Hacia la media noche
A Melanie Cross
A la Ceni Blixen la minifalda le quedó pintada, y le pareció que estaba sin uso. Se miró al espejo como diez veces, acariciándose las nalgas de vez en cuando. Su hermanastra Clementina le dijo que se probara unas medias negras, que tenía por ahí. Estaban rotas, justo en la entrepierna. La Blixen pensó que no importaba, porque pese a lo corto de la minifalda no se iba a notar, a no ser, claro, que se agachara bruscamente y le quedara todo al aire. Probó de nuevo ante el espejo, mirándose detenidamente, se gustó como hacía mucho tiempo que no se gustaba. Cuando salió de su minúscula pieza, la mirada de las tres hermanastras se posaron en su culo; no pudieron disimular la envidia. No es que ellas fueran mucho más feas: se sabe que no hay mujer que la sea, sólo las hay mal arregladas que no sacan provecho de lo mucho o poco que tienen; todo el mundo así lo dice. Pero las proporciones de la Ceni eran casi exageradas, le dijo, bajito, la Clementina a la Juana. Lo mejor era dejarla en la casa, no vaya a ser que la confundan con una ramera en la fiesta, alegó la mayor Ludovina Helena. A la Ceni la cara se le enrojeció de furia y corrió taconeando a la cocina, a hablar con su madrastra. La señora comparó a las cuatro. Sentenció que era mejor que su hijastra fuera más adelante a otra fiesta, además, sólo tenía quince años y en esa pinta no podía salir ahora a la calle, así que si quería seguir llorando, mejor se fuera a su pieza, porque a esa fiesta, no iba, y se acabó. La Ceni dio un portazo. Poco a poco fue perdiendo el llanto. Sonó el timbre e imaginó a Hugo, Paco y Luis besando a sus respectivas en el umbral de la puerta. Escuchó con rabia esas malditas risas y los autos alejarse hacia la fiesta. La madrastra se encerró a ver TV en el dormitorio; lo de costumbre, la telenovela de las nueve y todo eso. Vieja estúpida, sólo una ignorante puede ver esa porquería, se dijo. Salió por la ventana a llamar por teléfono al Chalo, compañero de colegio, pretendiente perenne y, entre otras cosas, dueño de una moto. Lo encontró en su casa, le dijo que la pasara buscando para salir a dar una vuelta, como otras veces lo habían hecho. A la media hora se encontraron en la esquina. El Chalo casi se volvió loco al verle las tremendas piernas y el culo, sin embargo, nada de tetas. Por supuesto no dijo nada, él había sido siempre un caballero y no pensaba dejar de serlo por el momento. Se acomodó abrazando por la cintura al Chalo, éste sintió un estremecimiento en algunas partes del cuerpo y el olor penetrante del perfume. Se dijo que la Ceni andaba en algo, algo raro. Le preguntó adónde iban a pasear. Ella se acercó al oído para que escuchara mejor, a Tobalaba con Providencia, le susurró, allí me voy a encontrar con mis hermanastras, es una fiesta de gente con billete. El Chalo, ante todo, resolvió seguir siendo un caballero, lo cortés no quita lo valiente, se argumentó. Iban más o menos a cincuenta y cinco, que era lo máximo que daba la Yamaha 80. El ruido era irritante para los transeúntes, pero ellos se sentían felices, aunque por diferentes razones, ella iba a su fiesta de sociedad y él llevaba a su amada apoyada en el cuerpo. El Chalo comenzó a inquietarse y lo de caballero casi lo manda por el traste. Pese a la tentación, se conformó con correrle mano por las piernas, cosa que la Ceni no rehusó, ella quitó las manos de la cintura de éste para ponerlas casi en su entrepierna, por si acaso. Así se fueron por las calles durante más o menos cuarenta minutos, lugares que conocían, la avenida Matta y la Bandera, cosas cotidianas, hasta que llegaron al lugar de la fiesta. La verdad es que era un lugar elegante. A la Ceni se le iluminó la cara. Casi ni se despide del Chalo, se devolvió a besarle la mejilla muy cerca de la boca, y la vio alejarse moviendo todo, como nunca, con suma gracia le pareció. Sin duda, ese alejarse al Chalo le serviría de material de apoyo por