Por: Carlos Yusti
“Visiones a base de hongos, / a base de ojos de serpientes”. Estos son los versos iniciales del poema “Visa hacia los astros”, del poeta Rafael José Muñoz. Versos de una belleza anómala y que proporcionan la dimensión de un poeta al que han tratado de meterlo, con calzador, en la legión de los poetas malditos. Que han pretendido convertirlo en un adalid de la lucha revolucionaria. No obstante es un poeta (en mayúscula) que se resiste al tópico cultural o político, que se aleja de las etiquetas sumarias y de la crítica acartonada de la academia.
Rafael José Muñoz dejó en el equipaje de sus días la inspiración y se fijó como ocupación girar sobre sí mismo como un astro, luego dobló en el callejón donde el sol arde en un solo sentido y terminó por escribir poemas saltándose todas las fisuras del alma, todas las ortografías y las reglas del lenguaje escrito, tan desprovisto de ángeles, tan desnudo de galaxias e infinitos. Fue al encuentro de fórmulas matemáticas y estelares que algunos han confundido con metáforas, cuando en verdad escribía desde ese escapismo del sonámbulo, desde esa inestabilidad del equilibrista nocturno que sueña dentro del sueño de otro y desaparece por el alambre tenso de la vigilia. No es fortuito que el escritor e investigador Diego Rojas Ajmad lo incluya en ese selecto grupo de raros: “Alrededor de la llamada literatura venezolana revolotean algunos escritores periféricos, transgresores de la norma y cuyas propuestas de escritura resquebrajan gustos y concepciones preestablecidas. Entre ellos, podríamos incluir a Rafael José Muñoz (1928-1981) y su desvariada poesía impregnada de esoterismo y fórmulas matemáticas; a Raúl Chuecos Picón (1891-1937) y Pedro María Patrizi (1900-1949), con sus inusitadas insolencias y temas escabrosos de prostitutas y enfermedades venéreas en la pacata Mérida de principios del siglo XX; a Emira Rodríguez (1929-2017) y su experimentalismo casi al borde de la locura y a Salustio González Rincones (1886-1933) y sus naturalezas transfiguradas, dichas en una cadencia que se asemeja a los modernos ritmos urbanos del rap y el hip hop”.
En realidad más que poeta fue un gran escapista. Primero quiso escapar de las camisas de fuerza, de los electroshocks y de la locura jamás diagnosticada. Después trató de evadirse de esas jaulas que designan como poemas. Quería liberarse de un lenguaje que le apretaba en el cuerpo como si de cadenas se tratara. Luego fue jugarse la vida en la militancia política, que es algo así como un evasión suicida, y al final fue quedar atrapado en la botella, terminar recluido en esa espantosa estancia de vidrio con el delirio alcohólico empañándolo todo y la escritura en la punta de los dedos como un delirio carcomido de soles.
El mejor texto sobre este poeta sin paragón ha sido escrito por su hijo, Boris Muñoz. La crónica “Rafael José Muñoz, un poeta en el eclipse”, ofrece datos sobre el hombre alcanzado por su circunstancia y sobre el poeta combatiendo con sus demonios particulares. Una crónica que va más allá de una evocación/devoción por el padre (o por el poeta) para convertirse en un sutil ejercicio de humanidad por el arte de la palabra poética y su trágico ejecutante. Es el retrato de un poeta desplazado hacia la tragedia, pero con el semblante y el pulso firme que sólo es capaz de brindar la poesía. Crónica escrita desde la sensibilidad del recuerdo y que tantea aspectos de una vida, que indaga en la peripecia militante de un individuo mezclado con sus visiones íntimas de la sociedad. Sobre uno de los libros emblemáticos del poeta, Boris Muñoz acota: “El círculo de los 3 soles (Editorial Zona Franca, 1969), compuesto entre 1964 y 1968, un volumen de más de quinientas páginas con poemas que van de unas pocas líneas hasta trabajos de varias secciones con muchas páginas. Algunos están escritos en prosa y otros en largos bloques o en aforismos de pocas líneas. Algunos muestran un denso desarrollo y otros son ráfagas o pensamientos confusos. Hay un afluente caracterizado por ficciones matemáticas formuladas en ecuaciones inconcebibles. Hay parábolas que versan sobre dimensiones del tiempo y el espacio expresadas en genealogías inalcanzables para la experiencia humana de un solo hombre y que, sin embargo, son ‘vividas’ por la voz poética”.
