literatura venezolana

de hoy y de siempre

Una pregunta “técnica”: ¿Para qué sirve la literatura?

Abr 19, 2023

Gustavo Luis Carrera

En una época de tan extraordinario desarrollo tecnológico como la actual, la pregunta que antecede no parece inútil y rebuscada. Por lo menos la posible respuesta no resulta obvia para múltiples mentes “tecnificadas” que rigen buena parte de los destinos materiales y administrativos de nuestra organización social presente. De otro lado, es fácil oír a estudiantes de secundaria de alta vocación “técnica”, hacer la pregunta al profesor de la materia o lanzar la cuestión al aire, entre los compañeros, en tono despectivo: “¿para qué sirve la literatura?” Asimismo se preguntan para qué sirven las disciplinas humanísticas o artísticas en general; tanto en su sentido profesional como de artículo de consumo. En el caso de la literatura, la interrogante se diversificaría así: ¿Para qué leer literatura? ¿Para qué estudiar literatura? En cambio, las ciencias y las técnicas en general parecen ofrecerles respuestas precisas y estimulantes en el caso de tales preguntas. Hay una directa función práctica, hay un uso, una aplicación de inmediato creadora y justificada. Pero en cambio: ¿Para qué sirve la literatura?

No cabe duda de que trata de una pregunta espinosa, inquietante. Con toda seguridad los profesores la toman como un enojoso afán de molestar de parte de adolescentes deformados o ignaros, y les contestan en pocas palabras cortantes, o aparentan desdeñar el planteamiento cuya respuesta se les antoja obvia y lo dejan pasar, sin detenerse a ninguna consideración interna, con un gesto de indiferencia. En otros casos el profesor desprevenido que de buena fe intente la respuesta adecuada deberá, repentinamente, recurrir a nerviosos esfuerzos para dar con términos de contestación de alguna objetividad concreta. Y es que en verdad es una pregunta-infinito, una trampa sin fondo. Pero, allí sigue, “técnicamente” planteada: ¿Para qué sirve la literatura? Y no hay más remedio que buscar el modo de encararla.

De antemano es necesario dejar de lado las respuestas directas o naturales: la literatura sirve para hacerla, enseñarla, entenderla; es decir, las soluciones ofrecidas por el escritor, el lector, el estudioso, el profesor y el editor y el librero. O sea de aquellos que en cierto modo viven en o de la literatura. Y no porque estas respuestas no sean válidas -por el contrario, son seguramente las más sinceras y vigorosas—, sino porque su rígido enunciado presupone una serie de antecedentes y afinidades que no todo el mundo posee y sobre todo si se piensa en las mentes “técnicas”, la ineficacia de la contestación espontánea parece total. Como ejemplo puede imaginarse que a la respuesta: “la literatura sirve para leerla”, seguirá la segunda pregunta: ¿Y para qué sirve leer literatura?”, y así irán surgiendo réplicas y contrarréplicas en sucesión interminable. En suma, que no hay más remedio que tratar de aproximarse a los aspectos esenciales de la cuestión aun a sabiendas de la vastedad y los espejismos que la caracterizan y enrevesan. En fin, por lo menos una línea de búsqueda puede llegar a trazado firme. Una vía inicial bien correspondería al concepto de la literatura como peculiar manera de expresión, como medio elevado de aprehensión de realidades, como forma de conocimiento.