muchas sesiones, hasta quién sabe, ocurriera un milagro y lo quisiera de otra forma, como algunas mujeres quieren a sus hombres. En la entrada le pidieron que se identificara. Dijo su nombre y el de sus hermanastras, preguntando si habían llegado. El tipo, que ella encontró super elegantísimo, le pasó una máscara. Para qué es esto, dijo, probándosela. Es una máscara que sirve para cubrirse el rostro, rezongó el portero, esta fiesta es de disfraces. Ah, entiendo, dijo la Ceni. Aunque no entendía nada, igualmente se la puso, no quería pasar como una desubicada. Desde la escalera la fiesta se veía harto buena. Esta era la primera fiesta de la Blixen, pero se sentía como pez en el agua. A lo lejos, en el jardín, divisó a sus tres hermanastras, que se reían con Hugo, Paco y Luis, de una manera escandalosa, le pareció. Sin embargo, ya no les guardaba ningún tipo de rencor. Se fue acercando a ellas, sin quitarse la máscara, al estar a unos metros, se sentó al lado de un señor, que bien podría haber sido su padre o aun mayor. De inmediato le produjo confianza y se puso a conversar con él. Le contó que hasta los diez años fue hija única, su padre, de origen danés, de allí su apellido Blixen, había tenido fama de gran industrial. Se trasladaron a este extraño país, cuando él se casó por segunda vez con una señora que tenía tres hijas, las que están allí, las ve. Pero Von Blixen se murió, después de un largo tormento, hasta vomitaba verde. Mi madrastra siempre estuvo con él, personalmente le preparaba las comidas. La señora heredó casi todo lo que mi padre tenía, me dejó a mí la casa donde vivimos todas, pero sólo puedo heredar a los dieciocho, dijo la Ceni poniendo cara de circunstancias, cosa que no se vio por la máscara. Anselmo, que era el nombre del señor, de inmediato se acordó de Traci Lords, una artista porno-adolescente, una teenagers en la jerga de esos videos, hacía ¿cuántos años?, el tiempo pasa volando entre sus intersticios, se dijo con cierta melancolía poética. A Anselmo pese a su reiterada oposición a las grandes empresas, se había convertido en un traficante de renombre internacional, entre los más íntimos le llamaban el Príncipe. Y se encontraba allí con el único fin de conseguir, de forma anónima, una mujer lugareña, que fuera sumamente joven. Así que las cosas para él se presentaban de perillas, claro si todo continuaba por el curso que se ofrecía. La Ceni se encaminó hacia donde conversaban sus hermanastras, éstas al parecer no la reconocían con su máscara. Al verla de pie, Anselmo se sintió estimulado por sus atributos y no pudo despegar los ojos de su minifalda, nada de tetas, se dijo, no importa. Más que una conversación, lo que se escuchaba eran las risas sobre cualquier cosa. Hugo, Paco y Luis sufrían todavía de miedo escénico. Este mal lo habían adquirido en la infancia, ya que su tío los había obligado a trabajar indiscriminadamente en el mundo del espectáculo, de allí el trauma. Hugo, que siempre había sido el más chistoso, no desaprovechaba cualquier oportunidad para desprestigiar al tío, que enloqueció por los millones de su protector, el muy asqueroso, agregó Luis. Sí, continuó Hugo, poco antes de morir en Baltimore, alucinando en un callejón, tenía la barriga blanca llena de cortes, intentos de suicidio, claro. Todos se rieron, pero la Ceni no entendió nada. Después volvió a conversar con Anselmo, que ya se le había puesto dura. En el patio las parejas estaban encontrando donde hacerlo. La música comenzaba a ponerse más animada. Desde el exterior como invitados especiales rugían los instrumentos del grupo Divididos: Es la época de la boludez, se escuchaba en el ambiente. Y los que bailaban hacían el coro. La Ceni empezó a sentirse más libre y le abrió el cierrecler a Anselmo, que se lo agradeció con una caricia en las orejas, metiéndole los dedos como un tirabuzón. Se le condujo, como tantas veces ha pasado en otras ocasiones, hacia el miembro erecto, pero de