Guillermo Meneses
Documento «D»
PRIMER REPORTAJE SOBRE LA NUBE AMARILLA
La nube amarilla estuvo sobre la ciudad desde antes del momento crepuscular; pero, para mucha gente, aquel inmenso cuerpo de brillante gordura fue traído por el viento para que se forjara la sustancia de aquel atardecer: su marfil incandescente. La nube amarilla estuvo presente, suspendida sobre la ciudad, durante los momentos finales de la tarde. La mayoría de la gente se dio cuenta de que allí estaba la nube cuando ya faltaba poco para que el sol desapareciese.
Todos tuvieron que notar el redondo brillo de aquel pesado monstruo de pluma y algodón, porque la ciudad se llenó de una tensión ambiental extrañamente delicada, producida justamente por la invasión de la luz amarilla que la nube reflejaba en sus redondos vellones.
El más sencillo de los habitantes de la ciudad tuvo que sentir cómo había en torno a él —o en su más escondida intimidad — un movimiento detenido, un aletear que no llegaba a vuelo, una estridencia de tan corta duración que no podía ser sonido.
La luz amarilla estaba viva entre las casas, sobre los vidrios de las ventanas, en el niquelado de los automóviles, en la mirada y en las joyas de alguna señora, en la comba de las uñas, en el tierno verde de las hojas.
Era una luz parecida a otras muchas cosas y que se descubría como falsa y poco natural. Si hubiera sido más intensa pudiera ser resplandor de fragua, metal derretido, incendio que lame ruinas destrozadas. Si hubiera sido más suave podría equiparársela a la quieta luz que la lámpara deja sobre el blanco mantel de las cenas hogareñas. Pero no, la luz de aquella tarde era como la impresión que puede producir la palabra de un individuo extranjero que nos pregunta algo en un idioma desconocido.
Todos pudieron darse cuenta de que aquella nube decía una misteriosa verdad (decía muerte, decía «santo, santo, santo», por ejemplo), y su luz se deslizaba por todas partes y anegaba todos los rincones. En el vaso alzado para beber el agua, en los anteojos de un oficinista, en el metal de un anillo de desposados, en el barniz de las paredes, estaba aquella luz que corría por las calles y rozaba con sus dedos amarillos a los transeúntes.
La enviaba, desde su quieta presencia sobre los techos de la ciudad, la gruesa nube que estuvo colocada allí desde que comenzó a bajar el sol.
Cuando la luz invadió la oficina del almacén de Pérez Ponte, Juan Ruiz la definió como un desagradable tono mineral, de cualidades no definidas. Aquella luminosidad lo sumergía en el ambiente del laboratorio de química del colegio; si aquella luz amarilla pudiera ser llevada al tubo de ensayo y colocada en contacto con el ácido sulfúrico, produciría una reacción azul-violeta, lo cual indicaría que…
Juan Ruiz se interrumpió. Miraba la luz filtrada por las rendijas de las persianas. El trozo luminoso que caía en un ángulo de la ventana equivalía a una mancha de orín. Óxido. Y la unión con un ácido produciría una sal azulenca, una sustancia azul como sólo se produce en los tubos de ensayo calentados con el mechero de alcohol, sobre la porcelana del laboratorio.
Y por cierto que su vida actual nada tenía en común con lo que podía preverse en aquel Juan Ruiz que se había opuesto a que lo hicieran cura y quien, como estudiante de química, se asombraba ante la fórmula del carbono, ante el dibujo que podía confundirse con la imagen ideológica de un cristal.
Para aquel estudiante había mucho de fino milagro en los experimentos químicos. Un milagro o una rápida manipulación, como las que pueden realizar entre los telones de un escenario los ilusionistas y prestidigitadores. Sólo que, en el laboratorio, el ilusionismo, la magia, el milagro, se llamaba ciencia.
