literatura venezolana

de hoy y de siempre

Nunca más Lili Marleen

May 26, 2025

David Alizo

PRIMERA MEMORIA

CASI TODOS LOS NÍTIDOS RECUERDOS que guardo del alemán Helmut Braune los tengo ordenados en mi memoria en relación con dos sitios invariables: el Hotel Europa en La Mesa de Esnujaque y la hacienda de los Victoria, entonces una finca de caña panelera cultivada en suaves estribaciones andinas, recorrida por vientos fríos y esporádicos borrones de neblina. En este lugar agrario, más allá del río y de la represa, después de la subida que pasa en torno a un trapiche en ruinas, arraigada en una altura plana como en un escenario de película, se encuentra la casa de doña Berta Victoria, Frau Braune como la llamaron en otros tiempos (en sus buenos tiempos), antes de que ella supiera quién había sido en verdad el hombre que fue su esposo, Herr Helmut Braune. Años más tarde supe que ese no era el verdadero nombre del alemán, que no era tampoco un alias ni un seudónimo, sino un nombre falso inventado por el círculo secreto Odessa que lo ayudó a escapar por la ruta Innsbruck-Génova.

La gente dice que a Helmut Braune se le vio por primera vez un día de marzo de 1947 en el estrecho aeropuerto de Carvajal, cuando su figura delgada y alta apareció en la puerta del Douglas DC-3 de la Línea Aeropostal Venezolana que hacía la ruta andina. Luego, en un viejo Hudson, se desplazó a Valera o pasó sin detenerse, sin mostrar a los habitantes el rostro perfilado y sagaz que, al lado del conductor, apenas se adivinaba bajo un sombrero de fieltro gris de ala corta (ladeado sobre los ojos de una forma petulante), sin la menor muestra de interés por conocer la ciudad que le daría amparo por varios años, una mujer de familia encumbrada y buena amistades.

Tan rápido como les fue posible enderezaron hacia la carretera Trasandina, dejando a su paso una serpiente de movedizo polvo blanco y espeso, y se dirigieron a La Mesa de Esnujaque, un pueblo agazapado en una meseta inclinada y escondido entre escarpadas montañas, donde la perfecta y eficaz red Odessa (o más bien ODESSA) había dispuesto que fuera la última etapa del largo y complicado periplo que había comenzado doce meses atrás entre las altas montañas del Tirol, en Innsbruck. Por supuesto, todo esto ocurrió hace mucho, hace casi un cuarto de siglo.

Cuando volví a la casa de la anciana ya hacía un par de años que había abandonado el Frau Braune y de nuevo era Berta Victoria, doña Berta Victoria, y sabía que ella no deseaba indagar ni hablar del pasado. Mientras subía bajo un cielo encapotado la cuesta del trapiche que da vuelta y llega hasta la casa (antes -había dicho mi padre-, mucho antes fue un camino pendiente de acémilas que uno recorría a lomo de mulas desnutridas, de ojos tristes y vidriosos y lenguas colgantes), recordé la primera vez que me encontré ante la presencia de Helmut Braune, con el rostro que en otro tiempo había debido hallarse entre la crueldad o la violencia. Estoy casi seguro de que fue hacia el año de 1948, en ese pueblo de montaña, en el jardín del Hotel Europa, donde solíamos pasar los fines de semana disfrutando una temperatura fría y un menú diferente. El gran jardín estaba cruzado de caminos, macizos de flores y acequias, y en algunos rincones aparecían pequeñas cabañas que recordaban las casas de los paisajes de Alemania. Mi hermano y yo, niños aún, reproducíamos de seguro algún film visto esa semana en el Cinelandia de Valera y recorríamos los pasajes, senderos y rincones del vasto jardín, él haciendo del malo y feo de la película que se oculta del valiente y buenmozo que era yo (ventajismo de hermano menor, porque en la vida real era él quien recibía los elogios de apuesto), cuando de pronto me hallé con los encendidos ojos azules de Helmut Braune clavados en mí. Sólo miré sus ojos, que tenían un brillo frío y cruel, y aquella mirada punzante me asustó de tal manera que no continuamos el juego.