La poesía de Rafael José Muñoz ha resultado incómoda para el canon literario estándar; de allí que críticos y hagiógrafos busquen darle un contorno de similitud con la poesía de César Vallejo; aunque el poeta haya postulado que sus poemas tenían una procedencia menos común y prosaica. Eran como dictados desde esa línea lejana del ser. Desde ese paisaje recóndito del alma traspapelada con el paisaje.
El poema no se amolda a los parámetros de escritura establecida y en ocasiones es como la perspectiva delirante de un genio en las cuales números y operaciones matemáticas son un lenguaje en sí mismo, una poética que utiliza otras formas de expresión cuando las palabras habituales dejan de funcionar. El poema se convierte así en un aparato, especie de artefacto metafísico y onírico, el cual adquiere movimiento con el engranaje sonoro de los números.
El poeta también escribió algunos textos en prosa que están dispersos en algunas revistas literarias. Sus escritos sobre el trabajo poético de otros poetas se mantienen con pulso firme en la coherencia. No obstante en algunos otros textos en prosa se desentiende de la gramática y desata la imaginación hasta sus extremos. En su texto “Mis contactos con Estuloca”, recuperado y difundido en su blog por el escritor Richard Montenegro, fue redactado al parecer en diciembre del año 1971 y luego publicado en la Revista Nacional de Cultura (mayo-junio-julio de 1972, números 206-207-208). Dicho escrito puede leerse como un cuento; o en todo caso como una prosa poética bastante alejada del molde tradicional. Richard Montenegro lo ubica como un relato de ciencia ficción; lo cierto es que allí están todos los componentes creativos del Muñoz poeta y en algunos fragmentos se pueden leer cuestiones como esta:
Despierto a las cinco de la mañana. El cielo está gris, rímbido, monótono. Del norte baja la brisa como envuelta en perfumes de mos, en bálsamos de sen. De pronto me digo: Tienes que construir una máquina que te lleve al cielo. La construyo y voy al cielo. He aquí la descripción del viaje. (…) Hacia el sur, sobre un firmamento rodeado de cenizas, los rostros de dos arcángeles que viajan entre nubes en vehículos de potencias esplendorosas, a los arafines, que nos envían una piedra de malaquita, una piedra fina y delgada que conoce de los poderes de resurrección; veo una forma de trono, un pedestal donde está sentado un señor, un viejo en un umbral majestuoso; veo un león de lino, cubierto con criznes de trigo y adornado con ojos de esmeraldas; veo una tempestad que se acerca, como queriendo derramar cataratas sobre la nave en que viajo; pero me pierdo, me remonto en las nubes y disipo la ilusión de los que se creen capaces de interrumpir mi viaje.
En el texto el poeta Muñoz relata un singular viaje astral. En él recurre a fórmulas, números, palabras extrañas y visiones con ese tono que recuerda bastante las descritas en el Libro de Enoc, o las apariciones de las que da cuenta en la Biblia el profeta Ezequiel.
Al final el poeta Rafael José Muñoz dejó todos sus aperos de lucha y se quedó en el intrincado terreno de la poesía. Se quedó a solas con la escritura, aferrado a ese “hilo de tinta” para seguir latiendo en este mundo a través de su escritura. También siguió librando esa desigual batalla contra el alcohol. Boris Muñoz escribe:
Poco a poco, dejó de ser un hombre activo, enérgico y callejero. Renunció a frecuentar los bares de Sabana Grande para quedarse bebiendo, leyendo y escribiendo en casa. A la vez, adoptaba rituales y pasatiempos paradójicos, como hacer el desayuno los domingos o jugar a las adivinanzas con las canciones de salsa y la música clásica de la radio. Hoy me parece increíble que la melancolía que se lo tragaba no fuera suficiente para derribarlo por completo y hacerlo abandonar la escritura, a la que se aferraba con celo. Consumía diariamente un litro de ron y, arropado por el vapor etílico, se sentaba frente a la máquina. Una vez que empezaba a teclear sólo tomaba las pausas que le dictaba la respiración, como si escribir poemas y artículos lo mantuviera unido al mundo por un hilo de tinta.
