literatura venezolana

de hoy y de siempre

País portátil (fragmentos)

Jul 6, 2022

Adriano González León

La escalera cubre la cola del pájaro pintado. Se levantan las hojas. Se devuelven los tres muchachos a la salida del bar y suena un pito. Más allá van las caderas de las dos mujeres, las dos rayas, el movimiento en ondas verdes, ondas de tela verde: el movimiento que va de las nalgas al tacón. Los tacones, juntos, golpeando a un solo ritmo, cruzan la rejilla, la tapa de hierro que dice C.A.L.E.V. las dos nalgas, los dos rabos, las dos colas, hacen sombra movida contra la pared o las rejas de metal. Las tres hileras de automóviles se mueven otra vez. Hay varios golpes, leña y herrumbre, cuando las palancas cambian la velocidad. Trassss… chan… y van todos a caer contra el parachoque de todos, haciéndose toques obscenos, baboseándose, con humo y aceite y olor. Ir detrás, en la cocina, resulta incómodo, grasoso. Todos los olores de todos los pies de todo el mundo se han adherido al cuero; se han mezclado a la mugre de los pasamanos, se aquietan, gomosos, densos, con pedazos de colillas y viejas ceras de chicles, ferruginosos, húmedos, sofocantes en el asiento de atrás. Hay los rostros tensos de los que juegan a los desentendidos, a esconderse la nariz. Hay las cabezas sacudidas para hacer algo y olvidar. Se puede creer que se está de paso, que todo es apenas una dificultad y un sofoco de quince minutos y que en la próxima parada se ganará el aire libre. Pero la nueva sacudida dispersa el olor. Ahora es un traqueteo de columpio viejo y un chillido apaciguado por la tapicería de plástico. La sensación de flotar que sube desde las gomas afincadas contra el asfalto, la débil oscilación de las correas-agarraderas que caen sobre los veintidós asientos y las treinta y cuatro cabezas —se incluyen los parados— pendientes del próximo frenazo. Se oye el arranque y ya el ronquido se hace prolongado, se sabe que algo ha mordido dentro del motor y las ruedas van, por fin, rodando sobre la valle. Es rápido. El olor se pierde definitivamente y las vitrinas comienzan a pasar. Las gentes comienzan a pasar. Vienen hombres. Vienen paquetes y tres vestidos de mujer. Después cuatro tacones sorteando las rejillas de los sótanos y un codo, más un no joda, más una maldición, contra el aviso que dice “prohibido estacionar”. Se ven las nalgas reflejadas en la vitrina de cosas para damas. Nalgas para llenar los blumers acomodados como hojas caídas, en serie, en escamas, con el cartelito: 7,50 rebajas del mes. Más arriba están los sostenes prendidos con alfileres, las naranjas en la frutería de los chinos, los sostenes, las dos gomas para agrandar el bulto, los tirantes que caen resueltamente y los tacones, las caderas, que ya están lejos de la vitrina… la vitrina se queda escalonando pedazos íntimos de otras mujeres, los reflejos, de las mil, las diez mil y más que debieron haber cruzado la acera, que se imaginaron manoseadas frente a la exhibición, palpadas, rebuscadas por entre la goma del sostén, las que vieron colgando su sostén en el postigo de la habitación, en el mango de la puerta, junto a los blumers, pantaletas rosa rebajadas en el mes, en otro mes cat das a un costado de la cama, al lado de la camisa desabrochada del hombre. Gran rebaja, telas importadas, aproveche nuestra venta aniversaria y después se decía: “Te quiero, no te vas a ir, ¿verdad?”, o sino: “¿Qué va a pensar usted de mí?”… Eso. Qué ya a pensar, mientras se ganaba tiempo y se recogían los blumers y los calzoncillos caídos, salpicados ya por el semen, cuando él fue al baño pero ni siquiera se fijó en los blumers o las pantaletas eran bikini de color negro. No está para eso. Nadie está para eso. Sólo se trata de bajarlos lo más rápidamente a pesar de que en la tienda pierden uno y dos días acomodándolos con gracia, muy coquetos por cierto, dice la empleadita que nunca se los ha bajado para otra cosa que orinar. Ella, que los sueña colgados en la ventana del hotel, en la playa, por temporadas, cuando el señor del mechón blanco detenga su automóvil y diga: “Pase usted, cenaremos en el litoral. Vamos a regresar temprano y puede decir en su casa que debió arreglar la exposición de la vitrina hasta muy tarde”. Pero al mover su mano ella sabe que no será así y advierte que debe terminar pronto el arreglo a su pobre cara se achata contra el vidrio cuando las gentes pasan sin mirar, mientras uno, dos nuevos tacones resuenan en la acera, nuevas caderas chocan contra la pared, el muchacho de los periódicos pasa gritando, los pavos del bar de enfrente, la vieja se alisa la falda, se frota la mancha de helado dejada por el muchachito al pasar sin saber dónde va ya él con su cara de pícaro, tapada por los sacos sports de los tres italianos que hablan sin parar y el vendedor de maromeros suelta su risa destemplada y luego el polvo, los papeles levantados, el olor a maní, el ruido de la moto que se clava en el asiento de atrás.

 

Te cansates, te envainates, como cualquier hijo de José de La Cruz Cegarra. Estás mojando el espaldar con el sudor. Te estás marcando. Te cstás meando como cualquier José Mercedes Briceño, estás majincho de miedo como cualquier Perucho Godoy, no tenés alma ni cojones ni podrías ser un biznieto de Epifanio Barazarte. No podías meterme en una loma, ni remover la tierra, ni siquiera llevar los animales al potrero. No hicites nada, ni siquiera medio día de camino a pie, por el camino de La Laja, para traer los remedios. Cuando volvites, con tu cara muy seca, con tu cara de busacas, el viejo se había muerto arrugado en su mecedora y hasta hediondo porque en la casa ni siquiera había alcohol para rociar. Estuvites un rato en la pata de un árbol mirando los burros. Nunca habías visto cómo era eso. Estabas bobo y afanado porque la burra se movía y los muchachos se resbalaban cuando iban a encaramársele con la bragueta abierta y la paloma afuera. Pensabas contarle a todo el mundo cómo era, pero no aguantates hasta lo último. Te dio miedo cuando el animal se fue de bruces y te acordates de los remedios. Pero allí mismo los volvites a olvidar. Te quedates a olvidar. Te quedates sentado en una piedra pensando en quién sabe qué vainas hasta que se Le hizo de noche. Cuando el pájaro comenzó a cantar te vino de nuevo el temblor. Y ya no sabías si devolverte o seguir. No sabías nada. Pero ese ruido que sentites era el viejo muriéndose que salió a desandar. Fue a reclamarte su medicina. Fue a pedirte cuentas y a verte por última vez, porque él había puesto en vos sus esperanzas y pensaba que los Barazarte podrían volver a serlo que habían sido, Eso que sentites a tu lado, ese olor, esa agua que empezó a correrte desde el puescuezo, era él. Ese relincho era él. Te tocó la cabeza, te jaló por el saco. Y cuando oites que te decían Andrés, Andrés era la voz de él, porque allá en la casa dijeron que esas habían sido sus últimas palabras. Se murió quejándose de los duendes que no lo dejaban en paz. Decía que le tiraban tierra y le sacaban la lengua. Y llamó a León Perfecto y a Víctor Rafael y se puso a nombrar las mil novecientas cuarenta y cinco hectáreas y dijo que él era ese que ensillaba lejos, en un caballo muy brioso y dijo que fueras, Andrés, que le ayudaras a montar, y se murió.

