es fácil advertir que el número de referencias apunta hacia una praxis crítica que no ha cesado. No pretendo ser exhaustivo, pero si hasta 1983[2] se señala la publicación de tan considerable número de trabajos, esto también revela la amplia gama de orientaciones críticas y distintos tópicos analizados.

En Venezuela es frecuente la disputa sobre la pertenencia o no de algunos autores a determinadas escuelas, tendencias o movimientos, y más ambiciosamente a “generaciones”. Para el caso de Garmendia, por razones cronológicas se le asocia con la “generación del 28”, en ausencia, pero su estética de relativa autonomía, obedece a otras búsquedas —distintas y distantes— de los contemporáneos que protagonizaron hechos decisivos, tanto en lo político como en lo literario, durante la Semana del Estudiante, en febrero de 1928.[3]

Otra particularidad que se pudiera subrayar en los primeros cambios de orientación y aperturas hacia nuevas lecturas en esos años, es que el tímido interés que propició el conjunto de sus “relatos” al comienzo, se quedó encerrado entre unos pocos conocidos o allegados cuyo acercamiento, casi siempre entremezclaba elementos de la personalidad del autor y sus —para muchos— “extraños” personajes. Á ese respecto resulta complementaria la observación de Mabel Moraña en torno a la propuesta estética del autor:

Si Julio Garmendia se distinguía del panorama literario del 28 por su alejamiento de la tradición regionalista y los embates del realismo o las orientaciones de la vanguardia, hacia mitad del siglo se lo vería aún destacado contra el mismo fondo, favorecido por la coherencia con su propia poética tempranamente expuesta, aislado y a la vez prestigiado por su sostenida autonomía.[4]

Lo cierto es que esa primera crítica, fundamentalmente periodística, ha dado lugar a una aproximación más académica, que no obstante, al promediar hoy casi las dos décadas de la muerte del autor, se ha quedado entre unos pocos estudiosos[5] de la literatura venezolana y apenas sobrepasa los límites nacionales.

Curiosamente, 1977 —año en que muere Garmendia— se convirtió en un pretexto que dio origen al mayor número de estudios críticos que, por un lado reclamaban para Garmendia un puesto al lado de otros no menos extraños casos: en Argentina, Roberto Arlt, en Uruguay, Felisberto Hernández, Pablo Palacio en Ecuador y en México, Julio Torri.

Un artículo como “La familia latinoamericana de Julio Garmendia”[6], de Ángel Rama, abrió una nueva brecha para una lectura que miraba hacia el continente. Ese mismo año se publicaron otros trabajos que profundizaban hacia el interior de la obra y buscaban revelar incógnitas en la escritura de un autor no menos misterioso[7]. Por otra parte, en el homenaje de Actualidades, el artículo de Nelson Osorio T. presenta una serie de ejemplos, coincidencias cronológicas y temáticas de la obra de Garmendia[8] con Un hombre muerto a puntapiés de Pablo Palacio (1927), Margarita de Niebla (1927) de Jaime Torres Bodet y con un antecedente en El habitante y su esperanza (1926) de Pablo Neruda. También con obras que se dieron a conocer en 1926, tales como El juguete rabioso de Roberto Arlt y El café de nadie de Arqueles Vela. En ese mismo marco, Osorio subraya el diálogo con obras que aparecieron en 1928: No toda es vigilia la de los ojos abiertos de Macedonio Fernández, La casa de cartón de Martín Adán y Novela como nube de Gilberto Owen.

Debo señalar que los trabajos que se dieron a conocer en las páginas de Actualidades siguen siendo hasta hoy el intento más serio por comprender sistemáticamente la obra del autor. Posteriormente, el libro monográfico Julio Garmendia ante la crítica (1983) recogió algunos de esos estudios para dar cuerpo a una valoración pionera desde la cual es posible acceder a perspectivas y enfoques críticos diversos sobre la obra del autor venezolano[9].

La valoración sobre la obra de Garmendia hecha desde fuera del país es de reciente data. En su libro Vertientes de la modernidad hispanoamericana, Fernando Burgos dedica un apartado a este autor: “La ficción tras sí: Julio Garmendia”[10], en el cual comienza por cuestionar una “verdad” polémica, como ha sido la de afianzar unívocamente la valoración de los textos de La tienda de muñecos en su aspecto fantástico, para proponer, en otro sentido, la: “Búsqueda de mutaciones hacia una narrativa de imperfecciones, generadora de formas fluctuantes y revitalizadoras de la función autoproductiva del arte”[11]. Jesús Semprum, uno de los críticos tempranos de Garmendia, aun antes de la publicación de La tienda de muñecos, reconoce algunas de las claves (y enigmas) de la narrativa garmendiana, pero lo expresa, a mi juicio, de manera paradojal:

Sin zarandajas ni floreos retóricos, su prosa es sobria y clara y su verdadero mérito consiste en exponer sus ideas veladas por un manto diáfano, al través del cual vemos chispear la malicia. Ello testimonia que Garmendia concibe con claridad y precisión lo que quiere expresar o sugerir, sin la vaguedad y confusión tan comunes hoy en nuestras letras[12].

Lo paradójico está en atribuir a su momento (Nueva York, 1925) un carácter de “vaguedad” y “confusión” en las letras venezolanas cuando lo que imperaba era el afán de eternizar lo modernista. Quizás la “vaguedad” y la “confusión” eran más fácilmente atribuibles a la obra de Garmendia por cuanto relativiza, hasta hacer casi parodia, la norma estético-ideológica dominante en su momento; por ello da un giro hacia su desvinculación del postmodernismo, aunque cronológicamente se le implique en él[13].

Si la crítica actual ha reclamado para Garmendia un lugar dentro de las transformaciones de la vanguardia, desde ella es necesario tomar en cuenta y, al mismo tiempo, hacer flexibles sus límites, pues ésta obedece a una especificidad muy particular. Como lo señala Nelson Osorio:

Para quienes vayan a considerar como Vanguardismo en Hispanoamérica sólo aquellas manifestaciones en las que se puedan ver las resonancias del Futurismo, el Cubismo, el Expresionismo, etc., será difícil que puedan admitir como legítima la posibilidad de vincular la obra de Julio Garmendia al conjunto de una narrativa vanguardista de la época.[14]

A esto debe añadirse que el autor no participó, por lo menos en Venezuela, en el movimiento que se llamó vanguardismo, no sólo como actitud estética sino personal.

