Salvador Garmendia
El tiempo de aguas se aparecía de golpe
Una mañana, halándome agachado en el jardín, sentía brotar de ceca un olor tamizado y profundo que venía de adentro de la tierra; al mismo tiempo, un temblor de hojas repentinamente ensombrecidas cruzaba como un miedo por el pelo de un animal. Ocurría entonces que el mundo comprimido, rodeado de hojas y talos espinosos, que tenía cabida en un trozo de tierra húmeda delante de mis pies, se disolvía rápidamente, mientras que las formas adultas que me sobrepasaban en tamaño, emergían de pronto en medio de una sacudida brusca. Toda una masa vegetal se crispa en una misma ráfaga de temor y se advierte que la luz ha descendido en una inesperada alteración de tono que conduce la melodía a la zona más oscura del teclado. (En el resplandor de una araña que cuelga en mitad de la sala en la casa del General Raldíriz, puedo ver un momento a la niña Josefa, blanca de polvos, con las mejillas tensas, dibujada a plumilla sobre la banqueta del piano. Sus dos manos delgadas saltan al lado izquierdo del teclado donde los marfiles son más luminosos y blancos y allí pone a vibrar todos los dedos, mientras que un trueno, que parece venir rodando desde lejos, crece en toda la sala, haciendo temblar los mosaicos).
Creo escuchar el sonido de un portazo a lo lejos y de momento no sé a dónde correr, por el miedo a verme atrapado en una habitación enorme y alta donde el viento golpea entre las paredes. Finalmente me precipito por entre las plantas, en el instante en que el chaparrón se desprende de una sola aventada como si volcara una gran caja de perdigones y así consigo llegar al corredor con la camisa húmeda, temblando.
En aquel momento se abría el anteportón de un manotazo y una figura descalabrada y pálida caía en el corredor. Por un instante, aquella forma dispareja se detuvo entre los sillones de esterilla, mirando al patio, donde la lluvia, que había completado su asalto, proseguía en una sola nota gruesa como el grito de una garganta enorme y descordada. Pero aquella observación trémula, durante la cual el cuerpo del recién aparecido era sacudido por escalofríos, duró apenas unos segundos. En seguida, el ser estrafalario se largaba a correr en cualquier dirección, desapareciendo por la puerta de un cuarto para aparecer más allá, aturdido y girar en redondo a fin de tomar un nuevo rumbo, ganar de un salto los escalones que dan al comedor y por allí perderse hacia las cocinas y los pasadizos estrechos del fondo, abarrotados de desechos. Desde allí se escuchaban sus gritos desafinados y torcidos, que al instante venían a golpearme en plena cara al verlo cruzar delante de mí, haciendo unos torpes molinetes con los brazos. De lejos también se oían sonar los gritos agudos de las cocineras, a quienes la presencia intempestiva de la lluvia les embarullaba igualmente las cabezas amoratadas, envueltas en trozos de franela y corrían por el patio, bajo los chorros de agua, descolgando las sábanas de los tendederos. Mi tía Augusta se asomaba a la puerta del cuarto de costura, que en otro tiempo fue la sala y aún lucía unos espejos altos enmarcados en conchas doradas, todos roídos por la oscuridad que les venía de adentro, Al presenciar el correteo del tonto, se soltaban a reír golpeándose las manos debajo de la boca; mientras mamá, que era una persona menuda y blanca que parecía asustarse de sí misma, aparecía tras una ventana de reja, lela y con la boca abierta, hundiéndose los dedos en las mejillas.
Adelmo terminaba por apaciguarse; se sentaba en el suelo, pegado a la pared y miraba sin expresión al patio que ya se había anegado completa- mente. En los redondeles de las matas de rosa, hechos con fondos de botellas, pascaban miles de burbujas.
El primer sobresalto de la lluvia había cesado por completo; su caída era, por el contrario, una continuidad monótona como una vasta superficie sin «olor. En los días uniformes que se aproximaban, una humedad enferma frenaba la marcha del tiempo y así mismo parecía que enturbiar las ideas. Uno podía sentarse en cualquier lado y pensaba que todas las candelas del día se apagaban, tunas tas otra hasta las más lejanas; después quedaba una claridad mate, en a cual las resonancias huecas del verano, las sonoridades zumbantes y ventosas del tiempo seco desaparecían en sus confines. En cambio, todo ruido posible provenía de una materia blanda y esponjosa, y uno mismo se sentía atravesado por el hilo de un sonido lento que bajaba desde el centro de la cabeza e iba hacia algún extremo remoto.