 

Ahora vienen los bocinazos. Nadie aguanta. La camioneta de la tintorería se mete entre el autobús y el ford que quiere salir. Va la punta del cadillac. Van los tres taxis con el radio a todo andar. Va la mierda. Va el portugués del abasto con la bicicleta de reparto. El autobús se estremece cuando el chofer arranca para ganar un metro. Chass. El maletín. Allí está, abajo, entre las piernas, apretado. Allí va, negro, con el cierre pasado. Lo tienta con prudencia. Allí ya. Va seguro.

Un solo cornetazo largo, eléctrico y la fila de automóviles se comienza a mover. Pasa la venta de trajes. Trajes únicos. Con dos pantalones. Trajes de Dacron, por cuotas. Asegure su porvenir en las Academias Hispanoamericanas. Clases de dibujo y topografía. Bachillerato libre. Inscrito en el WE. La garganta está seca y las manos recorren el maletín. Allíva, La patrulla de la Policía Municipal se parece a la patrulla de la Policía Judicial, sin escudo, es la patrulla de la Digepol. Y el ford rojo, con esos tres, parece de allá, aunque no lleva antena. El carro negro con tres más, elegantes, no es de la Digepol. Un carro así se parece a un carro del Sifa. La mujer de la cara pintada y la mujer de la cara ocupada por la botella de refrescos, “Venga, goce conmigo”, dicen las letras, pero la otra mujer, la de verdad, sólo ha dejado el trazo de su vestido violeta. Otra vez la cola de automóviles quietos, echados, con el sol estallando en las capotas. Los automóviles bobos, ahogados, ahítos. Larga fila de tortugas o conchas al sol. Cestas boca abajo, alambre boca abajo, latones combados sobre el asfalto y el brillo que arde en los ojos y hay que cerrarlos mientras se resopla y se tira la cabeza hacia atrás, ¡Pasaron! Iban tres, pero es imposible saber de qué policía son. ¡Pasaron! Van rápido. No se ven más, El asiento está húmedo. La agarradera de adelante está grasosa, Las manos van de la agarradera al maletín. Está allí, Negro. Apretado entre las piernas, que otra vez se ponen a temblar.

Media hora para atravesar Sabana Grande. Media hora para un poco más de siete cuadras. Hace también media hora, quizás más, de haber-abandonado el Volkswagen. Se jodió algo en el carburador, se negó a prender, Con empujones y el neutro lo orilló en la acera. Carro de mierda. ¿Cómo le iba a conocer las mañas si era la primera vez que lo manejaba? ¿A quién se lo quitarían? A cualquier bolsas: “Téngase la bondad, amigo, descienda del vehículo, no le va a ocurrir nada. Lo necesitamos para una acción. Díganos dónde podemos devolvérselo”. El hombre accedía, por los buenos modales o porque estaba encañonado por una Luger, Se quedó allá estacionado, junto a los latones y el arbolito de la calle transversal. Después, tomar un taxi resultaba peligroso. El hombre podría comenzar a hacer preguntas. El maletín pesado, el temblor, las sospechas. Alguien dijo que todos los taxistas recibían plata de la Digepol. Exagerado. Pero de todos modos… sí, es mejor el autobús. Hay tiempo, todavía. Sin embargo se puede tropezar. Los líos del aparato contador de pasajeros. El palo de metal que a veces se tranca y la confusión y los gritos del chofer. Jodido. El taxi resultaba más fácil. Era verdad. Pero lo podían conocer. Ubicarlo desde cualquier sitio de la calle, seguirlo con habilidad por barrios y avenidas. En el autobús, el grueso de los pasajeros servía para ocultarse. Mucha gente con paquetes y cajas por trasladar. Gente común. ¿Quién iba a alarmarse por que un hombre llevara un maletín? ¡Cualquiera que lo tropezara y sintiera aquello duro y pesado! ¿Por qué coño lo iba a tropezar? Si se buscaba una buena ubicación, no. Arrinconado para evitar los roces. ¿y después, a la hora de bajar, si el bicho estaba repleto? Tonterías. Un libre es lo mejor. De todos modos debieron prever que el Volkswagen podría dañarse. ¡Qué vaina! Allí va ése, está bien, no, mejor no, uno más grande con chofer isleño! Ese otro tiene dañada la puerta trasera. Habría dificultades si se quiere salir rápido, Ese otro no, no vio la seña. Nada, entonces. Un rato largo sin decidirse al lado del depósito del aseo urbano. El maletín reclinado contra el poste. Su mano apoyada como quien descansa. Cualquiera hubiera advertido el temblor.

Repasó las indicaciones. Recordó la contraseña que debería llevar el otro. Buscó en sus bolsillos y encontró el croquis. Miró su ubicación, la de los compañeros, el objetivo, las vías de retirada. En el apartamento le darían los últimos detalles. Pasó otro taxi, dos, cuatro, y él no se decidió. Tenía fiebre y le golpeaba duro el corazón. Las gotas de sudor le empañaban los ojos, encandilados por un sol violento que caía sobre la Avenida Miranda.