Salimos del jardín y nos refugiamos en una huerta bien surcada, colindante con la cocina, donde solíamos conversar con Cornelia, una muchacha de catorce años, bajita, menuda y avispada (la recuerdo de una rozagante belleza andina, casi incaica). Había sido criada desde muy niña por Mrs. Emilia Bachmeier, la madre adoptiva, una alemana setentona, alta, erguida y huesuda, que hacía unos quince años había fundado el Hotel Europa con su difunto marido norteamericano, Mr. Peter Grant. En su estilo, el hotel correspondía con la nacionalidad de la dueña (por cierto, no era el único alojamiento de alemanes que había en la zona, había otros más situados en lugares escogidos, y se llegó a pensar que la región le sentaba bien a ellos). Cornelia Bachmeier no sólo había aprendido los indispensables conocimientos para disponer de forma adecuada las mesas del comedor, así como las maneras correctas de pasar las fuentes de comida, vestida con blusa blanca, falda y chaleco verdes y largo delantal rojo, sino que, para sorpresa de todos los huéspedes, la muchacha se entendía con Mrs. Emilia en perfecto alemán y sabía leer y escribir en este idioma (conocía, por lo demás, algo de historia alemana, y la hacían hablar, sin ningún sentido, del emperador Guillermo II, del Canciller Bismarck y del «héroe de Tannenberg», el Mariscal Hindenburg).

Esa tarde nos enteramos, por Cornelia, de que el señor alto, de nariz recta, pelo rubio y penetrante mirada azul que yo había encontrado de golpe en el jardín era Herr Helmut Braune, un alemán reservado, recién llegado al hotel, al parecer pariente de Mrs. Emilia (nunca se la llamó Frau ni señora, sino Missis Emilia). Además nos informó que estaba alojado en una de las apartadas cabañas, «el bungalow número tres», dijo (como decía el difunto Peter Grant), y nos recomendó, de paso, mantenernos lejos de la casa, porque al hombre le molestaba la presencia de gente en los alrededores y, en especial, no deseaba niños bulliciosos. Casi todas las noches, después de la cena, Braune se reunía a conversar con Mrs. Emilia en su pequeño salón privado y Cornelia, sin proponérselo, escuchaba fragmentos del diálogo en alemán, mientras ella tomaba té y él bebía coñac en una amplia copa de cristal.

-Lo raro es que siempre dice lo mismo. Que ahora este lugar es su Ausseerland y sobre…

-¿Sobre qué? -preguntó mi hermano.

-Que no se arrepiente de nada. Y dice: si no lo hubiera hecho yo, otro lo habría hecho -dijo Cornelia, imitando la voz del alemán. Para nosotros, a nuestra corta edad, ese «no arrepentirse de nada» tenía tan solo un significado misterioso, porque no sabíamos entonces que era una justificación casi infantil por un sentimiento de culpa de alguna falta terrible. Muchos hombres que sienten repugnancia por las cosas que han hecho, acomodan el pasado a su conveniencia para vivir sin el peso del remordimiento.

Cada mes, en el Hudson del Hotel Europa, Helmut Braune bajaba a Valera con el chofer de Mrs. Emilia (ponían más o menos tres horas en cubrir la distancia por una carretera accidentada, polvorienta y serpentina, con derrumbes de trecho en trecho), con el exclusivo propósito de verificar si en la cuenta que había abierto a su nombre en el Banco de Maracaibo le habían depositado el dinero mensual de procedencia secreta. Hecho esto, retiraba una cierta suma, abandonaba la oficina bancaria y se dirigía al correo para retirar la correspondencia acumulada en su apartado, junto con algunos libros y revistas en alemán. Luego procedía a enviar las cartas escritas por él durante el mes, siempre un paquete de diez a doce misivas dirigidas a destinatarios residenciados en Buenos Aires, Santiago de Chile, Addis- Abeba, Madrid y El Cairo. Finalmente, con el mismo aire de emigrado, volvía a abordar el Hudson de siempre, conducido por el chofer de siempre y regresaba a la cabaña de siempre en el Hotel Europa, a la rutina diaria de leer y escribir en una libreta grande forrada de tela estampada con una imagen alpina. Así pasaba las horas del día, leyendo y escribiendo, si no fumando por las tardes con aire abstraído (se le sentían los pensamientos: ¿trataba de vindicar sus errores?), sentado solo en el estrecho porche de aquella cabaña (el bungalow número tres), siempre dulcificada por el ruido del agua de una acequia adyacente, o muchas veces, también, oía una y otra vez una música descriptiva que muchos años después, cuando comenzó mi gusto por los clásicos, identifiqué como las oberturas fenomenales de las óperas Tannhäuser y Lohengrin (en alguna parte leí, años después, que Hitler había dicho: «El que desee comprender a la Alemania Nacionalsocialista tiene que conocer a Wagner»). En cuanto a las comidas, a eso de las ocho de la mañana se presentaba en la casa una vieja sirvienta ataviada con cofia y delantal blancos, portando una bandeja de desayuno; el almuerzo lo hacía con puntualidad al mediodía en el comedor, en una mesa que era sólo para él, dispuesta en un rincón apartado, donde también le servían la cena a las siete de la noche, luego de lo cual pasaba al recibidor privado de Mrs. Emilia y con ella entretejía una intrincada conversación hasta pasada las diez de la noche, en aparente santa paz (tal vez en apariencia). Mientras saboreaba con aire abatido un cognac Napoleón contaba historias -según decía Cornelia- que no tenían pies ni cabeza, porque eran como semblanzas recortadas, refiladas, no completamente narradas, sino dichas a medias, como quien desea ocultar detalles, por eso no pudo nunca reconstruir una historia completa de las tantas escuchadas, en las cuales mencionaba trenes, perros, soldados, etc., (siempre con algo de quien ha conocido el sabor de la muerte).