Si asumimos la correspondencia de la obra de Garmendia con la “narrativa de vanguardia”, y por ello se le considere como un eslabón significativo para explicar también la modernidad literaria hispanoamericana, ésta tendría que estar asociada de un modo general a sus aspectos no sólo estructurales sino semánticos: “La estética de la modernidad ha sido constantemente una estética de la imaginación, opuesta a todo tipo de realismo[15]”.

Y en Venezuela, el caso Garmendia es, en ese sentido, precursor de una nueva forma alternativa de escritura. Javier Lasarte ha sido enfático al respecto al señalar: creo que la crítica de estas últimas dos décadas incluso se ha quedado corta en la consideración de Julio Garmendia como fundador del sentido postmoderno de la modernidad o, si se prefiere, aunque nunca haya sido presentado como tal, como precursor —postmodernista o prevanguardista o solitario— de la postmodernidad o, mejor, de algunos de sus proyectos más difundidos[16].

En ese sentido creo que sería interesante buscar en la obra otros valores distintos a los frecuentemente advertidos (humor, poética de lo fantástico, ironía, parodia, alegoría, etc.,) y, entre otros, un patrón de intraescritura que se deriva de la propuesta autorreflexiva, la cual subyace en buena parte de los textos que integran La tienda de muñecos[17]. En ese sentido entiendo la autorreflexión como una estrategia narrativa que desde el interior del relato deja ver los procedimientos de su propia arquitectura textual, utilizando para tal fin la intervención del narrador.

En verdad, el lector venezolano tomó realmente contacto con La tienda de muñecos a partir de su segunda edición[18], la primera venezolana— en 1953, realizada en Caracas por el Ministerio de Educación. En el estudio de la recepción que hace Mabel Moraña[19] queda claro que el reparo en la publicación de 1927 fue mínimo y que su valoración real comenzó en los años cincuenta cuando apareció La tuna de oro y Garmendia recibió el Premio Municipal de Prosa. Sin embargo, esta lectura escapaba a un tiempo en el cual el criterio de “lo literario” había determinado unas prácticas formales y temáticas que no se pueden apreciar en esta obra. Por otra parte, el efecto de recepción que tuvo su segundo conjunto de relatos, deja al descubierto el contraste que hubo entre La tienda de muñecos y la apreciación estética que regía el momento de su inserción, al que se suma el hecho de la escasa circulación del volumen entre los lectores venezolanos de la época[20].

La práctica de la escritura garmendiana en los relatos que integran La tienda de muñecos tiene sentido metaescritural por cuanto deja que el lector, a través del lenguaje, visualice (podría decir, toque y sienta) las “costuras” de los personajes, las acciones, el soporte espacial y las formas del tiempo[21].

En los cuentos de Garmendia el peso de lo fantástico se percibe en esa crítica que, intrínsecamente, postula su narrativa frente al “realismo” de su tiempo, éste quizás demasiado preocupado por retratar la vida y la sociedad del momento, que en el caso venezolano no ofrecía materia atractiva para la creación literaria: Juan Vicente Gómez en el poder, un gran número de autores en la cárcel o el exilio —incluido aquí Garmendia con su muy particular exilio voluntario—y una polémica relación de los intelectuales con el medio[22].

La lectura contemporánea de Garmendia comienza por tejer una red conceptual que muestra cómo desde hoy puede entenderse mejor esta narrativa por disponer del instrumental teórico que revela esas propuestas que vinculan su escritura a la vanguardia y que debido a diversas limitantes de época no fue posible apreciar en su momento.

INSTANCIA SEGUNDA

Algunos de los relatos de Garmendia se pueden aprehender desde una conciencia de la escritura, lo cual, en términos vanguardistas, radica en una “metaescritura”, asumida, según Hugo Achugar como una “actitud lúdica que erosiona, consciente o inconscientemente los fundamentos del arte tal como les había sido legado por las poéticas anteriores[23]. Esta práctica, que denomino escritura autorreflexiva, lo vincula con la vanguardia, pero también, en una filiación más amplia, con elementos propios de la llamada estética de la modernidad[24], esto es, la perplejidad y el desconcierto, donde radica el sentido constructor de un espacio —una pequeña brecha— donde realidad y ficción son en sí mismos el límite en el cual intercambian sus roles la verdad y la mentira.

Como lo señala Víctor Bravo: “La modernidad es la intromisión en lo real de la duda y de la incertidumbre, de la alteridad y del sinsentido, de la silenciosa herida de la perplejidad y el estremecimiento[25]. La sensación de lo inconcluso, de lo desatado o lo vacio se puede captar desde cada relato en particular pero es también, a otra escala, la misma sensación que pueden dejar las lecturas de conjunto que busquen seguir el hilo —y las puntadas— que coyuntan los ocho textos del volumen. Éste podría ser el camino para justificar la organicidad singular que armonizan los cuentos de La tienda de muñecos[26].

La polémica en torno a la filiación de Garmendia a la narrativa” de lo fantástico y el interés por fijar una etiqueta que lo exhiba como “escritor fantástico” ha llegado a ciertos extremos, manipulados a veces en el intento de hacerlo aparecer como un autor “evasionista”, producto del momento que vive su país, lo cual muchas veces deja de lado el hecho real de que Garmendia vivía y escribía fuera de ese contexto y sin embargo, en la estructura más profunda de algunos textos (“La tienda de muñecos” y quizás, “Entre héroes”), podría advertirse veladamente un “reflejo” de esa problemática social y política[27].

La búsqueda de nuevos patrones de lectura han cuestionado la insistencia en el humorismo[28] o la ironía, lo fantástico o lo absurdo, como absolutos, mientras se plantea en un contexto extraliterario por ejemplo “la crítica de las convenciones y tonos propios de los realismos dominantes de su época”[29].