En el borde de la ventana, entre las rendijas de la cortina de madera, estaba aquella luz mineral. Aquello debía oler a musgo y daba también la sensación de yerba o de mar. Podía hacer pensar en la lluvia: una lluvia fría y poderosa como las notas del órgano de una iglesia abandonada. Por ella —por la luz— se provocaría otro recuerdo de adolescencia: el del muchacho que dice la melodía de un canto eclesiástico. Juan Ruiz en el coro de San Francisco y sus palabras de amorosa tristeza, su Domine, no sum dignus.
Juan Ruiz escribió en su pequeño block de notas comerciales: «Una luz mineral, sagrada, caliente, que tiene en sí misma las cualidades contradictorias de frío, de lluvia, de aire libre». Le había sucedido siempre —siempre no, pero le sucedía desde hacía mucho tiempo— el estar sumergido en un mundo en el que se cruzaban imágenes apenas esbozadas, enredadas unas a otras, ninguna claramente definida, ninguna exacta en absoluta soledad, sino confundida, deslizada por rampas neblinosas hacia la nada.
Cierto que la excesiva amistad de los licores podía ser responsable del confuso oscurecimiento, pero no porque hubiera una razón era menos doloroso el caso. Redactaba con rapidez cualquiera de los documentos relacionados con el trabajo de la oficina, pero cuando el pensamiento se dirigía hacia el terreno de los juegos literarios, apenas si encontraba un montón de ideas, de fórmulas indecisas, caídas unas sobre otras, inútiles en su aglomeración, inútiles en la vaga mescolanza de sus líneas.
Era necesario analizar aquella luz, había pensado. Una luz mineral, semejante a la que puede nacer al contacto de dos materias en el pequeño mundo de un tubo de ensayo. Dos materias que —así podría decirse— llevaban en sí una carga de recíproca atracción. Esa era la apariencia que brotaba de la realidad de la luz. Pero lograr una definición exacta requería más. La imagen que sirviera para limitar y expresar la luz debía dibujar con precisión la urgente afición de los átomos que se buscaban y se unían para producir el nacimiento de aquel color maravilloso, milagroso.
Juan Ruiz escribe en una hoja de su block de notas: «Una luz metálica, milagrosamente inicial, nacida en este instante, como el color de una reacción química». Raya, vuelve a escribir: «Una luz mineral, de madrugada química, recordada a través de un tubo de ensayo».
En este instante, un nuevo elemento entró a formar parte del ambiente de la oficina. Esta vez, no de color, sino de temperatura. Juan Ruiz miró a sus compañeros de trabajo: Lola Ortiz, Luisa López, el patrón, Joaquín Pérez Ponte. Lola fue la primera en decir su regocijada opinión:
—Llegó un poco de fresco. Una brisita.
Efectivamente, un pequeño movimiento del aire se filtraba a través de las maderas de la persiana y las hacía golpear dulcemente contra los vidrios de la ventana. Lola suspiró.
Juan Ruiz creyó saber que Lola pensaba en el pozo del gran río donde se bañaba de niña. Pero, seguramente, no era cierto aquello; sólo una suposición, sin base alguna, ya que él no conocía la infancia de Lola, aunque fuese su amigo desde hace mucho tiempo, desde la época de la pensión de estudiantes, y como aquella Lola de entonces se llamaba Lola la Guayanesa y como en relación a ella había siempre una imagen del Orinoco, Lola aparecía como fluvial, fresca, acuática.
Había pasado el tiempo para todos y Lola era ya una mujer mayor de treinta años, que poco parecido tenía con la muchacha alegre, llegada un día cualquiera a la pensión de doña Rosita: la Lola guayanesa, vestida con la imagen del río,
La brisa invadía como finísima corriente de agua el territorio de la oficina, pasaba a lo largo de las paredes, bajo los escritorios, junto a las piernas de las secretarias. No destruía la metálica luz permanente; al contrario, se unía a ella y completaba la impresión de luminosidad mineral, como si la humedeciera.