pronto Anselmo se sintió cohibido, y quiso llevarla donde no los vieran, después de todo podría haber sido su hija, se recriminó. Entre las matas la Ceni se comportó como una verdadera adulta, cosa que no dejó de sorprender a Anselmo, que hasta el momento la tenía como una primeriza. La succión comenzó a tener los efectos esperados y el Príncipe le dijo que parara; tenía problemas de precocidad. Se desplazaron al estacionamiento, al auto descapotable envidia de muchos, allí Anselmo palpó el culo virgen de la Ceni, la colocó mirando hacia el capó, se bajó los pantalones hasta las rodillas e intentó introducirse, pero no cedía para nada, en el intento casi se le va el impulso único, pensó en guardarlo para la otra vía, en un susurro le dijo que se voltease, y comenzó a succionar de nuevo. Rompió el himen sin saberlo, esa experiencia nunca la había tenido, sólo se dio cuenta que algo extraño pasaba cuando la sangre le embadurnó la entrepierna. Después sacó un Gitanes del bolsillo y lo prendió con un zippo recién ganado a un tipo del cartel de Cali en una apuesta de pool. Se sintió poderoso. La Ceni yacía en el asiento sin comprender nada totalmente, sólo la sospecha de ya dejar de ser niña. Como pudo fue ordenando sus ropas, salió del auto y Anselmo la llamó para darle unos billetes verdes, que ella no conocía. Los colocó entre el calzón y la media negra rota. Era cerca de media noche, a lo lejos el ambiente se llenaba con las primeras campanadas, tenía que llegar a casa, porque presentía que algo le podría ocurrir. Al irse caminó a la calle, se encontró con el Chalo, que la esperaba, se subió a la moto. Después enrumbaron camino a la casa, que en algún momento sería suya.
El Rengo y la Flaca
a María Fabiola Álvarez
Nos estábamos quedando en una casa en el Barrio Norte, en la calle Beruti, a dos cuadras de la avenida Santa Fe. Además de nosotros los chilenos, y una pareja de uruguayos, vivían un rengo y una exputa. Ellos eran pareja. Y se querían. Como otras veces, él la había sacado del puterío y todo eso. La relación de ambos se me parecía a una novela de Onetti. Aquella casa la regentaba León, un uruguayo descendiente de armenios, anarquista como sus padres y, tal vez, como sus abuelos. La idea de una Comuna lo seducía, para gobernarla, claro. Para ese fin se había tomado, hacía dos años, la casa donde estábamos. Sin duda la conquista de la casa era uno de los pocos actos heroicos de sus veintidós años, porque hablaba muchísimo del día en que se había apoderado de ella. Se le podía seguir la corriente con facilidad, siempre se conversaba de un socialismo no autoritario y toda esa cuestión que uno manejaba con términos grandilocuentes, definitivos. Llegué a ese lugar por un amigo chileno que, como yo, trataba de guarecerse del maldito invierno porteño. Una vez instalado hice correr la noticia rápidamente entre los más cercanos. En unas semanas la casa fue ocupada poco a poco. Beruti se llenó de nosotros, con nuestra lamentina dictatorial y toda esa mierda. Sin poder evitarlo León ya tenía a siete chilenos por todos lados, hablando desaforadamente un idiolecto incomprensible para él y su pareja de nariz chueca. Nuestras intenciones se encontraban muy lejanas de su pretendida Comuna. Al advertir la invasión, ya era demasiado tarde para echarnos. En Buenos Aires todo el mundo nos tenía compasión por lo que pasaba al otro lado de la cordillera. Nos dejábamos tratar como exiliados o algo parecido, y sacábamos provecho de ello. Me iba, por ejemplo, al centro cultural San Martín donde exhibían películas de algunos cineastas que me interesaban, y me quedaba al lado de la boletería a pedir plata para la entrada. Siempre decía: mire compadre soy chileno y me gustaría ver tal película como lo vas a hacer ahora tú, no quisieras ser solidario conmigo; nadie se negaba, estábamos de moda, y hay que decirlo, despreciaba, siendo que yo era más o menos lo mismo, a esa clase pequeñoburguesa porteña.