Adelmo tenía el cerebro suelto. Si se le sacudí la cabeza se la oía sonar como una gran bola de piedra. A causa de esto, los ojos giraban continuamente en las órbitas y los brazos se movían en una gesticulación absurda. La aparición de le lluvia la transmitía aquel entusiasmo disparejo, cuan- do ésta se producía, como era habitual, de una manera repentina; es decir, tras algunos amagos lejanos y simulacros de combate que tenían lugar en cotos reservados, que el sol concedía para ese fin encima mismo de nosotros: e ennegrecían las nubes recortadas por filetes de plata y los truenos retumbaban un rato hasta debilitarse y desaparecer del todo, La gente que venía de lejos narraba historias de creciente y campos anegados, pues a esas horas debía estar lloviendo en todos los extremos del mundo, menos en el nuestro.
De esa manera, el verdadero tiempo de lluvias se prolongaba en días cavilosos e inútiles y cielos aporreados que se echaban sobre los tejados y a veces descendían hasta tocar el suelo, en el fondo de las bocacalles, o en los solares cubiertos de monte o de ruinas.
En tales condiciones era necesario vivir continuamente dentro de la casa, pues el espacio destinado a los árboles las calles y los laberintos de la sabana, quedaba temporalmente vedado. Esto significaba tener que caminar todo el día de un punto a otro, en un aire húmedo y friolento que se impregnaba de los e untos del reumatismo clica y los males del pecho. Algunas durante la noche, sacándonos a todos del sueño.
Entonces los mayores abandonaban las habitaciones en ropas de dormir y salían a la búsqueda del derrumbe, La casa era asaltada por resplandores bruscos que se alargaban sobre las paredes y los techos, a medida alguien caminaba, alzando y moviendo hacia los lados una vela encendida y la oscuridad se agolpaba inmediatamente detrás de él. A veces se encontraban a la vuelta de un corredor y cambiaban murmullos, refiriendo noticias de los lugares explorados, hasta que todo aquello iba resbalando sin ruido a las cavidades del sueño, donde proseguía interminablemente, urdiendo alguna historia confusa que podía volver cien veces a su comienzo, como si inútilmente tratara de fijarse en la memoria. La mañana entraba, sin llegar a desprenderse del todo de la otra luz difusa del sueño.
No debía pasar mucho tiempo sin que aparecieran las mujeres largas de la lluvia. Eran unas criaturas livianas, más altas que el común de la gente, con las caras afiladas y pálidas y los cabellos tensos recogidos detrás. Estaban en toda la casa. Alguna salía por una puerta, otras se cruzaban en un corredor, volvían de la cocina con sus pasos menudos y rápidos o pasaban de un dormitorio al otro en el mayor silencio.
Sus apariciones eran y breves y no se obtenía ningún provecho en seguirles los pasos, pues habitualmente desaparecían del todo al perderlas de vista en un cruce. Sin embargo, se prestaban a un juego que tenía sus notas excitantes: yo diría que intencionalmente, alguna se detenía en el vano de una puerta y allí soportaba el tiempo que era necesario para preparar el asalto. Listo a aceptar el desafío, retrocedía unos ocho o diez pasos hasta dar con alguna pared, y desde allí, con todas mis ideas en tensión y los cinco sentidos concentrados en la imagen, apenas consistente, de un camisón blanco y enterizo que rozaba el suelo, inclinaba el torso, preparaba adelante una pierna e impulsándome con las manos en la pared, salía despedido contra figura.
Ella no iba a hacer el menor movimiento y se dejaba atravesar por el medio, tal como si me lanzara dentro de una oscuridad sin fin, pues en el momento preciso del choque había cerrado los ojos para abrirlos al instante siguiendo, aturdido y lleno de una alegría que me hacía saltar y sacudir los brazos.
Apenas salía el sol y comenzaban a espaciarse las lluvias, el polvo aparecía en todas partes, sin que fuera posible exterminarlo.
Ahora se podía salir a la calle y correr entre las tolvaneras que se formaban en la plaza. La luz en el atardecer era dorada y tardaba en desaparecer, a medida que la puesta de sol se desmembraba. En esas horas pasaban vientos encrespados y secos que deban venir de lejos, ya medida que penetraban en las calles, iban dejando atrás pedazos que después evolucionaban por a cuenta; se metían en las casas, pegaban aletazos en los techos o entraban a los corredores sin consideración alguna, derribando y rompiendo todo lo que podían. En los patios se levantaban remolinos.
