Julio Planchart
El propósito de hacer un elogio de Oviedo y Baños y de contribuir a mantener viva su memoria ilustre, para restarle siquiera adarmes de verdad a su afirmación de que el trabajo de sacar a luz las acciones de los fundadores de Venezuela, había «de ser poco agradecido por los que debía ser más estimado», nació en mi corazón desde el momento en que leí su Historia en mi juventud. Antes no había tenido la fortuna de que nadie me dijese de su mérito insigne; por lo contrario, había oído hablar de su obra de cierta manera en la cual había tintes despectivos, había visto que se le tildaba de plagiario, lo había oído llamar «viejo cronista» para no decirle historiador. Baralt lo había tachado de ser muy aficionado a «menudas relaciones de combates particulares»; mas en cierto ocasión llegó a mi poder, bien conservado y realzado su mérito por haber pertenecido a Juan de Escalona, un ejemplar de la edición de su Historia hecha en Caracas en 1824, en la imprenta de Navas Spínola; y ella me descubrió un mundo de entretenimiento, de placer estético e histórico, de venezolanidad, como suele decirse ahora, y de amor agradecido a esta tierra, porque la escribió a «impulsos de agradecido» y pretendiendo satisfacer la estimación que debió a esta Provincia. Mas, nunca pude imaginar que ese elogio lo iba a pronunciar yo, humilde y emocionado, entre tanta pompa y majestad en este recinto de donde ha radicado tanta cultura a todo el país, ante tan extraordinaria e ilustre concurrencia, y bajo los auspicios del señor de Baños y Sotomayor, de cuyos ojos en su retrato aquí presente, creo ver salir una paternal mirada de aprobación y de aliento.
Por pagar deuda de estimación a la Provincia de Caracas, el núcleo de nuestra actual Venezuela, escribió Oviedo su Historia. No era de la Provincia el historiador. Había visto la luz en Bogotá a fines de 1671. Su padre, D. Juan Antonio de Oviedo y Ribas, Fiscal primero y Oidor luego de la Real Audiencia en aquella ciudad, de familia prócer, habíase casado en Lima con Doña Josefa de Baños y Sotomayor, hermana del Obispo. Dos años después de nacido Oviedo murió el padre y Doña Josefa tornó a Lima, donde moraban parientes de calidad suyos y de su marido. Vendría luego quizás a Santa Marta siendo niño aún donde ocupaba su tío don Diego, la Silla episcopal; vino después a Venezuela, según parece cuando apenas tenía 15 años, y aquí vivió hasta su muerte, aquí fundó familia que dio varones ilustres a la patria, aquí aumentó su fortuna y trabajó en la cosa pública y aquí fundó el pedestal de su fama escribiendo su Historia.
En la colonia todos los españoles-americanos eran uno. Ocurría como en la Gran Colombia, para neogranadinos, ecuatorianos y venezolanos. No podía haber los distingos actuales de nacionalidad. Así Oviedo puede decirse americano y lo fue en el sentido más elevado de la palabra: bogotano por nacimiento, limeño por su familia y su niñez y caraqueño por haber vivido desde la adolescencia en la ciudad. Resultaba así un ciudadano anticipado de la gran confederación de pueblos americanos soñada por el Libertador.
Vino a Venezuela muy joven, casi un niño. Por lo general los historiadores colocan su venida en el año de 1684 con su tío el Obispo don Diego de Baños. En este caso el futuro exhumador de la memoria de los Conquistadores de Venezuela, llegó a Caracas cuando tenía apenas 13 años. No obstante, hay un dato curioso —el único concretamente autobiográfico— en su Historia: al hacer la descripción del lago de Maracaibo y referirse a los pueblos de indios fundados en las propias aguas del lago, a los cuales debe Venezuela su nombre diminutivo y quizás risueño en la intención de Ojeda, dice el historiador que entre ellos, uno de los pocos precariamente existentes en 1686 cuando estuvo en el Lago, era el de Moporo. No se entiende qué podría estar haciendo, como no fuese un viaje, en lugar tan apartado un jovenzuelo en edad delicada y conveniente más para las aulas que para visitar lugares lejanos, incómodos, desapacibles y aún peligrosos. El adolescente, es lo más probable, venía a Caracas acompañado de su hermano mayor Diego Antonio. Quizás el viaje, largo y difícil por tierra, era menos ocasionado a accidentes que por un mar en donde podría sobrevenir alguna nave pirata o enemiga. Por ese dato, entre otros, el biógrafo de Oviedo, el finado y nunca bien sentido Dr. Caracciolo Parra León, ilustre miembro de esta Academia, coloca la entrada de aquél en Venezuela en 1686.
Si venía de Santa Marta, en donde el Obispo ocupaba, antes que la de Caracas, la silla episcopal, ¿cuándo dejó Oviedo el hogar materno? La madre vería partir al hijo, niño aún y para no verlo más. ¿Qué influencia tendría en su carácter esa circunstancia? Si fue en Caracas en donde el niño entró a la casa de su tío a ser pupilo y educando y a estar con él hasta su muerte, al pasar por Moporo debía de venir de Lima. Qué viaje entonces tan considerable, qué surcar de mares, cuánta montaña transpuesta, cuántos inmensos ríos esguazados, qué de llanuras de hondos e inescrutables horizontes pasarían por la visión de aquel niño inteligente, curioso y de alma artística. Este viaje ¿no prepararía su alma para después comprender los ingentes trabajos de los conquistadores? ¿No valoraría hondamente así, la intensa fuerza de voluntad y de energía necesarias para echarse a recorrer valles y montañas, pasar ríos y luchar con los indios, de aquellos estupendos hombres de la Conquista? ¿En el viaje del niño no estaría el abono que fecundaría luego su imaginación de hombre para escribir su Historia?
Viniese Oviedo de Lima o de Santa Marta, por el dato aludido y por otros que indica Parra León, hácese evidente que llegó a Caracas en 1688. Aquí moró 51 años de su vida, porque en esta villa murió sin haber salido de ella. Quizás hiciera algún viaje al interior de la región: a San Sebastián de los Reyes, donde tuvo posesiones ganaderas; a otros lugares, con el fin de ver los que había de describir en su Historia. Más, de todas maneras, Oviedo fue un sedentario.
La villa, a su llegada, por haber vivido en Lima, la primera ciudad entonces de América, debió de parecerle poca cosa. Ya él a la edad de 15 años sería adolescente capaz de comparar y observar. La población de Caracas era muy escasa. Luis Alberto Sucre dice que Berrotarán, el buen Gobernador, a fines del siglo mandó hacer el censo de la villa y halló que en ella sólo había 6.000 habitantes, mas esa escasez se debía en parte a ausencia de muchas familias por huirle a las persecuciones, primero de Jiménez de Enziso, el mal Gobernador, luego de las del juez de éste, Bravo de Anaya. Huíanle también los habitantes a epidemias. Mas, de todas maneras, alcanzarían apenas a 8.000 los habitantes. Con tan poca población no sería muy bella la ciudad ni muy suntuosos y ricos sus edificios, pero sí como siempre hermoso y apacible su paisaje y grato su clima.
A estar al amparo de un personaje principalísimo en la villa venía el niño acompañado de su hermano Diego, de quien guardó recuerdo, tan exquisito y agradecido y por ello es de suponerse que el mayor tratase con cariño al más pequeño. Llegaba también a casa muy principal, el palacio del Obispado, la misma donde se halla hoy el Arzobispado. Habíala adquirido el Cabildo eclesiástico pocos años antes de la llegada del señor de Baños a ocupar la silla episcopal, de Luis de Bolívar, bisabuelo del Libertador.
Tal como se halla el Palacio, aunque es hiperbólico llamarlo así y más valdría decirle «casa grande y vetusta», conserva vestigios de cómo pudo ser entonces. La disposición de su planta es probablemente hoy la misma: los pilares que sustentan los techos de los corredores tienen del barroquismo de la época, aunque rudo e incipiente como podría serlo en una pobre villa americana. El patio principal, el que se encuentra inmediatamente a la entrada actual del público, es muy característico y muy interesante y resulta curioso el que tenga cierta similitud en su disposición, si bien es mucho más amplio, con el actual patio de los granados de la casa de Bolívar. El Palacio es una curiosa muestra de la arquitectura colonial de fines del siglo XVII en Caracas. Oviedo llegó, pues, a una mansión, si no suntuosa, tal como algunas de la ciudad virreinal, a una de las mejores y principales del lugar, en donde las comodidades serían las mayores que podrían hallarse en él.
En Lima debe de haber aprendido Oviedo las primeras letras y los primeros rudimentos de latín. Aquí, a la sombra cultural del Obispo, seguiría su aprendizaje. Fue el señor de Baños un hombre apasionado por la cultura y un propulsor de ella entre nosotros. Organizó el Seminario, siguiendo su construcción empezada por su antecesor, el Obispo González de Acuña, fundando cátedras de filosofía, de artes y de música y se regocijaba, en cartas al Rey, de los adelantos de la juventud, demostrados en las conclusiones públicas de artes en las que había muy lucidas réplicas entre los que cursaban aquéllas el Colegio Seminario.11 Para todo ello pagó deudas de manera de poder contraer otras y proseguir lo empezado; se defendió victoriosamente ante el Rey de torcidas acusaciones y logró que se pagase, como no se había hecho antes, el 3% de las Capellanías, ordenado por el Concilio de Trento, para sustentar seminaristas. Asistió a la fábrica del Colegio, vecino del Obispado y sito entonces en donde hoy se halla el Palacio de Justicia.
La enseñanza y la educación eran su norte; y así al sobrino le hizo recibir clases de los maestros mismos del Seminario. Quizás aquél asistiría en calidad de oyente a las lecciones que se daban en él; quizás recibiría clases particulares de los maestros, que tendrían a gusto enseñar al sobrino de Su Ilustrísima, tanto más cuanto éste era despierto y sin duda aplicado y buen discípulo. Ciertas familias pudientes de Caracas mantenían en sus casas algún preceptor para la enseñanza de sus hijos, costumbre confirmada por Parra León cuando explica que el Dr. Andrés Bravo de la Laguna ganó por oposición las clases de Retórica en el Seminario y advierte que este profesor vivía en la casa del Capitán Manuel Felipe de Tovar, a cuyos hijos enseñaba privadamente la Gramática. No había menester el Obispo, para la educación de su sobrino, hacer la misma cosa, puesto que a los preceptores los tenía en casa.
El ambiente del palacio obispal estaba impregnado de cultura. Existía en el Palacio una excelente Biblioteca traída de Europa y legada al Seminario por el obispo antecesor del señor Baños, el también notable propulsor de la cultura, señor González de Acuña. En ella se encontraban obras de Luis de Vives, de Mariana, de Belarmino, de Domingo Báñez, de Suárez, las poesías de Góngora, los salmos de David, las obras de Juan de la Cruz y de Granada; las de Virgilio y Horacio; las de Platón y Séneca y muchas otras.2 Allí el joven encontraría pasto a su curiosidad intelectual y se iría formando la vocación de escribir y el estilo.