Pérez Ponte, el patrón, se levantó de su escritorio. (Pérez Ponte, antiguo compañero, había pasado muchos ratos, como asiduo visitante, en las tertulias de la pensión de doña Rosita y protegía ahora a un amigo como Juan Ruiz, a una amiga como Lola Ortiz.) Al pasar junto a Lola, sonrió como si pudiera suponer que había alguna complicidad entre ella y la pequeña brisa que acababa de llegar. Lola devolvió la sonrisa.
¿Habían sido amantes alguna vez Lola y Pérez Ponte? Juan Ruiz pensaba tristemente en esa posibilidad. Para Ruiz, Lola había sido siempre una magnífica pasión poderosa; pensar en ella, la más bella aventura del corazón y del cerebro. Sólo que esos pensamientos y esos sentimientos ninguna relación tenían con el ser humano llamado Lola Ortiz. Muchas veces había razonado que necesitaba aquella hermosa mujer morena y, sin embargo, bien sabía que entre los dos no había sitio siquiera para la cordial amistad.
Pérez Ponte salió. Los batientes de la puerta se entrecruzaron temblorosos durante algunos instantes, como si Pérez Ponte en persona tartamudeara excusas. Idea absurda, naturalmente, porque Pérez Ponte no tenía razón alguna para creerse en falta, a menos que tener dinero pudiese suponer una culpa ante sus empleados pobres, a menos que el hecho de engordar como había engordado Pérez Ponte pudiese parecer a alguien una indelicadeza.
En cuanto Pérez Ponte salió, Lola puso la mano en el teléfono. Lo hacía siempre así (Juan Ruiz lo había observado suficientemente) y era como si demostrara con ese gesto de impaciencia su voluntad de ser libre. Frecuente el gesto de Lola, su mano sobre la negra curva de la bocina telefónica. Llamar. Ponerse en comunicación con gentes pertenecientes a un mundo distinto a la rutinaria tarea de la oficina. Llamar. ¿A quién? Tal vez, hace algún tiempo, a Pérez Ponte.
Juan Ruiz miró cómo la muchacha dejaba la bocina en su sitio y se mordía la uña con gesto de inconformidad; luego fue como si un hipo de tristeza le subiera a los labios. No tenía a quién llamar Lola Ortiz; nadie a quién decir «espérame». Estaba avejentada Lola, dulcemente golpeada su carne por los años. Y pensar que en los tiempos de la pensión de doña Rosita fue para todos —en especial para Juan Ruiz— un vendaval de extraordinaria belleza…
Difícil imaginar cómo se había hecho aquel proceso de destrucción. No es que hubiese engordado o enflaquecido, ni que estuviera especialmente arrugada; era —nada más— como si su antigua morenez de barro armonioso se hubiera convertido en oscura ceniza. «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad…». La que fuera airosa columna había caído en ese campo donde se marcaba la huella de la soledad. No había posible compañero para la airosa arquitectura de antaño, caída sobre si misma y cubierta por la ceniza de la soledad.
Juan Ruiz miraba la ansiosa tristeza de Lola, su roja uña entre los labios rojos. Iba a llamar por teléfono de nuevo. Pero ¿a quién?, ¿a quién? El tableteo de la máquina de escribir de la otra secretaria —Luisa López— repiqueteaba en la atmósfera, en la brisa y en la luz.
—Ha llegado un poco de fresco, ¿verdad?
Sí. Admirable ese pequeño soplo de aire que entra en el bochorno de la tarde sin romper la metálica luz que impregna el ambiente.
—¿Vamos al cine?
Lola escucha con terror su propia voz. No quiere ir al cine, pero ha hecho esa proposición que Luisita ha aceptado en seguida. («¡Claro! ¿Cuándo podrá Luisita decir no a una invitación?»).
Juan Ruiz sonríe.
Podría dibujar los pensamientos de Lola con mayor exactitud que sus propios pensamientos. La conoce desde hace tiempo y la quiere con buen cariño y la desea con violenta pasión, aunque nunca haya significado ninguna de esas cosas siquiera una corriente de amistad. El «campo de soledad» es tan fino e inquieto en sus reacciones como lo era el bello animal de la juventud.