Aquí se hace necesario volver un poco al aspecto historiográfico para subrayar que en el momento en que se produjo el “redescubrimiento” de Garmendia a principios de la década del 50, Venezuela atravesaba nuevamente un proceso dictatorial, y el rescate de las posibles críticas veladas en La tienda de muñecos no ayudaban a afianzar los otros valores “más convencionales” de los cuentos que integran La tuna de oro (1951), donde sí se hacía patente el logro de “lo literario”. Esto marcó una gran diferencia pues:

los relatos de La tienda de muñecos se enfrentarán más que a valores, a la plasmación de éstos en conductas sociales concretas, que aún cuando puedan ser expresadas por el artificio de la simbolización, focalizarán objetivos que, dentro de una trama de ficción y por la cotidianeidad que los caracterizan, parecen más cercanos € identificables, accesibles también a la ironía[30].

Aquí estaríamos situándonos frente a una constante crítica que más allá del sentido retórico, ofrece una lectura posible de los asideros contextuales de La tienda de muñecos, aparentemente inexistentes, esto es, una lectura desde la ironía, asumida desde la riqueza de significaciones que proponen sus “diversos procesos textuales”[31].

Si la búsqueda de Garmendia es cuestionar los límites —o el límite— que separa la realidad de la ficción, logra su objetivo estableciendo un juego que encuentra “realidad” en la ficción y viceversa. Con esto cuestiona los márgenes de representación del mundo —literariamente— sin un afán de exactitud. Tal como lo señala Beatriz González:

Si tampoco ha sido justa y clara su ubicación histórica, tampoco creemos que sea científica la división de literatura en realista/fantástica para clasificar autores y obras (un criterio temático, por demás heterogéneo, pues se suele presentar combinado con el generacional. Esta última tesis alimenta el criterio de que Garmendia (y no la obra) sea considerado como un cuentista de lo “fantástico” desvinculándolo de toda posibilidad de verlo como un crítico de su contexto histórico social (en el sentido de una narrativa de vanguardia, desde una perspectiva y función del lenguaje diferentes y nuevas). La salida más airosa entonces lo define (a él de nuevo) como prosista de fino humor, ironía y sátira.[32]

Entonces, la ubicación reiterada de Garmendia en la tendencia fantástica, para oponerlo arbitrariamente a lo “realista” crea una natural exclusión de otros niveles de lectura que son los que a fin de cuentas enriquecen la significación de su obra.

INSTANCIA TERCERA

En la mayor parte de los relatos de La tienda de muñecos, el modo como los personajes reflejan la realidad hace que esa “realidad” de la ficción se entronice desde la lectura fantástica, convirtiéndola en una virtualidad que percibe en la realidad “otra” la disolución de un mundo y la creación de un espacio que se funda en el lenguaje, lo que Víctor Bravo llama “conciencia de sí”, que en lo literario “es la conciencia de ser, primero, un acontecimiento de lenguaje como razón y medio para pactar un compromiso con el mundo” [33]. Esa actitud funda el desconcierto y produce hacia el interior del texto la visión especular, tan parecida a la realidad pero invertida. Por ejemplo, en el relato “La Tienda de Muñecos”, podemos apreciar un fenómeno muy particular en torno a esa inversión de la realidad[34]: el narrador, al configurar o animar a un personaje como Heriberto, hace que su condición humana aparezca rebajada a la misma condición de los muñecos.

Esta condición lo degrada, y por esa razón es destinado por el segundo narrador al lugar de los inferiores: “Heriberto no tenía más seso que los muñecos en cuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas” (p. 19). En este relato, la declaración del segundo narrador expresa ya la concepción previa que puede exonerarlo del riesgo de hacer una historia fallida. Con ello estructura una posición previa de ese narrador que disfraza su conciencia de no implicación en aquello que “cuenta”: “No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia —si así puede llamarse— de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo […]” (p. 17). Este distanciamiento permite que el segundo narrador presente su relato bajo la “conciencia” de que aquello que cuenta es una “historia”, que presupone a un receptor para quien se ordenan todos y cada uno de los acontecimientos.

Acaso la clave de esa autorreflexión se halle en los primeros artificios discursivos de un narrador aparentemente desprevenido, que no se implica en lo que va a transmitir, por lo tanto, su elocuente indiferencia sólo sirve como puente para que la historia llegue a sus lectores. En el relato “La tienda de muñecos”, ese primer narrador que displicente traspasa la “historia” contenida en los papeles que tiene en sus manos, posee simultáneamente el poder de invocar a un autor “otro” cuya finalidad el primero no sólo desconoce sino ante el cual se muestra desinteresado:

No sé cuándo, dónde ni por quién fue escrito el relato titulado “La Tienda de Muñecos”. Tampoco sé si es simple fantasía o si es el relato de cosas y sucesos reales, como afirma el autor anónimo; pero, en suma, poco importa que sea incierta o verídica la pequeña historieta que se desarrolla en un tenducho. La casualidad pone estas páginas al alcance de mis manos, y yo me apresuro a apoderarme de ellas. Helas aquí: […] (p. 17).

Sin duda, del conjunto que integra La tienda de muñecos, el texto más celebrado ha sido “El cuento ficticio”, en el cual se ha intentado ver una “poética” de lo fantástico. Esto es, casi una preceptiva de la imaginación literaria, que daría razón de ser no sólo a los demás textos del volumen, sino que, incluso, marcaría los rieles a la escritura posterior del autor, cosa que no ocurre. Por ello el patrón de la propuesta de este texto es más bien de orden heterogéneo con relación a otros géneros que se implican en lo literario. Como lo señala Anamaría Rodríguez:

Interrogar “El cuento ficticio” en su alcance teórico implica determinar cómo el texto abre alternativas en relación con prácticas textuales anteriores o coexistentes. Pero también hay que tener en cuenta que si bien este texto de Garmendia puede ser interrogado en su naturaleza ensayística, es, a la vez que ensayo, ficción. Ensayo y ficción así unidos determinan a la vez que ambos géneros deber ser redefinidos en sus funciones, o entendidos a partir de un nuevo código.[35]