También Oviedo formó una biblioteca. Sus lecturas, a juzgar por las obras de ella, lo muestran como hombre aficionado a la Historia, al Derecho, al arte militar y a las bellas letras. Es significativo para inquirir la calidad de su estilo, que entre sus libros estuviesen las poesías de Góngora y las obras de Gracián; pero no es el momento de desarrollar este tema. Su obra demuestra que su vocación lo inclinaba más a lo literario, a buscar la belleza y no los principios y la doctrina. Se halla a sus anchas cuando describe y narra. En su vida demostró ser hombre que sabía buscársela y colocarse bien sin necesidad de una profesión. Una vocación literaria desvía del ejercicio profesional y un espíritu práctico y concreto lleva a buscar el acomodo en la vida de una manera más rápida y más libre que por el camino del ejercicio metódico de una profesión. De añadidura, la que podría ejercer Oviedo habría de llevarlo o al sacerdocio o a las leyes. Aquélla, evidentemente, no lo tentaba, como tampoco ejercer una notaría, y para ser funcionario de una Real Audiencia no había lugar en Caracas; y él debió quedarse en ella cuidando a su pariente el Obispo, quien le hacía las veces de padre.
Caracas hubiera podido ser una villa de ambiente tranquilo. Un espíritu poético bien podría hoy imaginársela apaciblemente eglógica. Hallábase esta corta urbe bien abastecida por los productos de los campos circundantes, retirada de los lugares del mundo donde se debatían violentamente los intereses en pugna en esa época y padeciendo sólo de cuando en cuando las consecuencias de la lucha. Había en ella un progreso social y cultural lento, pero seguro; y las creencias religiosas uniformes contribuían a la paz de los espíritus; mas, no obstante, la vida de la colonia no era tranquila. La de los pueblos transcurre, como la de cada uno de los humanos, entre penalidades y azares. Si las luchas entre los dos poderes coloniales: el Gobernador y el Obispo, pertenecían ya más a la historia que a la realidad de entonces, si las escandalosas y temibles competencias del Obispo Mauro de Tovar con el Gobernador Ruy Fernández de Fuenmayor ya no se repetían, gracias, precisamente, al espíritu de bondad y de paz de los Obispos que lo siguieron, entre los cuales se contaba como muy bondadoso, culto y pacífico, el señor de Baños, no por eso dejaba de haber motivos de serias preocupaciones e intranquilidades.
La guerra, como ahora y como siempre, atormentaba entonces al mundo. La rivalidad entre los Austrias y los Borbones era la causa principal de ella. No le importaba a ninguna de las dos casas —aunque encarnaban, es verdad, en cierto modo, los intereses de sus respectivos países— la desolación y la ruina de la humanidad si resultaban de este tormento ventajas para una de ellas. Toda disminución del poder de los primeros representaba un aumento del de los segundos y viceversa. La rama española de los Austrias era la principal y la más rica de éstos y hallábase en decadencia, y así como el Austria español de ese momento, Carlos II, era débil y degenerado, Luis XIV había resumido en sí todas las cualidades de la familia borbónica y, ambicioso guerrero conquistador, veía en España un opulento rival decadente, del cual podía y debía aprovechar, moviéndole guerra, pedazos del Imperio que peligraba disolverse.
Las colonias, por fuerza, tenían que padecer con tan largas luchas de la Metrópoli, interrumpidas apenas por cortos intervalos, y ellas mismas tuvieron que defenderse de incursiones en las cuales, a veces, se combinaban intereses de las naciones contrarias a España con los del bandolerismo bucanero. Son célebres en el filibusterismo y piratería, en los 30 ó 40 años últimos del siglo XVII, el francés Gramont, el inglés Morgan, el Olonés y Miguel el Vasco, y muchos otros.
El primero, en 1680, aunque nuestras ciudades no eran ricas y por consiguiente presa apetitosa, se apoderó de La Guaira apresando a la guarnición y su jefe, Cipriano de Alberro, y llevándoselos prisioneros, si bien tuvo que retirarse herido, con un machetazo en el cuello, ante la reacción de los hombres salvados y dispersos de la guarnición, reunidos y dirigidos por el Capitán Juan de Laya; y por el temor de la gente armada que de Caracas venía a socorrer al puerto.3 Morgan, en 1669, saqueó a Maracaibo y Gibraltar y logró un botín bastante cuantioso, que, según el Prof. Haring, puede calcularse en 60.000 piezas de ocho y 500 cabezas de ganado, además de los objetos y la plata robada. Ya el Olonés y Miguel el Vasco habían saqueado la villa en 1667.
En el mismo año en que llegó Oviedo a Caracas pudo ver las manifestaciones de angustia de la comunidad ante la amenaza de un desembarco enemigo; y el apercibimiento, en la plaza mayor, de los Capitanes caraqueños y su tropa que salían a contener la posible invasión. A la hora del alba, desde los balcones de la casa obispal, su tío, su hermano Diego y él y la servidumbre de la casa, verían cómo el Gobernador Diego Melo de Maldonado, el Sargento Mayor Domingo Baltazar Fernández de Fuenmayor y otros jefes, distribuían lanzas, picas, espadas, arcabuces y diferentes armas a los vecinos que se aprestaban a marchar.4 No dejaría de haber algún clérigo de espíritu militar que se apercibiese también y gente de la servidumbre del Obispo. Luis Alberto Sucre cuenta cómo, por medio de un sistema de fogatas, se anunciaba a Caracas desde La Guaira, la cercanía de barcos desconocidos que pudiesen ser atacantes, y cómo fue empleado en este caso. El sistema es antiquísimo: Esquilo, en las primeras escenas del «Agamenón», lo eleva a alta poesía trágica con las lamentaciones del centinela que, noche y día, en una torre, debía anunciarle a los adúlteros Egisto y Clitemnestra la toma de Troya y el próximo arribo de Agamenón, el marido engañado y luego asesinado, y con la descripción del sistema hecho por aquella mujer lúbrica, airada y vengativa de la muerte de su hija Ingenia. También con él se anunció en Inglaterra la llegada a las costas de la Isla de la Armada Invencible y vencida.
Por las fogatas prendidas por los vigilantes, indios probablemente, quizás más sufridos que el personaje de Esquilo, se supo en Caracas que cinco naves enemigas se avecinaban a La Guaira. Si la expedición no tuvo mayores consecuencias, porque los enemigos se desviaron del puerto, desembarcaron en Chuspa y luego se reembarcaron, habiendo efectuado sólo pequeñas depredaciones, debió sí alterar los ánimos de las familias de la población y, seguramente, muchas comenzaron a hacer preparativos para esconder, enterrar o llevarse al interior del país los objetos de más riqueza y aprecio. En el palacio obispal y en la Iglesia comenzarían a prepararse para el resguardo de las cosas sagradas y de las comodidades del Obispo y sus familiares. A la inteligencia del adolescente le impresionaría este acontecimiento, y lo recordaría luego cuando tuvo que hablar, al escribir su Historia, de la invasión de los filibusteros ingleses a Caracas en 1595, dirigidos por Amyas Preston aunque él creyó que el Jefe había sido el célebre y poemático Drake.
Otro elemento de alteración del ambiente de tranquilidad procedía de la lucha política, originada de la incompetencia, desarreglo y del propósito de aprovechamiento personal, más allá de lo debido, de algunos Gobernadores. Cuando Oviedo llegó a Caracas gobernaba Diego Melo de Maldonado. No guarda la historia memoria de que su gobierno fuese malo, pero sí del de su sucesor, Diego Jiménez de Enziso, marqués del Casal, Gobernador de 1688 a 1692. Era venal el Marqués y envió a los pueblos del interior agentes suyos para que los gobernasen, contraviniendo los derechos que aquéllos tenían de serlo por su Ayuntamiento, y sólo con el fin de meterles pleito a los vecinos ricos y arreglarse luego con ellos mediante dinero.
Después lo sustituyó por un año Bravo de Anaya, Oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo, enviado por ésta para averiguar los malos hechos del Marqués y a condenarlo si resultaban ciertos. Mas el enviado resultó tan perverso gobernante como el anterior y procedió de la misma mala manera. Gente principal de Caracas, con el fin de evitar ultrajes, se retiró a sus haciendas y a otros pueblos. No debía estar el Obispo muy tranquilo en la casa obispal en esta ocasión, aunque hubo de mantener buenas relaciones con Enziso; y así arregló en 1691, que se le pagasen, por la Real Hacienda, los estipendios de los curas doctrinarios. En 1687 fueron librados por mandato de «Sus Altezas», los indios de la Provincia, de prestar un servicio personal a los encomenderos de tres días en cada semana, cambiándoles esa obligación por la de un tributo anual, que en un principio fue de 17 pesos y cuatro reales y luego se rebajó a la mitad. Así se libraron los indígenas de la servidumbre a que aquí se les había reducido desde la conquista. Los encomenderos debían pagar los estipendios de los curas que enseñaban la doctrina a aquéllos y al librarlos de la servidumbre, sus dueños, naturalmente, dejaban de cargar con la obligación de su enseñanza. Ahora se sacaría la paga de lo que tributasen los indios; y este negocio se trató entre el Marqués del Casal y don Diego de Baños y Sotomayor.5
No obstante, no dejaría de hacerle éste alguna advertencia al Marqués, primero, y luego a Bravo de Anaya, con la consideración debida a quien era Gobernador y discreta por evitar rozamientos que podían degenerar en competencia, y no dejaría de apoyar, moralmente siquiera, las reclamaciones de los lesionados contra ambos malos gobernantes; y no dejaría también Oviedo de desaprobarlos prudentemente, aunque debiera mantener buenas relaciones con ellos. Con Bravo de Anaya las mantuvo, a lo menos con su viuda, Dña. Ana Micaela de Ortega, quien vivió en Granada, en España, porque fue apoderado de sus bienes en la Provincia, como consta del testamento de Oviedo.
Sin embargo, en su Historia hay frases indicativas de cómo él reprobaba la tiranía de los malos gobernantes. Al narrar cómo el teniente Francisco Calderón, conquistando de la tribu de los quiriquires las regiones del este de Caracas, tuvo una controversia con sus oficiales y soldados sobre la fundación de una villa en el Valle de Tácata, y por la oposición de éstos, puso presos a Juan Riveros, Sebastián Díaz, Juan de Gámez y otros, tilda ese atentado con estas frases: «que tan antiguo como todo esto es en las Indias pasar plaza de delito, aun la más rendida súplica de un súbdito, pues en no condescendiendo ciegamente al antojo irregular de un superior, no hay reparo que no se atribuya a atrevimiento, ni recurso que no se gradúe de desacato».