En esa época yo era un niño con imaginación inquieta. Mi cabeza estaba llena de ideas y mis sentimientos estaban a flor de piel. Estaba comenzando a leer libros propios de mi edad: La Isla del Tesoro, unas ediciones adaptadas de Las Mil y Una Noches, Los Miserables, Alicia, David Copperfield y otros textos que ahora se pierden en mi memoria. Me gustaban las películas de misterio y solía inventar historias enigmáticas. La llegada de Helmut Braune al Hotel Europa fue la delicia para mí, porque aquel hombre alto, rubio, que cojeaba un tanto de la pierna izquierda por culpa de un perro que lo había mordido años atrás, según decía, que vestía pantalones y camisa de caqui y llevaba casi siempre unos zapatos de cuero anaranjados, fue el objeto de mis fantasías. Había algo en él que hacía suponer que siempre tenía presente todo lo que sabía, como se tiene presente lo que se va a hacer de inmediato. Todos los fines de semana, durante nuestras estadías en el hotel, buscaba la manera de investigar su vida. Aparte de los interrogatorios a los que sometía a Cornelia (recuerdo ese modo tan formal de decirme «no averigües lo que no te importa»), cuando él abandonaba la cabaña para dar largas caminatas fuera del pueblo (tenía un gusto exagerado por esos paseos a pie por un sendero montañoso, y aunque le molestaba la leve cojera, no abandonaba el aire altanero), aprovechaba para curiosear por un resquicio de una ventana el interior de la casa, pero sólo alcanzaba a distinguir en el pequeño recibo algunos libros sobre una mesa, una ruma de discos al lado de una gramófono RCA Victor (recordé la propaganda del perrito fox terrier que escucha de la bocina «la voz del amo»), un recorte de la vamp Marlene Dietrich pegado a una lámpara de mesa (los labios sobrepintados y vestida de hombre como casi siempre), la mitad de un mapa político de Europa fijado en la pared, en el que apenas identificaba tres países (Italia, Francia y Alemania), y una fotografía indefinida enmarcada en un portarretrato colocado sobre un chifonier, donde además distinguía numerosas postales, una cámara de fuelle y una navaja suiza. Pero muy pronto me cansaba de jugar solo al detective como un Charlie Chan cualquiera (más que un juego era un divertimento sotto voce), porque mi hermano no me acompañaba en la indiscreta y temeraria diversión, que después de tantos años recuerdo con magnífica claridad.