La relación de la Flaca y el Rengo comenzó a interesarme y me hice medio amigo de ellos. El Rengo sin duda tenía astucia, o por lo menos poseía un sentido del cinismo, que fui aprendiendo a mi pesar, debo decirlo, después y no gracias a él. Se preparaba días antes mirando la prensa, buscando el evento. Cuando había estreno en el Colón se iba con su mejor traje, tenía varios, los mandaba a limpiar, tarea que hice algunas veces; no le gustaba salir a la calle, le costaba moverse, pero la verdad es que tenía mucha vergüenza, pese a su cinismo la timidez y sus complejos a veces lo dejaban indefenso. Se paraba a la salida del teatro apoyándose en las muletas relucientes, estiraba la mano haciendo un esfuerzo increíble por recoger los australes que le ofrecían. Reunía un dineral en esas incursiones, sin embargo carecía de ambición; salía cada una o dos veces al mes. A mí no me importaba lo que hiciera la gente con sus vidas, por eso tampoco entendía su idea de las cosas, sólo estaba allí como podría haber estado en cualquier otro lugar dejando que todo se desplomara de improviso; desde que había salido de Santiago todo me parecía sin importancia, que de alguna forma algo irremediablemente estaba roto. El Rengo era de ideas fascistas, tenía a su cuesta una militancia en el peronismo de ultraderecha, en sus tiempos, me decía, cuando todavía contaba con las dos piernas, cuando quemaban iglesias y todo se confundía. Pero como ahora, le decía. No se le podía convencer de que el presente era más difícil, o parecido, como siempre. Vivía en el pasado, en el tiempo de sus dos piernas. Me parecía extraño que un mendigo fuera fascista, nunca había conocido a alguien pobre y que creyera en Mussolini, como si todavía el Duce estuviera vivo e increpara a las masas ofendidas. En esos días el equipo de fútbol de Argentina tenía posibilidades en el Mundial. La selección se las tendría que ver con Inglaterra, las expectativas por lo de la Guerra de Las Malvinas se mantenía a flor de piel y de seguro era algo que cobrarse. Los excombatientes hacían su agosto mostrando calamidades por el Obelisco. Debo decir que todo eso me parecía repugnante, pero sabía cómo habían sido las cosas, gente un poco mayor que yo estaban mutiladas, sólo pensar en los Gurkas daba para tener compasión y miedo. Los locos en la guerra habían salido mal parados y el Rengo no dejaba de hablar de esa especie de patriotismo. Antes del partido fui invitado varias veces a su maloliente cuarto. En la pared compartían espacio el mismísimo Mussolini, Perón y Maradona con la albiceleste. Uno de esos días me mostró el dinero, dijo por fin cómo lo conseguía. No le creí al principio, pero allí tenía ese manojo de australes para desengañar al más ingenuo. Lo conté porque él lo pidió. Guardáte diez, dijo, vos sos el único que no le causo asco en esta casa. Vos me gustás chileno, decía. La Flaca se acercó besándome en la mejilla. Tomálos, che, no seás imbécil, compráte un poco de marihuana, yo sé cómo les gusta esa mierda, los he visto fumando, y compráte un poco de comida, estás muy flaco.