Una forma de conocimiento

Las necesidades del hombre de conocerse a sí mismo y la realidad circundante encuentran fuentes de satisfacción en los modos de conocimiento. Dentro de este conjunto de instrumentos destinados a aprehender realidades que inquietan -pregunta, obstáculo, estímulo al hombre encuentra lugar la literatura -al igual que las artes en general- como una forma de conocimiento que revela asuntos diferentes de los correspondientes a otros métodos de conocimiento, como las ciencias y la filosofía. De base, la distinción puede señalarse -al caracterizar a la ciencia como dueña de un método discursivo – por lógico y demostrable- y a la literatura como depositaría de un método expositivo, que presenta y representa. Esta representación literaria -que implica una asimilación y un reflejo interpretativo de las cosas busca la proyección de una verdad, de lo verosímil, a través de una elaboración artística eficaz. Es, en última instancia la verdad literaria -que no es toda la verdad ni la única revelación de la verdad, distinta de la verdad palpable, cronológica y circunstancial de la realidad circundante, y que es una verdad estructurada de acuerdo a una selección y un propósito, para la permanencia de los significados y las formas. En tal sentido, dicha representación literaria revela cualidades que de manera corriente no se perciben en las cosas y que se diferencian de los conocimientos analíticos y concluyentes que proporciona el campo científico. Y ello, fundamentalmente, porque la literatura es vida: hace vivir al hombre en su fisiología y su medio social, lo presenta actuante en su momento histórico, dinamizado en sus perfiles psicológicos y en el mundo de sus ideas. Es el hombre general y particular: el tipo y el caso: la simbología y la concreción. Es la verdad literaria, ambiciosa y admirable que busca cubrir dilatadas zonas de la caracterización esencial —intimidad y comportamiento del hombre. Es un objetivo del arte, que como señala Juan Carlos Portantiero (Realismo y realidad en la narrativa argentina), en su condición de “parte totalizadora del proceso general unitario de apropiación humana de la realidad, debe aspirar a eliminar las parcelaciones, a aprehender ese complejo mundo objetivo y subjetivo, en el que individuos y grupos, sociedad y naturaleza actúan recíprocamente, como una totalidad omnicomprensiva”.

A partir de ese poder de creación de vida de la literatura, precisamente se ha llegado a considerar que su materia no sólo ofrece conocimiento, experiencia sensible y placer estético al buen lector, sino que además suministra elementos de información y estudio de determinadas disciplinas científicas. En la actualidad no resulta nada extraño afirmar que la historia, la psicología y la sociología, por ejemplo, pueden encontrar materiales de provecho directo indirecto en obras literarias. Otro tanto puede destacarse con respecto a la filosofía y el panorama general de las ideas y la cultura. Es evidente que el riguroso concepto determinista de Taine de la literatura como documento directo y totalmente fidedigno de un orden social y espiritual resulta excesivo y sobre todo desfigurador de su índole estética; pero no es menos cierta la exactitud de ese valor relativo antes señalado de la literatura como fuente de representación informativa que puede esclarecer o fundamentar asertos de orden científico o sistemático universal.

En su categoría de forma de conocimiento, la literatura llega a proporcionar la visión más o menos integral de aspectos poco exploradas del mundo sensible e intuitivo del hombre, muchas de cuyas peculiaridades no reseñan las ciencias precisamente por la índole huidiza y no experimental de tales fenómenos. Algunos de ellos apenas comienzan a ser penetrados por la psicología. De igual modo, se hace patente el valor de la literatura como vía de conocimiento del grupo social, tanto por parte del individuo lector como de la sociedad misma. El hombre adquiere noción de su propio medio y el conjunto social o por lo menos buena parte de él aprecia su propio reflejo. En este sentido, y en consideración de la literatura activa, de denuncia social y ansias de superación progresista, se destaca con toda claridad el alcance de la obra literaria como revulsivo para la renovación de las formas organizativas de la sociedad. Sartre (¿Qué es la literatura?) lo dice de forma elemental e idealista: “Por medio de la literatura… la colectividad pasa a la reflexión y a la meditación y adquiere una conciencia turbada y una imagen desequilibrada de sí mismo que trata sin tregua de modificar y mejorar”. Detrás del hecho hay mucho de combate de ideas, de conflicto de clases y de oportunidad política, pero el fenómeno es cierto, a fin de cuentas.

Estas líneas de consideraciones generales van apuntando algunos de los modos de revelación do la literatura como forma de conocimiento. Los puntos esbozados llevan a una constatación provisional: la literatura refleja la vida de las cosas y del hombre (En este caso las cosas pueden asimilarse al concepto de Naturaleza y el hombre implica toda su propia carga objetiva y subjetiva). Pero surge de inmediato una interrogante: ¿en la medida en que la literatura es una forma de conocimiento y por igual una vía de expresión, es también una forma de propaganda?