El poeta se inventa su estilo con la poesía que escribe. Es como un traje que se coloca, es algo así como una armadura para enfrentar esa contienda que se llama vivir. El único recurso que le queda es blandir el poema en mitad de la oscuridad para defenderse de su propia sombra, de esos demonios oscuros que se alimentan de la luz del poema. Al leer los poemas de Rafael José Muñoz asistimos a un espectáculo donde la belleza y lo suicida se entrelazan. El lector asiste a esa ecuación donde él también es sólo un número, un signo, una palabra sin sentido en ese batallar de astros llamada metáfora. Quizás Muñoz llegó a ese territorio de alejamiento, de un estar al margen para encontrarse a solas con las palabras hasta moldearlas a su antojo, y resulta clave lo escrito por Miguel Ángel Campos: “Es el artista asocial en su faceta psiquiátrica, todo lo cual lo aleja de la cultura como herencia y lo arrastra hasta su dimensión más solitaria, íngrimo ante el cosmos; de allí viene y ante su percepción estalla en mudez, suprema belleza o suprema evasión”.
Cada poeta busca huir, cada hombre busca escapar cuando se acaba la épica, cuando termina toda tentativa heroica. Convertirse en un vagabundo, en un fantasma viajero clavado en el mismo sitio y aferrado a esos objetos tan inútiles como las palabras. Su propuesta poética es válida debido a que se atreve a dotar a la palabra poética de nuevos poderes comunicacionales explorando otras fuentes. Miguel Ángel Campos ha escrito:
Muñoz explora las fuentes irracionales, oníricas de la poesía, lo hace acopiando hacia este lado, transportando hasta la experiencia y la vida sensible los misterios de una dimensión fuera de toda interlocución; alternativamente extrae orden y caos. Arrojado (o donado) a la literatura venezolana, escasa de arrobamiento y tal vez muy pública y agnóstica, en una acción de simpatía, este autor introduce una ruptura en la valoración del proceso literario. Dominado por visiones aunque no sea un visionario (y esta caracterización es un ajuste definitivo de Liscano, el mejor conocedor en su momento de cuanto Muñoz trajo a escena), los aportes a la génesis de la fisiología del acto creador, a su dinámica estructural, no son en absoluto desdeñables.
Uno de los grandes defectos que le asignan los comentadores de página cultural a la poesía de Muñoz es el empleo de palabras con un significado dudoso (o sin significado alguno). Esto, como es lógico, los lleva a compararlo con César Vallejo, y aunque existen buenos puntos de contactos la poética de Muñoz aborda el lenguaje desde el delirio. Además en los poemas de Muñoz parece importar menos el significado que el lector pueda obtener que esa tensión de nervios, que ese crujir del sueño que el poema va estructurando. El poema es a pesar de las palabras empleadas, o como lo ha escrito Josu Landa: “Lo que sucede es que el texto poético menciona accidentalmente palabras, profiere y plasma vocablos con una proyección hacia algo que está más allá de lo significativo”.
A mí me gusta tener a Rafael José Muñoz como un poeta sin proyecto. Un poeta adherido a lo etéreo. En vida estuvo fuera de foco, estuvo en el revés de las cosas, en un mundo alterno en donde la poesía es un extraño espectáculo para sonámbulos. Eso escrito por Ramón del Valle-Inclán le va: “El verbo de los poetas, como el de los santos, no requiere descifrarse por gramática para mover las almas. Su esencia es el milagro musical”.
(Tomado de: https://letralia.com)
Otros datos
Rafael José Muñoz (Guanape, Anzoátegui: 1928 – 1981). Su infancia transcurrió en espacios rurales, trabajando como peón agrícola; luego se desempeñó como tendero en Puerto Píritu, y también fue maestro rural en San Diego de los Altos. Fue colaborador en diversas revistas y diarios, como Élite, Lírica Hispana, Shell, El farol, Revista Nacional de Cultura, Zona Franca. Miembro fundador del grupo Cantaclaro. Obra: Selección poética (1952), Los pasos de la muerte (1953), El círculo de los tres soles (1968), En un monte de Rubio (1979), Doña Piedad y las flores (1981), Sonetos para Zoila Carolina (1982).