literatura venezolana

de hoy y de siempre

Sin partida de yacimiento (cap. 16)

Luis Barrera Linares

PELIGRO, PELE EL OJO, ALCABALA

Se vive en una pensión casi como en una prisión.

La casera o casero suele imponer unas reglas que casi nunca compaginan con las expectativas de los huéspedes.

Sin embargo, es preciso cumplir con dicho catecismo so pena de perder la opción.

Prohibido comer y beber en las habitaciones.

¡Cero visitas en el cuarto! Nada de bulla.

No ensuciar la poceta con orines ni otros excrementos. Olvídese de llegar más tarde de…

No follarse a las damas de las habitaciones traseras (en las delanteras solo hay varones pero, cuidado, tampoco puedes abusar de ellos).

Ni radios ni otros aparatos de sonido encendidos después de las diez de la noche.

No pronunciar falsos testimonios ni mentir. Tampoco jurar el nombre de Dios en vano.

¡No fornicar!

Poca diferencia hay entre los diez mandamientos de la Iglesia católica (que incitan a desechar cualquier acción humana posible) y las innumerables negativas que te aporta tu anfitrión o anfitriona cuando ingresas en sus predios pensioniles.

Parecen espacios pensados para gente sin partida de yacimiento. Con escasos derechos y muchos deberes.

Uno o dos mínimos catres desvencijados o maltrechas camas y algún escaparate antiguo para colgar la ropa. Humedad y cucarachas. Atmósfera para habitantes en la carraplana.

La urbanización caraqueña donde me estrené como pensionista se llama La Candelaria. Ambiente de prosapia española. Se dice que no es su denominación oficial, pero sí la que le dio la colonia de inmigrantes peninsulares que allí se ha aposentado desde hace muchos años. Lugar facilísimo de resumir contextualmente, al menos para esa época. El centro de Madrid en miniatura: un bar al lado de una pensión, una pensión al lado de un bar, un bar por fuera que al mismo tiempo es pensión por dentro, una pensión con un bar adentro, más pensiones, más bares…

Pequeña habitación, de una gran hilera de ellas, todas mínimas, con techos muy altos y ruido fuerte durante las lluvias. Todo dentro de un caserón antiguo, ubicado, por cierto, muy cerca del liceo donde yo estudiaba. En plena mitad de la cuadra, entre dos esquinas cuyos nombres no dejaban de tener un misterioso atractivo.

—¿Dónde vives?

—En Caracas, de Pele el Ojo a Peligro.

—¡Bicho! Era 1969.

180 bolívares al mes para dos huéspedes.

Una anfitriona gallega con un hijo adolescente recién llegado de aquellas tierras, que también fue inscrito en el mismo liceo y, por el azar (o la edad, nunca lo supe), había caído en la misma sección.

Pero, a pesar de todo, verdadera y nutritiva experiencia es la vida en una de tales casas de vecindad.

Entre obreros, estudiantes, personal de servicio de las tascas de la zona, una que otra dama de noche (siempre ubicada en las habitaciones traseras, por previsión del propietario, a fin de hacer más difíciles las visitas furtivas), y todavía, ya a finales de los sesenta, algún perseguido político que anda huyendo o de la policía o de sus propios compañeros de lucha que lo han execrado y, a veces, hasta condenado a muerte.

Otro rostro de una ciudad que hasta ese momento me resultaba desconocido.

Allí llegué, huyendo ahora de la posibilidad de que mi tía Estela se transformara en mi segunda timópata. No le di tiempo porque, antes de que ocurriera, mi hermano mayor me había conminado a “emprender la retirada”. No obstante, motivada por una “metida de pata” (y de paloma) de él, con quien compartía la primera de tales residencias, hubo de venir la mudanza de una a otra.

Atrás quedaban la gallega refunfuñona y mi condiscípulo. Ahora sería inquilino yo solo.

Aquel desliz sexual con su novia, había obligado a mi compañero de cuarto a regresar a la provincia y afrontar la posibilidad de un posible matrimonio.

El traslado ocurrió muy pronto, hacia las proximidades de otra esquina con nombre significativo: Alcabala. “¡Vaya nombres de esquinas caraqueñas!” pensaba para aquellos días, tratando de combinarlos en una seguidilla que fuera significativa para la lógica provinciana y la cotidianidad del momento:

Peligro, Pele el Ojo, Alcabala. Es decir, si se descuida, pierde.

Y yo caería en la trampa. Me descuidé. Ya lo verán.

Nuevo espacio. En el segundo piso de aquella otra posada más modesta, una pequeña habitación improvisada sobre la azotea, armada con paredes de cartón piedra y un techo de zinc. Más ruidosa aún durante las lluvias, pero también con más atmósfera de libertad.