Expresión y propaganda

De el modo más directo podrían encadenarse las ideas siguientes: como fórmula expresiva, la literatura dice, al decir difunde ideas, al difundir hace propaganda. Pero el asunto es de gran complejidad. Hay que empezar por determinar un sentido concreto a la propaganda en su manifestación literaria (o artística en general, cabría agregar).

Comúnmente se llama literatura de propaganda a la que defiende alguna posición ideológica o manera orgánica de ver las cosas o modo concreto de pensar, que ostente algún determinado rótulo en la historia del pensamiento, ¿Pero es justa esta limitación? En todo caso, ¿no sería también literatura de propaganda la que disemina y auspicia las ideas del autor, aunque ellas no puedan ubicarse en ninguna escuela, corriente o partido clasificado? El proceso viene a ser el mismo: divulgar, en sentido enaltecedor, explícito o implícito, una concepción de la vida. Hay expresión: hay divulgación: hay propaganda. Y cabe aquí una pregunta abierta: ¿puede concebirse una obra literaria de valor y significación que no encierre una concepción de la vida que ella misma abarca?

Parece evidente que toda obra literaria lleva el afán, consciente o inconsciente de base, de conducir al lector a aceptar y compartir un punto de vista, una actitud ante la vida, más allá del puro efecto de emoción estética. Es en el fondo, el inevitable mensaje espiritual (que los esteticistas se empeñan absurdamente en negar) que contiene la obra literaria, como producto de un hombre que busca expresarse, comunicarse. Porque, tal como anota Robert Escarpit (Sociología de la literatura): “Todo escritor en el momento de escribir, tiene un público presente en la conciencia, aunque sólo fuese él mismo. Una cosa no está enteramente dicha sino cuando se dice a alguien”.

En este diálogo, en ese decir- algo para alguien, es donde se patentiza la relación social entre el escritor y el público. Y esa relación toma de inmediato carácter de compromiso. Es un hecho que se ha ido haciendo más intenso y general en nuestra época. Hasta críticos de ideas particularmente reaccionarias como Guillermo Torre (Problemática de la literatura) reconocen que se ha producido de manera definitiva el paso de la literatura “gratuita” a la literatura “responsable”; de la literatura “desprendida” a la “comprometida”. Para explicarse la situación, de Torre señala que ha ocurrido un desplazamiento del “hombre estético” por el “hombre social”, pero esto no es más que determinar de modo apresurada y superficial un fenómeno harto complejo, que requiere estudios y constataciones reposadas; más aún cuando el crítico admite que el propio Spranger, teórico de la cuestión, no se atreve a hacer afirmaciones categóricas al respecto. Así, en esta búsqueda de vías de solución a la pregunta “¿Para qué sirve la literatura?”, surgen dos señalamientos nuevos: la literatura es propaganda y es compromiso. Es necesario, pues, acercarse a estos conceptos.

La propaganda es manifiesta en todas las obras literarias; aunque en determinadas épocas o circunstancias parece más resaltante dicho mensaje divulgado a los cuatro vientos. Bastaría con pensar en violenta enumeración en la literatura romana de la época de Augusto, la difusora y apologética del cristianismo, la humanista del renacimiento, el Teatro Clásico español, la comedia de Moliere, el debate ideológico en el siglo XVIII, la renovación espiritual romántica, el experimento naturalista, el cambio modernista en América, la actual poesía revolucionaria mundial, la joven narrativa de rebeldía y denuncia. ¿Pero en verdad hace falta citar ejemplos? Todo escritor trabaja con palabras y al hacerlo va encadenando significados que responden a una manera peculiar de ver las cosas, y en esa visión particular por fuerza se manifiesta una actitud, una toma de posición. Es absurdo suponer la posibilidad de un reflejo imparcial de la sociedad y del hombre. Esa objetividad ideal se pierde al pasar por la mente y la sensibilidad del propio creador de literatura (o de arte en general). Allí esta, ineludible, necesaria, la propaganda.

