literatura venezolana

de hoy y de siempre

Techos rojos (fragmentos)

José Luis Méndez

CAPÍTULO IV: DOS VUELOS SOSPECHOSOS

Para el comisario Billi González levantarse a las cinco y ver el amanecer era una vieja costumbre de cadete. Solo que ahora casi no lo veía. Entre las cuatro paredes de su oficina y las del pequeño apartamento donde vivía, situado en una conocida zona de la capital que servía de frontera invisible entre el Este y el Oeste de la ciudad, apenas podía mirar al exterior. A veces, solo a veces, aprovechaba el viaje en automóvil hacia su despacho para contemplar los primeros rayos de sol. Pero esa mañana de un mes de julio todavía comenzando lo iba a disfrutar a plenitud mientras daba una vigorosa caminata por los alrededores de la urbanización donde vivía antes de ir a la oficina.

Las caminatas y otros ejercicios más intensos ya no eran como antes y formaban parte de una práctica cada vez más en desuso, a la cual su cuerpo de cincuenta y nueve años se estaba acostumbrando de manera peligrosa. De vez en cuando, como ocurría hoy, sacaba bríos para hacer un alto en su rutina diaria de levantarse temprano y llegar temprano a la oficina para, por lo general, salir tarde y acostarse tarde.

Esta mañana estaba decidido a quemar unas cuantas calorías antes de tomar su primer marrón, un café cargado con poca leche, al que estaba habituado desde que era casi un niño. Cuando regresó, luego de una hora y cuarto más o menos de trotar y caminar, en una mezcla donde la segunda fue la actividad predominante la mayor parte del tiempo, lo primero que hizo fue poner la cafetera y, de inmediato, buscar su teléfono, olvidado antes de bajar en alguna parte de su habitación.

Tenía una llamada tempranera de Ígor. Para que Viloria le telefoneara a las seis y cinco debía de tratarse de un suceso de cierta gravedad. ¿Qué podría ser? Trató de adivinar mientras le devolvía la llamada y un silbido proveniente de la cocina le anunciaba que el café estaba listo. Apagó la hornilla eléctrica y se sirvió un poco. Viloria no contestaba; debía de estar en el baño o distraído como siempre. Con los ojos aún puestos en la cafetera y la taza de café en su mano, recordó que debía comprar una cocinilla de gas debido a que los constantes apagones del año pasado y alguno que otro del que corría le habían dejado, en más de una ocasión, sin su acostumbrado café mañanero. Hoy, sin embargo, no era la luz, sino la leche; se le había acabado, ni una gota. ¡Qué remedio! Se tomaría el negrito, primero, y el marrón, más tarde, en la panadería del portugués cercana a la oficina. El sonido de su móvil lo hizo devolverse justo cuando estaba a punto de desvestirse parA ducharse.

—¡Buenos días, jefe! —Era la voz de Ígor Viloria, uno de sus subalternos.

—¡Buenos días! —le contestó Billi—. ¿Qué sucede?

—Nada jefe, solo recordarle que hoy es el interrogatorio final del caso Labarca.

—¡Qué pendejada es esa! ¿Cómo que hoy es el último interrogatorio? ¿Pero de qué me hablas? ¿Quién decidió eso?

—Jefe, eso fue lo que me dijeron. Creí que usted lo sabía —dijo una voz insegura.

—Y si crees que lo sabía para que carajo me lo estás recordando, o ¿tú no me conoces?

—Claro que lo conozco jefe y sé que nunca se le olvida nada; solo que no se me ocurrió…

La voz de Billi, del otro lado de la línea, no lo dejó concluir.

—Lo que a mí se me ocurre es que tú lo sabias desde ayer o desde anteayer y no me lo dijiste, y ahora me vienes con el cuento de que me lo estás recordando. ¿No es así?

—Créame jefe, no es así; es verdad que yo lo sabía desde anteayer en la noche cuando salí de AGEBIN. Si no se lo comenté antes es porque no lo consideré necesario. Pensé que usted también estaba enterado —le respondió Ígor, en tono casi suplicante.

Billi se quedó pensativo por unos instantes, sin decir nada, en los que Ígor, conocedor del carácter de su jefe, supuso que este le vendría con un fuerte regaño como mínimo. Creía entender lo que había ocurrido y no le gustaba. Se encontraba atrapado entre dos fuegos. Llevaba seis escasos meses trabajando en el equipo de Billi y no quería ser la causa de un posible conflicto entre su jefe y el director de la Agencia Bolivariana de Inteligencia Nacional (AGEBIN), Aníbal Torres; dos pesos pesados, uno en ascenso, y el otro con sus mejores tiempos ya encuadernados.