Lola comenzaba a fabricarse la posibilidad de una llamada telefónica, había inventado ya una cita sobre la base de esta luz llameante que tiembla en la atmósfera y todo lo ha roto con sus propias manos antes de que comenzara a existir.
No había nada cierto; todavía se preguntaba a quién llamaría para pasar las horas del atardecer, qué hombre la acompañaría en la hora crepuscular y ya se había condenado a sí misma a ir al cine con Luisita López. ¡Y ese tonto de Juan Ruiz, eternamente a su lado desde hace años y años de vida espiándola, pretendiendo interpretar sus gestos! Seguramente diría que lo de morderse la uña era angustia, nerviosidad, ridícula tontería de una mujer casi vieja que sueña citas sentimentales para la hora del crepúsculo.
Lola se hacía los más exagerados reproches; al invitar a Luisita López se había impedido toda ocasión de buena compañía. Porque no era cierto lo que opinaba Juan Ruiz, lo que, tal vez, opinaba Pérez Ponte. Claro que el tiempo pasa y ella no tenía ya la fuerza, la impetuosidad, la alegría de los quince años. Claro que había un poco de cansancio en la tristeza; pero todavía era posible utilizar ciertos artificios y asomarse a la ternura. El alcohol, por ejemplo. Bien lo sabía Juan Ruiz. Muchas veces lo había encontrado, ya tarde en la noche, solo, soltando al viento frases de angustia. Siempre solo, Juan Ruiz. Pero había otros capaces de pintarse y adornarse con el alcohol para mirar a una mujer que, como Lola, tenía sed. Juan Ruiz era un maniático empeñado en creerse diferente a los demás, porque en su juventud había pretendido ser poeta. Lola puede recordar cierto poema dedicado a la mujer que surge de la selva y del agua, y ese recuerdo le bastaba para sentirse de quién a quién frente a Juan Ruiz. Puede pensar que si ella dejó de ser bonita, él es un pobre hombre a quien la poesía abandonó. A saber quién perdió más…
En todo caso, en materia de pérdidas, Lola había perdido esta tarde rara, amarilla, violenta. Había invitado a Luisita. Luisita había aceptado, como siempre. Lola golpeó las teclas de la máquina con exacta rabia: «a propósito de la deuda que esa firma canceló…». Podría terminar esta carta mañana. No; apenas faltaban dos líneas. Mejor era dejar listo todo, porque tal vez esta tarde se encontraba a aquel absurdo tipo que se había acercado a ella hace unos días, en un coctel de periodistas, y era posible que, juntos los dos, buscasen su propia compañía —la unión de sus soledades— en unos tragos de alcohol. Pero no. Nada de eso era posible porque había invitado a Luisita y Luisita había aceptado, como siempre.
Se marcaban nítidas las letras en el papel cuando los dedos afianzaban su rabia en las teclas. Terminó la carta: «De ustedes, atentamente»; dejó un espacio en blanco para la firma de «Pérez Ponte y compañía». Sacó del rodillo el papel. Si Luisita no hubiese tomado en serio su invitación para ir al cine, todo tendría arreglo. Se volvió para mirarla, Luisita tenía ante la nariz la diminuta polvera mientras se extendía sobre los labios la mancha grasosa de la pintura.
—Luisita…
—Ya estoy lista.
—Entonces…
—Cuando tú quieras nos vamos. Ya es hora.
Lola sentía dentro un pajarraco de ariscas plumas. Aquello molestaba en el estómago, en el pecho, junto a la garganta, a través de las venas, en el golpeteo del corazón. Aquello se parecía mucho a las ganas de llorar. Era insoportable que hubiera roto con sus propias manos todo lo que hubiera podido existir en esta tarde amarilla.
En ese momento entró Pérez Ponte. Lola y Luisita colocaron sobre el gran escritorio patronal la correspondencia y se despidieron apresuradamente. Pérez Ponte y Juan Ruiz quedaron frente a frente en la oficina de la gerencia. El patrón habló:
— ¡Qué rara luz amarilla la de esta tarde! Como de cobre.
