literatura venezolana

de hoy y de siempre

Textos breves de Oswaldo Trejo

Dic 2, 2021

Una sola rosa y una mandarina

En donde de cada ser dos, de cada cosa dos exactas, una para sí y otra para alguien. Siendo así, de algunas, una a la memoria y otra dejable en el lugar, ya el barrio en el caserío o el caserío en el barrio, ya los árboles frutales, las puertas, el automóvil entrando a contravía y el automóvil llegado por el otro lado, ambos con movimiento y ruido de carro.

Tocar una puerta y abrirse dos. ¡Oh, entrar!, ¡oh, el recibo más allá!, con dos Gonzalos, dos Ercilias, dos Rafaeles, dos Julietas, y después del saludo y los besos de rigor, hablando todos a la vez y, de los ocho, escuchando atentamente a ocho. Distinto todo, de como era antes de volver.

De la cocina, la sirvienta con tazas de café, de las diez una para ella y, en el momento de pasarlas, ni señas, ni morisquetas, ni palabras, sino ella y ella o Carmenza y Carmenza. Mientras en la memoria abarrotada aquellas grandes limas en sazón, aquellas roliverias mandarinas y, afuera, las rosas, las grandes rosas. Una sola rosa y una mandarina. Con una y otra para sí y una y otra para él, despidiéndose.

Otra transparencia

Al mar la transparencia, desazulizándolo, desverdeciéndolo del lado allá de donde otros cortando, a manera de cubos, las grandes piedras.

Traslado de los cubos pero sólo mientras la noche cercando las aguas, ya más blancas que las leches.

En actividad hasta la noche llevadera, de colocaje de los cubos, escalonados donde por donde el descenso del mar.

El entonces de las aguas, cristalinas, transparentes, en amabilísimas caídas. Al fondo de ellas, visibles hasta las uniones de los cubos, hasta las formas en las superficies de la piedra.

Más allá, detrás de lo visible, los lugares del mar en los que las cosas asentándose. Los navíos acaso ya junto a las sacudidas de las especies marinas, en los estertores.

Pasado todo el mar, pasado, pasado. Acá la sequedad y allá del otro lado de los cubos, también la sequedad.

Antes de la misa en re

A todas partes llegaba la noticia que alguna vez habría de darse, por ella recibida con naturalidad abajo, en lugar distante, visto desde la torre como maqueta blanca y movible hacia un lado cualquiera de la playa.

La noticia no formuló pareceres en morador alguno porque esperaban el espectáculo que diría quien, ya descendiendo de la torre, era sentimentalmente el único afectado. Tampoco la noticia le merecía ninguna conjetura. Bajaba. Fue solo en el lugar donde perdió aquella indiferencia que tanto sorprendió a quienes, apartándose para darle paso, formaron larga calle hacia las puertas, hacia la gran sala con la muerta.

– ¿Tú?

Donde soltó las lágrimas y vinieron los deseos de gritar, donde tuvo la certeza de que, en adelante, todo sería negativamente distinto después de aquella pérdida, ya para las referencias, las desorientaciones, las desataduras, dijo ¿tú?, a quien no estando más como lenguaje ni maneras le dejaba esa sensación de estar naciendo y de hallarse sin compañía alguna, a solas restando los más inhóspitos años de los pocos en haber

– ¿Tú?

Sensación y realidad integrándose de pronto donde olor de flores y tristeza de miradas ya lo hacían, obedeciendo también a eso los pasos todavía lejanos y los pasos dándose en el lugar y alrededores y, asimismo, las voces otras y las voces estas, la pena propia y la pena de familia aquí. Haciendo apartes, la otra pena, la del silencio, la del gesto, la del consabido “lo siento mucho. Dios les dará tanta resignación como dolores estamos llamados a recibir de su grandeza”

Desfilando ante los deudos y el dolido. Frases quiso constatar afuera. ¡Quien sabe!, tal vez alguien pronuncie otras. Se desplazó por entre las personas hasta encontrarse en la calle, dejando atrás el ataúd, en sitio mejor escogido, ahora más visible, contra la pared principal, alta, despejada de cuadros y retratos para el homenaje, todavía de miradas ausentes y miradas de quienes estaban, integrándose también a la mirada de la muerta.