—Jefe, ¿qué le sucede? —terminó por preguntarle Ígor, en vista del repentino silencio de Billi.

—Dime, Viloria —casi siempre lo llamaba por su apellido—, esa información te la dio Torres o ¿te enteraste por otra vía?

—Fue el propio director quien me la dio al salir del interrogatorio de hace dos días, al que usted me envió debido a que Escalona estaba en el asunto de Barinas y no le daba tiempo de regresar para estar allí a la hora pautada.

—Déjate de pamplinas y contesta. ¿Te pidió Torres que me avisaras?

—No, jefe —contestó lacónicamente.

—¿No te dijo nada más? ¡Respóndeme con la verdad! —y Billi enfatizó esto último.

—¿Sobre qué, jefe?, ¿sobre lo del interrogatorio? —preguntó vacilante. Viloria se oía nervioso, por más que lo evitaba.

—¡Y sobre qué más va a ser! —exclamó Billi, gritando del otro lado del teléfono.

—Jefe, lo que me dijo es que usted estaba al tanto o eso le entendí; las palabras exactas no las recuerdo.

Viloria se escuchaba como si estuviera contando una anécdota intrascendente y aburrida, con la cual Billi tal vez se conformaría y no le insistiría más.

—¿A qué hora es? ¿O tampoco lo escuchaste bien? —preguntó con ironía Billi.

—Me dijo a las ocho, ahora, en un rato.

—Y tienes las soberanas bolas de venir a decírmelo a esta hora, ¡Son casi las ocho!

—Faltan veinte minutos en mi reloj, jefe.

—No me da tiempo ni volando. Y tú, ¿dónde estás?

—En el sitio jefe, llegué hace diez minutos.

—Por lo menos, tuviste una ocurrencia inteligente. ¿Llevaste tu grabadora? No quiero transcripciones, quiero escuchar lo que diga de viva voz. ¿Entendido, Viloria?

—Sí, jefe, lo capto a la perfección.

—Y averigua que van a hacer, por fin, con él. Me huelo algo y no me gusta.

—No se preocupe, jefe — dijo despidiéndose, antes de cerrar la llamada.

¿Por qué no le habrían informado a él? ¿Cuál era el misterio? Tal como estaba la situación no podía acusar a nadie de estarle escondiendo información sobre Labarca. Un miembro de su equipo estaba al tanto y eso era suficiente para que Torres se lavara las manos. Es más, sería Torres quien metería cizaña alegando que él no era culpable de la falta de buena comunicación de Billi con su equipo, con sus subalternos, y por ahí se iría. Era evidente que alguien buscaba que no fuera a ese interrogatorio ni siquiera por equivocación, o, más bien, alejarlo de allí. Torres estaba al tanto de que él, desde hacía mucho tiempo, no asistía a ese tipo de actuaciones policiales y de que esas artes de convencer a los detenidos para que hablaran, se las había dejado a otros. La cuestión era, ¿por qué quería Torres apartarlo?, o, en todo caso, ¿de qué?, ¿de qué no deseaban que se enterase, de habérsele ocurrido asistir a ese otro interrogatorio?, ¿de lo que podía soltar el detenido?

Se sirvió otro café y luego se acomodó en un sillón cerca de una ventana por donde la luz del sol de aquella incipiente mañana esperaba que lo iluminara. Para Billi, debía de tratarse de un evento que se iba a producir hoy viernes. Pensar que eso, aún por pasar, fuese el interrogatorio final referido por Viloria, resultaba absurdo. ¿Qué podía haber en él de particular? Por otro lado, no resultaba tan extraño después de un interrogatorio tan suave, casi de «pana», como el que le habían hecho a Labarca, en el cual solo faltaron el té y las galletas, que ahora quisieran hacerle otro. Lo que le parecía raro a Billi era que quisieran volver a interrogar al detenido después de haber confesado lo que pretendía hacer en Venezuela. Venir ahora con que lo iban a interrogar por última vez no encajaba. Para Billi no había duda de que eso que le dijeron a Ígor fue con la intención de encubrir otro acontecimiento, el que en verdad iba a suceder, y que todo aquello del interrogatorio final solo era para despistar.