El día del partido estuve con ellos, me mandaron a comprar dos pollos fritos y varias botellas de vino. Nos emborrachamos de pronto y el Rengo quería contarme su historia, a la Flaca no le pareció y se paró para irse. Ella ya había escuchado la historia demasiadas veces, y gritó al salir del cuarto que el Rengo siempre contaba la misma porquería y que se aprovechaba de mí. Desde la puerta se devolvió a darme un beso, intentó poner sus labios en mi boca, cosa que esquivé pero no mucho. Metió la lengua, me dio un empujón que hizo que cayéramos en la alfombra, ella insistió lanzándose encima. Me dejé hacer hasta que el Rengo puso orden. Le gritó que me dejara tranquilo, que yo sólo era un pibe, que podría ser su hijo. Ella me pasó una vez más la lengua por la boca, se paró y se fue. El Rengo contó lo suyo: hijo de italianos, sicilianos de Palermo, un apellido Scotado, o algo por el estilo. El padre del Rengo, Anselmo Scotado, era Alcalde de un pueblito. Su familia se había comprometido con el Duce. La Segunda Guerra casi no los había tocado hasta que apresaron unos supuestos comunistas, esperó a que vinieran a buscar a los traidores de la gran utopía fascista. Pero el ejército no aparecía y lo más probable es que no llegara nunca. Scotado se vio en un dilema. Por primera vez tenía el poder en sus manos, sólo quería órdenes para ejecutar a los comunistas. Fue a conversar con el padre Antonio, párroco del pueblo, le dijo que tuviera paciencia, que hablara con los comunistas, que encontrara pruebas, para ver si realmente lo eran. De nada le sirvió el consejo del Padre. Siguió con su idea. Y es así que Scotado, un fascista tranquilo, se convirtió en asesino. Incluso en el pelotón estaba disparando él, un tipo tranquilo, que se había apasionado: todos lo hemos hecho alguna vez en la vida, se disculpaba el Rengo. Al llegar los aliados lincharon al Alcalde como a un perro, como a Mussolini, che. La madre llegó a Argentina con sus hijos y porque estaban algunos parientes. El Rengo trabajó desde pequeño en lo que fuera, creció buscando una venganza imprecisa para la muerte de su padre. Se adiestró con paramilitares de no se quién y sin querer estaba acuchillando a gente que sólo había conocido por fotografías inciertas y que volvía a ver en el diario, a los días. Ellos querían acabar con el país, me decía. Pero la venganza lo andaba rondando. Lo agarraron a la salida de la casa y le dieron duro; golpes que todavía recordaba en algunos sueños. Al finalizar le dispararon en la pierna derecha y desde entonces era el Rengo. El partido de fútbol había sido tomado por los argentinos como un ajuste de cuentas, incluso el presidente Alfonsín decía en el noticiario del mediodía, pero también sin mucho énfasis, que todo sólo era una contienda deportiva, que no debía pasar de ahí. No había remedio, las paredes estaban repletas de consignas contra los ingleses y, como buen pueblo vencido, cualquier hazaña después de la derrota es un triunfo incuestionable. En aquellos días se murió Borges, leí en uno de los titulares del diario que se había muerto el Maradona de las letras; así estaban las cosas. La Flaca volvió más borracha a apoderarse de la escena, con botellas de vino debajo del hombro en una bolsa plástica y más comida. Seguimos bebiendo el Termidor de mesa y comiendo como unos cerdos. El famoso partido llegó. El himno argentino y el inglés. Yo a esa altura no me interesaba por lo que estaba pasando, pero la pareja no dejaba de gritar a cada arremetida de los compatriotas. Me fui del cuarto del Rengo y recorrí los pasillos. En el resto de la casa no estaba nadie. Me demoré unos veinte minutos en el baño, de allí se escuchaban los gritos de los edificios cercanos. Al volver seguía el partido en la tele. Argentina había metido un gol con la mano de dios y con Maradona a los ingleses, decía el locutor, que debía pensar por todo el país. El Rengo y la Flaca estaban metidos en la cama contentos y acurrucados. Me ofrecieron un poco más de vino que acepté. Y fue la primera vez que le vi la pierna cortada al Rengo, un pedazo de carne delgada se movía en una de las piernas del calzoncillo. El Rengo se dio cuenta que lo miraba, movió varias veces el muñón. En el centro había unas grietas carnosas que debían ser las cicatrices que terminaban en arrugas, éstas daban al centro de una especie de tronco. Me sentí por primera vez amigo de él, o algo parecido que da la borrachera. Empezaron a gemir detrás de mí, sin importarles que yo estuviera presente y que Argentina definitivamente venciera a los ingleses. Apagué el televisor, agarré una botella de vino sin abrir y cerré la puerta con cuidado, como si estuvieran durmiendo. Cuando se acabó el Termidor, me fui por las calles camino al río de La Plata esquivando la celebración del triunfo.