La praxis de esta escritura trasciende lo inmediatamente artístico y busca reconocerse en una nueva función. A esta nueva función también podría dársele el nombre de autorreflexión. El juego autorreflexivo destaca también el artificio que encubre al/los narradores que se muestran con un conocimiento limitado de lo que relatan. Aquí no se representa al omnisciente narrador que como deidad conduce las acciones. Al contrario, la narración se va construyendo paso a paso, disponiendo de cada uno de los elementos que se van a articular para darle un sentido unitario al relato. No existe una especie de “archinarrador”, capaz de postular su saber en el plano de las futuras significaciones, sino que la voz narradora implicada en el relato va articulando paulatinamente su propio artificio constructivo hasta ofrecer una idea del proceso mismo de escritura. Esto es evidente en el caso de “El cuento ficticio”: “Mi primer paso es reunir los datos, memorias, testimonios y documentos que establecen claramente la existencia y situación del país del Cuento Inverosímil” (p. 26). También puede manejar otros elementos que confirmen la convicción creativa y absoluta del narrador cuando declara: “a la larga acabaré por probar la existencia del país del Cuento Improbable a estos mismos ficticios que hoy la niegan, y hacen burla de mi fe, y se dicen sagaces sólo porque ellos no creen, en tanto que yo creo” (pp. 26-27).

En la mayoría de los textos de La tienda de muñecos (“Narración de las nubes”, “El cuento ficticio”, “La tienda de muñecos”, “El alma” o “El difunto yo”), el narrador suspende el hecho narrativo para crear el caos en un lector acostumbrado a textos “acabados” y con ello logra otro objetivo de naturaleza no literaria —quizás no placentera— que descansa en la sorpresa, el estupor o el hastío. Pero en esas opciones es donde, quizás, reside la seducción. En ese sentido, se muestra una especie de intensidad que va creciendo sustentada en su rasgo desconcertante, porque además deja al descubierto la sensación de lo inacabado, de la historia trunca. Este efecto crea al mismo tiempo el juego donde lo “literario” se sustenta sobre la negación de sus estatus convencionales.

Si Garmendia escapa de la intención de “verdad” y subvierte ese orden, tampoco cae dentro de la plenitud inverosímil donde, a mi juicio, lo que importa es el lenguaje como reflejo de sí mismo y por consiguiente, forma y fondo de la imaginación. En “El cuento ficticio” es explícita esta intención:

Un día vino en que quisimos correr tierras, buscar las aventuras y tentar la fortuna, y andando y desandando de entonces acá, así hemos venido a ser los descompuestos sujetos que ahora somos, que hemos dado en el absurdo de no ser absolutamente ficticios, y de extraordinarios y sobrenaturales que éramos nos hemos vuelto verosímiles, y aún verídicos, y hasta reales…¡Extravagancia! ¡Aberración! ¡Como si así fuéramos otra cosa que ficticios que pretendemos dejar de serlo! ¡Como si fuera posible impedir que sigamos siendo ilusorios, fantásticos e irreales aquellos a quienes se nos dio, en nuestro comienzo u origen una invisible y tenaz torcedura en tal sentido! (p. 25).

En la idea de autorreflejo del lenguaje en la ficción, se conjugan los dos niveles que permiten apreciar el contraste entre los espacios de la realidad y la ficción. En “El cuento ficticio”, el narrador se autorrepresenta en la ficción[36] confrontando la idea de perfección y felicidad como inverosímiles, condición aparentemente propia de la realidad. Por ello, en el país del Cuento Azul es posible “el clima feliz de lo irreal, benigna latitud de lo ilusorio” (p. 25). Esa clara definición de lo irreal como lo ilusorio es una de las claves recurrentes de los relatos que establece una dimensión de la escritura donde no hay una topología; la superficie del relato es la imaginación y el lenguaje.

En “El alma” el narrador, que se considera indigno de la atención de Satán, por cuanto no requirió de su presencia para caer en pecado, introduce inmediatamente una inversión de los valores, pues este Satán tendría mejor que ocuparse de otros: “Existen sin duda muchas gentes honradas que muy bien pudieran ser digna ocupación del Diablo…” (p. 33). Un narrador que está decidido a vender su alma, aun cuando puede llegar a tener la certeza de no poseer alma alguna, a un diablo muy particular, de miradas llenas de “ternura e intereses”. La inversión de los valores “reales” hace que el signo de Satán (maligno, infernal, etc.) sea incierto, apareciendo un Satán bondadoso, simpático, afable y tonto, quien es capaz de estrangular al personaje “de manera afectuosa, en medio de la amistad más cordial y el compañerismo más estrecho” (p. 36). La autorreflexión aparece en el momento en que el narrador pide a Satán un tiempo para coordinar sus ideas y recuerdos, ya que —dice— “he visto cosas inverosímiles que no me atrevo a narrar en un lenguaje improvisado e inelocuente” (p. 38).

Quizás sería una marca textual muy limitada para afirmar la presencia de lo autorreflexivo, sin embargo, hay en ello la expresión de una voluntad de estilo que implica el orden, el cuidado de la expresión y la previsión retórica, una especie de ejercicio de la conciencia de sí de la escritura[37],en el discurso directo de un personaje-narrador. Esta condición puede encontrarse como un rasgo característico que se hizo presente desde los inicios de la renovación vanguardista.

La estructura de “Narración de las nubes” hace que la realidad se perciba fragmentada en cada uno de los minúsculos episodios que articulan el relato. Este viaje es absolutamente inusual, y en el fondo inexplicable, para el narrador-actor que fue lanzado “sin consulta a las peligrosas aventuras del espacio” (p. 49). El narrador construye un fabuloso relato de viaje, sobre la base de una experiencia vital que cierra su ciclo en un nuevo nacimiento. Es una vuelta al origen, pero que puede mostrar el distanciamiento cronológico del narrador frente al niño que torna a ser después del viaje. Sólo allí se despersonaliza, pues confiesa “ignorar” ciertas actitudes suyas, por ejemplo, con “los codos apoyados en las rodillas y la cabeza colocada entre las manos, me abismé profunda- mente en la meditación de mi infortunio” (p. 55), y cuando toma distancia frente al hecho de su nuevo nacimiento, aparenta ignorar todo lo acontecido en su vida antes de iniciar su paseo por las nubes. Cuando el narrador cierra su ciclo vital, cierra también su recorrido narrativo. En este instante presupone a su receptor, por ello le interesa ordenar cada una de las experiencias vividas. Confiesa, en tanto niño, estar privado de “todo asomo de reflexión, experiencia y cordura” (p. 56). Intenta borrar la frontera de la ficción para tratar de lograr, en el resumen de los hechos vividos, una atmósfera de realidad. Esa es la finalidad que persigue el narrador. Por ello, cuando termina su viaje, delimita el espacio-tiempo de las acciones, y recapitula sobre los acontecimientos que ha vivido y que, al mismo tiempo, le han servido para articular su relato: “me dejé arrastrar por una corriente de aire que me trajo de nuevo hasta la Tierra, donde actualmente estoy y donde he compuesto esta historia” (p. 56).

