literatura venezolana

de hoy y de siempre

Poemas de José Ramón Heredia

Poema de las cosas y las voces sencillas

Yo no sé si vosotros, amigos, alguna vez en las noches de cielos metálicos

y estrellas límpidas y luna derramada,

habéis subido a las altas azoteas donde duerme el olvido de las casas, entre cuerdas y alambres tendidos como abstrusas telegrafías

y lavadas colgantes ropas —entre las cuales las camisas, sin su caliente corazón,

hacen signos y ademanes vacíos, mutilados e inexpresivos—y uno que otro trasto viejo de silenciosa y estática ruindad que cobran como humano dolor y triste resignación de abandonados,

(por ejemplo —aquí—, una cama nupcial con su historia de amores y de sueños

y sus resortes, antes de deleitoso hundirse, desatados y rotos y una pata inválida que la hace inclinar de costado como navío destimonado

o como nido descendido y tirado a un lado sin calor y sin vida)

y alguna aljofaina con el agua olvidada en el fondo, a donde baja la luna

y se hace humilde, casera y cotidiana como una paloma aclocada,

y se muestra tan sumisa y cercana que la vemos en trance de poder llevárnosla dentro

y guardarla en nuestra alcoba como una gran flor nocturna.

Yo no sé si vosotros habéis llegado hasta allí, desterrados de los espejos,

de los mullidos sofás y las lámparas de rosada pantalla, fugitivos del radio y del libro aplazado

y os habéis acodado en el muro y puesto a mirar la ciudad por arriba y por dentro

en su geografía de tejados, de terrazas, de torres, de balcones y cúpulas,

de rascacielos alucinados con sus cientos de ventanas abiertas a la noche;

en su jardinería de luces titilantes, de semáforos y avisos luminosos

parpadeando intermitentemente sus mágicos colores.

Yo no sé si habéis visto entonces cruzar por las entrañas de las casas,

por las galerías, por los balcones descubiertos y las ventanas desprevenidas,

mujeres presurosas de extraños y despreocupados quehaceres,

con movimiento de sombras esmeriladas o de siluetas de antiguas linternas mágicas;

y si habéis oído variados y familiares ruidos,

entre los que no falta el rumor sibilante del grifo de agua abierto y detenido,

el chirrido de los escaparates que echan afuera sus guardadas galas nocturnas,

la catarata tintineante de tenedores y cuchillos precipitados, y el canto de campana de la sartén golpeada para su doméstico brillo del día siguiente.

Yo no sé si habéis mirado desde allí, aéreos y atalayantes, hacia abajo,

hacia las calles que corren como ríos de luz,

y visto pasar los automóviles en largas colas, como gigantescos coleópteros,

en cuyos dorsos metálicos se quiebran las luces en caprichosos reflejos,

y los tranvías con sus cargas humanas engalanadas y alegres y sus perchas rozando los cables y haciendo saltar de ellos a intervalos

luminosos meteoros y cometas de fugaz parábola que mueren con su azul relámpago,

y gentes que van y vienen buscando afanosamente su pedazo de noche aventurera.

Yo no sé si vosotros habéis visto y oído todo eso, como yo ahora solitario y absorto.

Dejo vagar mi vista por la ciudad tendida, la detengo en un punto y digo:

aquella es la Estación del Este,

de donde parten en la mañana los trenes musicales corriendo hacia la aurora

y adonde regresan en el crepúsculo, todos encendidos del rojizo cobre del sol poniente,

con sus alegres pitos y sus humos y su olor a alquitrán y su pasaje de día de vacaciones.

Y aquella otra (la que más nos inquieta) es la de los trenes que parten hacia el mar,

hacia los anchos puertos convergidos de invitadoras rutas.

Y aquél es el hipódromo, donde sueltan sus nervios los caballos en su galope elíptico.

Y ese otro el aeropuerto, del que despegan como palomas mensajeras los aviones

para su ancha aventura de viento y cielo y nubes y espejismos.

Y aquel resplandor rojo que incendia el horizonte es el Coney Island,

bullente y bullicioso con sus caballitos y su música antigua y su rueda de vértigos y su montaña rusa, y su humilde secreto de tornarnos pueriles.

Y aquella mancha verde de árboles copudos y de enlunados pinos es el gran parque,

por donde debe andar ahora la luna deshilvanando sus blancos algodones

sobre las huellas de los niños que esta tarde fatigaron su alegría candorosa.

Y aquellas son las torres de radio, con sus estrellas rojas en la punta,

por donde pasa el mundo hecho sonido y música en un minuto de ondas milagrosas.

Y aquella es la chimenea de una gran fábrica, que todavía fuma su retrasada pipa,

y su humo, gris y lento, me guía la mirada hacia el espacio abierto.

Y veo colgar del cielo la noche innumerable, misteriosa y solemne corno la eternidad.

Me embarga entonces un misticismo cósmico y un viento sideral sopla sobre mis sienes.

Súmome como en un éxtasis de abismos azules y de constelaciones fulgurantes.

Se me dilata el alma como un aire ligero, o como un perfume de su vaso escapado.