Apuró otro sorbo para terminar la taza e hizo un recuento de los hechos conocidos. Los cubanos avisaron, eso es innegable; lo detuvieron en el aeropuerto al pasar por inmigración con un pasaporte falso y confesó; sin embargo, todo lo que ha dicho tanto a la prensa como durante la charla sostenida con los funcionarios, porque eso no fue un verdadero interrogatorio, es intrascendente ¿De quién sería esa idea de que diera declaraciones? Dice venir a Venezuela a analizar el terreno y a determinar las acciones que se pueden llevar a cabo con el propósito de causar disturbios y boicotear el proceso electoral parlamentario del próximo mes, y cuando le preguntan cómo lo va a hacer, el pendejo dice que quemando cauchos o quizá con bombas, poniendo a pelear un partido político con otro de diferente ideología o con el cual no haya afinidad. Confiesa que su jefe es Posada Capriles, pero que no habla con él desde el 97, y cuando le preguntan cómo sabe o cómo está seguro de que las órdenes que recibe a través de un tal Daniel, un supuesto contacto con paradero desconocido, son en verdad de Capriles, el muy idiota responde que lo sabe porque conoce como actúa y piensa su jefe. Si ese tipo era terrorista, concluyó Billi dentro de su ponderación de los hechos, entonces él era cantante de ópera o, en caso contrario, Labarca era un excelente actor y todo lo que habló una gran mentira.

Algo en todo esto no le cuadraba a Billi, sobre todo, después de escuchar la grabación de las declaraciones y de observar en el vídeo la actitud y comportamiento de Labarca con los funcionarios que lo apresaron y lo interrogaron. Si estaban conformes con su declaración, ¿para qué, entonces, otro interrogatorio?, y de no ser así, ¿por qué llamarlo interrogatorio final? ¿Será que lo iban a despachar? Estas y otras dudas rondaban en su cabeza. No podía estar equivocado, la mano de Torres debía estar detrás de esta trama, y si no era la de él, ¿la de quién, entonces?

Se levantó del sillón con intención de darse un baño e ir a la oficina, ya eran las ocho y media pasadas y estaba retrasado. En el camino hablaría con Viloria. Se dispuso a quitarse la sudadera que aún llevaba puesta cuando la música del teléfono móvil que repicaba anunciando una nueva llamada lo hizo apurarse en el momento en que aún tenía la cabeza atrapada por el suéter a medio salir e intentaba deslizarlo por sus brazos en alto. Se había atorado entre su cuello y los codos, así que hizo un esfuerzo para sacárselo de un tirón. Una vez libre buscó, un tanto desorientado, el aparato que seguía sonando desde la mesa de la cocina. Cuando por fin lo alcanzó, pudo escuchar una vez más la voz excitada de Viloria.

—¡Hola, jefe! Le tengo novedades.

—Cuéntame —le dijo Billi.

—Al hombre se lo llevaron a Cuba.

—¡Cómo que se lo llevaron a Cuba! ¿De qué me hablas? ¿Y el interrogatorio?

—Jefe, cuando llegué allí, vi un movimiento sospechoso y le pregunté a Blanco, usted sabe, el amigo mío de la división de «acciones inmediatas».

—Ahórrate los detalles y vete al grano, ¡apúrate carajo! — le replicó Billi.

—Lo que le trataba de decir, jefe, es que el interrogatorio no se efectuó y trasladaron al prisionero al aeropuerto temprano, a eso de las siete. De allí lo embarcaron para La Habana.

—¿No era nuestro prisionero y según los propios cubanos venía a conspirar en Venezuela? ¿Por qué, entonces, se lo entregaron a Cuba? No entiendo nada, Viloria.

—Jefe, después de conocerse lo del pasaporte falso y ver las imágenes del hombre, el G2 se percató de que era el mismo terrorista que causó las explosiones del año 1997 en varios hoteles de La Habana con saldo de varios turistas europeos muertos. Es la razón por la cual lo deportaron.

—Eso, ¿qué significa?, ¿que el interrogatorio final se lo van a hacer en La Habana? —dijo con aquella pequeña caricatura de sonrisa suya, tan característica, que le dio su apodo de Billi cara de Niño y que la costumbre redujo, simplemente, a Billi el Niño—. Averigua si hay alguna otra circunstancia que no sepamos y te vas para la oficina, nos vemos allí. Me temo que esto no termina aquí.