En la frase «que tan antiguo como todo esto es en las Indias» alude Oviedo a lo que acontecía aquí en su tiempo y ha acontecido en otros. Ahí está plenamente manifestado el resentimiento criollo con los gobernantes españoles, que de grande moción sirvió para la marcha de los hechos de nuestro historia y tantas consecuencias tuvo en ella. Al escribirlas, Oviedo hizo síntesis en su memoria de muchas cosas vistas en los tiempos de Enziso, Bravo de Anaya, Cañas y Merino, Betancourt y Castro y otros gobernantes de la Provincia durante la vida del historiador.
No eran estos solos los cuidados que podían preocupar a un hombre de la colonia: cuidados, motivos de prevención y temor son de todos los tiempos, mas cada uno de ellos tiene los suyos propios. A los de la guerra, del filibusterismo, a los provenientes de malos gobiernos, se añadiría el estado sanitario de la población. Caracas, desde que se fundó ha tenido enfermedades peculiares y perennes: los catarros, las enfermedades del estómago. Ya en el primero de todos los informes que sobre Caracas se hizo, el del Gobernador Juan de Pimentel en 1572, cinco años después de su fundación, se pone de manifiesto que ciertas causas de insalubridad han sido permanentes en la villa desde sus comienzos. Probablemente existían desde entonces las parasitarias. Las pestes de viruela, que no han venido a dominarse sino a principios del siglo XX, eran anteriores a la conquista del centro; y es curioso anotar que, según la información del Gobernador Pimentel, fuesen los naturales aficionados a las bebidas alcohólicas, uno de los vicios más extendidos y más dañinos a nuestra raza. El Gobernador se expresa de esta manera:
«El sitio e valle desta ciudad de Santiago de León se tiene por mas enfermo que sano, por los vientos que en él corren. Como dellos se dixo en el tercero capítulo, las enfermedades más generales son rromadizo y catarros continos, que suelen dar dos vezes en el año y a la entrada y salida del ynvierno; y cámaras que las más vezes quiebran en su sangre; y estas no son muy ordinarias. Los catarros son más malos a la entrada del ynvierno que a la salida por que con las lluvias nuevas se rrevuelven las quebradas y ríos, como descienden destas sierras y vienen más asentadas, quebrantadas y crecidas y poco asoleadas, hazen mucha ynpresión esta enfermedad, y más en los naturales, porque del catarro, como tienen costumbre de bañarse siempre, sáltales en dolor de costa y este se les abiva con el maíz jo jo to que es tierno y con lo mucho que beven en las borracheras. Después que esta ciudad se fundó a ávido biruelas y saranpión que llevó la tercera parte de los naturales desta provincia y fue esta enfermedad general en toda esta governación y fuera della los naturales dizen avellas ávido otras vezes.»
Es también indicio de la escasa salubridad del lugar la mortalidad infantil, que quizá pueda estimarse precisamente por las defunciones de los hijos de nuestro historiador. De los diez hijos habidos en su matrimonio, cinco murieron en edad temprana; y esto es muy significativo respecto al estado de salud del lugar, si bien no se conocían reglas de higiene suficientes en el mundo.
Terribles pestes visitaron a Caracas en los comienzos de la estada de Oviedo en ella, en la época de Bravo de Anaya y en parte de la del Gobernador Berrotarán, hubo epidemia de viruela unida a la del vómito negro. De esa época viene la leyenda del limonero del Señor de la esquina de Miracielos. El obispo y su sobrino tomaron parte activa en una de las esperanzas que pone la comunidad cuando se halla afligida por males como las epidemias, las guerras, los terremotos y otras calamidades públicas: las rogativas al Señor y los santos. La fundación de la actual Iglesia de Santa Rosalía se debe a las diligencias del señor de Baños y Sotomayor para conjurar las pestes.
Después de los intranquilizadores acontecimientos causados por las enfermedades, y los malos gobiernos de Enziso y Bravo de Anaya, tuvo la colonia días de reposo y de adelantos con el gobierno de don Francisco de Berrotarán, quien fue Gobernador modelo, como pocos entran en la cuenta de los muchos que han dirigido el país, tanto en la colonia como en la República. Sabía Berrotarán y practicaba las reglas del Catón de D. Quijote a Sancho cuando éste se iba de Gobernador a la Ínsula Barataria. Tan bueno fue el nuestro que el Rey en recompensa le hizo merced del título de Marqués del Valle de Santiago. Éste, por el año de 1700 se casó con Dña. Luisa Catalina de Tovar y Mijares de Solórzano. Por tal unión, Oviedo y Baños se emparentaba con el Marqués, porque ya el historiador estaba casado, desde hacía dos años, con la señora Dña. Francisca Manuela de Tovar y Mijares. Ambas señoras eran de linaje preclaro: Dña. Luisa Catalina, hija de Manuel Felipe de Tovar Báñez y Mendieta y de María Mijares de Solórzano; Dña. Francisca Manuela, de Antonio Tovar Pacheco, hijo del primer matrimonio del anterior, y de Francisca Mijares de Solórzano, hermana de la segunda mujer de don Manuel Felipe. Así que la de Oviedo venía siendo sobrina de la de Berrotarán por parte de padre y prima hermana por parte de madre. Este parentesco nos demuestra cómo se unían en círculos estrechos las familias de alcurnia de la colonia.
- Manuel Felipe, el abuelo de la mujer de Oviedo, nacido en Madrid, vino a Venezuela en 1640 con sus dos hermanos: Ortuño y Martín y su tío Fray Mauro de Tovar, el Obispo cuyas competencias con los Gobernadores de su tiempo han dado tanto qué decir a la historia de la colonia. D. Manuel Felipe se casó en 1646 con Dña. Juana Pacheco y Maldonado, de una noble y rica familia de Trujillo. De esta rama venía la mujer de Oviedo. Había nacido en el mismo año que éste, en 1671, y a los 20 años se había casado con su pariente materno Jacinto Pacheco y Meza, del cual hubo un hijo que vino a ser luego el primero de los Condes de San Javier. D. Jacinto murió en diciembre de 1694. Ya para marzo de 1698 la viuda se casaba con el historiador.
En el testamento de Oviedo y Baños, otorgado en 1739 por su hijastro el Conde y su viuda, ya anciana de 68 años, comisionados por el testador, se dice que cuando éste se casó no había llevado al matrimonio bienes ningunos conocidos, sino un negro, su paje, llamado Juan de Cádiz, y algunas pocas alhajas de su uso.
Esta unión, descontando el amor que seguramente entró en ella, como lo prueban su normalidad y los muchos hijos resultantes, constituía una buena colocación para Oviedo; la viuda llevaba 70.000 pesos al matrimonio, cantidad que representaba una fortuna en aquella época. Pertenecía Dña. Francisca Manuela a una de las principales familias de la Provincia, de extensas relaciones de parentesco con gente de alcurnia en toda ella. Si el tío lo trajo a Caracas para encaminarlo en la vida, con este matrimonio obtenía asiento conveniente y provecho sin descuidar la honra. Para Dña. Francisca Manuela era también ventajoso el matrimonio: Oviedo había venido a Caracas, lo mismo que D. Manuel Felipe el abuelo de aquélla, a buscar asiento a la sombra y favor de otro obispo. El linaje del novio valía por el de ella. Además, ya se evidenciaban en el joven las condiciones que luego lo hicieron uno de los notables de Caracas, entre los cuales debía ya de sobresalir su ingenio; y si con escasos bienes de fortuna al casarse, podía recibir algunos por herencia de sus parientes; y de añadidura la viuda había menester quien mirase por sus haberes y le cuidase a su hijo; y no escogió mal a este respecto.
Dña. Francisca debió de ser mujer bien parecida, a lo menos fue una naturaleza vigorosa, puesto que vivió 87 años. A los 27, cuando se casó con Oviedo, hallábase en la plenitud de su vida y seguramente con este hermoso aspecto que da a la mujer joven la maternidad. De Oviedo no nos quedan indicios respecto a su traza. De su tío el Obispo existe un retrato y la estatua genuflexa, en madera, de la capilla de Ntra. Señora del Pópulo de Catedral. Lo saliente en ambos es la inteligencia de los ojos, de una mirada soñadora y profunda, y la nariz aguileña, muy pronunciada en la estatua. Si acaso alguien quisiese hacer un retrato imaginario del historiador, podría utilizar esos dos rasgos y darles cierta energía y bondad a la boca.
Ya en la villa de Caracas, para fines del siglo XVII, había riqueza en el vestir, en quienes podían tenerla. Bien lejos se hallaban los tiempos en que los habitantes de Venezuela, aun los más importantes, se hallaban astrosos y mal vestidos, tal como lo indica el Licenciado Pérez de Tolosa en su memoria al Rey6 cuando fue a juzgar a El Tocuyo, en 1546, al atroz Gobernador Carvajal. O como en tiempos del Tirano Aguirre, a quien el traje de los soldados de Gutiérrez de la Peña y Diego García de Paredes, sus contrincantes, le aguzaba el sarcasmo y por su indumento, los denominaba «encaperuzados» representando a los suyos la pobreza de los servidores del Rey, que tan poca paga obtenían cuando por adorno llevaban tan indecentes alhajas.
Oviedo, por enamorado, debía acicalarse para visitar a la viuda, y en Caracas debía de seguirse la moda de los trajes españoles, tanto por los que traían las personas venidas de España, y sobre todo los Gobernadores y su séquito, como por las que se usaban en centros americanos como Méjico y Lima, y principalmente en el primero, con el cual tenía mayor comercio la Provincia que con la misma Península. Además, la propagación de las modas del vestir es cosa tan sutil, que parece como si se difundiera por medios telepáticos. En esa época en España ellas hallábanse influidas por la francesa desde la elevación de Carlos II al trono. El traje usual masculino componíase, según algunos autores, de casaca de manga corta, y ancha bocamanga de encajes; la corbata de lo mismo, la cual venía a sustituir la antigua golilla; el pantalón corto, abotonado hacia la rodilla; el sombrero de tres candiles, que se llevaba con el pelo suelto y el calzado de punta casi cuadrada, de cuero negro, tacón a menudo teñido de rojo y hebilla de gran tamaño.
En la Casa de Bolívar existe un retrato de Juan Mijares de Solórzano, primer Marqués de Mijares, pintado en 1701. Tiene éste la cara completamente afeitada y el pelo largo hasta los hombros. Una capa le llega hasta la rodilla y el pantalón lo mismo; la media de lana o algodón; la zapatilla de punta roma con broche dorado. La antigua golilla había sido sustituida por un cuello bajo de encajes, de donde sale una corbata sin lazo sobre la pechera, también de encajes, y debajo de la capa el jubón ya convertido en chaleco, de gran abertura como para dejar ver la camisa y semejante al chaleco de la casaca actual. El Marqués de Mijares en este retrato llevaba espadín y guantes.