El más grande que vi creció en el centro del traspatio, una tarde. Las mujeres del servicio que habían estado barriendo al mediodía, hicieron un montoncito de hojas secas que el viento había dejado misteriosamente intacto, a pesar de que este había permanecido un rato en la casa, molestando los árboles y dando bandazos y embestidas de ciego contra las paredes. Quizás ya habría encontrado la forma de salir y andaría lejos.
Sin embargo, en medio de la más completa calma, y cuando ya no era posible volver la cabeza de lado sin que la luz del patio diera un descenso brusco, advertí que el pequeño montículo de hojas se estremecía en los bordes como si cobrara vida; aunque lo que verdaderamente ocurría, lo supe al momento, era que una espiral en movimiento había escapado del suelo, en el centro mismo de la hojarasca y al cobrar fuerza le transmitía su propia rotación De esta manera, el montículo comenzó a desunirse y a expandirse alrededor en un círculo cada vez más extendido y más veloz que sin embargo no llegaba a separarse del suelo.
De pronto, y en el instante mismo en que una rabiosa concentración de energía consiguió liberarse el gran embudo giratorio creció en medio del patio y pareció que iba a extremar su furia hasta arrastrar la casa entera y llevarnos a todos por los aires. Sin embargo no fue esto lo que ocurrió, precisamente, aunque es cierto que en algún flanco de mi imaginación me ya arrastrado al interior del cono y allí flotaba junto a una pared de aire sólido sin el menor temor, como tampoco debían sentir las demás personas de la casa que me hacían compañía; ellos pasaban delante de mí en actitudes de tranquilo reposo, acostados unos, otros cabeza abajo o realizando sin esfuerzo aparente alguna maniobra divertida, como la de ir sentados abrazándose las rodillas para dar algunas vueltas rápidas sobre sí mismos. También los objetos corrientes de la casa, armarios y sillones, así como las piezas desclavadas de las camas y de la gran mesa del comedor, flotaban por su cuenta.
La boca del gran remolino ocupaba casi toda el área del patio, elevándose sobre los techos; quizás estaba preparando ya su desaparición, cuando desde los corredores vecinos, las mujeres largas, que en los últimos días habían permanecido escondidas, acudieron precipitadamente, atropellándose sin la menor delicadeza, como si temiesen ser abandonadas por el tormentoso vehículo que había alcanzado ya todo su tamaño, a pesar de que continuaba unido a la tierra por una cola cada vez más delgada.
Todas se precipitaron en confusión al interior del trompo y desaparecieron en él, a medida que éste se desprendía del suelo y se perdía como un soplo en el aire. No volveríamos a ver la lluvia hasta el próximo año.
Si tú me lo paramaun picture
yo te lo metro goldin meyer
Dicho infantil en desuso.
Entonces llega uno en carrera y se mete a la fuerza, de una vez, en el montón de gente; entra de lado en aquella paca de gusanos que se agita con la fuerza de veinte hombres y ahora ya está dentro y no podrá escapar de un gran nudo de piernas, ciego, sin más que un revuelo de tela sucia que le estriega los ojos y se arrequinta, empujando, sin ver en las rendijas, bloqueado por aquella maraña de mugre que no cederá nunca; hasta que alguien, que sale despedido de pronto hacia la gran calma de la noche que se extiende allá afuera, deja una grieta entre los cuerpos, por donde uno se precipita en el mismo golpe de párpados durante el cual la abertura se cierra nuevamente y uno ha llegado entonces a la taquilla que es el nicho de un santo abierto en la pared; se agarra al borde del cemento, afinca la rodilla en lo áspero del friso y consigue asomarse al agujero, donde hinca la barbilla y mete su brazo, entre otros más grandes que manotean a la cara de barro de Jacinto, visible sólo por momentos entre las sacudidas de los brazos; una cara brutalmente triste que parece vagar más allá, bien lejos, en un espacio de silencio y penumbra y nada, ni siquiera los gritos que rebotan entre las paredes del nicho, lo harán salir de sus letargos ni podrán quebrantar un momento la espantosa lentitud de ciego con que sus dedos negros de uñas pedregosas van recogiendo las monedas y entregando uno a uno los billetes.
Pero uno ya está fuera del nudo. La noche es una sustancia dulce que permite respirar hasta el fondo. Se agrega entonces a otro bloque de gente apretada a la puerta del cine, que es el Cine Arenas, que antes fue circo de toros y todo lo que deja ver desde afuera es un paredón viejo con el pañete de ruinas. Apenas es posible arrastrar los pies, pues el bloque se mueve por milímetros.