Ingrávido me siento y corno desprendido del terrestre calor, del humano coloquio,

sumado al Universo, diluido en el Cosmos magnífico y grandioso.

Allá está la Osa Mayor (digo ahora); allá la Cruz del Sur relumbrante y suspensa.

Orión caminadora, El Toro, la Corona, la brillante Cabellera de Berenice.

Allá está la estrella Polar vigilante y eterna sobre la cabeza del mundo;

allá está la flor azulosa de Sirio, fulgurando su inmarcesible autógeno;

allá va la Vía Láctea, río celeste donde hierven los mundos como en el mar los peces.

Sólo átomo es la tierra. Sólo grano de arena. Partícula. Mentira. Germen de polvo. Nada.

La inmensidad nos hace perder en sus océanos, su incomprensible enigma despliega el infinito.

¿Qué se hizo mi tibio mundo, con sus mares azules, sus grandes continentes;

sus islas con palmeras, exuberante flora, y pájaros y ciervos; sus países donde los pueblos viven, luchan, trabajan, sufren, y se alegran y cantan;

sus ciudades de ensueño y de placeres; sus puertos de ida y vuelta?

¿Dónde están mis amigos con sus buenas palabras, con su pan, con su vino, sus cigarros cordiales;

mis mujeres amadas, con sus ojos profundos, sus cabelleras frescas, sus amorosas manos,

sus labios perfumados, y esa sabiduría de embellecer las horas;

mi alcoba con mi lecho abrigador, puerto de mis cansancios con su barca de sueño;

mis libros, mis papeles, mi lápiz fugitivo, juguetón y maligno;

mis espadas antiguas, mi bastón y pistola, mi clavel cotidiano, mi corbata celeste,

mi atrevido sombrero de las 12 meridiem, mis sencillos zapatos inquietos y andariegos,

con su forma tan mía, sus herrados tacones y su polvo terrestre?

Una música gira en su dulce aire, desenvuelve sus ondas y sube de la tierra,

de esta tierra de la sangre y el pulso, del reloj y el cuadrado, amorosa y caliente;

de la ciudad tendida bajo el cielo, de la calle corriendo hacia su ocaso,

y quizás de esta casa con su azotea elevada.

Vuelvo ahora a mirar la ciudad y en ella los colores en que se enciende el lienzo.

Una mujer que surge de su recreada piedra me hace un signo hondo y mudo.

Como lluvia celeste empieza blandamente a gotear el poema.

Sé entonces que existimos, que somos verdad cierta, sustancia ilimitada,

parte precisa, exacta, del Cosmos infinito,

acorde imprescindible de la gran sinfonía que se mueve bajo la varilla de Dios.

 

Mi poema a los niños muertos en la guerra de España

a Vicente Gerbasi

Como si cayesen podridas todas las estrellas,
como si asquerosos insectos deshojasen todas las flores,
como si peludas manos retorcieran las gargantas de todos
los pájaros,

como si fuesen machacadas todas las hormigas,
y arrancados los ojos de todos los munecos.

 

Como si quedaran sin alas todas las abejas,

como si fuesen devorados todos los peces,

como si fuesen triturados todos los caracoles,

como si rabiosos hacheros derribasen todos los árboles,

y se apagasen todas las canciones

y se quedara mudo el mundo.

 

Como si en absurdos almanaques fuesen borradas todas

las Navidades,
como si se incendiaran todos los arbolitos,
y se perdiera el Tio Nicolás,
y se quedaran solos, tristemente solos,
debajo de las cunas vacías, todos los zapatitos.

 

Ah! entre terrones y cenizas y hediondos humos, están éllos!

sin bombones, sin mieles, sin teteros,

ni estampas, ni barajas, ni pelotas, ni azules bombas,

ni inconexas palabras—tan conexas!—

sin violines de llantos y de risas,

junto a caballitos despanzurrados,

munecos mutilados y desesperadas madres

que desflecan en el viento angustiado su doloroso grito.

 

Que un pedazo de noche se nos cuaje en los ojos,
que pesadas cortinas nos tumben la mirada,
que anchas puertas de piorno se cierren tras nosotros,
que algodones de muerte nos tapen los oídos,
para no ver ni oír ese romperse de alas inaudito,
ese abatirse de ángeles

bajo cielos atónitos y estupefactas lunas doloridas.

 

Que no les veamos nunca las caras, ¡No, Dios mio!
signadas de alacranes y murciélagos,
a esos trituradores de huesos,
que con furiosas unas retorcidas

arañan a la tierra reseca, que les salta a los ojos inyectados,

que chirrían sus desesperadas mandíbulas,

y con anchos carrillos soplan frío sobre el mundo.

 

Oh! no, Dios mio! déjanos lejos, lejos!

con este viento helado sobre el pecho,

y esta piedra metida en la garganta,

llorar por los idiomas de azúcar ya perdidos,

llorar por las violetas arrancadas,

llorar por tantas cuerdas destrozadas,

llorar por todo aquello, roto, irremediablemente roto.

Déjanos, Dios mio, entre bosques de pinos,

diciendo para éllos

bajo estrellas humildes nuestros himnos.

 Sobre el autor

*Crédito de la foto: Yuri Valecillo

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