Oviedo fijaba su atención, al describir a Caracas, en las flores de los jardines de las casas, diciendo de éstas: «son tan dilatadas en los sitios, que casi todas tienen espaciosos patios, jardines y huertas, que regados con diferentes acequias que cruzan la ciudad, saliendo encañadas del río Catuche, producen tanta variedad de flores que admira su abundancia todo el año».
En el Palacio Arzobispal existe todavía una de esas huertas. Allí debía cultivarse entonces variedad de flores. El mencionarlas indica el gusto de Oviedo por ellas, y no sería impropio pensar que el amante, acicalado con un traje nuevo y rico y seguido de Juan de Cádiz, llevase a su pretendida un bello ramo de flores cogido en el jardín del Palacio, portado por el paje.
En febrero de 1699 nació el primero de los hijos de Oviedo y de Dña. Francisca Manuela, a quien pusieron el nombre de Diego José y murió pequeño. El último, una niña, de nombre Francisca Ignacia, nació en 1713 y también murió en la niñez. Los que vivieron se llamaron: los varones, Juan Antonio y Francisco Javier. El primero nació en 1701 y el segundo en 1711. Las hembras, Rosalía, nació en 1700; Rosa en 1708, y María Isabel en 1710.
Un año después de casado, Oviedo entró a formar parte del cuerpo que ejercía la función política y gubernativa propiamente vernácula en la colonia: el Cabildo. Fue nombrado allí Alcalde de segundo voto junto con el capitán Alejandro Blanco Villegas, de primero. Allí no tuvo actuación resaltante, como no fuera la de defender el derecho a voto de los Alcaldes, ganando su compañero y él la decisión favorable y definitiva del Rey.
En 1703 compró el cargo de Regidor perpetuo de la ciudad de Caracas, ¿pagó por él la cantidad de 54.000 maravedís ($ 200)?; pero a fines del mismo año lo renunció, porque habiendo enloquecido el Gobernador Ponte y Hoyo y resultado de ello división sobre quién debía gobernar mientras durase la incapacidad del Gobernador, o lo sustituyese otro, Oviedo, por su calidad de sobrino del Obispo, prefirió dejar el cargo seguramente por consejos del tío.
En 1706 ocurrió la muerte de Su Ilustrísima. Este acontecimiento debió de afectar profundamente el espíritu de Oviedo: fallecía, puede decirse, su padre, porque no lo es solamente el que lo engendra a uno, sino también el que lo cuida, lo educa, lo ilustra, lo conduce en la vida y le da ejemplo, fuerza y medios para vivirla: el padre engendrador de Oviedo había muerto cuando éste tenía dos años y el Obispo fue quien hizo todo aquello por él. Por otra parte, tratábase de la muerte de un hombre eminente por sus talentos, su amor a la cultura propia y de los demás, por sus obras de progreso durante veinte años que gobernó la Iglesia venezolana, por sus virtudes cristianas y porque supo evitar siempre el escollo en el cual tropezaron obispos anteriores: el de las luchas y competencias con los Gobernadores; o en los que encallaron los obispos posteriores: el de tomar parte a favor del Gobernador en luchas contra el Ayuntamiento.
El respeto y el amor ofrendado por el sobrino al Obispo lo manifestó aquél de palabra al decir que durante los veinte años que vivió con él, más le había servido como criado que como sobrino, y también con hechos. Prueba de su cariño fue darle a su primer hijo el nombre de Diego, el mismo del Obispo y dárselo a bautizar, y de respeto el de continuar sus obras.
El triste acontecimiento, sin embargo, le confería una suerte de mayoridad. Hasta entonces había sido el sobrino del Obispo, aunque hubiese ocupado ya cargos de importancia. Su comportamiento en ellos estaba condicionado, como en el caso de la renuncia a la regiduría, por las conveniencias de su tío y el obispado. Ahora era cabeza efectiva de familia y la muerte misma de Su Ilustrísima le traía responsabilidades, como la de hacer respetar el testamento de aquél, al cual se oponía el Cabildo Catedralicio, para obtener todos los bienes del Obispo para la Iglesia, hasta el punto de querer impedir las mejoras y continuación de las obras de la capilla de Nuestra Señora del Pópulo. Al hablar Oviedo en su Historia de la fundación de Caracas y del estado de su crecimiento para la época en que él vivía, dice al tratar de la Catedral:
«Fuera de las cinco Naves, adornan su edificio cuatro Capillas de particulares Patronatos, que unidas al lado de la Epístola, forman otra nave separada, la una dedicada a la Trinidad Santísima que labró y dotó el Proveedor Pedro Jaspe de Montenegro, natural del reino de Galicia y regidor que fue de esta ciudad; en otra se venera el Portento de los Milagros de San Nicolás de Bari, colocado en ella a impulsos de la ardiente devoción que le profesó Dña. Melchora Ana de Tobar, viuda de don Juan Ascanio y Guerra, Caballero de la orden de Santiago; la de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza dotó y mandó fabricar el Bachiller don Joseph Melero, Deán que fue de esta Catedral; y la de Nuestra Señora del Pópulo, fundación del Ilustrísimo señor Obispo don Diego de Baños y Sotomayor, que la dató en nueve mil trescientos pesos, renta anual de un Capellán que la sirve: descansan en ella las cenizas de tan venerable Prelado, donde su estatua, hincada de rodillas al lado del Evangelio, mantiene la memoria de su piadoso celo: su fábrica de bóveda, con todas las galas que permite el arte, habiendo muerto Su Ilustrísima antes de acabarla, perfeccionó el autor de esta Historia, por haberle sucedido en el patronato de ella, como sobrino suyo.»
La Capilla hállase a la izquierda y junto de la fundada por Jaspe de Montenegro, donde yacen hoy, por haber pasado por herencia a los abuelos del Libertador, los restos de algunos de ellos y los de su mujer María Teresa Toro y Alaiza; donde yacieron los suyos, hasta que, creado el Panteón, fueron trasladados a éste. La Capilla de Nuestra Señora del Pópulo se usa desde la época del Obispo como Sagrario de la Catedral. En el fondo está el altar, dorado, de lindas proporciones, pequeño si se le compara con los de las capillas vecinas; incrustado en la pared y dividido en dos cuerpos, los escaparates de ambos limitados por pequeñas y preciosas columnas salomónicas. En el de abajo hállase pintada en una tela pequeña, la imagen de Nuestra Señora delante de un pequeño trono de plata.
Este escaparate está oculto en parte por el Sagrario donde se guarda el Santísimo Sacramento. En el cuerpo de arriba hay una cruz de plata. El fondo de la Capilla tiene forma elipsoidal. De lado y lado del altar, dos ventanales cubiertos de vidrios de colores, le dan luz. A la izquierda, en una gran hornacina, en cuyo fondo está pintado el escudo familiar del Obispo, cuyo mote es: «Justitia et pax osculatae sunt in te«, hállase su estatua en madera y de hinojos ante un reclinatorio. El altar, los ventanales y el sagrario están adornados con cortinajes purpúreos. En el primer cuerpo de la Capilla, en donde se colocan los devotos al Santísimo, hay dos escudos de madera sobre las paredes: uno repite el del Obispo y el otro es el de Oviedo.
Parra León, quien buscó y estudió gran cantidad de documentos para su biografía de Oviedo, expone muy bien las dificultades que opuso el Cabildo Catedralicio al historiador representado por el clérigo Pedro Suárez de Zúñiga, en la ejecución del testamento del señor de Baños y en el patrocinio y conclusión de la Capilla. Así la realización de los mandatos testamentarios del Obispo vino a ser una carga de dinero, trabajo y desazones para su sobrino. Éste al fin llegó a una transacción favorable con los «empecinados capitulares» y obtuvo en definitiva el patronato de la Capilla por real cédula.
En ella descansan sus restos, si el tiempo ya no los ha reducido a polvo; y a ella hállase también como a su Historia, vinculado su nombre en la posteridad, de tal modo que esta Academia, a fin de rememorarlo justamente, no ha escogido, ni podía escoger, otro sitio sino la Capilla, para colocar una lápida recordatoria, el año pasado en el día aniversario de la muerte del prócer.
En 1710 volvió a formar parte del Cabildo como Alcalde ordinario, junto con don Juan Bolívar y Villegas. Gobernaba entonces la Provincia, desde 1706, don Fernando de Rojas y Mendoza, quien, según cuenta Luis Alberto Sucre, se ejercitó en moralizar y mejorar las costumbres, continuando en ello al marqués del Valle de Santiago, en su segundo gobierno. Publicó de nuevo por bando las ordenanzas de aquél, respecto a que no anduviese por las calles, después del toque de ánimas, gente de baja calaña y menos en tropa y no formasen corrillo, proveyendo a que no hubiese garitos, y las heridas y muertes no quedasen ocultas, y a evitar otras malas costumbres. No dejaba de haber elementos en la incipiente villa de Caracas para formar, si hubiese habido quien la escribiera, una crónica picaresca como «El Carnero», del bogotano Juan Rodríguez Freile.
Un año después de haber sido nuestro historiador Alcalde ordinario, vino por Gobernador Francisco Cañas y Merino, gobernante concupiscente, codicioso, desordenado y violento, capaz de todas las malas acciones posibles, las cuales denunciaron los regidores y el Rey castigó debidamente al culpable. Fueron estos días de angustia y desazón para la colonia. No se sabe qué parte tomaría Oviedo en la lucha contra Cañas y Merino, pero sí que algunos parientes suyos fueron maltratados y aprisionados por el bárbaro gobernante. El estar bajo el mando de uno tal como Cañas y Merino es siempre motivo, aunque sus acciones no lleguen a lesionarnos directamente, de desagrado y molestia. La tiranía y la violencia del mandatario producen un ambiente de pesar y tristeza y, como no sea posible reaccionar con probabilidades de éxito, inclina el ánimo al pesimismo y a la depresión.
Mas, en estos años debió de estar ocupado Oviedo y Baños en la formación de su Historia, la cual le costó tiempo y trabajo efectivos. Desde 1703, según parece, aunque Parra León cree mejor la fecha de 1710, le había, encomendado el Cabildo el estudio de sus Actas y la formación de notas en las cuales se enumerasen los diversos Gobernadores de la Provincia, los Alcaldes de Caracas y se anotasen los hechos principales, de los cuales hicieran memoria esas Actas.