La frontera ilusoria que confronta al narrador con su propia noción de realidad se ejemplifica en un breve fragmento del relato “Entre héroes”[38], cuando describe el acontecimiento que vivió al entrar en una de esas “pequeñas, ignoradas y miserables librerías de segunda mano que encuentro a mi paso” (p. 59); en ese espacio de la librería, donde los límites entre esencias y apariencias no se deslindan, de manera casi incidental el narrador confiesa: “Y no sabría yo decir a punto fijo si los estantes de volúmenes habían acabado por cobrar aspectos de muros, o si los muros parecían estantes de libros” (p. 59).

Podría señalar que en este relato, la autorreflexión está dada por el punto de vista de la narración, la cual se sustenta en la presencia de un extraño personaje, que habla desde la literatura misma, es decir, desde el nivel de los personajes literarios, que en sus respectivas obras, habitan mundos disonantes. El personaje confiesa:

Acojo simplemente en mi casa el mayor número posible de esos seres desgraciados que se agitan en las hojas de los libros. En este sentido puede decirse que colecciono miserables rarísimos, infelices originales, desdichados únicos, tristes agotados. Aquí no hallará usted un solo ejemplar dichoso. No recibo más que desesperados, sin ocuparme para nada del valor artístico o literario que tengan, cosa que me es totalmente indiferente (p. 60).

En este relato el sentido de la realidad se halla sólo —y ambiguamente—en la sorpresa del narrador quien, estupefacto, ha cedido su voz a la del librero; a su vez, éste instaura el mundo de la irrealidad para “vivir” desde ella la miseria de algunos personajes de ficción: “A todos éstos, señor, el autor que los creó los va llevando poco a poco, hoja tras hoja, y los precipita de repente en los conflictos insolubles que él mismo ha tenido buen cuidado de venirles preparando, desde episodios precedentes, con refinada maña y disimulo” (p. 62). El clima narrativo que se crea borra la frontera entre la realidad y la irrealidad, enunciada mediante la existencia de un estado aparentemente normal de las cosas. La abrupta desaparición del librero entre el estante de los libros humorísticos nos pudiera hacer pensar, en su ambigüedad, que este personaje del relato es a su vez personaje de alguna ficción literaria que se realiza -se humaniza— dentro de otra obra.

En “La realidad circundante” el narrador se muestra atento y sorprendido frente a unas acciones que son coherentes desde la perspectiva ficcional, pero que se hallan fuera de la realidad objetiva de la misma narración. Un personaje describe y promueve un curioso artefacto. Este personaje referido se vale del narrador para demostrar las virtudes de un invento: un ingenioso aparato capaz de materializar lo intangible: “aparatos adaptadores a las vicisitudes de la vida, la inconstancia de la suerte, las inclemencias del cielo, los cambios de la fortuna, las vueltas del mundo” (p. 65).

La autoconciencia de la voz narrativa que enuncia las “bondades” del invento que está “llamado a prestar invalorables servicios a los hombres reales, o que tal se dicen” (p. 66), presupone la existencia de hombres irreales, es decir, aquellos que necesitan adaptarse a la “realidad circundante”, o que son, “reacios a la verdadera comprensión de lo real” (p. 68). Obviamente, estamos frente a una forma de persuasión del discurso publicitario, capaz de convencer por simple proceso de retórica: “No existe, señores y señoras, incapacidad de adaptación a la realidad circundante capaz de ofrecer resistencia durable a la eficaz acción de mi aparato ajustador, el cual las vence todas y rápidamente las sustituye o reemplaza por una capacidad verdaderamente extraordinaria de adaptación al mundo ambiente y a la realidad circundante” (p. 67). Cuando el narrador recupera su “voz” —pues había cedido el protagonismo narrativo al incisivo vendedor— vuelve nuevamente a autoconfigurarse la (su) conciencia narrativa. Esto es, el narrador- testigo del discurso persuasivo del vendedor es, al mismo tiempo, objeto o destinatario real de los hechos, pues ha adquirido el aparato con el cual se ofrecía a los compradores importantes transformaciones. En la autorrepresentación del narrador está su voz, confiando al lector el destino del invento: “Ahí está, hoy todavía, sobre la mesa donde escribo, y alguna vez me habrá servido —no lo niego— como pisapapel sobre las hojas de un nuevo cuento inverosímil” (p. 68).

Las imágenes virtuales y especulares son caras de una moneda donde el lenguaje juega a mostrar la contrapartida de la realidad, creando una otra realidad, esto es, de espejo donde es posible vivir con propiedad lo imaginario[39].Ejemplo de esto lo encontramos en “El difunto yo”, donde la visión especular de los personajes tiene un sólo punto de convergencia. En la “realidad” del relato el discurso de uno de esos “yo”, posee un mismo rol ante la “realidad” que lo separa de su alter ego, pero ambos actúan por su lado y vuelven a converger en una unidad, mediatizada por el “suicidio” de uno de ellos, que en el fondo es el mismo otro[40]. Parece un juego de palabras en que el uno y el otro son el mismo y a la inversa, pero al actuar como dualidad, virtualmente divididos pero realmente unificados, tenemos la voz mediadora del yo-otro narrador, que nos recuerda al primer narrador del relato “La Tienda de muñecos”: “Pero observo que la indignación —una indignación muy justificada, por lo demás— me arrastra lejos de la brevedad con que me propuse referir los hechos. Helos aquí, enteramente desnudos de todo artificio y redundancia.” (p. 75).