Lo cierto es que alrededor de mis diez años comenzó mi interés por saber quién era este alemán discreto y desconfiado (daba la impresión de que se escondía, ¿pero de qué o de quién?) Por supuesto, al principio no fue más que un juego infantil, como he dicho, pero con los años el interés inocente se tornó en algo más significativo, sobre todo cuando, gracias a Cornelia, se descubrió su identidad, muchos años después. En aquel primer tiempo (ya había pasado un año del encuentro en el jardín con el hombre de la mirada azul), Braune había ido haciendo poco a poco algunas amistades con huéspedes ocasionales del Hotel Europa. Aunque al principio parecía hostil al mundo que lo rodeaba, terminó confraternizando con algunos visitantes, entre ellos mi padre, pero en especial con un hombre de negocios de Valera, representante de la Cervecería Zulia, con quien estableció una relación exclusiva. Se llamaba Raúl Gilmas y era un hombre de unos cuarenta años, siempre vestido de impecable lino blanco, algo obeso, de gesto sonriente en su cara de luna llena, con dientes grandes, amarillentos y separados. A Gilmas le gustaba expresarse con metáforas, lo cual le convertía en el centro de las burlas al decir, por ejemplo, «el líquido perlino de la consorte del toro» (era una persona extravagante, pero inocua, que en parte dedicó su existencia a la tarea de crearse una imagen). La inclinación germanófila de Raúl Gilmas se había puesto de manifiesto cinco años atrás, en un salón privado del Club del Comercio, donde se reunían a diario algunos socios alrededor de un radio de baquelita y un mapa de Europa, con el propósito de escuchar los boletines en español que emitía la BBC sobre los pormenores de la Guerra Mundial (el locutor de la emisora londinense era un paisano, lo cual colmaba de orgullo a los escuchas). Entonces Gilmas subrayaba sus incomprensibles y absurdas simpatías por los avances de las tropas de la Wehrmacht y manifestaba contrariedad cuando los aliados ganaban terreno (corría el año 1944, ya se había producido el desembarco en Normandía y en el frente oriental los rusos habían tomado Nóvgorod, la Operación Barbarroja era entonces una pesadilla pavorosa para los oficiales alemanes). Gilmas era el único de los asistentes que tomaba partido por un país que representaba lo contrario a lo que a todas luces parecía el lógico sentido común (comparando mis recuerdos de infancia con el conocimiento que hoy tengo sobre los nazis, los alemanes eran entonces tan sólo para mí los malos de la película). El mundo entero se informó luego de todos los horrores que los nazis habían cometido durante el conflicto mundial. En todo caso, estoy seguro de que, salvo su germanofilia y las cervezas que compartía con Braune, no existió ninguna otra razón para aquella estrecha amistad fraguada muy rápido y asimétrica, porque Gilmas, aparte de una simpatía natural, no era un hombre de conocimientos, aunque a veces sorprendía (a mí me sorprendió, y en su momento se entenderá mi asombro). Hablaba de la cerveza tipo Múnich, fabricada en la ciudad donde se había producido el Putsch de la cervecería, y del vino del Rin Liebfrauenmilch que siempre ofrecía a las señoras que visitaban el club. En cambio, a Braune le gustaba la buena música y era un buen lector. En esa época, sus autores eran Vicki Baum, Stefan George y Carl Schmitt, y estaba suscrito a las revistas alemanas Der Spiegel y Stern (como también lo estaba el Hotel Europa, que además recibía mensualmente las publicaciones Life, Time y las Selecciones del Reader’s Digest).

Fue en el número 36 de la revista Stern -lo tengo muy claro en mi memoria- donde un día me encontré con la fotografia de Braune (me gustaba ojear las publicaciones extranjeras y, seducido por las ilustraciones, me demoraba en cada página, precisando los detalles). Al principio me pareció que el hombre de la fotografía tenía un parecido sorprendente con Helmut Braune, aunque era algo más joven. No tardé en desechar la idea y me convencí de que se trataba de una simple casualidad, porque, a mi edad, no podía admitir que fuera la misma persona. Recuerdo perfectamente ese día y lo que pasó entonces. Estaba una tarde en el pequeño salón de lectura, donde no podía leer ni los libros ni las revistas extranjeras acopiadas en esa habitación silenciosa (todas las publicaciones estaban en alemán y en inglés), cuando me encontré con la fotografía del hombre que me pareció Braune, aunque en la leyenda no aparecía su nombre, sino el de Martin Fuchs y la palabra: Sturmbannführer-SS. En la misma página había otra fotografia que no tuve tiempo de observar bien, porque en un momento en que levanté la vista me encontré con la mirada severa de Braune. Estaba parado frente a mí, con una mano extendida.

-¿Me das esa revista, muchacho? -me solicitó con palabras cortadas y con tono autoritario e implacable.