En el libro de las capitulares del Ayuntamiento de Caracas, la de 22 de abril de 1765 expresa que el Conde de San Javier hizo presentes dos libros, adquiridos de Francisco Javier de Oviedo, para uso del Ayuntamiento, en los cuales se conservaba memoria de las reales determinaciones y de los hechos más notables desde la fundación de la ciudad. El primero llegaba hasta 1702, había sido formado por Oviedo y Baños, y el segundo por Juan Luis de Escalona hasta 1722.
En los Boletines de esta Academia, de los años 1923 y 24, se publicó, con el título de «Orígenes Nacionales», un resumen de las actas de los Cabildos, de las cuales se decía en el epígrafe que se trataba de un cuaderno de notas autógrafas de Oviedo y Baños, escritas para la composición de su Historia, perteneciente el cuaderno al académico señor Francisco Jiménez Arraiz. Comienza ese conjunto de noticias en 1588 y debe de terminar en 1702, si fueron escritas al año siguiente, mas la publicación en el Boletín se interrumpió de repente. Se trata muy probablemente de uno de los dos libros presentados al Ayuntamiento por el Conde de San Javier, o al menos una copia del estudio encomendado a nuestro historiador. En él quizás está el fundamento y el estímulo de Oviedo para llegar a escribir su Historia.
Oviedo tuvo en mucho al escribirla, el trabajo que ella le costó: se ufana en varias ocasiones de haber registrado archivos y examinado papeles. En la dedicatoria a su hermano Diego Antonio, después de contar bellamente la anécdota del vaso de agua presentado por tres «invencibles soldados» al Rey David y haberlo éste estimado en mucho, y a su vez ofrecido a Dios, sólo por «haber sido sacada el agua de la cisterna de Belén a costa de la fatiga y trabajo de aquellos tres capitanes», dice: «Admita V. S. la corta víctima de mi rendido obsequio, haciéndola digna ofrenda de sus aras, no por lo que contiene, sino por el imponderable trabajo y continuadas tareas que me ha costado sacar de la cisterna del olvido en que estaban sepultados, por violencia de la omisión y rigores del descuido, los memorables hechos de aquellos valerosos españoles, que dan materia para tejer la narración de esta historia». En el prólogo al lector insiste Oviedo en que el trabajo para disponer la obra fue grande, siendo preciso revolver todos los archivos de la Provincia para buscar material y cotejar los instrumentos antiguos.
En la pedantesca Aprobación de la Historia, hecha en Madrid por el Licenciado D. Manuel Isidoro de Mirones y Benavente, se habla con encomio también del desvelo del autor en solicitar materiales para la perfección de su obra, registrando los archivos de la ciudad de Caracas. Hay que darles fe a estas aseveraciones, o si no caer en las dudas sobre la probidad intelectual de Oviedo en que incurren Arístides Rojas y Gonzalo Picón Febres; y tenerlo por hombre un tanto vanidoso, y jactancioso de la calidad documental de su Historia. Trabajó, sin duda, bastante en ella. Más tarde, si la atención de este ilustre y paciente auditorio no se ha cansado, me he de permitir expresar el modo de qué se valía para completar la relación de los sucesos que sus modelos habían narrado incompletamente, procurando probar que las aseveraciones de Oviedo nacían de justo orgullo y no de vanidad.
El año de 1723 se imprimió la primera parte de la Historia en Madrid, en la imprenta de D. Gregorio Hermosilla. Los primeros ejemplares de la obra llegarían a Caracas meses después: Al saber que el libro había aparecido en Madrid, Oviedo experimentaría gran curiosidad y anhelo de que llegase a sus manos; y a su llegada intensa emoción e íntima alegría. El buen letrado estima la obra de su pensamiento ya en su concretación tipográfica como un hijo inmaterial al que se le debe amor y cuidado y al cual, si viene de otro país, se le recibe con placer. Con cuánto deleite examinaría las páginas del libro; cómo sentiría los errores cometidos en la impresión; con qué gusto colocaría un volumen en su biblioteca junto a otros ya inmortales. Luego mandaría llamar a sus amigos: al Canónigo Alonso de Escobar y a Ruy Fernández de Fuenmayor para que viesen y entregarles el ejemplar correspondiente. Con satisfacción verían ambos sus versos laudatorios impresos en el mismo cuerpo de la Historia, y la familia y otros amigos celebrarían el éxito de la empresa de Oviedo y la bondad de su libro, que para la Caracas culta y prócer, sería un acontecimiento el ver impresas en páginas tan finamente escritas las hazañas de los fundadores de la Provincia, de los cuales descendía mucha parte de aquélla. Tratábase de una obra que elevaba el nivel intelectual de la Provincia y era abono al germen creciente del sentimiento de patria.
No sería descaminado imaginar que muchas de las familias amigas de la de Oviedo fueron a visitarlo y a congratularse con él y su gente por el lauro alcanzado, y también no lo sería pensar que la celebración se concretaría en algún suntuoso banquete: mesas de caoba de Santo Domingo de pata cabriolada; mantelería de ricos bordados en cuya fina labor eran extremadas las manos femeninas españolas y criollas; bandejas y platos de recia y colorida loza española; rica vajilla de plata labrada; manjares en los que extremarían sus conocimientos culinarios las hacendosas mujeres de la familia ayudadas de amigas y secundadas por esclavas. También contribuirían al mayor lucimiento y esplendor del banquete los manjares enviados de regalo por esos amigos y parientes. No faltaría allí la recitación por el propio autor, el canónigo Escobar, de sus resonantes versos laudatorios:
Coronado león de cuyos rizos
altivas crenchas visten el copete
Don Ruy Fernández de Fuenmayor diría sus décimas:
Santiago, más que a Losada
a Oviedo debes dichosa,
pues por éste eres famosa
si por aquél conquistada
Otros también mostrarían su ingenio en laudes y elogios. En 1722 nuestro historiador había sido nombrado de nuevo Alcalde ordinario de primer voto. Esta elección en sí no constituía cosa extraordinaria, pero si el tiempo acercaba acontecimientos que transformarían la colonia, daríanla mayor ser y desviarían los forcejeos entre Obispos y Gobernadores, y Alcaldes y los mismos por poseer mayor o menor poder y conservar fueros concedidos desde los comienzos de la colonia, hacia luchas de más hondura económica y de conceptos más amplios, las cuales habían de ser factores determinantes de la magna lucha de nuestra Independencia y formación de la nacionalidad.
Cuando eligieron a Oviedo Alcalde, comenzaba también el gobierno de don Diego Portales y Meneses. Éste, arbitrario, inquieto y enemigo del privilegio de los Alcaldes de gobernar la Provincia en ausencia del Gobernador, al ausentarse de la ciudad para visitar las del interior, cometió su cargo al Obispo Don Juan José de Escalona y Calatayud. Aquel privilegio lo habían obtenido los Alcaldes en 1675 cuando la audiencia de Santo Domingo, por la muerte del Gobernador Don Francisco Dávila Orejón, nombró de interino a Don Juan Padilla Guardiola y Guzmán. El Cabildo desde luego no aceptó el nombramiento y reclamaron los Alcaldes, entonces Don Manuel Felipe de Tovar y Don Domingo Galindo y Zayas, al Rey, el cual por una Cédula les confirió el privilegio de sustituir al Gobernador cuando faltase. La reclamación fue fundamentada en el que obtuvo en 1560 el Procurador Sancho Briceño, de que los Alcaldes gobernasen la ciudad correspondiente si por alguna causa no hubiese Gobernador en la Provincia. Oviedo, volviendo por tan estimado y útil privilegio, junto con su compañero Don José Carrasquer, protestó y reclamó al Rey, el cual por otra cédula confirmó la facultad y desaprobó la infracción efectuada por Portales y el señor de Escalona.
Este privilegio del Cabildo, a pesar de las dificultades opuestas a su desarrollo por la natural mala voluntad de gobernadores y la desconfianza de la Corte, fue el germen fructífero de uno de los factores del movimiento del 19 de abril de 1810 inicial de nuestra Independencia, esto es, la fórmula en la cual tácitamente se apoyó el Cabildo para constituirse en Junta que, conservando los derechos del Rey, gobernase en lugar de él.
Si los Alcaldes podían, cuando faltase, sustituir al representante del Rey, cuando este último faltase a su vez del gobierno de España y sus colonias, como ocurrió cuando Napoleón destronaba los reyes de la Península para poner en su lugar a uno ilegítimo, al no reconocerlo bien podían esos Alcaldes y el Cabildo, sustituir en el gobierno al legítimo si el representante se invalidaba al pretender gobernar a nombre del ilegítimo. Las fórmulas son de una utilidad tal que, en muchos casos, una ha permitido, apoyada en elementos tradicionales, enderezar hacia un orden nuevo uno ya caduco. De esa infracción y de la enemiga constante del Gobernador y el Obispo contra el Ayuntamiento, dimanaron perturbaciones y trastornos que alcanzaron casi características de guerra civil, los cuales se complicaron con las gestiones preliminares de la instalación de la Compañía Guipuzcoana en Venezuela.
Durante la lucha entre Portales y el Ayuntamiento, llegaron a Caracas dos agentes de la Compañía Guipuzcoana: Beato y Olavarriaga. El Cabildo miró con buenos ojos la instalación de un organismo comercial que prometía aumentos y mejoras. Portales mostróse enemigo de la instalación de la Compañía, muy probablemente porque ciertos miembros del Ayuntamiento eran partidarios de ella. Oviedo lo era también y, sin duda, había estudiado con los agentes las condiciones en que se instalaría la Compañía. Ellos lo buscarían porque, por su posición social, sus relaciones de parentesco con la gente más notable de la colonia y su actuación en la política municipal ¿a quién mejor que a él podían dirigirse? Oviedo vería también las ventajas que de momento reportaría la institución de un organismo de las condiciones y propósitos de la Guipuzcoana, y la ventaja para la Colonia de las relaciones directas y frecuentes con la Península. Desde 1700 a 1728 sólo arribaron, viniendo de España en expedición comercial, cinco barcos a las costas de Venezuela. Las relaciones mercantiles de la Provincia, antes de la Guipuzcoana, con la Metrópoli se hacían por México. En caso parecido, con respecto a Europa, estuvo la República hasta muy avanzado el siglo XIX. La medida de elevar en un 30 % los derechos de aduana de las mercancías traídas de las Antillas tuvo los mismos efectos, en cuanto a comunicaciones en el siglo pasado, que el funcionamiento de la Guipuzcoana en el XVIII.
Por otra parte, uno de los anhelos seculares de los venezolanos ha sido el aumento de población, y el aumento e intensificación de la agricultura. La Guipuzcoana ofrecía ambas cosas; podría traer gente experta en las labores de los campos, como efectivamente ocurrió con Don Antonio Arvide y Don Pablo Orendain, los que introdujeron la siembra del añil en Venezuela, cultivándolo en los valles de Aragua. La Guipuzcoana, además, pondría coto al trato ilícito: el contrabando, que aún hoy es un serio problema para Venezuela, fue durante la colonia un azote; y su represión, motivo de muchos trastornos como los ocurridos en el occidente de la Provincia cuando la gobernó Don Manuel Betancourt y Castro, entre 1716 y 1720, y como los que ocurrieron luego porque la Compañía redujo las proporciones del trato.