En “El difunto yo”, la autorreflexividad se produce como resultante del reflejo especular: yo soy el otro y viceversa, pero el yo narrador se sitúa en un nivel donde el otro es visto como su doble negativo (audaz, pícaro, inmanejable, aunque predecible) y que a la larga, como sentido paródico, lleva a cabo las acciones más importantes del relato, es quien da vida —al personaje y a las acciones- desde la muerte, pero cuya acción (irónica, humorística o burlesca) del otro se torna tragedia en el yo-narrador, siempre a la zaga de las acciones y demasiado consciente de las artimañas de su propio yo, es decir del personaje que es el “otro” y cuya historia el narrador y su alter ego nos han querido contar.

INSTANCIA FINAL

En su conjunto, esta obra de Julio Garmendia rompe las fronteras de lo real, vistas también en relación con un “proceso literario”, una tradición o frente a un canon dominante, ante el cual propone un efecto de transgresión del discurso (a ratos narrativo, a ratos poético o un trasfondo ensayístico, cuyo signo común parece ser lo inacabado).

Quizás sea en los personajes, como parte estructural de los textos donde se centre la mayor fuerza narrativa. Los personajes están configurados desde una perspectiva autónoma que los individualiza y al mismo tiempo los llena de una fuerza individual dentro de la narración. Al mismo tiempo, existe un fuerte protagonismo de los personajes y no sólo desde aquellos textos donde el título ya los hace significativos: “La tienda de muñecos”, “El cuarto de los duendes”, “Entre héroes” o “el difunto yo”. Por supuesto que estos personajes siguen una tradición, no son prototipos, pero el sentido novedoso en el planteamiento de cada relato obedece precisamente al contexto nada convencional donde se activan y desarrollan[41].

El narrador (mediante sus distintas voces) se cuestiona a sí mismo pretendiendo revelar lo que desconoce. Sostiene un supuesto saber que se desmorona cuando al parecer las acciones que cuenta y los personajes que anima están atentos para contradecirlo. Su saber se instaura, precisamente desde el no-saber y en el espejo de los otros —él, el narrador— ve su propio reflejo como instrumento de las acciones prefijadas y él forma irremediablemente parte de ellas.

Para el caso de los relatos de Garmendia —con la excepción de “El cuarto de los duendes”— sería posible, a partir de los enunciados del narrador/es y sus personajes, determinar el modo como se lleva a efecto la autorreflexión, es decir, el hecho literario la escritura— hacia sí misma para mostrar posibles formas de “autoconciencia” que reproduce la visión interiorizada del oficio del escritor/lector y el para qué del producto literario. Los términos que emplea Hugo Verani para referirse a los relatos de Felisberto Hernández, tendrían validez plena en el caso de Garmendia, específicamente en el doble estatuto de la escritura autorreflexiva: “La autoconciencia reflexiva de una narrativa focalizada en el acto de escribir y el afán de socavar la solemnidad literaria con humor lúdico”[42]. Al determinar este grado de conciencia artística, también podríamos tener una idea por lo menos, del modo como aparecen y funcionan la alegoría, la parodia o la ironía, tanto hacia la literatura misma como hacia el entorno social y político. Estos elementos subyacen en muchos de los relatos de Garmendia, los cuales, en sus posibles significaciones han sido explicados por algunos destacados críticos como Miliani, Osorio, Moraña, y Lasarte, entre otros.

No deja de llamar la atención que en algunos lectores contemporáneos se produzca una “reacción” que pasa por lo sorpresivo, lo intrigante, una sensación de duda o incredulidad, o se perciba y exprese la sensación de que las historias, los personajes o los ambientes narrativos, no estén construidos de una manera completa o intensa; los relatos de Garmendia, en varios sentidos, producen una especie de desconcierto ante el lenguaje y ante esa realidad que crean[43].

Pero, por su parte, a Garmendia no le atañe la comprobación de que sus personajes o sus “anécdotas” sean o no creíbles, por ello, su propuesta está más allá de lo que se pueda considerar real, intenta crear un espacio “otro” donde lo que cuenta sea posible dentro de su propia ficción. No busca dilucidar el hecho real o verificable ni especificar la naturaleza de ese acto creativo que desafía la imaginación. El suyo es un acto de escritura, conscientemente articulado como artificio, quizás por ello, sin presuponer necesariamente al lector, su mejor aliado sea siempre el lenguaje mismo.

BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

[1]La misma expresión de “¡¿Hasta cuándo Peonia?!”, que utilizó Orlando Araujo para referirse a la escuela narrativa que se formó a la sombra de esta obra de Manuel Vicente Romero García, podría decirse de la escuela galleguiana, que en cierto modo es punto culminante de aquélla, y podría repetirse la pregunta: “¿hasta cuándo Doña Bárbara?” Véanse los breves ensayos de Araujo “¿Hasta cuándo Peonia?” y “¿Podemos hablar de galleguianos””, en Narrativa venezolana contemporánea, Monte Ávila Editores, Caracas, 1988, pp. 183-188 y 188-194, respectivamente.

[2] Véase la “Contribución para su bibliografía” de María Lya Niño de Rivas, en Julio Garmendia ante la crítica, Caracas, Monte Ávila, 1983, pp. 290-315.

[3] Estos hechos, de marcado carácter político, tuvieron puntos de confluencia con algunos acontecimientos de tipo literario, que se superponen y retroalimentan, como es el caso de la fundación de la revista válvula. Algunos historiadores de la literatura venezolana que han emprendido una lectura cuidadosa de las entrelíneas vanguardistas (Osorio Tejeda y Agudo Freites, entre ellos), están de acuerdo en que la aparición de válvula significó la culminación de un proceso de búsquedas literarias, que se había desarrollado de manera espasmódica en un primer momento, y que luego adquirió un impulso más orgánico.

[4] Mabel Moraña “A propósito de la recepción de la narrativa de Julio Garmendia”, Actualidades, 1977-78, núm. 3-4, p. 72. (En las siguientes citas a artículos de este volumen, sólo se indicará Actualidades, señalando la página correspondiente).

