literatura venezolana

de hoy y de siempre

El bosque de los elegidos (VI, final)

José Napoleón Oropeza

Los girasoles seguirán existiendo pese a sus deseos e igualmente ha de encontrar otro muchacho que se empeñará en llamar Glen o Ruggiero. Quizá venga con el cuerpo de mujer y decida llamarla Sol o Pez. Pero ya lo había decidido: desde esa noche lo dejaría todo. No tenía sentido seguir viviendo en el apartamento ni en la misma ciudad. Sin Glen la fotografía carecía de encantos. No volvería a visitar a Elizabeth ni entraría en el bosque de los elegidos. Si no se marcha, va a estar recordándolo toda la vida y una vida para recordar esa sonrisa le parece mucho más fuerte que marchar desnuda, sin ropas, y que las gente piense lo que les venga en gana si la descubre en el bosque, camino a la estación del tren, sin mirar a ninguna parte e iluminándose con una lámpara a la que, terca y obstinada, se apega. Nada tendría la fuerza de esa sonrisa que el fuego habrá apaga: do totalmente. Nada comparable al posible sufrimiento de Glen entre las llamas, rodeada de sus admiradores, acurrucados como ella debajo de la escalera para escaparse de las llamas que consumieron The Red Lion en segundos, dejando tan sólo los restos de cuerpos amontonados debajo de la escalera que conducía al sótano. ¿Qué importaba ahora si Diana tuviera que sufrir con ese viejo empeño suyo detenerlo todo, de asirse a un soñado e imaginario absoluto o aferrarse a la furia desatada con que salía a la calle dispuesta a atrapar todos esos seres en un solo instante, como si la vida fuese sólo luz y textura?

Hubiera sido capaz de dar su vida con tal que Glen hubiese sobrevivido al incendio. Vuelve a pensar en lo mismo y se siente incapaz de destruir el fuego o de avivar en ella al que tanto desea: ése que deberá acabar con los recuerdos, ese fuego que le impida volver al empeño de seguir a los niños camino hacia la estación del metro más cercana, arrastrando el muñeco a quemar el día siguiente. ¿Se sentiría con fuerzas para asistir al acto de la quema? Los niños empezaban a rodearla. Se colocaban frente a ella, pidiéndole una foto. No posaban; pedían una foto para ellos y su viejo Guy. Caritas alargadas, envueltas en el humo, entre mil lámparas encendidas, Caritas de niño recogiendo restos del muñeco y pintándose su rostro con cenizas, antes de golpear con girasoles las piedras del bosque en inútil empeño de conseguir una limosna o un poco de agua. El niño deshace el girasol, la piedra. Espejo.

¿A quién pudiera ocurrírsele que Diana Smith pudiera de ahora en adelante pasar el resto de su vida como Alfredo Ruiz y mucho menos que el nombre de Alfredo Ruiz fuese un nombre supuesto de quien en vida fue la estrella del Red Lion con el nombre de Glen? Quizá no fuera tan fácil como cambiar de ropas y la vida y el mundo fuesen distintos ahora que Glen ya no existía. Sus ropas se habrían quemado en la explosión, pero no las ansias con las que Diana lo buscaba entre las ruinas, sin resignarse a creer lo expresado en la nota de prensa del diario The Guardian donde se afirma que entre los muertos ocurridos por la explosión e incendio en el pub de Piccadilly se encuentra Alfredo Ruiz, inmigrante mexicano, conocido transformista, estrella de la revista de medianoche en The Red Lion.

Ella seguiría inventando, pero igualmente sabe que debe parar: recordar es otra forma de morir, de aceptar que pese a su empeño de cortarse el pelo y de creer que ha vencido a la muerte vistiendo las ropas que él llevaba la noche anterior al incendio, no logrará verlo más. Es sólo otra forma de aceptar la muerte. Nadie ni nada le devolverá ese instante ni la fuerza que la empujó a asomarse por la ventana y descubrir que verdadera: mente Ruggiero tenía la razón: más que él durarían los girasoles, más que él y su sonrisa el pájaro que se resiste a arrastrar consigo toda la flor y, mudo e incompleto, prefiere llevarse sólo un pétalo.