Problema aparte lo constituye el compromiso y más aún la conciencia del compromiso. En un sentido general, el compromiso se revelaría en esa misma relación y correspondencia del escritor con su época, su medio, y su propia, defensa de sus ideas con el propósito de difundir puntos de vista dirigidos a provocar reflexión y renovación de la sociedad. Pero una de las formas más extendidas del concepto de compromiso se debe fundamentalmente a Sartre (ob. cit.), a través del supuesto de que el escritor comprometido sabe que la palabra es acción y que revelar es cambiar, por lo tanto el solo hecho de revelar supone el propósito de un cambio. Pero esto es cierto sólo como un punto de partida, no como una actitud total y suficiente.

Hay que saber el cambio que se aspira a impulsar para que la condenación de una realidad siga su consecuente camino evolutivo. Saber adónde se va o se quiere ir, y estar dispuesto a participar en la edificación de ese nuevo estado. Ya que, como observa Portanticro (ob. cit.), el compromiso inconformista, “antiburgués”, abstracto, es incapaz de construir algo distinto de esa sociedad que rechaza; sus bases son sólo esquemas y valoraciones de tipo moral y su “negatividad” es pura, sin proyecciones prácticas. Así, más importante que la existencia del compromiso de hecho inevitable es para el escritor el tener conciencia de ese compromiso y darle carácter dinámico creciente. Y es allí donde juegan papel decisivo las concepciones ideológicas del escritor o su afán de progreso, su amor al pueblo y su nobleza de ideales, le llevarán a adherirse a las causas más justas en defensa de las mayorías populares, que es como decir en defensa de la dignidad y del futuro.

Ya en este punto de las presentes consideraciones de aproximación al tema, podría observarse que ha llegado el momento de hacer referencia al tradicional planteamiento de pretendido carácter antagónico que distingue elementos predominantemente artísticos o ideológicos en cada obra según sus características y propósitos. Es decir, la forma expresiva y la idea trasmitida: el vehículo de penetración y el objeto intelectual: lo dulce y lo útil, en última instancia. En efecto, es tiempo de la referencia.

Lo dulce y lo útil

El asunto es de la más absoluta antigüedad: ya en Horacio se patentiza el concepto de la poesía como “dulce y útil” a un tiempo. Los preceptos renacentistas vigorizan la formulación al proclamar que la poesía deleita enseñando o enseña deleitando. Es un planteamiento dueño de una firme tradición. Nuevos enfoques y enriquecimientos dialécticos de la tesis desde el neoclasismo y el romanticismo hasta nuestros días, revelan su transcendencia y el valor vigentes.

Pero no se trata de una feliz y armoniosa unidad de conceptos. Por el contrario, con frecuencia a lo largo de la historia de la literatura (de la historia de las artes, podría decirse), lo dulce y lo útil se han tomado como términos antitéticos de la más absoluta oposición. Y esta tendencia polar con respecto a la significación de tan profundas esencias de la obra literaria, lleva a considerarlas en sus específicas categorías propias.

Lo dulce va asociado a la forma externa de lo literario y al placer estético que se deriva de su apreciación. También podría asimilarse a más complejas motivaciones placenteras de orden espiritual prevenientes de elementos internos, temáticos o discursivos. Pero en todo caso, siempre encerraría como factor primario la captación y trasmisión del placer. (Hay que aclarar, en seguida, que se trata no de un placer cualquiera, semejante al que proporcionan los sentidos en su alcance más inmediato, sino de un placer de evidente condición superior, cuyo carácter se representa del modo más sublime en la denominación de “placer estético”). Lo dulce vendría a ser lo placentero, captable de modo sensorial y anímico, pero sin un verdadero proceso de aprehensión de enseñanzas y sistemas de pensamientos.

Lo útil de otra parte, sería lo que se aprende, lo que se capta con posibilidades de enriquecer la experiencia y el conocimiento propios. (Igualmente aquí cabe precisar que esa enseñanza humana y cultural se diferencia por completo de la instrucción directa y normativa, de ordenamiento académico, que pueden proporcionar los libros de textos. Es un fenómeno muy amplio de traspaso de actitudes y visiones ante y de la vida, que no se rige por simples propósitos didácticos finalistas, sino que persigue compenetraciones emotivas e intelectuales previas a toda sugerencia ideológica). Correspondería a lo útil la parte aprovechable de toda lectura en un sentido humano, social y cultural práctico, de posible aplicación como bagaje intelectual o como principio rector para la vida en sociedad y sus forzosos procesos evolutivos. Es decir, en suma, como instrumento vital para el hombre en sí y para su ubicación social.