[5] Hugo Achugar habla de un “reducidísimo número de aficionados” a Garmendia, que se puede encontrar entre quienes repararon en sus artículos de 1923 sobre tres —de los llamados por Garmendia— “nuevos poetas venezolanos”: Sotillo, Fombona Pachano y Arráiz, y donde el crítico subraya que la “novedad” destacada por Garmendia radica en que la búsqueda de estos autores estaba un poco en el camino de La tienda de muñecos. Véase: “Para presentar tres artículos de Julio Garmendia”, en Actualidades, p. 117.

[6] El Nacional, Caracas, 17-07-1977, p. 4. No obstante, en la nota introductoria al homenaje que dedicó a Garmendia la revista Actualidades de Caracas a raíz de su muerte, Domingo Miliani anotó: “Cuando se le ha comparado con Roberto Arlt o Felisberto Hernández, no es por azar ni menos por buscarle abolengos, puesto que nuestro autor se anticipó a los dos maestros del Sur. Es por razones de justicia histórica en una literatura como la venezolana, cuya difusión más allá de las propias fronteras ha sido muy precaria”. Actualidades, p. 8. Pero ese criterio ya aparecía en el “prólogo” a la tercera edición de La tienda de muñecos, publicada en Mérida (Ven.) por la Universidad de los Andes, en 1970,

[7] A falta de una vinculación latinoamericana de la prosa garmendiana, Mabel Moraña cita una serie de posibles “filiaciones” más alejadas de lo latinoamericano y aparentemente reveladoras de vínculos a cierta tradición de autores europeos consagrados: Cervantes, Julio Verne, Ega de Queiroz, Sartre, etc. “A propósito de la recepción de la narrativa de Julio Garmendia”, Actualidades, p. 74. Por otra parte, Arturo Uslar Pietri en la primera edición de Letras y hombres de Venezuela (1948) encuentra una filiación en otro sentido, no propiamente literario: “Asoma, por ejemplo, la nota del humor […] escéptico y contenido en Julio Garmendia, cuya Tienda de muñecos, publicada en 1927, es libro donde resuena el eco del cuento filosófico francés sabiamente aprovechado” (FCE, México, 1948, p. 161).

[8] Osorio hace la salvedad con respecto a la obra de Garmendia en el sentido de que para 1925 ya los textos de La tienda de muñecos estaban articulados formando un volumen, razón que justifica la carta-prólogo de Jesús Semprum a la obra, fechada en Nueva York, en 1925. Cf. “La tienda de muñecos de Julio Garmendia en la narrativa de la vanguardia hispanoamericana”, Actualidades, p. 11-36.

[9] Es preciso señalar que antes apareció un conjunto de trabajos sobre Garmendia, en una edición especial de la revista Imagen (núm. 29-30, Caracas, 1972). Los trabajos publicados originalmente en Actualidades, y que se reproducen en Julio Garmendia ante la crítica son: “Sobre “El cuento ficticio” y sus alrededores” de Anamaría Rodríguez, “La tienda de muñecos de Julio Garmendia en la narrativa de la vanguardia hispanoamericana” de Nelson Osorio, “A propósito de la recepción de la narrativa de Julio Garmendia”, de Mabel Moraña, “La obra de Julio Garmendia en las historias de la narrativa venezolana”, de Beatriz González y una versión ampliada de la “Contribución para su bibliografía”, de Lya Niño de Rivas.

[10] Monte Ávila Editores, Caracas, 1995.

[11] Íbid., p.158.

[12] “Julio Garmendia”, en Julio Garmendia ante la crítica, Monte Ávila, Caracas, 1983, p. 17. En las citas sucesivas a este volumen colectivo sólo se señalará el título, indicando la página correspondiente.

[13] Cf. Hugo Achugar, “Para presentar tres artículos de Julio Garmendia”, Actualidades, p. 120.

[14] Nelson Osorio T., Actualidades, p. 25.

[15] Matei Calinescu “La idea de modernidad”, en Cinco caras de la modernidad, Tecnos, Madrid, 1991, p. 63.

[16] “Juegos creativos: Julio Garmendia”, en su libro Juego y nación, Fundarte, Caracas, 1995, p. 60, También Fernando Burgos ha apuntado a ese elemento. Al referirse al “Cuento ficticio” señaló: “en el cuento hay direcciones posmodernas que recién —por nuestra más reciente y cercana compenetración con esta sensibilidad— pueden entenderse. Me refiero a la total organización fictiva del cuento en la que se hace inseparable el plano creativo del de su configuración estética. El recurso posmoderno del cuento consiste en poner al descubierto la tendencia crítica del lector que recorre este espacio narrativo, distinguiendo los ejes de lo estético (la supuesta configuración real y su ejecución ficticia) como principios organizadores de la sensualidad del lenguaje que crea el cuento”, Burgos, Op. cit., p. 160.

[17] Burgos se afianza en aspectos colaterales a lo fantástico y afirma que “este nuevo modo de enfrentamiento literario encontrará una de sus manifestaciones en la pérdida del carácter autorial de la literatura, basándose en la concepción estética de que la creación no es individual, absoluta u original, sino que corresponde a un proceso de intertextualidades y también de procedencias extratextuales ligadas dinámicamente al texto”, Op. cit., p. 158.

[18] La primera edición se hizo en París, por Editorial Excélsior, en 1927. En este trabajo cito por la edición de Julio Garmendia La tienda de muñecos. La tuna de Oro, Monte Ávila Editores, Caracas, 1985, e indico en el texto la página correspondiente.

[19] Desde el punto de vista historiográfico ha sido frecuente la justificación del valor de Garmendia en la literatura venezolana a partir de la publicación de La tuna de oro, en 1951. Véase el trabajo de Mabel Moraña, “A propósito de la recepción de la narrativa de Julio Garmendia”, especialmente el apartado “El caso Garmendia, “el solitario” ”, Actualidades, pp. 63-91.

[20] Para una comprensión de la crítica en torno a la obra de Garmendia es útil el arqueo que realizó Beatriz González sobre las historias críticas de la literatura venezolana hasta 1977, En ese trabajo la autora repara en los diversos criterios que han prevalecido sobre la ubicación generacional del autor. Véase “La obra de Julio Garmendia en las historias de la narrativa venezolana” en Actualidades, pp. 37-61.