También los niños volverían. Los niños recogerían las máscaras que los adultos no arrojaran al fuego y se pondrían en sus caritas pedazos del muñeco quemado mientras se agoten las lámparas y los padres vuelvan a vestir a las niñas y niños y el cortejo se inicie y los adultos duerman y ellos los releven y llenen el parque de sus risas, de esa alegría contagiosa con la que arrastran el muñeco el siguiente año, el siguiente siglo, cuando tal vez ya nadie ni nada hable de Glen sino de Luna o de Juan Francia y a alguien no le dé miedo volver al bosque de los elegidos o ir al hospital y descubrir que verdaderamente el hombre que amaba no era tan bello como ella soñó; el fuego y la muerte eran más fuertes que sus locos deseos y en un instante toda aquella belleza había quedado reducida a una grotesca forma chamuscada y retorcida de dolor o de éxtasis que, sin embargo, parecía sonreírle tras una mueca de espanto y de horror. Los ojos cerrados, los dientes apretados, blanquísimos. Diana creyó desmayarse. Alguien que parecía ser policía o médico se acercó y le dio un vaso con agua azucarada, No recordaba otra cosa, Les gritó algo. Estaban equivoca: dos. Ese que permanecía en la camilla no tenía nada que ver con Glen aun cuando ella hubiese asentido con su gesto de resignación.

Corrió hacia la casa. Empezó a empacar sus cosas. Se asomó al espejo un momento. Le fue devuelta la misma imagen. Pero ella estaba segura de huir definitivamente. Recordó a Elizabeth. Estaría destrozada por los nervios. No tenía sentido que la molestara ahora. Glen guardaba parte de su ropa en el apartamento pero prefería no ir a buscarla.

Amanecía ya. Recordó que tenía una cita con los niños y con la quema de Guy Fawkes. Se había prometido a sí misma acudir a esa cita. Las últimas palabras de Glen resonaron en su mente y de pronto le concedía la razón: lo mejor sería no negarse a la vida. Volvió a ver el sillón. El cuadro incompleto. El pájaro a medio terminar, rodeado de nubes y vacío. Todo volvía a repetirse como una película cuyas escenas principales se reiteraban, empezando esta vez por el final. Alzó la vista. Se fijó otra vez en el pájaro. Salió definitivamente de la casa. Tenía una cita. Tenía que volver al parque. Penetrar de nuevo en el bosque de los elegidos era casi un desafío. Los niños esperaban por ella. El girasol temblaba en la tardanza lo mismo que la piedra enciende en la espera el rápido fuego.

Si era cierto que ya no tendría con quién compartir ese momento en que verdaderamente se siente perdida, como si no hubiese otra posibilidad sino la aceptación de un final ya próximo, también lo era el hecho de que aun encerrándose en el baño y pasándole la cerradura, como Glen lo hacía tal vez para asustarla, no iba a lograr que una persona distinta a ella misma viniese a tocarle repetidamente la puerta, reclamándole que ya tenía mucho tiempo en el baño y estaba nerviosa. Pasó la mano por el espejo; creyó descubrir a Glen en ese instante en que se sintió desde entonces enamorada y empezó a imaginar si tendría años parada allí, bajo el árbol, sosteniendo durante siglos la sombrilla, esa misma sombrilla o girasol asido con fuerza, como si ya fuese lo último a realizar antes de decidirse a encerrarse en el baño, vestido como Glen, luciendo su más bella camisa y el blue jean ya gastado.

Sin pensarlo más se metió en la bañera. Va calculando cada momento, cada gesto y cualquiera diría que nunca había pensado en matarse; alguien habrá colocado el revólver dentro de la bañera. Se empaña su memoria lo mismo que el espejo. No se pondría máscara, pero ella iría vestida de hombre y sin máscara a la quema de Fawkes; iría como cadáver aún viviente. Calcula todos los gestos antes de meterse en la bañera. No se mataría aún. Asistiría primero a la quema del muñeco; necesitaba presenciarla ese año y contemplar la caída de hojas y el renacer de lámparas. El cortejo de niños. Oír el sonido del tren llamándolo, el sonido del tren esperando por los adultos ya cansados, ya sin fuerzas para sostener una lámpara ni para arrastrar al viejo Guy por las calles y parques de la ciudad que los adultos han dejado vacía.

Los niños la llenaban. Los niños. Los niños regresaban cargados de girasoles y muñecos. Salen de los más apartados rincones de a ciudad abandonada, gritando y reiterando la frase aprendida de los que ya se han ido: greater than Guy Fawkes, greater than Guy Fawkes, repetía la niña que había escogido esa tarde para fotografiar. Casi sin pensarlo, había elegido a la niña que seguida por su hermano, se empeñaba en acosar a Diana pidiéndole otra foto, colocándose delante de ella, en actitud desafiante, como si se tratara de impedirle el paso sino le tomaba más fotos. Diana la complació otra vez. Tal vez la niña se haya extrañado mucho al tropezarse con un adulto que no lleve máscara. Tal vez le exija una explicación. ¿Por qué decidía quedarse en una ciudad abandonada por los adultos no siendo ella niño?, parecía preguntarle la niña mientras corría ladera abajo hasta llegarse al banco, adelantándose a Diana, como si conociera hacia dónde se dirigía, como si de antemano supiera que Diana parecía haber estado esperando allí toda la vida. Pero la niña, aguarda por ella, sentada, inmóvil, dispuesta a ser fotografiada por séptima vez, Alzó la vista. Vio la casa, la casa en la colina donde por primera vez se había encontrado con Glen una tarde de lluvia. Ninguna de las dos pudieron evitar sentirse tristes, como si para ambas, para Diana y la niña, se cerraran todas las salidas y nunca jamás viesen algo distinto a esa casa, a esa colina, a ese parque. Diana comenzó a experimentar cierto malestar. Como si de pronto se sintiera atrapada por los niños en el parque acosada para siempre por la niña que no la dejaría salir de allí. Se rió. Trató de reírse. Le había expresado al barbero su deseo: poseer un rostro como el de Glen. Quizá el cambio fuese tan perfecto y la niña estuviera confundiéndola con Glen. Quizá el barbero la creerá loca cuando descubra mañana su nombre en los periódicos. Se extrañaría. ¿Por qué Diana había decidido morir con los papeles de identidad de Alfredo Ruiz si vestía ropas de su amigo Glen?