Chucho es el muchacho flaco con cara de risa que habla sin parar —lleva la camisa desabrochada, las costillas al aire, un costurón reseco bajo un tetilla—, bloqueando con sus huesos y la risa que le enchumba la cara, la puerta entreabierta por donde nos deja pasar uno a uno; a mí me da un golpecito en la nuca, me llama por mi nombre, me grita «pasa, carajito, culo seco» y ahora vamos todos por un patio de tierra que huele fuerte a orines y adelante se ve el armatoste del circo, medio vuelto pedazos pues esta es la parte más pobre de todas, es la entrada de gallinero y apenas tenemos la luz de un bombillo que cuelga de un alambre sobre las cabezas.
Los hombres suben sin dejar de hablar por unos escalones anchos de madera, mientras uno se mete a orinar debajo. Tropiezan en la oscuridad los chorritos brillantes, que al final se desunen formando pedacitos de vidrio que desaparecen antes de tocar tierra, y por encima pasa, sin parar, como un río torrentoso, el ruido de tablones pisoteados y las voces roncas.
En la arena, están los bancos de gallinero por donde se riega el gentío; las gradas alrededor, iluminadas; atrás, en las más altas, se sientan las señoras, las personas de familia. La noche pasa por encima de nosotros, recién salida, limpia, llenándose poco a poco de estrellas; los árboles se asoman por los lados y el aire es estridente, lleno de música, de luces que hacen retroceder a una distancia muerta, apenas dibujada en la memoria, la imagen de las calles vacías, apagadas que han quedado atrás. Muy temprano, antes que se forme el gentío y el combate frente a la taquilla, traen al bobo Cesarito en su silla de ruedas y lo instalan por ahí, entre dos sirvientonas macizas que apenas respiran y parecen figuras de madera que brotan de los costados de la silla. Él debe tener el cerebro al revés, porque todos sus movimientos salen a contramano en el más completo desorden: las manos le tropiezan la cara, la cabeza se le va hacia un lado, los brazos se anudan en unas sacudidas bruscas. En cambio, entre los sombreros oscuros, veo brillar el arito de santo de Bertoldo que es de veras un ángel, todo rubio candela, el cuerpo de un metal dorado, los ojos de agua verde. Está solo en un banco con las piernas muy juntas, las manos cruzadas sobre la bragueta, atento, como si escuchara una música dentro de él.
Tardará mucho tiempo en llenarse todo aquello de gente y entre tanto veo a mi primo Alí que me llama de lejos y lo encuentro con su aliento fogoso, el sudor en la frente, los ojos chispeantes, ¡por qué llegaste tarde, coño!, él es Red Rider; los bandidos disparan desde una plataforma iluminada frente a la pantalla.
Antes de que empiece la película, hay tiempo de caer herido veinte veces; pasa una motocicleta a mil cien; las sirenas aúllan por encima. Cuesta arriba en el caballo Silver, el más veloz de las praderas, con la cara pegada a las crines, se le saca ventaja a la locomotora del Unión Pacific, mientras hago fuego contra el maquinista y los rifles disparan sin tocarme desde todas la ventanillas.
Somos dos contra ciento en el saloon, mientras las chicas bailan sacudiendo refajos y las sillas vuelan por el aire; Alí es Tom Mix puños de hierro y yo soy su amigo, cuando se aparece Cochocho en el medio de todo, sin camisa, con sus bíceps de hombre y las tetillas arrugadas y negras. Todos los ojos están fijos en él y lo vemos pasearse delante de nosotros, sacando el pecho que parece de hierro. Cochocho estuvo dos años en el correccional, ha peleado de verdad mil veces, ha visto salir sangre de quinientas bocas y vive solo en la sabana, al fondo de un zanjón. Un olor a podrido le sale de las ropas que no se ha cambiado jamás. Siguiéndole, entramos por un agujero al castillo de Drácula que es el lugar más oscuro del mundo. Arriba están las gradas donde se oye el ruido continuo de las sillas y los pasos. Alí me agarra de la mano; siento su respiración en la cara. Por fin logramos vernos en un lugar donde huele a boñiga y pasto seco; la luz de la calle entra por la claraboya. Estos fueron los corrales del circo, hace años; hay una osamenta de animal entre la paja amontonada que se pudre. Entonces Cochocho se tiende en el suelo y todos nos sentamos alrededor, atentos.
Va a hacer como hacen los hombres con las mujeres, que es acostarse boca abajo y jadear, apoyándose sobre los codos y moviendo la mitad del cuerpo sin parar y después como hacen las mujeres con los hombres, que es casi lo mismo pero boca arriba, con las piernas abiertas.