Al fin, el autobús rojo de Petare. Estaba cerca la parada. Escuchó el resoplido de los frenos. Se apresuró un poco. Subió y todo fue simple y el aparato contador giró con facilidad. Vino la duda. La elección del asiento. Había varios vacios. Se decidió por el fondo. Y comenzó el traqueteo, continuó el sudor, siguieron el miedo y las dudas en la elección, El exceso de precauciones ocultaba un vago deseo de no llegar, de retardar al menos el encuentro, de poner lo más lejos posible el momento decisivo. El cuero es ahora más húmedo y molestan las junturas del pantalón, la entrepierna. Tiene ganas de rascarse, El parabrisas es un pedazo de sol vivo, un juego de cuchillos, El ruido es monótono, cansado. Un frenazo interrumpe la música de tornillo y los parados se convierten en un solo bloque, de bruces, hacia la puerta delantera. ¿Por qué lo habían designado, por qué no se negó? ¿Hasta dónde era cierta su voluntad, su pericia? ¿No funcionaba todo aquello como un acto desesperado y final? Allí, abajo, el maletín, muy apretado en las rodillas para que no escapara de pronto oprimido con toda la sangre y los huesos, pájaro de cuero y hebillas, el maletín negro, sudoroso, con los dedos formando “hundidos” en el forro allí donde ya su vida ahora, con todo el terror de siempre, sin poderse mover, quieto, con el corazón subido hasta la lengua, el maletín y él una sola cosa grasienta y hedionda con toda la carrocería y los cierres de seguridad en el cerebro, con lo que iba dentro de los cueros del cerebro, con eso que puede tronar y oler y dejarlo boquiabierto y rajado para siempre.

Otra vez la música de hierros, el golpeteo lejano, de muerte, que comenzó hace tiempo, y en los vidrios se borran el sol y los avisos. El tembloteo de las ruedas es un chorro largo de sombras cayendo sobre el antiguo techo de tejas.

 

Ya ni sabés si él tuvo la culpa o la tuvites vos. Si fueron los animales los que salieron espantados, dando tumbos, y aquel pedazo de noche, aquel cuero negro, tupido, por donde el viejo te quiso hacer pasar, “Aprendé a ser hombre, aprendé”, te dijo, y dio un fuerte latigazo en el aire que quemó los zancudos. Había que ir por el solar, por entre la casa de tejas, atrayesarla, mientras él agarraba el camino real y te decía que se encontraría del otro lado. Te quedates quieto, con unas terribles ganas de llorar, con los ojos grandotes, mirándolo. No dijo nada y lanzó un escupitazo que brilló entre las piedras. Después comenzó a caminar, sonando el rejo en sus pantalones y vos te quedates con toda tu boca abierta, llena de baba y sereno. Pero tenías que ir. Tenías que cruzar. Y poco a poco comenzates a meter tus cotizas en el barro, poco a poco se te fueron hundiendo en las matas y sonaban los bichos, se oían los grillos y las ranas. El matorral era húmedo, con olor a tela y a sangre y a pintura abandonada en los potes. El monte olía a tinaja y vos te ibas metiendo como quien no quiere la cosa por el caminito de ramas agachadas y las piernas se te hacían fleco y los brazos casi se te enrollaban y los dientes se te iban a saltar. Luego te vino el chorro caliente por entre los muslos y vos te limpiates con la mano y probates y sabía a salado, Te habías meado, Te habías meado de miedo, y sin embargo, tenías que atravesar y salir al otro lado donde tu abuelo te esperaba. Te habías chorreado de miedo y ni siquiera habías pasado al alero de la caballeriza vieja, ni te habías metido por entre los tablones, ni habías visto a los murciélagos salir chillando por detrás de las vigas rugosas. Allá ibas, con un paso muy lento, todavía sin atreverte mucho, mientras te acomodabas el pantalón mojado y oloroso a meaos frescos. Junto a las tablas podridas comenzates a sentir: Venia del fondo, levantando algún polvo, brillando entre los pedazos de espuelas regados por el corredor. De los palos de arriba colgaban costales manchados y pedazos de enjalmas y bojotes con maracas de arvejas. Para vos eran todos los muertos que se habían alzado para no dejarte pasar. Se descolgaban de las vigas, se arrastraban, te ofrecían sus dientes brillantes, sus cascos y sus anillos. Venían con los otros muertos, los hombres que ellos habían matado por alambiques y mujeres, en la iglesia de Trujillo, por las montañas de Cabrutas, los paperudos de José Eladio. Los traían en cajas de carne sangrante mezclada a la arena y las piedras. Muertos jineteando un palo. Muertos con un gancho en la nariz. Después las urnas y las mortajas y el cura Faustino echando bendiciones para que no se los llevara el diablo. Pero el diablo era el cura porque el cura iba vestido de rojo y los monaguillos eran dos monos como los del Libro Primario. Vos estabas ya en el portón grande, pero no te podías mover. Luego vino la gran luz desde el fondo, se partió en el centro del corredor, corrieron miles de lucecitas por la orilla de la tapia y se oyeron sonar grandes bolsas de dinero, después un griterío, y vos empapado, otra vez húmedo de la rodilla hacia arriba, voces más lentas, voces que se quedaban quietas y las luces volvían dando saltos sobre los ladrillos partidos, Del otro lado estaba el viejo y no era nada. Sólo te quiso hacer pasar para que aprendieras a ser hombre.

 

Los pasajeros han mejorado la posición de sus corbatas, doblan mejor la punta de los cuellos y los hombros se ensanchan como cuando alguien quiere triunfar. Ojos vivos, contra el vidrio delantero. Ojos altivos, ansiosos, recorren los pasamanos del techo. El siente que se ha repuesto del frío sudoroso, y está más firme palpando su maletín. Allí va su alma en cueros y cierre relámpago. Y toda su masa estomacal. “Hay que tener riñones para esto”, dijeron. ¿Tener riñones? ¿Hasta cuándo? ¿Quién había ordenado, de dónde venían tantas órdenes como nubes gruesas, cuál era el hilo que unía tantas disciplinas que lo jodían? Una pulida oficina donde se hacían textos y surveys y había que complacer al cliente que lanzaba el producto. Un jefe perfumado de lavanda y tinta carter había dicho comience. Un negro chaleco y unos lentes al aire tenía el profesor cuando dijo responda y realice esta operación y él tuvo que abandonar la clase. La chamarra de su abuelo era roja y peluda, esa tarde de frío, cuando le habló del camino a seguir. Todo un tiempo borroso. Y otro más claro después, recién llegado a la ciudad, Se piensa en un hueco ¡de ventana y por él entran las cosas de un golpe.