Nunca olvidaré su rostro agudo, la mirada capciosa, cierto porte arrogante, su voz de mando. En ese momento supe que Braune quería mirarse en su parecido, quizás para desconocerse. Raúl Gilmas estaba más atrás, con una cámara fotográfica terciada sobre el hombro, con las manos en jarra sobre la cintura ancha. Amigo íntimo de la familia desde mucho tiempo como era Gilmas, me conminó con doméstica autoridad a que tuviera la educación de darle la revista. Lo hice y el alemán me dio las gracias. No recibió la publicación con agrado, sino con una ligera molestia. Hizo rápidamente un rollo tubular, de la misma manera como se apretuja un papel inútil, y se alejó con Gilmas. Pero el asunto no terminó ahí, porque los seguí sin que me vieran hasta el pequeño bar del hotel, donde se instalaron en la barra. Esperé un descuido, situado detrás de una silla de mimbre. Me recuerdo escudriñando a través del entramado, mientras los dos conversaban y bebían cerveza de dos grandes jarras de cerámica con tapa de zinc (revivo un gesto de Braune, levantando la jarra por encima de su cabeza antes de beber). Pensaba entre tanto cómo hacer para recuperar la revista, que Braune había dejado sobre la barra, en frente suyo. Por una coincidencia feliz se presentó el momento en que un grupo entró al saloncito y ambos se levantaron de sus taburetes para saludar con cortesía y efusión, con las manos y los brazos, con abrazos y apretones de manos. En la distracción, Braune se apartó de la barra y olvidó la revista. Con celeridad felina salí del sitio desde donde atisbaba los movimientos de todos, pasé como una exhalación por entre las piernas del grupo, di un pequeño salto y de una brazada me volví a adueñar de la revista.

Me refugié en algún lugar del jardín, en un rincón oculto por un espeso follaje, y antes de volver sobre la página enigmática, verifiqué mi absoluto aislamiento. En los alrededores del sitio donde estaba sólo vi la presencia de un colibrí que, en paralizado vuelo, detenido frente a una flor, extraía el néctar con su curvado pico. Abrí la revista y comprobé que, efectivamente, Braune se parecía al hombre de la fotografía, mucho más joven sí, pero de semejanza indiscutible. Era una fotografía en la que resaltaba -recuerdo muy bien- un sello seco del estudio fotográfico Hansen & Co. de Múnich, un retrato en blanco y negro, de tres cuartos, donde apenas se veía el cuello blanco de la camisa con corbata y las solapas anchas de un paltó oscuro. La misma mirada glacial, como desprovista de espíritu, estaba dirigida hacia lo alto. De nuevo me volví a sorprender con el extraordinario parecido, pero mucho más asombroso fue encontrar, ahora sí, en otra fotografía, la imagen perfecta de Helmut Braune, vestido de militar, con una pistola en la mano. La fotografía mostraba una gran fosa y en primer plano se presentaba una ejecución: la víctima estaba arrodillada y tras ella el militar en el momento de ir a disparar. Alrededor, media docena de militares contemplaban la escena, muertos de risa. No sé cuánto tiempo estuve sin apartar la vista del hombre uniformado que estaba a punto de disparar, pero no fue por mucho tiempo, porque, con un vértigo repentino, la revista se me cayó de las manos. La recogí del suelo y busqué un sitio donde ocultarla. En la pared sin revocar del fondo del jardín que lindaba con un establo donde había un par de vacas y unas gallinas ponedoras, encontré un resquicio algo velado por la maraña y, envuelta en no sé qué, la embutí en el hueco. No está de más decir que esa tarde me marché directamente a mi habitación y la noche la pasé casi completa con los ojos abiertos, en la oscuridad absoluta. Volví a salir al día siguiente, cuando dejamos el hotel, sin referir a nadie ni una palabra de todo cuanto me había ocurrido la tarde anterior.