Estoy solo ahora, de pronto, en medio de la gente que ha comenzado a apaciguarse. Encuentro lugar en un banco y miro hacia atrás, a los palcos donde están las señoras. Pienso que es imposible que ellas también puedan hacer aquello por las noches, desnudas en sus cuartos; tal vez ni siquiera lo saben; nadie se los pudo haber dicho; no lo han sabido nunca.
Ahora todos gritan y otros manotean parados en los bancos: es que ha entrado el marico Saturno que es florista: viene bajando los escalones uno a uno, vestido de negro, la cara vuelta un poco hacia un lado, sin prestar atención al escándalo que provoca su aparición todas las noches. Es una criatura enteriza, delgada, llena de filos que anda con la cabeza alzada, muda, sin mover los ojos como si viera que el mundo se inclina a su paso. Aquella andanada de gritos flota por encima de él sin tocarlo. Lo veo pasar muy de cerca, despidiendo un olor de pomadas e ir directamente a un lugar apartado, donde siempre se sientan los señores vestidos de negro y azul, gordos y ensombrerados. Después desaparece porque han apagado las luces, aunque los gritos se hacen más fuertes todavía, pues en este momento es cuando entran las mujeres, las sirvientas y las mujercitas de la calle que andan de tarde por las plazas y los hombres las siguen en grupos, de cerca. Ellas han permanecido rezagadas afuera, junto a las fritangas y los ventorrillos de maní y tostones, aguardando la oscuridad que les permita entrar sin ser vistas por las señoras de los palcos.
Don Tarcisio, el barbero de La Tijera de Oro, ha entrado también con su silla a la espalda, una silla negra de esterilla que trae de su casa y se sentará solo, muy echado hacia atrás, con la pierna cruzada y las manos en la rodilla, serio como si presenciara una batalla. En la oscuridad distingo la calva pulida y el flux negro. De pronto lo oiré gritar con un vozarrón de asustar gente y nadie lo mandará callar, por miedo.
—¡Ahí está! ¡Está escondido detrás de la puerta! ¡Tiene un cuchillo, estúpido! ¡Te va a matar!
Pero nadie en la pantalla le hace caso y él sigue manoteando y gritando enfurecido:
—¡Esa mujer te engaña, pendejo! ¿No ves que te la juega con tu amigo? ¡Mátala de una vez que se está burlando de ti, imbécil! Y finalmente va a estallar de furia; va a gritar ladrones, vagabundos, a mí no se me engaña de esa forma; pero todo seguirá igual hasta el fin: los caballos correrán por el campo, continuarán muriendo muchos hombres, la diligencia levantará polvo y estampidos de rifle en los caminos y nosotros estaremos sentados en la oscuridad como figuritas de palo, bajo el gran chorro de luz azul donde se agita el polvo y se esconde el zumbido de abeja de la máquina y todo podrá ser absorbido al fin por un gran cielo de piedra azul oscuro; mientras el barbero corpulento, resignado ya a devorar él solo su furia, dará vuelta a la silla, quedará sentado de espalda a la pantalla, y en adelante mirará con terrible dureza la caseta de madera y zinc de donde salen, pulverizados, los personajes que se había cansado de increpar sin resultado y así seguirá por el resto de la noche gruñendo insolencias. Volverá al día siguiente, sin falta, con su silla al hombro.
No sé dónde andará ahora mi primo Alí ni tampoco los otros; pero como la oscuridad se ha desteñido un poco alrededor, distingo por allá a una sirvienta de mi casa, llamada Natalia, que viste de negro y lleva un paño atado a la cabeza. La brasa de un tabaco que se inflama, le ilumina pedazos de la cara.
—Muchachito —me dice y me siento a su lado, en un huequito mínimo que ella misma ha abierto para mí encogiendo un poco sus carnes.
Natalia huele a la casa de uno; huele a aliños y a agua estancada en el patio. Ella me pasa su brazo gordo por el cuerpo. La noche se expande allá arriba, mucho más alta ahora, y empieza a tener un sonido más dulce y penetrante que las voces la música y el ruido del mar que pasan sobre las cabezas, porque en la película ha salido un barco y las personas bailan en un gran salón iluminado. El otro es un sonido tenue que crece y se expande por dentro y va borrando todo lo demás alrededor y es como si la noche fuera una forma suave donde uno pudiera reclinarse.
Ahora se oyen gritos, porque la película es de amor y dos se están besando en la pantalla. Uno encuentro esa altura muy blanda de los pechos, que es como un hueco de la noche, más oscuro y más tibio y uno se reclina más allí y sueña.