—Entendido, jefe, déjeme ver si no hay más sorpresas.

Iba a tener que hablar con él, esto no fue lo que le prometieron que sería. Es verdad que deseaba dejar la DISIP. Siete años al frente de ese tinglado fue demasiado. Estaba harto de toda esa porquería. Una pequeña agencia investigativa independiente, subordinada solo a la autoridad del Jefe de Estado, nada pomposo como eso de inteligencia y contra inteligencia, con competencia para casos muy especiales donde la seguridad del Estado o del presidente estén o puedan estar comprometidos, lucía adecuada para su plan de retiro gradual de la actividad «policial y del chisme» como le gustaba calificarla.
Por otro lado, esperar a que Torres o quien pusieran a dirigir la AGEBIN, la organización recién creada por Chávez en junio pasado, que dependía de la Vicepresidencia, colaborara al cien por ciento con él y con la nueva estructura que encabezaba desde hacía cuatro meses, todavía sin soporte legal oficial, era ingenuo por no utilizar otro calificativo más crudo y realista. Tenía que pensarlo muy bien antes de mantener una conversación con él.

Colocó el teléfono sobre la mesa y puso la cafetera de nuevo. Se bañaría mientras el café se hacía y así ganaría tiempo. Se había quitado la franela sudada, ya casi seca, y estaba sacándose el pantalón corto tipo tenis, cuando el teléfono volvió a repetir su tono musical dando aviso de otra llamada; salió del baño con paso apurado hacia la cocina y tomó el móvil:

—Jefe, a que no adivina qué ocurrió — era Igor otra vez.

—No, y no estoy para juegos. Dime, que sucede.

—Transmitieron la deportación del hombre por televisión, hace una hora, con la presencia del vicepresidente, del canciller y del ministro del Interior.

—¡Deportación, por TV! Jamás había escuchado una sandez como esa. Vete a la televisora del Estado ahora mismo y pide una copia de la grabación. Te pones recio si te salen con pendejeadas y no te vayas hasta que te la entreguen. Voy a llamar a Izaguirre al Ministerio de Comunicaciones. Me mantienes al tanto.

El borboteo del café subiendo hasta la superficie, le avisó que estaba listo para tomarse. ¡Por fin podría ducharse

***

Eran casi las siete de la mañana del día siguiente cuando llegó a la oficina y no había avances en la gestión de Viloria.

—¡Buenos días, Aurora!

—¡Buenos días, Billi! —le respondió ella.

Aurora, su asistente personal, una mezcla de secretaria ejecutiva con policía administrativa, trabajaba con él desde hacía veinte años y era el único integrante de su equipo que lo llamaba por su nombre; solo cuando había gente delante le decía jefe o comisario. Conocía todos los casos y expedientes donde él había participado y todos sus intríngulis, con una opinión personal en muchos de ellos, que más de una vez hizo refunfuñar a Billi y obligarlo a darle la razón.

—¿Alguna novedad? —pregunto él.

—Llamé dos veces al Ministerio y el ministro no ha llegado, le dejé mensaje con su secretaria para que se comunique contigo urgentemente —le dijo Aurora.

—Sí, a mí tampoco me atiende las llamadas desde ayer; se me está escondiendo. Localiza a Viloria y que te diga cómo va lo de la copia. Ahora que lo pienso, ¿tú no tenías una amiga en el canal de televisión internacional del Estado o era en el otro, en el nacional? —Sí, a Carmen, déjame ver qué puedo hacer, no estoy segura de que aún trabaje allí; tengo meses que no hablo con ella.

—¿Hay café, Aurora?

—Sí, lo hice un poco antes de que llegaras, así que todavía debe estar caliente.

Billi se dirigió hasta el rincón donde estaba la cafetera en la antesala de su oficina y se sirvió una taza; no estaba seguro si era su aroma o, tal vez la cafeína, pero una buena taza de café lo estimulaba a pensar. Desde hacía unos días el caso Labarca lo tenía confundido. No solo le parecía extraño y atípico, por tratarse de un terrorista internacional avezado, el comportamiento del tal Labarca, una vez detenido, con los agentes de la AGEBIN, tanto en gestos y expresiones corporales como en su manera de reaccionar y dar respuesta a las preguntas efectuadas. También lo era el cúmulo de cualidades y aptitudes extraordinarias como las de experto en operaciones de inteligencia, explosivos, sabotaje, acciones de calle, sedición urbana y francotirador consumado, convirtiéndolo en una especie de Rambo centroamericano que los medios, sobre todo los oficiales, le atribuían. Un bagaje que entraba en franca contradicción con lo que había podido observar y deducir de las dos horas y media de vídeos analizados, contentivos del arresto en el aeropuerto Simón Bolívar, reuniones con las autoridades venezolanas, interrogatorios y declaraciones a los medios. ¡Dónde se ha visto que un terrorista clasificado como de alta peligrosidad pueda dar declaraciones a la prensa! ¿Y que no lo hayan tocado ni con el pétalo de una rosa? ¡Algo olía a podrido y no era, precisamente, en Dinamarca!