Dos días después, la madrugada de un martes, se produjo un golpe de estado que perturbó la vida del país. Aunque todo el mundo venía hablando de una tenebrosa conspiración para derrocar al presidente Rómulo Gallegos, la voz del escritor se escuchó por radio pausada, sosegada: «los rumores alarmistas son infundados». Todos los reconocidos méritos del presidente, intelectuales, de gran escritor, de hombre honesto a carta cabal, quien además estaba respaldado por una gran mayoría de venezolanos, no fueron impedimento para que un grupo de militares facciosos de las Fuerzas Armadas Nacionales (los mismos oficiales del golpe del 18 de octubre de 1945) lo derrocaran el 24 de noviembre de 1948. El presidente siempre confió en el apoyo de las Fuerzas Armadas, pero los oficiales sublevados querían tener el poder en sus manos y lo consiguieron, sin que la mayoría popular que apoyaba el nuevo ensayo democrático se pronunciara con movilizaciones y huelgas, con demostraciones de rechazo a los insubordinados, sin ninguna protesta. En los periódicos nos enteramos cómo el presidente fue detenido en su casa y cuan rápido el Palacio de Miraflores fue ocupado por patrullas militares. Una verdadera tragedia nacional. Como el partido gobernante había sido Acción Democrática, casi todos sus militantes fueron perseguidos, sus casas registradas y muchos de ellos terminaron presos.

Mi padre, tan sólo un simpatizante, fue a parar a la cárcel de Trujillo. Por largo tiempo dejamos de visitar el Hotel Europa. Volví a ver a Helmut Braune poco antes de su matrimonio con Berta Victoria. Estaba radicado en Valera, primero en el Hotel Haker y luego en la casa familiar que siempre había pertenecido a los Victoria. Puedo conjeturar que durante ese lapso escabroso y confuso que siguió al golpe de Estado, Raúl Gilmas y sus amigos continuaron la rutina de subir los fines de semana al pueblo de La Mesa de Esnujaque y que con ellos, en alguna ocasión, fue la atractiva señorita Berta Victoria (una mujer de gran fortuna, y se sabía en la región que, sin perder su distinción, sus buenas maneras, había rechazado varios partidos). Puedo suponer, además, que en uno de esos fines de semana en el Hotel Europa se conocieron Braune y ella, se gustaron, iniciaron una relación y luego acordaron unir sus vidas distintas.

No recuerdo una boda ostentosa en Valera para que se evocara como un acontecimiento extraordinario, pero sé que desde entonces comenzaron a llamarla Frau Berta Braune, no por respeto o consideración al extranjero, sino por maligna diversión tal vez. La llamaron Frau Berta hasta el día que se conoció el crimen del alemán, porque ella, a partir de entonces, halló que el tratamiento era ofensivo. Cuando subía la cuesta del trapiche (hacía tiempo que estaba en desuso, algunas paredes de adobes se habían caído el último año, las enmohecidas pailas de cobre perduraban cubiertas con tablones ahumados y pedazos de torcidas láminas de zinc que habían sido parte del techo, y de la robusta chimenea de ladrillos ya no salía el humo gris que antes anunciaba la molienda, ni el aire estaba impregnado con el olor dulzón de la melaza), cuando subía en mi carro la angosta carretera, digo, después de caminar por el embalse y la rueda de Braune, me previne ante la posibilidad de cometer el error de llamarla Frau Berta, lo cual habría sido una imperdonable falta. Para todo el mundo, ella era otra vez doña Berta Victoria (siempre me acompañó la duda, insisto, acerca de si el tratamiento de Frau que le estamparon en aquellos años fue por adulación o simplemente una malévola burla, si esa cortesía no había sido. otra cosa que una perversa mofa: nuestra ciudad era implacable en eso de conceder anonimato y consideración a los ricos). Meses atrás, ella me había pedido un gran favor: que le informara, con la mayor discreción, cualquier cosa que pudiera saber en relación con su marido. Al fin y al cabo había sido su esposo por muchos años y no podía borrar ese tiempo de un golpe, con la misma facilidad como el oleaje desvanece las huellas en la arena de la playa.

En todo caso, esperaba que aquel día gris y algo lluvioso me recibiera doña Berta en su casa, como lo había hecho otra vez en una circunstancia, ¡claro!, menos honrosa para mí. Con esa visita le pondría un punto final a mis años de intromisión en su vida en relación con el alemán Helmut Braune, intrusión que había comenzado como una simple curiosidad infantil y con el tiempo se había transformado en una investigación de envergadura internacional. Deseaba también poner punto final a estas Memorias que cuentan la historia de Helmut Braune, de quien todo el mundo sabía entonces que ese no había sido su verdadero nombre.

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