Debía haber un límite entre sensación y realidad, separador de lo que podría ser la muerte de la persona más querida y lo que era la muerta más querida. ¿Quién o qué fijaba el límite? Lo supo en la calle, después de recibir imprecaciones, insultos, reclamos, amenazas, de personas que, a su paso, salían al encuentro mientras huía hacia la torre. ¿Qué decirles si nada sabía del por qué de aquella muerte? Avanzando sin temor, guardaba gestos y palabras inculpándolo, de aquellos a veces detenidos, a veces trás de él: Al final del recorrido, ¡viva lo esperaba!, como era y una vez la había dejado recostada a las paredes de la torre, mirando desde lo alto hacia el lugar, abajo, donde otra era la muerta, no la más querida. La más querida estaba del lado acá del límite.

Su rareza y la potencialidad de su escritura generan una serie de textos difíciles de catalogar y que rompen con la visión lineal o circular de la narrativa.

Memorandum para cuando vuelva Dante

Dante Como te llames, con nombres entrando y saliendo de tu nombre, eras blanco en abanico, desplegado. Como lo llamen, era centro de todas las esperas. Como vayan a llamarte, eras reconfortante haber y tope de llegadas.

Y era alrededor bastante despejado hacia el que iban individuos ganando unos escalones; algunos se desprendían de los escalones, cayendo abajo para recomenzar, yendo a pararse detrás de aquellos individuos que en sendas filas, por lados opuestos, ya traspasaban horizontes, viniendo lentamente, nutriendo la aglomeración formada ante dos puertas impidiéndoles la entrada, por urgidos, forcejeando afuera, obedeciendo al mismo juego con sus leyes seguido también por los que estaban adentro, de saludarse, abrazarse, conversar, si se conocían entre sí; individuos todos, adentro o afuera, dejando por sentado el derecho de apuntarle a lo que fueras para obtener algún trofeo. Pero también eras máxima rigurosidad, enfrentándolos a competir por grupos, por parejas, o solos, como practicantes que eran de tiros al blanco.

Sabían de los mil pasos cuadrados, divididos en diez escalones de cien pasos cuadrados cada uno, cinco en un extremo y cinco en el otro extremo, por buenaventuranza alternativamente numerados en orden descendente, el décimo escalón del lado allá, el noveno del lado acá, y así sucesivamente, estando semejante tal extensidad convenientemente separada de un altísimo espejo, rodeándola. El canto de los escalones medía treinta pasos, habiendo escaleras rústicas para pasar de un escalón a otro. Parecían terrazas. Algunos individuos pretendían eliminar las escaleras, esconderlas, pero esto no era nunca permitido, evitando así inconvenientes pues muchas serían las dificultades y peligros en el caso de una evacuación: Todos caerían tan repentinamente como si el inmenso espejo se rompiera los pedazos del inmenso espejo si se rompiera, anticipando lamentaciones limitadas en el lado entero y mirón, ajeno al desastre más allá salidas del escalón donde se iniciara el desastre, entrando en el espejo circundante.

Escritas en grandes caracteres había frases en el canto de las terrazas los escalones, sacadas de la frase puesta en el décimo escalón, invisibles para quienes los individuos que seguían afuera, en fila antes las dos grandes puertas, tal vez por siempre.

Ahí, en vez de en el lugar

Donde no había estado estaba, ahí, sorpresivamente ante el marco de la puerta. De extrañar tanto más ahí, en el umbral, que en el lugar mismo con altas, anchas puertas, innecesarias por estar siempre abiertas.

Los marcos de las puertas, visibles desde ahí hasta el final, acaso conduzcan al único lugar de las esporádicas llegadas donde la espera siempre juega a eso de llegará, no llegará, posiblemente llegue.

Sumado el tiempo de las esperas siempre largo en el lugar de las no llegadas, donde solamente aparece de vez en cuando, tanto más inesperado resulta que haya estado ahí en el umbral. ¡Ahí estuvo! ¡Ha estado ahí, ante el marco de la puerta!

Acaso por donde vino sea por donde va, pero de frente hacia acá, como si volviera hacia el marco de la puerta, ese ahí, ese ante el que estuvo. Se aleja con lentitud tal vez impuesta por la manera de hacerlo o, acaso, porque entre marco y marco de las puertas exista una gran distancia que obedezca a las dimensiones de las salas que atraviesen, donde ellos sean el centro. Acaso, también, ese ganar las puertas encienda lámparas, ilumine las salas por momentos, nuevamente a oscuras cuando llega a otra puerta, a otro marco.