¿Pero se justifica esta supuesta antítesis? ¿Cómo se manifiesta el problema de acercar los dos pretendidos extremos? Si se aproximan los conceptos de lo dulce y lo útil, la antítesis comienza a disiparse. En primer lugar, la sola división de los factores integrales de una obra literaria en dulces y útiles resulta una discriminación arbitraria e insostenible. La violencia que implica le resta exactitud, y de allá su derrumbamiento como principio firme. Para aceptar su aplicación habría que comenzar por dirimir la interminable discusión sobre forma y fondo y aun, entonces, el absurdo de un desdoblamiento de la personalidad del escritor en estética y social; todo lo cual, en el mejor de los casos, no excedería de los límites de una discusión bizantina o una búsqueda abstrusa.

Después: ¿darle al producto literario la sola posibilidad de comunicar lo dulce, no sería limitarlo a la categoría de juego, de hermosa diversión? Sin negarle validez a la teoría lúdica sobre el origen de la poiesis impulsada por Huizinga (Homo ludens), no puede afirmarse que la obra literaria sea e1 resultado de un mero juego intelectual, simplemente porque es al mismo tiempo una elaboración, un trabajo. Por detrás de la belleza externa y el poder de expresar vida, han quedado la selección de elementos, la distribución de partes, el basamento estructural. Y aquí de nuevo han surgido los dos polos: el juego y el trabajo. Lo cual lleva a observar de inmediato con R. Wellek y A. Warren (Teoría literaria), que el concepto absoluto de “trabajo” olvida el goce de la obra literaria y el de “juego” descarta su condición de “obra útil” de un artista y su gravedad e importancia: Observación que pone en guardia acerca de cualquiera de los enfoques extremos como única visión válida, y que ya apunta hacia una integración.

¿Qué hay detrás de todos estos planteamientos reflejos? Hay que el puro entretenimiento y la evasión sólo pueden pensarse en el caso de la infraliteratura de las novelas rosas, los “digests” y cuadernillos espurios de consumo mecánico (Aun en esos casos un estudio cuidadoso habría de revelar sí el entretenimiento y la evasión tienen realmente carácter absoluto). Hay que la literatura no es hermosa cobertura y nada más; y esto ni siquiera en el caso de sólo ver en ella la comunicación de un sentimiento estético, puesto que, como anota A- Tegorov (Arte y Sociedad): “Sería un craso reducir el sentimiento estético a las sensaciones, ya que éstas no son más que un reflejo sensorial directo de unas u otras propiedades del objeto: el sentimiento estético, en cambio, nos da una comprensión íntegra del objeto que ha pasado ya por la conciencia y tiene valor de conocimiento. El sentimiento estético es regido por la idea y está a su servicio, pues refleja los aspectos substanciales, las relaciones y cualidades estéticas de la realidad, provocando determinado impulso creador que incita a la acción. He allí una de las claves del problema: el fenómeno estético incluye la percepción sensible y la revelación do la idea.

En lo literario se ha visto cómo se apuntan posibles extremos esteticistas puros y utilitarios del más pleno pragmatismo. Pero, en verdad se trata de puntos límites, un tanto teóricos y sobre todo ya en terrenos que se salen de lo literario: el simple juego caprichoso -y el panfleto desnudo. En el fondo hay un soporte determinante: el talento del creador y su consecuencia con los principios artísticos. Será, entonces, un problema de género y de calidad. Pero en la vía concluyente se perfila de todos modos en que la literatura, como creación de arte, integra los elementos expresivos e ideológicos en un producto de vastas proyecciones humanas que tiende hacia un equilibrio de porcentajes y que se dirige al hombre sensible y pensante. Sartre (ob . cit,) hace una advertencia rotunda, digna de recordarse: si el arte de escribir “fuera a convertirse en pura propaganda o pura diversión, la sociedad volvería a caer en la pocilga de lo inmediato, es decir, en la vida sin memoria de los himenópteros y los gasterópodos”.