Oviedo debió, pues, ser en un principio partidario de la Compañía. Muchos de sus parientes fueron accionistas de ella y muy probablemente pidiéronle opinión respecto a sus negocios. El vicio que en sí llevaba la Institución, esto es, el de la exclusividad, el cual confiere una potestad que conduce siempre al abuso, no podía Oviedo juzgarlo claramente. En esa época el monopolio era norma de toda institución comercial, y la libertad del comercio no fue concebida como más propia para el adelanto efectivo sino años bastantes después de su muerte.
Estas frases de Don Andrés Bello son una síntesis precisa de los bienes y males que la Compañía Guipuzcoana reportó al país: «por una de aquellas combinaciones políticas, más dignas de admiración que fáciles de explicar, se vio la provincia de Venezuela constituida en un nuevo monopolio, tan útil en su institución como ruinoso en sus abusos, a favor del cual empezó a salir de la infancia su agricultura; y el país, conducido por la mano de una Compañía mercantil, empezó a dar los primeros pasos hacia su adelantamiento».7
No volvió a figurar Oviedo entre los alcaldes después de lo acontecido con el Gobernador Portales y el señor de Escalona. Supo defender con energía el derecho del cargo ejercido por él, mas luego se alejó de una posición en la cual debía figurar como cabeza en momento de perturbación y alboroto y de ejercicios contrarios a las autoridades superiores de la Provincia. Volvió, pues a la vida privada pero desde allí podía ejercer, por medio del consejo y de su autoridad, acción beneficiosa. ¿Dedicaríase entonces también a perfeccionar el segundo volumen de su Historia, a estudios literarios y militares? Varios libros sobre el arte militar tenía en su biblioteca. Ya en 1706 poseía el grado de Capitán. En un asiento de contabilidad de la tesorería de la Real Hacienda, referente a un pago hecho a él como apoderado del Marqués del Valle de Santiago, se le nombra con ese grado. En 1728, el Gobernador Carrillo de Andrade lo elevó a Teniente general: Oviedo en su Historia se complace en describir los movimientos militares de los conquistadores contra los indios, y los de las huestes de éstos. Murió el procero historiador el 22 de noviembre de 1738.
Todo lo dicho hasta ahora por mí respecto a Oviedo y Baños y todo lo dicho por otros antes y lo que se dirá después, no tendría importancia ni interés si no fuese porque Oviedo escribió con noble estilo y animación extraordinaria una historia de la Conquista y comienzos de la población de nuestro país. Así, pues, lo verdaderamente interesante en la vida de Oviedo, cualesquiera que hayan sido sus hechos, es el haber escrito su Historia. Notable atributo del talento el de hacer vivir en la posteridad la memoria de un hombre, ya sea un prócer o un pícaro, un linajudo señor o un plebeyo, si lo utilizó debidamente y lo manifestó en determinados momentos de su vida. El haber sido bueno y diestro en la vida, el haber sabido mantenerse en la propia posición social y acrecentarla, el haber sabido labrarse una fortuna, el haber cumplido con brillo sus deberes en el Cabildo y con su familia, parientes y amigos, el haber amado esta tierra que lo acogió y lo hizo suyo, no le hubiesen conferido a Oviedo el derecho a que se hablase de él en esta ocasión y otras muchas, mas le bastó poseer el don del estilo y la unidad de pensamiento suficiente para escribir un buen libro y haberle dedicado pacientes horas a componerlo para que hoy se le recuerde, se estudien los documentos relacionados con su vida y se le considere como uno de nuestros inmortales. El examen, pues, de las condiciones de su Historia, debiera ser lo más interesante en esta disertación.
Oviedo historiaba con un concepto semejante al de los antiguos. La Historia, tal como se concibe hoy, es uno de los adelantos del siglo XIX. La que escribían los historiadores anteriores a este siglo no era compleja y profunda como la moderna. Sólo estudiaban las grandes fuerzas históricas en acción: el individuo, las guerras y sus movimientos estratégicos, los acontecimientos dependientes de la voluntad humana y los conflictos y sus consecuencias. La filosofía de la historia era incipiente y sencilla. Los antiguos narraban los hechos y debían hacerlo con elegancia y pureza. La historia, según una síntesis de Cicerón, formaba parte de la elocuencia. A esta síntesis llegó el gran orador porque los antiguos practicaron sólo esa forma de la historia. Esta era así una rama de la literatura, un género elocuente, bello con la belleza de un bajo relieve: un arte y no una ciencia. Los padres de ella en el mundo antiguo fueron Herodoto y Tucídides: el primero esencialmente narrativo, hallábase todavía cerca de la epopeya; el segundo narraba también y era discípulo de sofistas maestros de elocuencia. Esta forma de la historia se prolonga hasta nuestros días, mas antes se escribía siempre bajo el signo de este concepto y en él se amparaba Oviedo, natural e ineludiblemente.
Nuestro historiador escribió su libro con el objeto de sacar de las cenizas del olvido las memorias de aquellos valerosos españoles que conquistaron la Provincia. Había en su propósito una idea de loa y sentimiento de admiración. Ese propósito debía llevarlo anarrar y elevar las acciones de los fundadores. Así, pues, tenía que buscar en los instrumentos a su alcance la relación de las acciones de esos hombres. Los archivos de la Provincia apenas si las guardaban; se veía forzado, pues, a dirigirse a los documentos que buenamente pudiese hallar y a los cronistas que las habían consignado: Fray Pedro Simón, el Obispo Piedrahíta, Herrera en sus Décadas, Juan de Castellanos, Gil González en su Teatro Eclesiástico, etc.
Mas, el guía de Oviedo por la intrincada selva de los primeros hechos de la conquista fue Fray Pedro Simón, Provincial de la orden de San Francisco, quien estuvo en Venezuela a principios del siglo XVII, y por medio de la tradición oral y por las relaciones existentes, formó una historia prolija en donde no se distinguen bien los hechos esenciales e importantes de los secundarios, con un estilo cuyo curso es lento. Pero la obra del Provincial, estimable y respetable, bien merecía que se le resumiese y se contasen los hechos consignados por él con un estilo de más movimiento y más conciso y se completasen y mejorasen. Así lo realizó Oviedo en la primera parte de su Historia, si para considerar este caso la dividimos en dos: la correspondiente a los acaecimientos anteriores a la conquista de los Caracas y los relativos a los de ésta.
Abrevió y mejoró la narración del Provincial: evitó lo inútil, lo lento y difuso, lo transformó en una narración movida y clara y los datos consignados por aquél los completó y mejoró siempre que pudo. Así por ejemplo, Pedro Simón asevera que cuando Spira regresó a Coro, después de su larga jornada por los Llanos, halló de Gobernador al Dr. Navarro. Oviedo, en el Capítulo VII del libro II, afirma que no fue tal porque Spira nunca dejó de ser Gobernador hasta su muerte y que la Audiencia no podía enviarle sucesor porque no le competía el nombramiento. Se fundamenta nuestro historiador para esta afirmación en papeles propiedad de su contemporáneo Don Lorenzo de Ponte y Villegas, descendiente de Juan de Villegas, a quien Spira dejó nombrado por Gobernador en su lugar.
Cuando en el Capítulo I del libro IV habla de la misión de Sancho Briceño a España, en la cual éste como Procurador de la Provincia debía solicitar del Rey algunas concesiones favorables, y obtuvo, entre otras, la de que los Alcaldes pudiesen gobernar en sus respectivas ciudades en ausencia o por muerte del Gobernador, añade la explicación de cómo de allí dimana el privilegio de la ciudad de Caracas de gobernar sus Alcaldes en lo político y militar a la Provincia entera por la misma causa.
La narración del Provincial de los hechos y fechorías del Tirano Aguirre en Venezuela es muy pormenorizada e interesante. Oviedo la sigue en su disposición y detalles hasta el punto de consignar, seguramente por sentido de lo dramático y gusto por lo colorido, el pormenor insignificante de cómo los vecinos de Valencia y el Capitán Pedro Bravo, de Mérida, echaron a los perros, porque ofendían ya el olfato, las manos cortadas al cadáver de Aguirre, que les habían tocado a los unos y al otro en la distribución de los cuartos. Mas añade otros pormenores, como los que se refieren a la actuación de Pedro Alonso Galeas, muy pintorescos y llenos de interés. Este Capitán que vino a Venezuela, mal de su grado, porque en ello le iba la vida, en la cohorte de Aguirre, se escapó de ella, ayudó al vencimiento del Tirano, figuró luego aquí como persona principal y contribuyó a la conquista de los Caracas, dejó descendencia que poseía papeles relativos a las hazañas de su antepasado. Oviedo los vio y con ellos perfeccionó lo narrado por Fray Pedro Simón.
A la parte de su Historia correspondiente a la conquista de los Caracas, no se le conoce modelo cierto. El Capitán y académico Fernández Duro, el editor de la impresión española de 1885 del libro de Oviedo, la considera como la parte efectivamente original de él y lo mismo Caracciolo Parra León en su biografía. Mas Arístides Rojas no la estimaba así: en sus «Orígenes Venezolanos» afirma haber existido una crónica histórica de la conquista de la Provincia de Caracas escrita en versos por un soldado poeta de nombre Ulloa, que contenía los acontecimientos de ella desde el primer viaje de Fajardo a las costas de Chuspa hasta la sumisión de los indios quiriquires en 1579. El ayuntamiento de Caracas favoreció la empresa de Ulloa pidiéndole a Garci-González de Silva y a Juan Riveros que dieran datos al soldado poeta. Esta afirmación del amable y eminente investigador de nuestra historia dio motivo a Gonzalo Picón Febres para escribir un artículo denominado «El historiador Oviedo y Baños fue un plagiario».
A pesar de los razonamientos de este crítico, severos hasta el extremo, no hay tal cosa. Llamarlo plagiario indica olvido de cómo se escribía la historia antes del siglo XIX, aunque siendo de esta centuria, nuestro Tucídides: el gran historiador Baralt, procedió de la misma manera que Oviedo. Ambos se hallaban imposibilitados de proceder con el respeto absoluto por el documento auténtico, por el hecho directamente tomado de las fuentes y trasmitido sin intermedio. Si hubiesen tenido ese respeto, ni Oviedo ni Baralt hubiesen podido escribir sus bellísimas y utilísimas obras. La veracidad y originalidad de Herodoto también se ha negado, hasta el punto de que, para el orientalista inglés Mr. Sayce, el historiador griego copiaba impudentemente sin citarlos, a los logógrafos y geógrafos anteriores a él, especialmente a Hecateo «a propósito del cual se comportaba como un rival de mala fe y plagiario celoso».8 La tesis del crítico venezolano con respecto a Oviedo es semejante a la del orientalista inglés respecto a Herodoto.