—Como de grasa de gallina.
Así debía de ser; si Pérez Ponte coincidía con Juan Ruiz en su opinión sobre la calidad mineral de la luz de aquella tarde, Juan Ruiz se sentía obligado a disentir, a llevar como definición de la luz una condición de entraña animal que antes no había imaginado.
—Esta Lola —continuó Pérez Ponte— se va haciendo atolondrada con los años. ¡Pensar que era tan bella mujer!
Pérez Ponte se refería a la belleza de Lola con un tono de tristeza que dibujaba la presunción del íntimo conocimiento de esa ya perdida realidad de hermosura. Juan Ruiz enfurecía. Tenía ganas de decir que Lola se había transformado en «campo de soledad», porque no había hallado en los hombres que le rozaron la voluntad de darle sincera compañía.
— Lola es muy bella —afirmó.
— Todos estuvimos enamorados de Lola en aquella pensión de doña Rosita.
—Tú nunca fuiste pensionista.
—Asiduo visitante.
Pérez Ponte hablaba en tono franco y amistoso. Sobre su aspecto actual era fácil reconstruir el mozo cordial y entusiasta de entonces. Tenía la gordura del cuarentón, pero en él aparecía esa tendencia a la obesidad como decisión de triunfador, como signo de riqueza. Había instantes que lo hacían sentir su grasa como residuo de monedas, sucio de transacciones, basura de los negocios en los que intervenía, mugre de billetes usados: una especie de manteca amarilla.
—¡Qué luz tan rara! —repitió—. Como de cobre.
—Como manteca de gallina.
El patrón iba a responder algo desagradable cuando, desde la calle, reventó en la oficina, como una fruta podrida, un grito de hombre pesado y oscuro al que se enredó un alarido de mujer.
—¡Lo mataron! ¡Lo mataron! ¡Socorro, Joaquín, que lo mataron!
El nombre de Pérez Ponte era Joaquín. Mientras alguien lo sostenía sobre la pila bautismal y una mano dejaba caer sobre su cabeza el chorrito de agua bendita, un cura afirmaba, hace cuarenta años que aquel niño gordo se llamaría Joaquín. Un niño gordo. Un adolescente enérgico, entusiasta de la literatura: un hombre —gordo de nuevo— cuyo destino encerraba riqueza, poder, capacidad de mando y, también, ese grito que lo llamaba desde la tarde incendiada de luz amarilla.
— ¡Socorro, Joaquín, que lo mataron!
— Es Lola la que grita. Está aterrorizada.
Y cuando estaba aterrorizada gritaba Joaquín, como si dijera que era cierto que ella y Pérez Ponte habían sido amantes alguna vez, como si llamara con su nombre a quien la había besado en los instantes de miedo a su propia pasión.
Pérez Ponte alzó la persiana. Aquella luz amarilla y pegajosa (como manteca de gallina, como gordura de rico, como barriga de Pérez Ponte) invadió la oficina en una bocanada estridente y enferma.
Frente a la ventana, Lola lloraba, gritaba. Su rostro se descomponía en una mueca de máscara. Los balaustres de la ventana encuadraban su agitación como si la tuvieran encerrada en el gran manicomio de la tarde llameante.
— ¡Lo mataron, Joaquín, lo mataron!
Gritaba y susurraba al mismo tiempo, como si poseyese una garganta de bebé que se cambiara de pronto en dura laringe de animal apaleado y rencoroso.
«Lo mataron, lo mataron, lo mataron, lo mataron…».
Las palabras se unían hasta perder el sentido, hasta convertirse en una serie de sílabas que decían «ta ron, lo ma-taron, lo ma-ta-ron, lo ma… ta… ron, lo mataron…». Como una letanía discordante.
—¿A quién?
El tembloroso dedo señalaba con su punta roja el ensangrentado cadáver de Justino, un obrero del almacén de Pérez Ponte.