Aquel asunto lleno de música y aplausos y risas. Era como el estreno. Estaba metido en el cuarto con todos los olores que trae uno de la provincia, además de los olorcitos picantes que se cuelgan de las patas de la cama, hacia el lado de la caja de ropa, detrás de los libros, donde se escupe y se tiran colillas. Los de la pensión, ellos, los cinco o seis a quienes todavía no les había pasado palabra (cuando alguien se iba de la montaña pensaba que no había que hablar, se le ocurría que mirar con los ojos duros, sin mover los labios, era cosa de hombres y así había que dárselo a entender a cualquiera que uno tropezara en la ciudad), cinco-o seis, porque entre ellos estaba la enfermerita metida a no sé qué vaina, con unos zarcillos de barca para colgárselos todas las tardes.

La enfermerita y los otros habían planeado la fiesta. Uno no tenía que ver con eso. Ni tenía porqué meterse y ni siquiera se imaginaba afuera, en la sala, saludando invitados, obligado a sacar pareja y tener que bailar a lo andino. Por el hueco de la ventana se veían las avenidas de pinos donde comenzaba el cerro, y más al fondo, rojo, de ladrillos, el hospital. Era cuestión de ver el hospital. Los tea uniformados de azul, muertos de hastío, inflaban un globo de papel. Era su única respiración sana, con aquellos pulmones agujereados para siempre. El globo ascendía, los tuberculosos aplaudían, querían gritar, pero una ráfaga lo arrastraba contra las ramas de pino y se incendiaba. Habrá gran desánimo y todos comenzaban a regresar lentamente, porque había sonado la campana que indicaba el reposo. Otras tardes, la ambulancia bajaba por una carretera llena de curvas. Se metía en los montones de árboles como una cucaracha y volvía! a salir en los sitios pelados. Después se detenía en el patio, cerca de la última hilera de matas. Era seguro. No fallaba. Al rato salían cuatro enfermeros llevando en sus hombros una urna. La metían. El cura del hospital decía su responso rápido. La ambulancia se la tragaba y volvía a arrancar. Otra vez estaba en la carretera del cerro, salía y se metía, hasta no verse! más, rosnando, chillando con su sirena en quién sabe qué lado de la ciudad, f dando alaridos con su muerto hacia el Cementerio General del Sur. Entonces llegaron ellos, con la enfermerita que cargaba un vaso de whisky en la] mano, y abrieron la puerta de par en par,

—Vamos, amigo, alégrese. Venga para que eche una bailadita, hermanazo.

Y la enfermerita, volteando los ojos:

— Sí, anímese, no le dé pena, esta fiesta es para todos.

Bueno, ya voy, deben haber sido sus palabras y luego:

—Dejen que me ponga el saco porque así no estoy para fiestas. ¡Hay señoras!

Bien. Pero, pensando un poco, para comenzar, estaba el problema de| la corbata. Hacerse el nudo. Y empezó lentamente a darle vueltas a aquella tela verde llena de pepas rojas. El nudo grande, de alfondoque, no se usaba. Nudo de andino. Hay que hacer el nudo triángulo…, así…, exacto…, bue- ] no, más o menos. Después venía el saco y el olor a naftalina y el pelito de | caballo que se sale a veces por los hombros… aunque esa sea la señal de buen casimir. Ya era mucho estar, un rato más tarde, en pleno pasillo y caminar hacia la sala donde estaba el ruido de la gente y se oía Guarachona… Guarachona, a todo sonar. Ya estaba muy cerca y se agarraba los puños para estirarse las mangas. De pronto se vio en el centro de la sala. Y no sabía a quién saludar, mirando a todos lados, tan parado, con su flux azul marino. Trató de sonreír hacia un grupo y no le contestaron. Se volvió hacia el picó y estaban dos muchachos rebuscando discos de la Billo’s y al frente la señora María Decena con el peinado grandote, el vestido de flores, las mil pulseras, los ojos pintados, y su querido, el militar. En el costado bailaban dos hembritas con Tito el de Benzo y Co., y el panameño. El las miró de reojo y se pasó una mano por el pelo. De pronto, sintió ganas de volverse. Comenzó a caminar otra vez hacia el pasillo. Y fue cuando vino la carcajada general. Y él comenzó a tocarse cuando vio que todo el mundo lo miraba y unas cuantas viejas se reían cubriéndose con sus car Leras. El siguió tocándose, sin saber por qué y descubrió de pronto todo, se le hizo claro y oscuro y sudoroso y las siete mil regorgallas de todos los presentes: el pantalón estaba descosido. Se le veían los calzoncillos blancos y él tuvo que volverse corriendo, con la mano atrás, mientras oía: “El andino tiene el culo roto” y las enormes carcajadas de la enfermerita y el picó a todo sonar.

Las cabezas vibran a la señal de la luz roja. Hay otra vez el ruido de hipo, de hierro viejo, de lona rajada con cuchillo. Los bocinazos empiezan a crecer. Media hora durante siete cuadras, durante seiscientos veinte metros más o menos. Media hora gruesa, gelatinosa, estirada a muchos años. Ya él ni quiere saber cuándo comenzó a correr el tiempo. ¿Desde qué lugar, quién había ordenado, desde qué lugar del cielo, por qué lado del camino pedregoso? Desde la mecedora de la casa, en pleno aguacero, con relámpagos muy finos azotando la imagen del Corazón de Jesús y el abuelo que tomaba su guarapo con leche y tosía estruendosamente antes de empezar a decir:

Fueron ellos…, ellos y nadie más que ellos… el cura Faustino y los demás… varias sementeras completas, la montura, la mula rucia, las gualdrapas, la faltriquera, el estribo dorado, los correajes con clavos de plata, los codazos, el arneador, las anteojeras, el freno, la cal, el pozo de piedra, el molino, el macho cojo, la rueda…

El abuelo era interminable, seguía sonando sus palabras, sus cuentas, sus hileras de cosas, revisando los folios amarillentos mientras el aguacero enviaba sus refusiles contra el vidrio de la imagen.

 

Media hora interminable de vitrinas y luces metálicas. “Hay que tener riñones”, dijeron. El estira de nuevo su mano, lentamente, cuidando de que nadie lo observe, estira su mano a ciegas, tiene la cabeza erguida mirando hacia la parte del chofer, su mano anda a tientas, rebuscando, hasta que siente el cuero, siente el abultarse desde adentro, casi le pasa el frío del metal, del acero, del hierro, quién sabe, él está solo pendiente de este goce del cuero sudado del saber que el maletín está allí abajo, que nadie ha advertido nada y otra vez vuelve su mano temblante para dejarla caer sobre la agarradera. Siente la cabeza más fresca porque el aire que acaba de entrar por la ventanilla le seca el sudor, Su cabeza está así, de este modo, a merced de los cornetazos que han vuelto y se los imagina todos para él. Ese zigzag de luz que lo persigue, el señor de la leontina que se ha dado vuelta con todo su cuello tieso especialmente para mirarlo a él, esa sirena aguda de la radiopatrulla otra vez agujereando por los lados de la Plaza Venezuela. Un grito y: tres hombres que pasan con un enorme letrero y una lámina de cartón. Desde arriba, en aquel penthouse mohoso con matas campesinas, están dejando caer agua. Llueve lentamente, a gotas frescas, sobre los balcones de abajo. Apenas dos perros reciben el líquido con sobresaltos y aullidos y hasta la calle sólo llega un rocío fino disuelto en el toldo de la frutería.

