literatura venezolana

de hoy y de siempre

Silvia y otros poemas

Hesnor Rivera

Silvia

Las mujeres que me amaron
de seguro han muerto.
Ellas pertenecían a una raza distinta.
La atmósfera de llama necesaria a sus cuerpos
desapareció una noche con los astros.
Y sólo pueden ahora reposar sus cabelleras
sobre la ilusión del resplandor sagrado
que es la lejanía.

En el tiempo del sol
yo podía reconocerlas
por el solo movimiento de sus sombras.
Entonces me invadía el ímpetu
de correr descalzo sobre el agua transparente.

Y eras tú Silvia
—nada más que tu mirada mágica
quien lograba abrillantar la arena
donde me tendía para huir de la noche.
Eras tú quien al pasar hacía
recobrar su juventud llameante a cada parque.
Y al abandonarnos al embrujo de las calles más altas
frente a las ventanas oscuras
eras tú quien invocaba y ponía a nuestros pies
los habitantes de la sombra.

Una noche enterraste en el césped una perla.
Fue en homenaje a los hermosos días de diciembre.
Y cuando percibiste la presencia
de los vagabundos que espiaban nuestra ofrenda
postergaste el nacimiento del árbol que nos uniría.
Desvaneciste la posible rosa
cuyo aroma igualaría en peso
y consistencia nuestra sangre.

Porque a partir de entonces
—a partir de aquel gesto—
tú me hubieras ayudado a salvar
esta doble apariencia que nos aprisiona.
Este doble llamado que nos requiere a un tiempo
y nos deja inmóviles en el mundo
vacío de sus diferencias.

Después vi en tu rostro por primera vez el llanto.
Vi en tus manos las piedras que arrojaste a la noche:
¡El mundo estaba solo!
Me hablaste de los seres desaparecidos.
De los mares desaparecidos.
De cierta estrella como única mansión
en donde muerte vida amor odio
eran hechos que lograban apenas
amenizar la caída de una tarde.
Y fuimos desde entonces fantasmas
—nada más que fantasmas.
Tú me amaste Silvia. Yo amé en tí el desafío
a la sombra que se antepone al bosque.
El desafío al bosque que se antepone al cielo.
Nos amamos y era allí en el amor donde comenzaría
esta desaparición que nos anula.

El amor en mis manos es una fuerza
que distancia las cosas que acaricia.

Tú habrás desaparecido. Estarás en tu raza
—en tu astro donde sopla la llama.
Sin embargo sé que existes aún. Sé que existes.
He vuelto a contemplar los árboles.
A palpar las flores.
He caminado mucho porque un día
lo sé bien —en un mar que no conozco
en la gran lejanía hecha como está de arena azul
de pequeñas piedras y frutos que han caído
—en un amanecer fuera de tiempo he de verte
he de oírte cantar desde tu vida.

Sé que existes. Y un día serás tú Silvia
—nada más que tu mirada mágica
quien logre abrillantar la arena
dolorosa que me hago.
Quien haga recobrar su juventud llameante
al parque más antiguo del mundo que ahora soy.

De lo contrario sabrás que soy del mundo
y habré de maldecirte y estaré llorando
porque el odio me entregará a la noche que me llama
para nutrir conmigo sus túneles hambrientos.

 

Para ser más humanos

La poesía siempre
es otra cosa.

Es la ventana –por lo menos
lo fue hasta hace poco–
que se derrama desde el frente
de mi casa hasta el lago.
Y enseguida deja de ser
las diez mil torres petroleras
y el brillo de los peces
que dan saltos mortales
cuando el viento casi inmóvil
sale de la alcoba donde el sol
duerme aún junto al alba.

La poesía sigue de largo
porque ya la poesía es otra cosa.

Por eso la belleza
–la del porvenir sobre todo–
será huella pasada. Será
eternamente pretérito
que se renueva libremente
sin pausas de este lado o del otro
de la superficie del tiempo
perdido entre las altas briznas
azules de sus propias lluvias.

La poesía baja ahora
de los árboles de oro
que alimentan las ruinas
y las humaredas muy vivas
del gran reino de antaño.
Pasa ahora por encima
de la transparencia del cielo
y se vuelve para alborotar
de nuevo con sus manos de duende
la cabellera de acertijos
de los milagros y la magia.

Vuela y entra de inmediato
por la misma ventana
que cae de espaldas.
La poesía deja de ser la casa
para ser la casa por eso.
Y desaparece y cobra
sin moverse la velocidad
perfumada del fuego
que destruye sus propias formas.
Y se bebe y sopla las palabras
previas al comienzo
de los resplandores inútiles.
La poesía siempre
es otra cosa.

Y es ordenada a cada paso
sin ton ni son por el azar
más íntimo y por tanto certero
–o por las circunstancias comunes
para que las imágenes
sean a todas horas libres–
sean en cualquier parte
la oscuridad y la duda
que nos apasionan hasta el vértigo
y nos hacen por pálpitos o a ciegas
cada vez más humanos.

 

La casa de Machiques

La soledad que nace ahora
–y por eso da vueltas
de animal pequeño
alrededor de mi sombra–
sabrá discernir
todas las cosas
relativas al tiempo
incluidos los cambios
de su piel y sus máscaras.

Desde ese alucinante dominio
puedo ver y palpar
y hasta oler los aromas
del cielo siempre rojo
pero bastante bajo
que remueve sin descanso
la atmósfera de la casa
de Dulvie –la adivina
más joven de las que fabrican
las flores y la miel del árbol
donde el sol come en la noche.

¿Es alguna montaña? preguntan
los suspicaces profesores
de las secas teorías
sobre el fin de este mundo
que ha logrado mantener intacto
el misterio de su bello desorden.

Ahora mismo Dulvie levanta
un puñado de agua
tomado de la cabellera
de un arroyo muy viejo
–perdió la transparencia
de tanto que lo han visto a fondo.
De ese modo la joven
adivina traza el curso
de los laberintos orgánicos.
De los cataclismos domésticos
y el amor y las puertas
y las paredes y el patio
desde donde la ciudad
echó a volar los pájaros.
Los caimanes de plumaje dorado.
Las piedras de mineral en llamas
aptas para construir volcanes.

Echó a volar los sonidos
de la madera con que se arman
navíos para que nazcan islas
alrededor de todos los océanos.

La casa de Dulvie
en Machiques tiene
naturalmente ventanas.
Allí las soledades nuevas
reclaman sus melenas solares
y entran al cuarto de los sueños
donde no hay más soledades.

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