La niña se escondió detrás del árbol. El hermano subió la colina. Le hizo señas desde lo más alto. Le pareció que el niño, al jugar con las cenizas del muñeco, deseaba decirle algo. Subió ella también, sin otro deseo que no fuese el de complacer al niño por última vez. De Guy Fawkes apenas si quedaba un pedazo de lo que fue nariz. El niño se la puso sobre la suya, colocándose delante de Diana, posando para una nueva foto. Diana no aguantó más y sin preocuparse si el niño se asustaba, rompió a llorar. Se sentía prisionera. De nuevo entre redes, El niño se quitó el pedazo de nariz de su rostro y se le acercó, temeroso de haberla asustado. Tenía la carita llena de carbón. Le pasó la mano por la frente para apartar el mechón de cabellos que caía sobre sus ojos. Un niño demasiado hermoso para vivir en la tierra, mucho más hermoso con su cara de cenizas.

La cámara cayó a sus pies. El niño se agachó para recogerla y dársela a Diana. Se escuchó un grito. La niña llamaba a su hermano. El niño caminó hasta el borde de la ladera. Le hizo una seña con la mano. La niña comenzó a ascender. El niño regresó al mismo sitio e insistió en que Diana le tomara una foto. Le mostró las palmas de las manos, como tratando de pedir excusas por andar tan sucio. Diana le sonrió y agachándose, se agarró fuerte de sus piernas. El niño le pasó la mano por el pelo, recordándole que alguien alguna vez había hecho lo mismo por él.

Ya no pudo contener el llanto y aunque lloraba a gritos, tratando de arrancarse de su alma todo el pesar o el goce que le producía el rostro polvoriento del niño, no logró calmarse. La niña terminó de subir. No necesitó de las palabras de Diana o de su hermano para comprender que el muchacho necesitaba de su protección. Tal vez el muchacho dijera una palabra con el gesto de enseñar las palmas de las manos y su sucia carita. La niña se acercó un poco más a Diana. Le dijo algo. Le enseñó las primeras ovejas que empezaban a llenar el parque.

Diana no estaba segura de si subían o bajaban, si las ovejas les pertenecían a los niños o si simplemente no hacía falta conocer quién era su dueño. Lo que al principio fue un goce estático fue lentamente creándole una sensación de encierro y de angustia. El parque resultaba pequeño, y, sin embargo, no terminaban de entrar las ovejas. La ladera se asemejaba a un mar encrespado, produciendo efectos que le encantaban y que al mismo tiempo la fueron llenando de temor. Los niños en cambio, contentos, parecían dirigirlas desde la colina. No imaginaba de dónde sacaría fuerzas para resistir tanto balido. Ya ni siquiera parecían balar: algunas corrían atropelladamente o intentaban hacerlo antes de morir una junto a la otra, una encima de la otra, acurrucadas, temerosas, amontonadas junto a lo que años atrás fue una escalera por donde las ovejas bajaban y subían. Quizá la casa de la colina siguiera en pie. Quizá las ovejas se dirigiesen un día hacia la casa siempre atenta a próximas llamas y siguientes balidos, cuando se recojan otros gritos y otras lámparas y otros niños y se amontonen todos junto a la escalera para morir de miedo, temblando, acurrucados, huyendo del fuego, todavía a la espera de un sitio de encuentro.

No eran girasoles. Aquello que al principio se asemejó al cielo no era otra cosa distinta del infierno, un infierno seductor con su brillo amarillo imitando a un campo de trigo, a un sembradío de girasoles donde el cuerpo recién llegado levemente se deje sacudir por la brisa, como desenterrando antiguos dioses para volverlos música, cuando gastado de amor juguetee con la muerte, (acaso sin saber que su última inocencia está raída y no pueda convocar ninguna pasión) y se acurruque y con su balido o su grito entone canciones para nadie. Ni las ovejas eran girasoles ni los niños los pastores concediendo para ella un nuevo corazón, trazando un nuevo juego: no hay abrigo posible por más que se acurruquen y quieran ocultar los ojos a través de los cuales se tornan solitarios y desnudos con su férreo deseo de subsistir o de escapar al fuego.