Casi como estar en la cima.

Solo que mi nueva anfitriona tenía un pequeño pequinés que desde el primer día no dejó de molestarme.

Ladraba insistentemente frente a la puerta de mi nuevo cuarto.

No había pasillos. Para acudir al baño era preciso bajar por las escaleras hasta la planta inferior de la residencia, al lado de la habitación ocupada por el dueño del bar de enfrente, el señor Secundino.

Sin embargo, la paradoja que siempre acompaña al pobre de solemnidad, la independencia de la habitación traería después la necesidad de marcharme de allí también.

Lo cuento en el momento en que debo concluir estas crónicas rescatadas de la memoria.

Eran tiempos difíciles para cualquiera que llegara del interior del país. Época de éxodo desde la provincia, ya bastante empobrecida por las componendas de dos partidos políticos funestos alternándose el gobierno.

La capital era la meca para sobrevivir. El ideal. La salvación ante la debacle. La escasa posibilidad de respiración ante el acoso de la pelazón.

Y así mis amigos seguían llegando desde el interior del país, principalmente desde Trujillo.

Uno de ellos, Ascensión Perdomo, viajó a asentarse prácticamente sobre la nada.

En otro tiempo, su hermano Joel, él y yo, habíamos constituido una especie de inseparable trío durante nuestra pasantía adolescente por Trujillo. También ellos tenían alguna vinculación con el estado Zulia, donde yo había padecido las obsesiones de doña Elodia la Condesa ficcionauta. Su padre se había establecido desde hacía muchos años en la maracaibísima urbanización San Francisco. Y la identidad con el espacio natal de los tres de alguna manera nos había hermanado.

De modo que ahora él llegaba a la capital, igual que había llegado yo, y acudía a mi experiencia en busca de ayuda. Antes de partir, alguien le había indicado las señas de mi nueva dirección.

Esquina de Alcabala.

Allí aparece un día Ascensión, a golpe de seis de la mañana. No tuvo mejor manera de hacerse notar que pegando gritos y silbidos desde la calle, hasta que logró captar mi atención.

Ya en conocimiento de su intempestiva llegada, lo vi desde arriba. Me lució trasnochado y desvalido.

Bajé tan pronto como pude, abrí y lo hice subir a mi habitación.

Llevaba apenas un cambio de vestimenta en una bolsa de supermercado y —según su confesión— muy poco dinero para subsistir los primeros días. Por supuesto que no teníamos idea de dónde podría hospedarse, pero al día siguiente encontró refugio en alguna ranchería. Unos primos o algo así, nunca lo supe, ni tampoco dónde. Creo que hacia una de las subidas que arrancaban desde la avenida que daba al principal camposanto de la ciudad.

No obstante, más de una vez hubo de aparecer Ascensión de nuevo. Y lo hacía a altas horas, once, doce de la noche, para pedirme le permitiera dormir en mi cuarto y no correr el riesgo de llegar hasta donde pernoctaba regularmente.

Por estrictas instrucciones de la dueña del nuevo hospicio, una misteriosa asturiana, únicamente yo y solo yo podría ocupar aquella habitación. Si alguna vez requería recibir visitas debería hacerlo en la acera de la parte anterior de la casa. O en la barra del bar de Secundino.

—No es por nada —me indicó doña Pilarica— pero si se lo permito a uno, se me vuelve esto un atajaperros.

De manera que ya había incurrido yo en una falta al bajar hasta la puerta principal y permitir al compañero subir a mi cuarto varias veces, lavarse y hasta dejar la muda de ropa en mi recinto alquilado. E incluso a veces quedarse a dormir.

A la tercera vez, recibí la advertencia inicial de la casera.

Sin que yo me percatara, doña Pilarica había estado espiando todos mis movimientos. Eso me dijo. El ladrido insistente de su mascota le avisaba cada vez que alguien entraba a la casa.

—Ya lo he visto en varias ocasiones, por eso se lo digo, ¿eh?

Usted debe respetar las normas, ¿comprende?

Primera falta, tarjeta amarilla. Mas nada grave.

Ante la prohibición de entrar como se debía (es decir, por la puerta principal), previo acuerdo con mi compañero, a la siguiente visita acudí a la estratagema fílmica de atar las dos sábanas de mi cama y utilizarlas como cuerda desde mi atalaya a fin de que, ya en horas de oscuridad y penumbra total, Ascensión “ascendiese” y durmiera sobre una manta que acomodábamos en el piso.

Casi un hombre araña.

Igual estrategia utilizábamos para que se marchara muy temprano, a eso de las cinco treinta de la madrugada.

Lo hice quizás unas cinco veces más, hasta que él encontró un puesto de dependiente de una tienda y ya no hubo más necesidad de visitas furtivas.