Así pues, al buscar respuestas a la viva pregunta: “¿Para qué sirve la literatura?”, es necesario volver donde el viejo Horacio para repetir con él que la literatura es dulce y es útil. Que la belleza formal y el mensaje ideológico son elementos integrados y necesarios. Que así como toda elaboración artística, refleja lo dulce, toda actitud ante la vida, toda visión del hombre y su problemática refleja lo útil, (Cosa aparte son el compromiso consciente y la orientación activa, como se ha visto). De modo que se tienen esbozos de respuestas: la literatura sirve para crear belleza y allegar conocimiento: para satisfacer necesidades estéticas e ideológicas del hombre, que es como decir esencialmente humana.

Pero ya se ha señalado que la interrogante básica es una pregunta infinita. Las líneas de respuestas pueden ser múltiples y complejas, tanto como cada parte y cada ángulo de la vía escogida. En este caso sólo se ha seguido un camino de señales. Y no queda más que una última declaración: estímulo final: futuro abierto.

¿Apología ingenua?

De entrada puede advertirse que toda apología comporta cierto grado de ingenuidad, en cuanto escoge las luces y los aciertos, dejando de lado con rincones oscuros y los inevitables fiascos. (Con ello puede quedar, tal vez, este aparte a salvo de malas interpretaciones.) En nuestro medio es frecuente que los detractores de la literatura pongan en duda su interés y su función. (“¿Para qué sirve la literatura ?”); pero cada día son más numerosos, aun entre profesionales del campo literario, quienes a la pregunta; ¿a dónde va la literatura?”, responden: “a la desaparición”.

Esta actitud inhumante proviene de la constatación de hechos indudables en nuestra sociedad actual. Son fenómenos paliables: es creciente el imperio del mal cine, la televisión, las “novelas,, radiofónicas y las revistas de muñequitos y de “condensados” novelescos; mientras decae el auge de la literatura como actividad cultural de primer orden, los lectores son cada vez grupos más reducidos (y los compradores menos aún), los verdaderos amantes de la poesía son casi individualidades contadas, en general el creador literario ha perdido su prestigio relevante, opacado por estrellas del cine, de la televisión del deporte. Ante el fenómeno, indudable signo de nuestro sistema social, son numerosos los intelectuales de grande y escaso valor que presagian la sustitución de la literatura por los medios audiovisuales ya señalados (sobre todo en sus manifestaciones más pedestres e intrascendentes), para consumo de un público cada vez más perezoso, superficial y homogéneo. Es una actitud derrotista cuando no interesada cuyo escepticismo impide a sus sostenedores ver que detrás de la situación se encuentra un problema de índole cultural y social. El interés por la difusión de la cultura y por el mantenimiento del valor preponderante de las artes entre las más elevadas actividades del espíritu humano, sólo puede tener categoría general, de aplicación común, en sistemas sociales distintos al nuestro. Se necesita que sean superados los mezquinos objetivos comerciales que rigen los destinos de nuestra organización cultural, y que haya un desinteresado afán por hacer participar a grupos cada vez mayores, masivos, en, el mundo de la cultura, y de las artes en particular. Por otra parte, en momentos en que se anuncian en el mundo importantes cambios realmente próximos de necesario avance políticos y social, de verdadera transformación esencial de los sistemas tradicionales capitalistas en todos los torrentes vitales es ofuscamiento o desorientación presagiar aniquilamiento para la literatura o para cualquier arte, ¿No es más propio considerar que para la inmediata sociedad basada en la defensa del hombre y sus derechos a la elevación material y espiritual, la literatura, como las demás artes, ocupará lugar sobresaliente en importancia y desarrollo? Además, realidades comprobables lo demuestran ampliamente.