Avanzan de nuevo, zarpan, mejor, y hasta corcovean, cuando se enciende la luz verde. Otra vez truena la caja de velocidades y las ruedas corren decididas y se extiende una estela de humo, sucio del mal olor, dejada por el escape. El mira por el vidrio de atrás y sólo tiene esa mampara de gas sucio, con algunos, reflejos, una vista acuosa y danzante donde las figuras se han perdido y es menester volverse, quedarse quieto en el rincón, presionando el maletín, al compás del ruido del motor.

Todos los cuellos de los pasajeros se disponen para el otro lado. Se puede pensar que es cuestión de cinco minutos para llegar a la parada de la Gran Avenida. Pero aunque falte sólo un minuto hay polvo y sol sobre los vidrios y eso molesta y hace mal a los ojos y jode hasta más no poder, A veces son pasables ciertos reflejos en los cristales del almacén o en la gran M de neón que cae del cielo en el topo del edificio de la General. Brilla sin luz propia como la antena de televisión que tiene un cuadrado de varillas alrededor y hace una jaula de metal. Se meten allí los rayos a falta de pájaros y pueden cantar o hacer bip-bip, al momento en que un solo pitazo del agente de tránsito devuelve una línea de cobre, atraviesa la cuadra, penetra el oído y las tripas, produce mil mentadas a la madre del agente y toda su generación.

 

Se respira, se chasquean los labios y hasta se tienen ganas de silbar. Nadie lo hace. El no lo hace porque podrían pensar que es un bolsas a todo correr. Realiza más bien los cálculos: la cara del viejo de la leontina no puede ser peor. Es fofa, manchada, con tic para el ojo derecho. No debe sentir calor o se hace el loco: para él es cuestión de estar erguido a la manera de otros tiempos en los sillones del Café Bolívar o muy señorialmente cruzado de piernas en el tranvía que iba a La Pastora. Si alguien silba, él volverá el rostro con dignidad sorprendida y no se acertará qué hacer ni qué decir ni dónde esconder la cara para evitar su leontina y su desprecio de otra edad.

“Hay que tener riñones”, dijeron. El va con los riñones hinchados, hediondos.  Va que ya no puede más y transpira a cada golpe de rueda y tose a cada bocanada del tubo de escape. Otra vez los reflejos vidriosos. El mariquito del transistor en la nalga y la naranja que le suelta el jugo sobre la chaqueta de pana roja. El surf comienza a sonar pero no se está para movederas de marico y hay que tener riñones. Ahora todas las líneas de auto móviles se estiran, a paso libre, y las vitrinas entran a pedazos por las ventanas de autobús.

“Tener riñones”. O si no, buscar todos los depurativos posibles. Entrar en una farmacia y pedir ¿Pedir qué Bueno…, algo así como aquello. Como el almanaque viejo donde aparecía un enorme riñón, vino tinto y muchos. hombrecitos rojos, con mangueras en las manos, subidos en andamios, observando, metiendo las escobas por entre los canales, lanzando chorros de agua sobre las venas, miles de hombrecitos-ratones dispersos por todo el cuerpo del riñón, un ejército de empleados del aseo urbano en pleno ejercicio a las tres de la madrugada, langostas subidas a la cosecha- riñón, con sus cepillos para que todo quedara lustroso y sobre ruedas, quizás mejor un riñón rodante, con doble transmisión y sistema power-glide, de una cilindrada no menor a los 1.600, metido en los túneles de Mint Max para el autolavado y los muchachos cayendo como abejas, con cepillos, trapos, mangueras, lustradores, quitando el agua y las manchas, has La salir a la otra boca del túnel un flamante riñón niquelado-azul-coupé.

El ronquido del autobús hace despertar al hombre que dormía a su lado. Un reguero de humo cubre otra vez el asfalto y de nuevo las tiendas pasan con sus brillos y sus telas. Frenazo: todos los cuerpos de los parados cobran un balanceo y el viejo de la leontina se ajusta el botón de su chaleco. Hay resplandores en el parabrisas y los rayos chocan, se desprenden de los capacetes vecinos. Cuando se enciende la luz verde, las cien, doscientas, quién sabe cuántas ruedas, los mil neumáticos hinchados vuelven  a triturar papeles, colillas, a levantar el polvo que invade la avenida y llega hasta el asiento de atrás. Y el maletín es un peso grasoso entre sus piernas cubiertas de sudor.

Las nubes de gas lacrimógeno habían tapado la esquina, el anuncio de la farmacia, el camión de Coca-Cola estacionado. Los curiosos que se habían aglomerado en los portales, con sus caras de idiotas, apenas tenían tiempo para sacar sus pañuelos. Tres mujeres pasaron medio histéricas por la puerta-vidriera. Todo el Silencio estaba inundado con el ruido de las radiopatrullas y de vez en cuando se escuchaba el estallido de las bombas lanzadas con aparatos. Por la esquina de Aserradero aparecieron ellos, en formación, con sus máscaras anti-gases. Los manifestantes avanzaban con las pancartas desplegadas y tomados del brazo. Al frente iban algunas muchachas, con boinas azules y rojas.

— ¡Garantías! ¡Garantías! —repetía el coro, y en la última pausa se alzaba la voz del agitador para cambiar la consigna:

— ¡Liberación nacional…! ¡Liberación nacional!

Se estaba ya en plena plaza, rodeando la fuente. Los muchachos sudorosos, con los rostros alterados, decididos, parecían cobrar ánimo a medida que los gritos aumentaban. Marchar tomados de los brazos daba seguridad, dispersaba el miedo, hacía imposible, al parecer, cualquier riesgo. Marchar así era dar cuerpo a observar con admiración lo que en un principio sólo les atrajo por curiosidad, Algunos hasta movían los labios para sumarse a las consignas, sin comprometerse mucho. No alzaban la voz. Miraban hacia los lados. Podía de pronto lanzarse el grito agudo y disimular, caminar de nuevo con aire indiferente como quien va a sus negocios, Las ventanas de los bloques estaban repletas y las cornetas de los autos y tronaban sobre los vidrios y las cornisas.