[21] En su artículo “Fantasía y realidad en Julio Garmendia”, Iraset Páez Urdaneta explica esa condición del lenguaje que “deja ver lo que hay debajo”, en Julio Garmendia ante la crítica, p. 54.

[22] Un estudio detallado del contexto que se vivía en la Venezuela de los años veinte y treinta lo constituye el trabajo de Nelson Osorio T., Formación de la vanguardia literaria en Venezuela, Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1985.

[23] “El museo de la vanguardia: para una antología de la narrativa vanguardista hispanoamericana”, en Hugo Verani (ed.), Narrativa vanguardista hispanoamericana, UNAM-Ediciones del Equilibrista, México, 1996, p. 28.

[24] Entiendo aquí modernidad en un sentido amplio, que da cabida a la vanguardia, teniendo en cuenta que ambas instancias son complejas en sí mismas y no equivalentes. Como lo expresa Antoine Compagnon: “La vanguardia no es sólo una modernidad más radical y dogmática. Si la modernidad se identifica con una pasión por el presente, la vanguardia supone una conciencia histórica del futuro y la voluntad de adelantarse a su tiempo. Si la paradoja de la modernidad se debe a su relación equívoca con la modernización, la de la vanguardia se debe a su conciencia de la historia”, Las cinco paradojas de la modernidad, Monte Ávila Editores, Caracas, 1993, p.36.

[25] Ironía de la literatura, Universidad del Zulia, Maracaibo, 1993, p. 117.

[26] Cf. Moraña, Actualidades, p. 137.

[27] Osorio ha puntualizado al respeto que en los ocho relatos que integran La tienda de muñecos, la nota común “está dada por la desenfadada actitud ante lo narrado y por una burlona, irónica y punzante crítica a la sociedad de la época. El permanente coqueteo con lo fantástico no implica que la sociedad esté ausente o escamoteada, sino que se encuentra traspuesta en una clave inhabitual, lo que permite “verla” de un modo distinto, desautomatizando la mirada con el objeto de desacralizarla”. Actualidades, p. 31. Por su parte, Juan Liscano niega esta posibilidad de interpretación. Véase “Un solitario de nuestras letras: Julio Garmendia”, en Julio Garmendia ante la crítica, p. 41.

[28] En los primeros estudios críticos que intentaban darle un sentido de pertenencia a la obra de Garmendia, prevaleció una casi unánime ubicación en la temática humorístico y fantástica, por ejemplo: “Julio Garmendia profesa una particular técnica del cuento y la novela corta. No se aferra a un canon disciplinario; no obedece a leyes de preceptiva: él, simplemente crea, deja que la imaginación corra, da libre trayectoria a sus personajes, que en su primer libro caminan todo su derrotero por rutas de la fantasía […] La tienda de muñecos es una de las más originales obras venezolanas de este siglo”. Pascual Venegas Filardo “Lo real y lo irreal en la obra de Julio Garmendia”, Op. cit., p. 54.

[29] Lasarte, p. 61.

[30] Moraña, “A seis décadas de un cuento de Garmendia”, Actualidades, p. 140.

[31] Víctor Bravo establece una diferenciación significativa de estos procesos: “procesos de la diferencia, como la paradoja y el absurdo que, partiendo de la refutación de lo real, abren la posibilidad de mundos imposibles; y procesos de la identidad, como la parodia y lo grotesco, la alegoría y el humor, que, en una afirmación paradójica de lo real, crean posibilidades expresivas, y reconstrucciones de sentido, en el turbión mismo de la negatividad”. Ironía de la literatura, p. 4.

[32] Beatriz González, “La obra de Julio Garmendia en las historias de la narrativa venezolana”, 4ctualidades, p. 55

[33] La irrupción y el límite, UNAM, México, 1988, p. 57.

[34] Fantasía en La tienda de muñecos y La tuna de oro”, en Julio Garmendia ante la crítica, p. 235.

[35] “Sobre “El cuento ficticio” y sus alrededores”, Actualidades, p. 98.

[36] Irmtrud Kónig establece las categorías de narrador “protagonista” y narrador “testigo”. Véase: “Perspectiva narrativa y configuración de lo fantástico en La tienda de Muñecos de Julio Garmendia”, en Julio Garmendia ante la crítica, pp. 281-282.

[37] Cf. Noé Jitrik, “Papeles de trabajo: Notas sobre vanguardia latinoamericana”, Revista de crítica literaria latinoamericana, 1982, núm. 15, p. 24.

[38] En la edición de 1970 (Mérida-Ven., Universidad de los Andes), el texto aparece con el título de “El librero”.

[39] Óscar Sambrano Urdaneta ha explicado el fenómeno especular, inherente a los relatos de Garmendia, en los siguientes términos: “Todo el ingenioso juego verbal que desarrolla el autor de estas narraciones, las convierte a la postre en una cierta imagen proteica, como la que se reflejaría en un espejo mágico donde cada quien ve lo que quiere ver”. Véase “El espejo mágico”, en Julio Garmendia ante la crítica, p. 77.

[40] Véase Domingo Miliani, “La disyunción como estructura en La tuna de oro”, en Julio Garmendia ante la crítica, pp. 86-87.

[41] “Los personajes de Julio Garmendia en su primer libro, son personajes clásicos del mundo de lo fantástico, personajes habituales de un tipo de literatura del mundo occidental”, Venegas Filardo, Op. cif., p. $4.

[42] “Narrativa hispanoamericana de vanguardia”, en Narrativa vanguardista hispanoamericana, UNAM-Ediciones del Equilibrista, México, 1996, p. 43.

[43] Peter Biirger apela al concepto de “extrañamiento”, de V. Sklovsky, para explicar este efecto, el cual permite que “el shock de los receptores se convierta en el principio supremo de la intención artística”. Teoría de la vanguardia, trad. Jorge García, Ediciones Península, Barcelona, 1977, p. 56.

Sobre el autor

*Publicado en: Escritos, Revista del Centro de Ciencias del Lenguaje. Número 21, enero-junio de 2000, pp. 249-273.

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