Muy probablemente existió la crónica de Ulloa —quizás exista en algún archivo español— y muy probablemente Oviedo la tuvo a la vista para formar la parte de su Historia correspondiente a la conquista de los Caracas y fundación de la ciudad. Hay en esa parte algo que abona la intervención en ella de Garci-González de Silva a través de otra relación: allí se narran sus hechos muy especialmente y se pondera su valor hasta el punto de que el mismo Oviedo duda de la verdad de alguno de ellos y hace salvedad al narrarlo, como el de la hazaña del acicate consignada en el Capítulo XII del Libro VI, por la cual el célebre conquistador se libró él y libró a su cuñado Francisco Infante de morir a manos de los indios de Tácata. El que Oviedo no citase a Ulloa, si efectivamente tenía a la vista su crónica, no fue seguramente por dárselas de original. La originalidad no se concebía en su tiempo lo mismo que en los actuales y la costumbre de citas precisas —y más la de un manuscrito al cual se consideraba como documento— no se ha introducido entre los historiadores y escritores sino en época reciente. Oviedo procedía de buena fe al aseverar que había revuelto los archivos de la Provincia. Debe tenerse en cuenta que su afirmación se refiere no sólo a la parte conocida de su Historia sino también a la segunda parte y en ésta no tenía modelos posibles. Para la primera, toma como fondo de su Historia lo ya narrado por cronistas anteriores y documentos a su alcance le sirven para rectificarlo. No de otra manera deben interpretarse estas frases de su «Prólogo al lector»: «El trabajo que he tenido para disponer la obra ha sido grande, siendo preciso revolver todos los archivos de la provincia para buscar materiales y cotejando los instrumentos antiguos, sacar de su contexto la substancia en qué afianzar la verdad con que se debe hacer la narración de los sucesos, pues sin dar crédito a la vulgaridad con que se refieren algunos, he asegurado la certeza de lo que escribo en la auténtica aserción de lo que he visto».
En el caso absurdo de no haber laborado la materia prima de su Historia asegurando la certeza de lo escrito con el examen de documentos, seleccionar y resumir con gusto tan exacto y delicado, darle calidad superior de estilo a lo dicho por viejos cronistas y elevarlo a materia artística perenne, es labor encomiable, así como la de ciertos traductores que le ponen a la obra traducida el sello de su estilo. Éste es esencial y primordial en la obra de Oviedo, y muy significativo de la calidad de nuestra cultura en el comienzo del siglo XVIII. Si Oviedo pensaba hacer obra útil al escribir su Historia, como lo logró, porque ella nos sirve para saber claramente los modos cómo principiaron los fundamentos de nuestra nacionalidad y porque ha servido para la ilustración de otros historiadores, también hizo obra artística llena de encanto, nobleza e interés y ello por poseedor del don del estilo y haberlo empleado con sencillez y energía.
El suyo es apropiado a la materia expuesta y tiene dos condiciones esenciales que producen ese encanto: la calidad pictórica y la musical. Oviedo se detenía complacido en la descripción de ciertos cuadros en donde lo pintoresco es primordial: por ello se entretiene en la de batallas singulares, según el reproche de Baralt. En su Historia, si la narración se lleva con justa ilación y unidad, a los acaecimientos principales se les involucra pormenores que podrían abreviarse y aún darse de mano; y ello con tan fina habilidad que en vez de empecer adornan y embellecen. Podría dar ejemplos, pero basta abrir el libro al acaso para encontrar la comprobación de lo dicho. Esta manera se acentúa desde el Libro V en adelante: Allí comienzan a narrarse los hechos de la conquista de los Caracas y fundación de la ciudad.
A menudo introduce también breves reflexiones morales que le sirven para indicar con justedad las causas de las acciones y también las emplea injertándolas en un símil, como en este caso: refiérese a los ríos que alimentan al lago de Maracaibo y después de citar los más caudalosos, se expresa así: «y otros muchos, que despreciados por pequeños pasan por la suerte de desgraciados, pues como corren a la vista de poderosos ni hay quien les sepa el nombre ni quien les busque el origen». Esta manera de referirse a cosa tan concreta como son las corrientes de agua, es sumamente ingeniosa y mueve a una sonrisa. Cabe en la clasificación de Gracián: agudeza por semejanza sentenciosa. Ambos modos de usar las reflexiones morales le dan al estilo mucho colorido.
Se complace también en ver las cosas con cierto sentimiento admirativo. Se nota más especialmente esta calidad en la descripción de regiones y ciudades. Así en la de la Provincia tiende al elogio de las cualidades sin señalar los defectos, de tal manera que da de ella una impresión casi paradisíaca. Ya en la obra de Oviedo comienza a exagerarse la belleza y la riqueza de Venezuela. En ella muy bien pudo nuestro Cecilio Acosta hallar inspiración para su lapidaria hipérbole: «Aquí son los cielos palacios de luz y de zafir; tienen los mares por asiento perlas; pisan las bestias oro y es pan cuanto se toca con las manos».
Ese mismo concepto informa la descripción de Caracas. Para él el valle avileño es tan fértil como alegre, tan ameno como deleitable; «su temperamento es tan del cielo que sin competencia es el mejor de cuantos tiene la América, pues además de ser muy saludable, parece que lo escogió la primavera para su habitación continua, pues en igual templanza todo el año, ni el frío molesta ni el calor enfada, ni los bochornos del estío fatigan, ni los rigores del invierno afligen». No he citado por citar solamente, sino para poner de resalto la musicalidad del estilo. Todas las frases que componen el final de este período son versos.
Así mismo a menudo se hallan éstos al final de los párrafos de cada capítulo. Cuando habla de las producciones de la Provincia, al terminar el que se refiere a ellas, dice al tratar del ganado caballar: «y mulas cuantas bastan —para el trajín de toda la Provincia— sin mendigar socorro en las extrañas». Al terminar la narración referente a la jornada de vuelta a Coro de los soldados de Alfínger, termina el párrafo respectivo haciendo alusión a la inutilidad de la expedición de aquel Gobernador de esta manera: «sin que de ello se siguiese otro provecho que haber dejado asoladas —con inhumana crueldad— cuantas provincias pisaron». Podría multiplicar los ejemplos, mas al parecer éstos bastan y prueban que Oviedo le aplicaba el oído a su prosa con grande empeño y atendía tanto al ritmo que al fin de cada párrafo, por la natural excitación cerebral dirigida en ese sentido, se le trasmutaba la prosa en verso.
Lo pintoresco, lo colorido y lo musical distinguen la prosa de Oviedo y constituyen las cualidades características de ella. Tales cualidades provienen del ambiente literario americano en que se produjo. En América entonces se efectuaba el mismo fenómeno literario que en los siglos XIX y XX en el cual nuestras letras se han desarrollado plenamente. Si en Europa, especialmente en Francia y España, de donde vienen directamente las influencias directrices de nuestra literatura, aparece el romanticismo, aquí se dan obras con esa característica; y lo mismo el naturalismo y realismo, parnasianismo, simbolismo; y llegamos así a la época presente de surrealismo, si de surrealistas pueden calificarse las producciones de varios poetas del momento. Toda época tiene su modernismo. El de la de Oviedo estaba constituido por una conjunción del culteranismo y el conceptismo cuyos resultados eran, tanto en la prosa como en el verso, las tres cualidades enunciadas. Las generaciones de la época no concebían que el verso o la prosa fueran buenos si no las poseían; y se aplicaban con más o menos éxito, según los grados de talento y capacidad de trabajo, a conseguirlas. La prosa de Oviedo es una manifestación elevada de ellas. Aunque el culteranismo y el conceptismo son dos contrarios en esencia y en sus manifestaciones puras: Góngora y Quevedo, ambos son elementos del barroquismo general de la época y en el trascurso de ella se mezclan y confunden. El más sutil y entendido de los conceptistas, Gracián, admiraba al más espléndido de los culteranos: Góngora, y hallaba sus poesías apropiadas a la teoría de aquella escuela. «Agudeza y arte de ingenio» lo cita como ejemplo y lo tiene por el poeta más agudo e ingenioso de su tiempo.
Si el culteranismo fuese como lo considera el genial don Marcelino Menéndez y Pelayo —quien lo sentía como una heterodoxia literaria—, y como lo consideran sus seguidores, una poesía toda palabras huecas y humo y bombolla, no hubieran podido juntarse y buscarse las dos escuelas, mas D. Marcelino pecaba de apasionado. Una diatriba vehemente, llena de vivos reproches y aún con alguna tergiversación, le dedica a Góngora y al gongorismo en la «Historia de las Ideas Estéticas en España»; y, sin embargo, en Góngora añadidas a las de un gran lírico, había las mismas cualidades que el gran crítico e historiador le halla a Gracián: originalidad de invención, estro satírico, bizarría de expresiones nuevas y pintorescas; vida, movimiento y efervescencia continua de imaginación. El Góngora de las «Soledades» y el «Polifemo», lo mismo que Gracián, ata de pies y manos el juicio, sorprendiendo por raras ocurrencias y excentricidades y pudo exagerar el gusto hasta el punto de derrochar un caudal de ingenio como para ciento. Góngora a D. Marcelino le ataba el juicio y le desataba la vehemencia.
Con razón lúcida, Heráclito, el remoto filósofo griego, afirma que en su desarrollo los seres y las cosas fluyen como la corriente de un río. La vida es movimiento: todo crece, se desarrolla y muere, todo marcha, mas no siempre en progreso, en muchas ocasiones el espacio en el cual puede moverse es limitado; y así en una época se presenta en la evolución de una de las manifestaciones componentes de la vida espiritual, una modalidad determinada y le sucede otra cuyos elementos son distintos y contradictorios de los de la anterior. Luego se vuelve a la primera manifestación, después se repite la contradictoria y así a través de las edades. Ello ocurre con el concepto que informa las artes y las letras. Después de la época clásica griega aparece la alejandrina; después de la edad de oro latina: Virgilio, Horacio, Tito Livio, aparece lo que se ha llamado la decadencia: Ovidio, los Sénecas, Lucano. Después del florecimiento equilibrado de las letras en Europa, se presentan el marinismo, el eufuismo, el preciosismo, el gongorismo y conceptismo. Todo ello depende de una ley natural e ineludible.