Comenzaron a sonar las sirenas. Explotaron nuevas bombas lacrimógenas y por un momento hubo una confusión de gritos, aullidos, empujones, puertas metálicas que bajaron con gran estrépito. El hombre del kiosko tropezó con la mampara y sobre el asfalto se abrieron los periódicos y las revistas. El portugués de las frutas no pudo retirar sus cajones y la acera se llenó de manzanas y ciruelas machacadas. Los manifestantes se volvieron a reunir en el ángulo del bloque seis.

— ¡Garantías! ¡Garantías! ¡Garantías!

Y el coro iba subiendo de intensidad a la vez que imitaba la marcha acelerada de un motor…

— ¡Vienen dos jaulas!

— ¡Estamos cercados!  ¡Nos jodimos!

Por la esquina del bloque Dos se estaban bajando los policías. Esta vez no traían bombas lacrimógenas. Traían metralletas y apuntaban a todos lados. Muchos comercios habían cerrado sus puertas y los curiosos se apiñaban en los pasillos y detrás de las puertas batientes del bar. Ahora no había otra cosa que escapar por cualquier lado. En la esquina de Puerto Escondido con los que iban adelante, había empezado la planazón; un muchacho con el rostro ensangrentado fue introducido en una patrulla. Dos estudiantes pasaron corriendo. De vez en cuando volteaban la cabeza y se recaban el sudor.

— Agarraron a cinco —dijo el de la chaqueta marrón.

— ¡Hay heridos? —preguntó el otro.

— No sé… Pero ese ruido no era de lacrimógenas… ¡Parecían disparos!

Los muchachos se unieron a un grupo que esperaba cerca de la cafetería, Estaban inquietos, indecisos. Apenas podían escucharse lo que hablaban. Luego alguien dijo:

— Cojamos hacia Angelitos… Todavía está libre la avenida.

Y avanzaron resueltos. En la esquina brotó la jaula llena de agentes. Todos saltaron, enarbolando los rolos o las metralletas. El grupo estaba cercado y no había ni un solo zaguán abierto. Los policías cayeron violentos y se escuchó el golpe de los rolos. Un muchacho tropezó en la acera con las manos en el pecho. El policía lo golpeó en el suelo y lo obligó a levantarse. Tres más eran introducidos en la jaula a culatazos.

En la avenida todavía flotaban los gases. Andrés sacó el pañuelo para limpiar las lágrimas. “Hay que mojarlo”, pensó. “El pañuelo húmedo evita la irritación”. Pero el olor a podrido, a laboratorio, era insoportable. Nuevas patrullas estaban llegando a la esquina. Andrés vio las latas mal clavadas en la cerca del terreno baldío. Decidido, comenzó a hacer presión. Los dos únicos clavos saltaron y el boquete se abrió con dificultad mientras hizo fuerza con el codo. Se rajó el brazo, pero pudo pasar. Adentro era monte y latas, Un montón de tierra removida. Había que saltar. Al fondo estaba la pared del estacionamiento y más allá la parte trasera del edificio. Andrés se abrió paso por entre el matorral. Un lagarto saltó sobre una piedra y se perdió entre la hojarasca del lado. De pronto escuchó el grito:

—¡Hey!… ¡párate!

A1 momento pensó que era un agente. Le dio miedo. Se le metió un frío por el cuerpo. No se atrevía a voltear. Trató de agacharse al pasar junto a las matas de tártago. “Van a disparar”, pensó. “Ya van a disparar… coño… van a disparar”. Y se quedó tieso, como esperando el golpe.

— ¡Andrés! ¡Soy yo… aguántate!

Cuando escuchó su nombre el frío le comenzó a salir. Se atrevió a mirar. Por el matorral venía el tipo saltando, con la chaqueta al hombro. Eré difícil ver su cara. Andrés todavía tenía miedo, a pesar de todo. Cuanda estuvo cerca, el tipo dijo:

— ¿Qué fue? ¿No me conoces? Soy Eduardo.

— ¡Ah! —dijo Andrés.

—Perom ¿qué pasa? ¿No te acuerdas?

—Sí, claro que sí… Lo que pasa es que me diste un susto del carajo.

— ¿Tú también estás en la vaina? —preguntó Eduardo.

—No… bueno… yo venia por la avenida y me agarró la manifestación Fue muy jodido. Cogieron a muchos y hubo plan en bruto. Yo simplemente me puse a ver. Pero pensé que podían confundirme esos policías de mierda.

Los dos buscaron abrirse paso entre la maleza. Resultaba difícil y había muchos cadillos. Al fin llegaron al otro lado del baldío.

—Salir de aquí ya a ser difícil —dijo Andrés—. De pronto se asoman por las latas.

Los dos vieron el claro, en el rincón del terreno. Si se ponían detrás de la mata no había peligro. Entonces limpiaron un poco, con unas ramas. Eduardo puso su chaqueta sobre la arena y se acomodó encima.

— Quítate el saco —dijo—. Después de todo ya te lo rompió la cerca,

Andrés se pasó la mano por el codo. La manga estaba desgarrada y varias hilachas colgaban llenas de mugre.

— ¡Qué vaina! —dijo.