Y ello porque la literatura, como expresión artística y como forma peculiar de conocimiento, seguirá existiendo como dueña de un territorio creador donde no penetran otras artes y mucho menos los famosos medios audiovisuales tan en boga. (Claro está que estos mismos sistemas de difusión por la imagen y el sonido encuentran su propio campo de acción, que en su desarrollo y adecuada orientación tendrán cada vez mayor calidad artística y función cultural. Como lo ha demostrado el cine en relación con el teatro. Problema aparte es el de la calidad; deficiencias técnicas, interés comercial, ausencia de sensibilidad artística). La literatura está ligada a las necesidades estéticas del hombre, a sus requerimientos de indagación de su precio mundo interior y a su búsqueda de orientaciones y claves de comprensión para la vida en sociedad, para su determinación de ideales y normas de superación. Todo de un modo íntimo y revelador que no pueden nunca alcanzar cuantos manuales y textos se lo propongan. De una manera profunda e incitante que se deriva de su penetración a un tiempo por las antenas sensibles e intelectuales del individuo, lo que equivale a decir; en una captación integral del individuo.

De allí que la experiencia de la lectura literaria resulte para todo buen espíritu receptivo un camino de experiencias, un mundo de revelaciones. A la legítima emoción estética, percibida en incesante disfrute, se añaden las voces claras de la vida y las ideas. Así mientras fluya del Quijote todo un eterno planteamiento vital junto al enfoque caracterizado de una época: mientras las pasiones humanas transiten insospechados caminos de sobrecogimiento en Sófocles, en Shakespeare, en Calderón; mientras los horizontes interiores perfilen sus luces y sus sombras en Dostoievsky; mientras la palabra comunique su belleza esencial en Garcilaso, en Verlaine; mientras el alma de un pueblo aflore en Gallegos; habrá literatura. Así, mientras la vida total, menuda, noble, mezquina, contradictoria, agite sus señales en Balzac mientras la trampa del relato absorbente se cierre sobre el asombro del lector en Chejov, en Poe, en Quiroga; mientras lo popular reaviva cada vez su espíritu de múltiples pasos en el Romancero, en Lope; mientras el hombre diga su firme palabra de acción en Gorki; mientras el milagro poético extienda la línea de la belleza para ubicar lo humano y lo social en Machado, en Neruda; habrá literatura.

¿Resulta ingenuo citar nombres? Tal vez. Son tantos y de tal disimilitud, que toda enumeración es solo un pálido recuento que desemboca en la ineficiencia del capricho. ¿En el fondo no se trata más de una oportunidad de memoria y afinidades? Seguramente. Pero cada nombre incompleto, cada nombre inseguro, cada nombre arbitrario es punto de partida de eficaces sugerencias. Son señalamientos literarios que lanzan el recuerdo a revivir. Los nombres pueden cambiar (¡siempre el capricho!), pero el hecho se mantiene aferrado al entusiasmo: la literatura subsiste porque ora en el hombre mismo. Creación y lectura son dos actitudes vitales. Así, mientras exista el hombre, habrá literatura; mientras cada vez más la explotación del hombre por el hombre se transforme en el mejoramiento del hombre por la sociedad, el auge de la literatura irá en ascenso. ¿Ingenuidad de apologista? No parece, pues ya las luces rompen también en el futuro cercano y nuestro.

Referencias

Escarpit, Robert (1971). Sociología de la literatura. Barcelona: oikus-tau.

Huizinga, Johan (2008). Homo ludens. México: Fondo de Cultura Económica.

Portantiero, Juan Carlos (2011). Realismo y realidad en la narrativa argentina. Buenos Aires: Eudeba

Wellek y A. Warren (2009). Teoría literaria. Madrid: Gredos.

Sartre, Jean- Paul (2003). ¿Qué es la literatura? Buenos Aires: Editorial Losada.

Yegorov, A. (1961). Arte y sociedad. Montevideo: Ed. Pueblos Unidos.

Torre, Guillermo (1951). Problemática de la literatura. Buenos Aires: Editorial Losada.

Sobre el autor

Fuente del texto e imagen: Entreletras, N° 11. Enero-junio de 2022. pp. 19-24

Deja una respuesta