Pero a su partida aparecerían sucesivamente dos amigos más.

Su hermano Joel y otro referido por este.

Total que me acostumbré a la rutina de lanzar la cuerda hecha de sábanas cada vez que escuchaba el silbidito que habíamos acordado como señal.

Ya me resultaba normal.

Y confieso que tampoco en esos días percibí el pequeño “ojo mágico” de la propietaria, la alcabala por la cual la doña se daba cuenta de cada vez que subía o bajaba alguien por aquella cuerda improvisada. El olfato de su perro me delataba.

Hombre que sube. Peligro. Hombre que baja. Pele el ojo.

Lo estamos vigilando. Alcabala. ¡Uau, uau!

Hasta que llegó el día en que me echaran del lugar.

Confieso que no me molestó la decisión de mi nueva generala sino la razón que esgrimió.

Siempre decente, recta, comedida, la doña proveniente de Taramundi —pequeña aldea rural de la parte norte de Asturias, según me había dicho alguna vez— me citó una tarde a la sala de la casona.

—Quiero hablar con usted hoy cuando llegue del liceo. Antes de irse a su trabajo.

Obviamente, mi mañana de clases fue más que intranquila. No cesaba de preguntarme por qué la señora querría hablar conmigo.

¿De qué? Hasta ese día pensaba que todo andaba muy bien porque no había fallado ni una vez en el pago de la renta.

Al mediodía, ya de regreso, no más abrir yo la puerta, apareció frente a mí la casera. Seria, formal, al lado de su pequeño galgo.

—¡Uau, uau!

—Mejor se lo digo de una vez. Estaré ocupada por la tarde.

—Muy bien, doña Pilarica, eche pa’fuera —intenté bromear— soy suyo porque lo dicta un papel.

No le resultó gracioso. Más bien arrugó el ceño.

Echó a un lado al pequeño pequinés que la fastidiaba lamiéndole las piernas y adoptó una pose sacerdotal.

Habló pausadamente, remarcando sus consonantes peninsulares. Mientras tanto, el perro se había hecho a un lado para comenzar a jalar con su hocico un par de sábanas que reposaban sobre el sofá. Las mismas que en varias ocasiones me habían servido de cuerda de salvamento.

—Usted es un buen chico y admiro su disposición para el trabajo sin abandonar sus estudios en el liceo.

Yo continuaba mudo.

Aún no entendía de qué se trataba.

El fastidioso galgo ya arrastraba las sábanas hacia el piso y se revolcaba sobre ellas.

“¡Coño, ahora mi cama hedionda a perro!”.

Pensé eso sin abrir todavía la boca.

—Ya le vendrán tiempos mejores. Yo sé cuánto se preocupa por su madre…

Me hizo recordar que de vez en cuando le pedía prestado el teléfono para llamar a mamá y ella nunca se había negado. Solo me exigía una pequeña compensación adicional que la ayudara a cubrir la factura telefónica cada fin de mes.

—Pero…

Ya estaba que me mordía las uñas.

—Hable claro, señora Pilar, ya me tiene nervioso…

—Yo prefiero que usted busque para donde mudarse…

¡¿?!

— ¿Qué pasó doña Pilarica? No he dejado de pagarle ni un día…

—No es eso —me interrumpió.

—Es que usted tiene malas costumbres…

—¡¿Cómo es la vaina?! —salté— ¡el que se orina el asiento de la poceta es el señor Secundino, el del cuarto de abajo! ¡Yo no!

—Pero Secundino es un hombre correcto. No hace cochinadas.

No hubiera querido decirle que a mi juicio el canario Secundino era uno de los hombres más descuidados con su persona que yo hubiera conocido jamás.

—¡Nunca se baña! —le grité— ¡ Pasa más de un mes con la misma ropa!

Me observó de arriba abajo con un gesto de conmiseración.

Miró de reojo cómo ahora el pequinés pataleaba para librarse de las sábanas que lo cubrían por completo.

Centró su mirada en mi rostro sobresaltado y se atrevió a decirlo sin miramientos.

Con absoluta firmeza.

—Pero Secundino no es “homosesual”. Eso de estar metiendo hombres en el cuarto a medianoche es peor que no bañarse.

Seguro estoy de que Eloína no hará más que reírse cuando le cuente esta crónica final.

Sin embargo, si su otro yo perverso, es decir, el de la rectora máxima de aquel albergue de expósitos de los primeros tiempos, se hubiera enterado del motivo esgrimido por doña Pilarica para despacharme, seguramente habría exclamado complacida:

—¡Te lo dije, vergajo! ¡Te lo diiije! ¡Camarón que se duerme con otro… gana ascenso a mariscal!

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