Eduardo lo miró. Hacía tiempo no se veían. La última vez fue cuando él le ayudó a sacar sus cosas de la pensión de la vieja María Decena. ¡Cojonudo! Le debía a la dueña como 600 bolívares y no había modo de escapar. El cuarto de Andrés, en el segundo piso, daba a la calle. Eduardo cambió sus libros y sus fluxes para una caja grande de leche en polvo. A las dos dé la mañana Andrés la dejó caer lentamente, desde la ventana de su cuarto, amarrada a una cabuya. El esperaba abajo. Todo fue muy calculado. La Maleta de Eduardo se quedó vacía, encima de la silla acostada, para disimular. Pablito venía a vigilar todos los días y regresaba para decirle a la vieja que no se había llevado nada. María Decena se sentía segura. Había un traje viejo sobre un cajón y una chancleta debajo de la cama. En el estante fueron dispuestas unas “Selecciones” y “periódicos viejos”. “Allí tiene todavía los libros”, decía Pablito a María Decena, mientras la vieja anotaba sus caballos en un formulario de 5 y 6. La vieja largaba una cárcel jada y decía: “Mucho ojo, Pablito, que esos 600 bolos los tengo yo que ver”. “No se preocupe —respondía el muy mierda—, que yo lo estoy cazando”. Pablito era servil. Lo explotaban hasta las 11 de la noche. Lavaba los excusados y barría todos los cuartos de la pensión. Tenía la llave del candado que le ponían a la nevera. Iba a contarle a María Decena todo lo que decían los pensionistas y pasaba las noches en el cuarto de cartón hojeando revistas y haciéndose la paja. Aquella vez Andrés fue a mirar por el roto y Pablito estaba roncando, con la porquería a su lado. No había problemas. Todo debió estar listo cuando Eduardo escuchó el silbido. Desde la ventana comenzó a deslizarse la caja, con cuidado, sin hacer ruido, evitando que se tambaleara y golpeara los vidrios de la sala. Eduardo esperó el descenso sin inquietarse. La cabeza de Andrés se veía en el postigo. Tenía los dientes apretados y las manos le sudaban. Al fin la caja estuvo como a dos metros del suelo. Eduardo se empinó para recibirla y la depositó suavemente en la acera. Cortó con una hojilla la cabuya y le hizo seña a Andrés para que halara. Después agitó el brazo y se alejo hacia la esquina.

— Estás preocupado —dijo Eduardo—. ¡Todavía tienes miedo!

—No.., es que yo… —trató de o Andrés.

— Siempre el mismo… cagado de dudas y de nervios —replicó Eduardo y se levantó, miró hacia la cerca, cogió aire. Luego dijo—: Yo creo que ya podemos salir,

— Estás loco —advirtió Andrés—. Afuera están rondando,

— Si no es por la cerca, pendejo. Es por aquí.

—  ¿Hay que saltar la pared? —preguntó Andrés.

— Claro, ¿qué quieres? ¿Que nos agarren como unos bolsas?

— No, pero es que…

— Déjate de vainas… vamos… pon las manos así… —y Eduardo entrelazó los dedos delante, haciendo un arco con los brazos.

— Ahora te aguantas duro, allí, cerca de la pared.

Andrés hizo el arco con los brazos.

— Bájalos más —dijo Eduardo—. Así…

Colocó el pie derecho. Andrés estaba inclinado y fue haciendo fuera hacia arriba. Una mano de Eduardo alcanzó el filo de la pared. Luego la otra. Presionó y se alzó a pulso. Del otro lado no había nada. Era un estacionamiento con manchas de aceite y alguna basura derramada cerca de las bombonas del gas. Eduardo pensó que podrían correrse unos dos metros. Sería más fácil apoyarse en las bombonas y dar el salto. Andrés, mientras tanto, pujaba.

—Córrete ala izquierda, con cuidado —dijo Eduardo desde arriba.

Parecía que no había nada que hacer. “Esos hijueputas oligarcas”, decía el sastre con rencor. Pero todo se le iba en fantasmas, en recuerdos, en odios. Eduardo pensaba que Jaramillo era hombre extraordinario y lleno de fe. Pero no entendía que las cosas estaban cambiando y que había que buscar otra salida,

— Si Gaitán viviera otro gallo cantaría en mi tierra, ala —dijo con aire nostálgico.

El ruido de una ráfaga lejana interrumpió sus recuerdos. Tosió y dirigió la punta de la plancha hacia la línea del pantalón. Varios disparos aislados se escucharon más cerca. Después un grito y un escándalo de bocinas.

—Debe ser por el Guarataro —se atrevió a decir Andrés.

Era la primera vez que abría la boca. Lucía más calmado. El sastre bajó la cafetera del reverbero y sirvió en unos pocillos de peltre,

— Sírvanse, ala, el tinto repone las fuerzas y aclarar el pensamiento revolucionario.

Se oyeron ráfagas más seguidas. Una sirena de ambulancia recorrió el aire y vino de lejos hasta la casa de vecindad. Por el pasillo entró un hombre corriendo. El sastre se asomó a la puerta destartalada.

—¿Qué pasa? pregunto.

—Hay una plomazón loca —dijo el hombre, deteniéndose— Están allanando casa por casa.

Andrés y Eduardo escucharon desde adentro las palabras del hombre. Se miraron, sobresaltados. Cuando el sastre volvió, esperaron a que hablara.

—La cosa se pone fea, muchachos. No es que yo quiera echarlos. Pero no creo conveniente que se aguanten mucho tiempo aquí. Es por ustedes…

—Pero si salimos es también peligroso —intervino rápido Andrés—.

— El hombre dijo que hay policías por todos lados. ¿Qué hacemos, Eduardo?

Eduardo se pasó la mano por la cara, restregó sus ojos con fuerza y se alisó los cabellos. Esperó un rato para hablar.

—A lo mejor no entran aquí. Esta es una casa de vecindad.

— ¿Y si nos vieron? —replicó Andrés.

— ¡Qué coño nos iban a ver!

El sastre recogió el pantalón de la mesa de planchar y lo metió en un gancho. Con el plumero comenzó a limpiar las hilachas y los restos de tela. Un radio de transistores sonaba en el cuarto vecino. De pronto, como si le hubiesen preguntado algo, se volvió hacia ellos:

—Les aclaro que yo no tengo miedo, ala. No es la primera vez que me enfrento a chulavitas. ¡Pero hay que ser prudente… pienso y o!

— Todos pensamos —dijo resueltamente Eduardo—. Pero el problema no es ese.

— ¿Y por qué no nos asomamos al portón de la casa? Si quieren, yo voy —propuso Andrés disimulando sus nervios, pero ya con suficiente ánimo para encarar la situación.

—Es peligroso —dijo Jaramillo.

—No hombre… yo voy —dijo Andrés y salió al pasillo. Lo recorrió con cierta lentitud. De nuevo venían olores a cebolla, a meaos, a lona húmeda. El radiecito continuaba sonando a todo meter. Tres muchachitos medio desnudos, los mismos que comían caramelos de palito, pasaron dando alaridos detrás de una pelota de trapo. Andrés tomó un aire de inocencia, despreocupado, de cliente normal que venía a encargar algo al colombiano. Estaba cerca del portón cuando oyó de nuevo los disparos lejanos. La calle, afuera, parecía estar en calma. Lentamente, asomó la cabeza. Algunos transeúntes cruzaban normalmente. Una vieja llevaba un balde de agua en la cabeza y por la puerta del aserradero salían virutas hacia la acera. En la esquina de arriba había un grupo de curiosos. Alguien señalaba hacia el cerro. Por ningún lado se veían policías.