La lucha entre los contradictores de las escuelas extremas resultantes del barroquismo español: gongorismo y conceptismo, y éstas, fue larga e hizo correr mucha tinta, impelida por la vehemencia, como sangre en una cruenta batalla. Al fin vencieron las extremas izquierdas literarias: América entonces ya formaba parte de la corriente de las letras europeas y era conceptista y gongórica. La mejor y más ingeniosa poética culterana fue escrita por el limeño Andrés Espinosa Medrano, «Apologético» del «Polifemo» y de las «Soledades». Don Pedro de Peralta y Barnuevo, uno de los más ilustres escritores coloniales peruanos, contemporáneo de Oviedo, policientífico, lingüista, poeta e historiador, se gastaba al escribir caudales de gongorinas altisonancias. Nuestro Oviedo, bien enterado de las cosas literarias de su tiempo, no podía dejar de hallarse influido por esa manera de escribir.
A un lector ordenado que comience a examinar el libro por el principio, le daría la Historia de Oviedo la impresión de entrar en una barroca selva literaria. Hallaríase primero con la dedicatoria del autor a su hermano D. Diego Antonio de Oviedo y Baños, entonada hasta el punto de que pudiera tenerse por pedantesca, si el buen gusto de Oviedo no lo hubiese contenido en límites justos y si no tuviese al final el bellísimo símil del cual ya hemos hablado, de comparar la ofrenda a su hermano con la del vaso de agua que presentaron tres capitanes a David. Luego hallaría la Aprobación del Licenciado D. Manuel Isidoro de Mirones y Benavente: documento pedantesco sin atenuantes; se encontraría con las poesías laudatorias en las cuales interesan especialmente y son las mejores las del Canónigo Alonso Escobar y la de Ruy Fernández de Fuenmayor. El Canónigo seguía definidamente la escuela en boga, mas se muestra airoso en el manejo del ritmo; algunas de sus cuartetas son elegantes y es curioso que su lectura recuerde la celebrada enumeración de Bello en su Silva para describir las producciones de la zona tórrida. También Fuenmayor manejó el octosílabo en su loa con habilidad y soltura: ambos muestran que la cultura poética entre nosotros en esa época de la colonia era avanzada.
Ahora, el barroquismo que podría impresionar al ordenado lector imaginado se atenuaría al comenzar a leer la prosa misma de Oviedo. Éste, contenido por el asunto y dirigido por un notorio buen gusto, supo moderar las extravagancias de la escuela dominante: en él los adornos no exceden del fondo de la narración ni la empecen.
Si se hallasen los originales de la segunda parte de la Historia, podrían entonces comprobarse de modo palpable en Oviedo las condiciones esenciales al historiador: en ella hubo de obtener por sí mismo, sin intermediarios, la narración, sacándola de documentos y tradiciones; ya en este caso se encontraba sin guía. Mas de esta segunda parte, ofrecida por Oviedo explícitamente en el final de la primera, no podemos hablar sino por conjeturas y el único problema que ella plantea es el de su existencia. Algunos dicen haber visto y leído el manuscrito. Arístides Rojas afirma su destrucción por un miembro de la familia Tovar en el siglo XIX. Una nota del historiador Francisco Javier Yanes en un ejemplar de la edición de Navas Spínola, puede interpretarse como si Yanes lo hubiese visto, mas es evidente que no lo utilizó al escribir su historia de Venezuela.9
Hállase fuera de discusión el que esa segunda parte fuese publicada. El autor de las «Leyendas Históricas» en «Un mito biográfico» demostró de manera palmaria que nunca lo fue. Entremos ahora en el campo de la duda y preguntémonos si fue escrita. La dificultad de realización de ella era mucho mayor que la de la primera. La imaginación de Oviedo y su facilidad de estilo hallábanse en este caso supeditadas por la materia y su organización y por la escasez y mediocridad de los hechos salientes. En este punto había estado muy a sus anchas en la primera parte. Había en él posiblemente un elemento de decepción y falta de estímulo para continuarla: en las primeras líneas del capítulo I de la primera parte, al decir los motivos por los cuales emprendió la tarea de escribirla, expresa que le asistía el conocimiento de que había de ser poco agradecida de los que debía ser más estimada. No obstante, no cabe duda de que la realizara dado el carácter empeñoso de Oviedo y sus muchas afirmaciones respecto a los trabajos de haber revuelto los archivos de la Provincia. En la Aprobación del Licenciado Mirones hay un párrafo muy significativo a este respecto:
«En el cuerpo de la Historia se han ofrecido ocasiones en que las hazañas de los antepasados de la nobilísima familia con quien se halla aliado, o las piadosas memorias que fundó el Ilustrísimo Señor D. Diego de Baños, dignísimo Obispo de Caracas, tío del autor, dejaren correr la pluma a los elogios; pero arreglándose a la ley Neque suspicio gratiae sit in scribendis, en igual fiel, sin que a su ánimo lo alterasen los vínculos del parentesco, ha sabido publicar sin distinción, según el mérito de cada cual, lo que la fama en el templo del honor debe manifestar para su gloria.»
En la primera parte no tiene Oviedo oportunidad para hacer el elogio de los antepasados de la familia con quien se había aliado, ni de las piadosas memorias de su tío el Obispo. Mirones parece haber visto la segunda parte de la Historia y probablemente cuando escribió, no recordó bien lo que había leído en una parte y en otra: así pues, si los originales existen todavía, quizás se hallen en España.
Se ha estimado como la dificultad principal para la publicación de la segunda parte, y a ello se ha atribuido su destrucción, el que entre los acontecimientos notorios de la Provincia en el siglo XVII están los de las competencias entre Obispos y Gobernadores, sobre todo las de Fray Mauro de Tovar y Ruy Fernández de Fuenmayor. Entre estos acaecimientos hubo uno doloroso e interesante como materia para una novela, en el cual el Obispo extremó sus rigores contra una familia cuyos miembros principales eran partidarios del Gobernador y enemigos personales del Obispo.
Oviedo era persona prudente y cuidadosa del buen nombre de las familias notables de Caracas; y muy probablemente no se extendería en este asunto. Asimismo han procedido, aún hoy, varios historiadores, cuanto más Oviedo perteneciente a la familia del Obispo y amigo de descendientes de la tan duramente tratada por aquél. Verdad es que en la primera parte no tuvo inconveniente en narrar explícitamente la vil conducta del Alcalde de Borburata y de su yerno, con respecto al Tirano Aguirre, de los cuales había en Caracas descendencia en los tiempos de Oviedo. Más hay que tener en cuenta que esos hechos habían sido narrados antes por Fray Pedro Simón y no atañían a la familia del historiador. Por esto me he inclinado a creer inexacta la afirmación de Arístides Rojas relativa a la incineración de los originales de la segunda parte; y aquí llego hasta manifestar la esperanza de que una búsqueda intensa y bien dirigida daría por resultado el hallarlos.
Yo, con este estudio no he pretendido «sacar de la cisterna del olvido» la ilustre memoria de Oviedo: ya otros lo han hecho con tino y belleza; sólo he deseado con él aportar un tosco guijarro al edificio de la gloria del padre de la historia venezolana. Así se ha llamado también a Herodoto en relación con la historia universal. Más de una semejanza le he hallado al prócer historiador caraqueño con el halicarrnasense lueñe y perenne. Al hacer este acercamiento hay, sin embargo, que guardar las distancian entre la madre de las ciencias y de las artes del mundo occidental y una aldea asentada en un mundo incipiente a las orillas de un mar de nombre apenas conocido en la geografía histórica, y entre un escritor, símbolo glorioso de Grecia extraordinaria y magnífica, y uno a quien buscamos justamente glorificar en nuestro pequeño mundo intelectual vernáculo.
Herodoto fue padre de la historia, porque la sacó de los dominios de la epopeya y de la logografía y le dio ciertos caracteres, plenamente logrados luego por Tucídides y Polibio. Mas éstos no los hubiesen alcanzado si antes no hubiese escrito su obra el autor de «Los nueve libros de la Historia». Hállase éste a medio camino entre los logógrafos y los historiadores efectivos. Así mismo Oviedo está entre los cronistas y Baralt, a quien más atrás llamé nuestro Tucídides, pensando ya en esta equiparación, y los historiadores actuales. Todos para informarse de los hechos de la conquista recurrieron a su obra, sobre todo Baralt, el cual en ocasiones dejó entre los períodos de su estupenda prosa, frases de Oviedo por su hermosura y porque convenían lindamente a la armonía de aquéllos.
Los cronistas vieron con ojos españoles los hechos narrados por ellos; Oviedo los mira con ojos venezolanos. En las reflexiones que de cuando en cuando inserta en su narración está el interés y el sentido del criollo y, sobre todo, amó esta tierra y dejó demostración de ello escribiendo su Historia como no lo hicieron otros venezolanos por nacimiento y con raíces venezolanas más hondas en el tiempo. El gusto por el estilo sugerente y adornado es cosa muy venezolana y se repite en la historia literaria con caracteres muy definidos: los escritores más glorificados entre nosotros son los que gustan del saboreo de la palabra. Oviedo por su vida y por el hecho esencial de ella es un venezolano típico y su gloria nos pertenece.
NOTAS
1 CARACCIOLO PARRA, La Instrucción en Caracas, 1567-1725.
2 PARRA LEÓN, op. cit.
3 Luis A. SUCRE, Gobernadores y Capitanes Generales de Venezuela.
4 En un libelo de 1734, de Pedro García de Segobia, apoderado de labradores, pulperos, arrieros y leñadores, quienes representaban contra unos impuestos creados por el Ayuntamiento de Caracas, de acuerdo con una Real Cédula, para la construcción de dos puentes: uno sobre el Caroata y otro sobre el Catuche, en los alegatos, entre otras cosas en apoyo de que los tributos no se deben imponer en las cosas precisas y necesarias en cuya producción y venta se entiende la gente pobre, se dice que sólo los morenos, los pardos, los forasteros y los blancos pobres concurrían a la llamada a alguna expedición militar (toque de cajas) citándoseles con sus armas, pólvora, municiones suficientes y mantenimientos todo a su costo. Si esto ocurría en 1734, no dejaría de ser lo mismo en años anteriores. Los soldados de a pie serían sin duda de las clases indicadas por Segobia. Del expediente en donde se halla ese libelo posee una copia el Dr. Vicente Lecuna, quien se la ha facilitado al autor de estas líneas
5 Reseña Histórica de la Real Hacienda en Venezuela. JULIO C. BOLET, Boletín de la Cámara de Comercio de Caracas.
6 Véase a FERNÁNDEZ DURO, apéndices de su edición de la Historia de Oviedo y Baños.
7 Tomado de un Resumen de la Historia de Venezuela, de ANDRÉS BELLO, citado por JUAN VICENTE GONZÁLEZ en su Historia del Poder Civil.
8 Historia de la Literatura Griega, por ALFREDO y MAURICIO CROISET.
9 Véase Bibliografía Venezolanista, de MANUEL S. SÁNCHEZ.