La luz concluye cada vez para las salas, deja de ser hasta donde llega. ¿Cuándo habrá de terminar el recorrido? Acaso sea cuando no pueda verse más, tal vez muy pronto, cuando sólo se sepa de un punto de luz y nada de las salas ni de los marcos de las puertas, todavía perceptibles. ¿Serán? ¿No serán? Ya casi desaparecen. Quien fue quien dijo que cuando la luz no sea más habrá llegado, que entonces será cuando habrá de sonar una sirena o algo parecido para que vuelva desde Constantinopla hacia el lugar, el de siempre, el único donde sus llegadas son ocasionales, tal vez aquel lugar donde la luz muera, definitivamente.

Ahí, también estuvo. ¡Ahí, ante el marco de la puerta! Ahí.

La exaltación

Danzaba sobre sus movimientos, su yéndose llegando saludaba, indiferentes estaban a todo, ningún de dónde viene, ningún adonde irá cuando seguía. Le habría dicho, ¿volverás?, ¿regresarás?

Una vez se acomodó en las conversaciones, insípidas, apagadas, ¿qué haces?, ¿vas a irte como siempre? Hacía con ello un lugar, un lugar para que se quedara.

En vez de los movimientos, el elogio lo recibieron sus cabellos, la forma de llevarlos. La pregunta ¿puedo hacerlo? trajo el silencio, llegaron después en su mirada la respuesta favorable y las frecuentes permanencias.

QUÉ MAS

Que más que eso, que sus movimientos, que alguien supiera que ellos, de su quien apareciendo y desapareciendo en estos lugares donde la exaltación dejó de ser, donde no es hecha si cosa alguna la merece, una boca, una voz, una risa, donde mucho sería que alguien dijera, ninguna cara es fea si en ella están unos ojos bellos, o algo del olor de una piel, de la expresividad de unas manos.

Cosa última la exaltación, en un tiempo último llegando, llegaba en esos movimientos, estás pensando en ellos, creía escuchar donde de ningún lugar venían voces mientras recreaba sus aparecimientos, sus partidas, sus regresos.

Viendo el caminado, lugares llevaban ya sus movimientos, el zaguán, el corredor, la sala con retratos de antepasados a la que entraban, se te van los ojos, los escuchaba afirmar cuando seguía aquellos movimientos del caminar, cuanto llevaban, el comedor, la cocina en el traspatio, el horno venido a menos, donde anidaban las gallinas, ¡si las asustan van a botar los huevos en el solar!

Miradas también había, imposibles en el trayecto hacia el cuarto de los tarros con yerbas, ungüentos, pomadas, son para verlos, no son para tocarlos, tal como si ocurriera y, aún más, se acercara al mesón con objetos de trabajo, balanzas, espátulas, morteros, pinzas, lupas, piezas de relojes descompuestos, y desde la cama repitiera, son para verlos, no son para tocarlos.

Sonaban los despertadores, un milagro movía los pajes del reloj, desde años atrás parado en hora vespertina, siendo otra sorpresa que oyera la caja de música cuando afuera llamaban a oración mientras el cuarto a la voz sigilosa otra voz la suplantaba, cortada, gagosa, suplicante, se trasladaba desde las manos expresándose a cercanías, a silencios en los que ahora esperaban las frases, son para verlos, son también para tocarlos y jugar con ellos.

Entraba en la fotografía fija en la pared, de una boda celebrada con almuerzo, pasaba de un último puesto a ocupar la cabecera de la mesa llevada del comedor al corredor, alargada con mesas pedidas en préstamos a vecinos, blancamente enmantelada y con sencillos adornos de una familia cuyo apellido se extinguía, siendo por ello relevante aquel suceso de la boda, de los novios en su sitio de honor, vestidos de blanco, de palideces enmotadas, y sendas filas de convidados que sentados en bancos enterizos, sin espaldar, miraban hacia la cámara en manos del fotógrafo.

Viéndose viéndose y viendo todo cuanto estaba en el corredor, el nervioso mediodía, los convidados, las jaulas con pájaros sonoros, los tiestos con helechos en las vigas, el corno inglés en la pared, a la espalda de los novios de caras medio enfiestadas, una sonreída, sin llegar a la risa ni aun habiendo estirado los momentos, contra toda carcajada que dejara al descubierto un diente arriba, tres abajo y una muela solitaria. Manos entrelazadas en la fotografía, diciéndose cosas de aquel día: como ya pasadas las cosas de la tarde, los movimientos mismos, las frases, son para verlos, y también son para tocarlos y jugar con ellos. La exaltación recorría otros silencios, mayores que los de la casa, adentrándose en la noche.

QUÉ MAS

Era eso, hasta ayer era eso, no más donde ya está, donde se encuentra ahora, en medio de bullas ajenas, las que para cada quien son las propias en estos lugares donde estuvo.

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