Andrés regresó hasta la sastrería. Lucía más resuelto y tenía cara de confianza. Estaba satisfecho de su primera misión.

—No hay ni una patrulla y los tiros vienen del cerro —dijo.

—De todos modos es mejor esperar —dijo Eduardo.

—Es cierto —confirmó Jaramillo—. Por mí no se preocupen, podemos quedarnos aquí charlando, y si es necesario dormimos sobre los cortes.

Las palabras del sastre sonaron bien a Eduardo. Al principio creyó que tenía miedo. Pero Jaramillo no era hombre de miedo. Algunas de las cosas que contaba del bogotazo parecían verdad. Él estuvo en plena Carrera Séptima. Por la noche, desde un balcón, vio pasar los camiones llenos de cadáveres. Cruzó la frontera porque allá no había sitio para los liberales. Echeandía no supo qué hacer en Palacio y dijo que el poder para qué. Jaramillo había dejado dormir a Eduardo en la sastrería unas dos veces y. por quince días había guardado varios paquetes de propaganda debajo de unos casimires azules. Jaramillo ayudaba sin creer mucho en lo que hacía, un poco maquinalmente, como para mantener el recuerdo de una acción política que se hacía ya lejana, apenas iluminada por las antorchas de la gran marcha por el centro de Bogotá para imponer la candidatura de Gaitán. Jaramillo no creía mucho, pero tenía siempre palabras, muchas palabras de estímulo. “Yo no se cuándo retorne a la patria, ala, pero ustedes son el futuro de este país, son como una semilla luminosa vertida en el surco triste de la barbarie”. Y sin tomar aliento continuaba: “Los derechos del pueblo son sagrados y el pueblo reclama contra los que se van a holgar a sus anchas en las alturas del poder. A la hora de la verdad también los prohombres liberales se recluyeron en sus casas y ocupaciones y también optaron por la circunspección, la moderación, las buenas maneras, la cabeza fría, los amistosos acercamientos. Aquellos 300 mil muertos no nos sirvieron de nada y hay todavía varios millones sin participar de los jugosos dividendos de la economía, salud y cultura, que sólo disfrutan unos pocos”. Eduardo escuchaba, condescendiente, la desolada retórica de Jaramillo que decía no creer en nada, pero que ayudaba en lo posible y se sentía complacido cada vez que una acción le agitaba sus recuerdos. Jaramillo, aunque escéptico, era todavía leal a unos principios nebulosos, que él llamaba, en medio de su derrota moral, sagrados e inalienables.

Se le encendía el rostro al sentirse solidario de un movimiento al que no le otorgaba su adhesión total porque los principios de libertad y justicia podían correr riesgo en ciertos extremismos.

—Yo creo que es mejor salir —dijo Eduardo—. De un momento a otro pueden caer.

—Por mí no hay inconveniente, ala —advirtió el sastre.

—Vamos entonces —dijo Andrés.

Otra vez se escucharon las ráfagas.

—Esperen —dijo Jaramillo, y fue hasta las perchas—. Cada uno puede llevar dos vestidos, para simular que salimos del trabajo. Ustedes son mis ayudantes… ¿No les parece?

Eduardo no afirmó nada. Pensó que aquellos trajes serían estorbosos en caso de correr. Pero aceptó para no contradecir a Jaramillo. Los tres pasaron el portón destartalado de la casa de vecindad y avanzaron por el callejón. Todavía: quedaban curiosos en la esquina, Algunos se metieron rápidamente en el negocio de abastos. Otra vez los disparos en cadena por los lados de San Martín.

—Yo creo, ala, que son balas de fogueo —dijo el sastre.

—Pero dan en el blanco —apuntó Eduardo con ironía.

—Ustedes exageran, si no, los muertos deben ser muchos.

Andrés caminaba sin decir una palabra. Le parecía increíble todo aquello. Hasta ahora sólo conocía los efectos de las bombas lacrimógenas. Jaramillo volvió entonces a sus principios.

—Seguramente habrá protestas en el Congreso. Debería pedirse una averiguación a fondo…

El ruido de las sirenas aumentó cuando llegaron al cruce de la avenida. El paso de vehículos se había interrumpido hacia la Plaza de Capuchinos y varias jaulas estaban estacionadas, repletas de agentes con ametralladoras y “piñas”.

—…hay o no hay libertad para manifestar, acaso? La democracia se vivifica con el clamor de la oposición. Es lo justo. Es lo legal, porque de lo contrario…

Caminar con los trajes al hombro resultaba ridículo. Sin embargo, los tres tenían un aire de idiotas que a lo mejor despistaba a la policía. Tomaron la acera opuesta por la que apenas marchaban dos viejas con paquetes. Una gallega venía del abasto con una bolsa de frutas. Allá lejos sonaron de nuevo los disparos.

—…el poder se hace unipersonal, unipartidista, no tiene filtros ni crítica y puede conducirse un país a la bancarrota…

Una ambulancia avanzaba en dirección contraria, a toda velocidad. La sirena se clavó aullante en las paredes vecinas. El aviso del cine Diana había sido roto a balazos y varias vitrinas lucían huecos estrellados.

—Una acción firme y coordinada puede obligar a los núcleos que detentan el poder a acatar las justas peticiones del pueblo.

Y Jaramillo ya casi no advertía la presencia de los agentes y los carros blindados. Flotaba en su retórica, casi jubiloso, gallardo, con toda la buena fe que Eduardo le había conocido desde siempre.

—…Y las voces del pueblo no pueden ser acalladas por las jerifaltes que traicionan el sagrado mandato que se les otorgó en la consulta electoral…

En una de las jaulas hubo gran conmoción. Una bala se clavó en el aviso de refrescos. Un fusil había caído cerca de las ruedas y el agente se inclinó para recogerlo. Los otros no se dieron cuenta y se lanzaron veloces a la calle, apuntando a todos lados. Por el centro de la avenida venían los policías y unos civiles con sus metralletas en alto. Alguien gritó, cuando ellos llegaban al cruce. Luego vino la ráfaga.

—Por aquí —dijo Eduardo, y tiró los trajes a la calle.

Andrés lo siguió. Se escuchó una nueva descarga. Á la media cuadra pudieron voltear.

— ¿Y Jaramillo? —dijo Andrés.

El sastre no había podido correr. Estaba arriba, en la esquina, con la cabeza sangrante sobre la acera y los dos fluxes tirados a un lado, como dos muertos más.