Al principio, Billi tenía la teoría de que los cubanos le dieron el pitazo a las autoridades venezolanas a sabiendas de quien era el pasajero que venía en el vuelo, una circunstancia que aprovechó el gobierno para revolver la atmósfera política y volcarla contra la oposición al lanzar la insinuación de que el temible terrorista venía a asesinar a varios altos funcionarios, entre ellos, a Chávez. Lo que no tenía Billi aún definido era si lo del magnicidio se trataba de una bola echada a correr desde La Habana para complacer a Chávez o era una sospecha con algún fundamento, proveniente por lo menos de un informante con o sin corroboración. En cualquier caso, una oportunidad que Chávez no desaprovechó al referirse a la captura de Labarca por televisión y asegurar que vino a Venezuela con el único propósito de matarlo; que estaba seguro de ello porque «se lo decía el corazón». Un intento más de magnicidio siempre tiene creyentes y convertirse en víctima levanta sentimientos favorables. Sin embargo, la realidad era que, hasta ahora, de ninguna de las decenas de tentativas anunciadas por el gobierno para asesinar a Chávez había pruebas fehacientes. ¡Qué si lo sabría él!

La voz rasgada de Aurora, llamándolo, se dejaba escuchar del otro lado de la pared. Fue hasta donde estaba ella atendiendo el teléfono fijo.

—¿Qué pasa, Aurora? — preguntó.

—Billi, estoy conversando con Carmen y quiere saber cuál copia necesitas, si la de aquí o la de La Habana.

—¿Cómo? ¿Y cuántas hay? No entiendo —dijo Billi, con perplejidad no disimulada; mientras escuchaba como Aurora hablaba con su amiga.

—Sí, Carmen, necesitamos copia de las dos.

—Que si las vamos a buscar ya, nos las entregan ahora —dijo Aurora, dirigiéndose a Billi—, así que le voy a pedir a Ígor que vaya de inmediato para allá a recibirlas.

***

—Ven cómo no era igual mirar los vídeos originales, sin cortes, aunque estas sean copias, que la edición para el público transmitida en las noticias.

—Jefe, tampoco hay tanta diferencia. La contradicción mayor, la más importante, se puede apreciar, igualmente, en las imágenes mostradas en las noticias; lo que ocurre es que nadie se fija en esos detalles —comentó Escalona.

—Fueron muy descuidados —afirmó Viloria—. Quien vea las dos noticias con un poco de atención y no mucha diferencia de tiempo, se va a dar cuenta de que el avión en el cual embarcaron a Labarca en Venezuela está identificado con sus siglas, mientras el otro el que aterrizó en Cuba no las tiene.

—Es cierto —acordó Billi—, solo que allí se darían cuenta por lo de las siglas, no por lo del tipo de motor. Esto último no se aprecia tan bien en las noticias como en el vídeo. Donde se distingue mejor es en el vídeo cubano; allí se ve el avión completo. Comparando ambas grabaciones, a simple vista, se observa que uno tiene motor de turbina y el otro de aleta.

—La pregunta es, ¿por qué cambiaron de avión y dónde? — dijo Escalona.

—A mí me parece más raro aún que el cambio de avión, esa salida de Labarca de Venezuela esposado, con un casco que le tapa casi la mitad de la cara y un chaleco antibalas como parte del espectáculo y que luego en las imágenes de La Habana, Labarca descienda del avión como un pasajero cualquiera, sin aquellas medidas de seguridad.

—Eso tiene su explicación —aseveró Escalona—, debido a que estaba llegando a Cuba, tierra de libertades, y nadie le iba a disparar. Por eso las medidas de seguridad no le hacían falta —terminó de decir, adornando su chiste con una risita forzada, que ni Billi ni Viloria secundaron.

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