Comprendió por qué, a tiempo, la niña había subido la ladera. Pero quizá nunca recupere el habla. Sobran ovejas, pero falta Dios. El fuego recorta la salida y borra los límites del parque aunque se reconozcan en el balido o en el grito: faltará el gesto que verdaderamente se haga escudo y los aúne. ¿Quién se salva con acurrucarse y amontonarse para morir temblando? La niña entendió que debería recoger algunas cosas, Diana se aferraba a la idea de traspasar su terquedad: alguien, por ella, debería borrar los límites antes que todo se perdiera y se borrase entre el fuego, cuando las tumbas se abran y ellos caigan desde las tierras altas a buscar una paz y una voz resonante más allá del cielo. Los niños no cesaban de sonreír, como si complacidos estuviesen con la suerte de Diana. Recordó que la niña había subido. Recordó que la niña bajaba, que la niña bajaría cuando se le antojara y que el niño acariciaría su cabeza, como fingiendo ser el padre O acaso imitando el gesto de Diana frente a las ovejas, creyendo que ellas necesitaban alguna caricia O acaso porque todos juntos estuviesen recordando tormentas lejanas.

Los balidos crecían mucho más. No se divisaba ni calle ni vereda ni casa en la colina, pero las ovejas no cesaban de entrar ni de salir. Los niños empezaron a alejarse pero, sin embargo, desde lo lejos, le hacían algunas señas. Diana fue bajando. Se imaginó que duraría siglos en ganar la calle. Al principio le dio miedo. Entendió que no había forma de sobrevivir sino matando las ovejas con sus pies, pasando por encima de las vivas y las muertas, sin que sintiese remordimiento o asco, sometida obstinadamente a un desafío por las ovejas que desataban en ella temores y placer. Los balidos no cesarían si ella mataba una más o si terminaba de aprisionar a dos o tres en su lento avance hacia cualquiera de las calles. Cansada de tanto perseguir la vía que los niños, adelante, parecían indicarle, optó por aquella que intuyó más corta.

Fue entonces cuando se descubrió contando mentiras, viviendo del desconcierto y crispados olvidos. No obtendría nunca la salida. Los niños volvieron a surgir, invitándola a que los siguiera, unas veces dejándose alcanzar por ella, otras alejándose con calculada perversidad para que Diana les gritase y reclamara el resto de la unión fingida o imitara el balido de la oveja que igualmente pedía salvación acurrucándose cuando retornaba de la vereda equivocada al sitio de partida, cubierta de carbón y pétalos chamuscados, de miedos agazapados, devueltos desde el suelo sin paz ni refugio. Diana (hasta entonces situada de por vida en los extremos), sintió pánico. Alzó la vista y vio los rostros de los niños manchados de sangre, los girasoles que inútilmente fueron destrozados entre piedras y riscos. La niña quiso decirle algo, mostrándole el manojo de margaritas y tréboles manchados. Demasiado sol en sus ojos, demasiada noche. El niño regresó y logró aproximarse a dos o tres metros de Diana. Supo entonces que no estaba ni en el cielo ni en la tierra y que el niño no le daría sol ni noche: se hacía doblemente inútil imaginarlo como anciano, aunque, a veces, cuando sonreía, se observaran algunas arrugas alrededor de sus labios y por su manera de cerrarlos ojos se descubriera su vejez y su cansancio después de tantos viajes en cuclillas, a tientas, sometidos a mareas, a juegos de luz.

Pero el niño o el anciano le hizo comprender que la única manera de seguir viviendo residía en el parque. Sólo allí. Las ovejas subían por su cuerpo y bajaban por él, como si el propio niño fuese la ladera inexistente, el árbol a medio terminar, la única manera de soñar o completar un pájaro, el manojo visto por Diana en la mano ensangrentada de su hermana. La vieja cubierta por una piel de oveja todavía fresca y chorreante, alzó el manojo de paja que, al instante, se deshizo en el viento, Apenas si brizna después del incendio, apenas si hollín, apenas si turbia ceniza. El sol, arriba, caía vertical sobre su cabeza enteramente calva, Se acordó. Una vez existió allí mismo un campo de trigo o girasoles con los que, tercos y obstinados, Diana y los niños golpearon las rocas. Un corazón raído por la música. Noche. Sol. Pero ya ni siquiera se molestó en abrir los ojos para seguir jugando. Los ojos que la habían hecho solitaria y muda ya no convocarían otras pasiones. Allí donde ahora vive no hace falta algo diferente a contemplar el viento desgajando restos de árboles borrando pedazos de cielo.

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