Elizabeth Schön
A Aquiles Nazoa
(Un hombre y una mujer sentados en el banco de una plaza. Es de tarde.)
HOMBRE.- Hermosos árboles.
MUJER.- Sí, muy hermosos.
(Silencio)
HOMBRE.- Mañana será un día más.
MUJER.- ¿Eso le preocupa?
HOMBRE.- No, pero ¿qué quiere que diga? Estando frente a una mujer como usted, hay que hablar de cualquier cosa, como por ejemplo: mañana será un día más, hermosos árboles.
MUJER.- No se preocupe por mí y retírese hacia el extremo del banco.
HOMBRE.- Con mucho gusto. Debo comprar el periódico. (El hombre se coloca en el extremo del banco. La mujer pone un paquete junto a ella.)
HOMBRE.- La tarde está tan fresca y tan limpia que ¿no le asemeja a una gran tela que ninguna mano ha tocado?
MUJER.- ¿Poeta?
HOMBRE.- No sé.
(Calla. La mujer toca el paquete.)
HOMBRE.- Oiga, ¿no le molestan esos cabellos que le caen sobre el ojo izquierdo?
MUJER.- No sé lo que ocurre; cada vez que me siento en este banco el viento me despeina.
(La Mujer va a quitarse el cabello del ojo)
HOMBRE.- (Cogiéndole la mano) Permítame que se lo arregle.
(La Mujer se pone de pie bruscamente. El Hombre hace lo mismo)
HOMBRE.- No resisto mirarla con el cabello sobre el ojo.
(El Hombre va arreglarle el cabello y la Mujer lanza al Hombre sobre el banco.)
MUJER.- El cabello es mío y me lo arreglo yo. (La Mujer se arregla el cabello y se sienta aún disgustada.)
HOMBRE.- Entonces, y no lo dudo un segundo más, usted es una experta peluquera que se arregla sin necesidad de espejos.
MUJER.- (Asombrada) ¿Cree usted que soy una experta peluquera?
HOMBRE.-Y también una dama a la que el viento despeina a menudo.
MUJER.- Pues no soy ni lo uno ni lo otro.
HOMBRE.- ¡Esto sí es una sorpresa agradable! Luego usted es…
MUJER.- Sencillamente una costurera y con toda su instrumentación propia.
HOMBRE.- Usted, ¡una costurera! ¡Qué casualidad! Yo trabajo, soy sastre.
MUJER.- (Asombrada y contentísima) ¡Sastre!
(Silencio. La Mujer saca unas tijeras del paquete)
HOMBRE.- ¿Siempre las utiliza?
MUJER.- ¡Bah! ¿Quién no? Todo el mundo las usa.
HOMBRE.- Pero sólo nosotros los hombres, y como yo, sabemos manejarlas.
MUJER.- (Riendo) Sólo de vez en cuando.
HOMBRE.- Siempre.
MUJER.- ¿Siempre? Soy costurera y sé muy bien que cuando los filos de las tijeras se deterioran no sirven más o… (Medita) ¿Es que olvidó usted lo que soy?
HOMBRE.- ¿Olvidarlo?
MUJER.- Habla con tal despreocupación.
HOMBRE.- Porque jamás sospeché que a esta hora, en este banco, junto a estos árboles, encontraría a una compañera.
MUJER.- ¿Es viudo?
HOMBRE.- Compréndame, desde niño, mejor dicho, desde el momento en que nací he soñado…
MUJER.- (Interrumpiéndolo) ¿Con este momento?
HOMBRE.- Si usted lo cree.
MUJER.- Sí, lo creo.
HOMBRE.- Pero cuando la comunicación existe ¿no es así?
MUJER.- Y no importa la edad.
HOMBRE.- Ni la tez.
MUJER.- Ni la voz.
HOMBRE.- Ni el cuerpo.
MUJER.- ¡Oh! (Ruborizada y exaltada) ¿Guardo las tijeras?
HOMBRE.- Lo importante es que nos miramos.
MUJER.- Sí.
HOMBRE.- No todos los días sabemos mirar.
MUJER.- ¿Eso le asombra? El amor es lo único que nos queda.
HOMBRE.- No sé. Todos mis hermanos murieron.
MUJER.- Créame, después de esta conversación tan íntima, no pienso abandonarlo.
HOMBRE.- Y para colmo, mis primos también desaparecieron.
MUJER.- ¡Pobrecito! Cuando lo vi desde la esquina nunca sospeché que no tuviera ni siquiera un cuñado, pero ¡ánimo! No está tan solo como se imagina, aquí, a su lado, mirando su frente, descubriendo sus ojos, observando sus sienes que, tóquelas usted mismo, palpitan igual al pecho de los ratoncitos cuando corren mucho, estoy yo.
HOMBRE.- ¿Usted?
MUJER.- Sí, yo, ¿no lo sabe?
HOMBRE.- Por supuesto que sí. (Medita) ¡Ya recuerdo! No había comprendido bien, usted dijo que era (Medita) ¡Una costurera!
MUJER.- ¡Qué gracioso! ¿Una costurera? (Le muestra las manos) ¿Le recuerdan mis dedos a los de una costurera?
HOMBRE.- (Viéndoselos) Tiene razón, son demasiado tiernos para creer que alguna vez han sostenido agujas.
MUJER.- Porque soy… (Reflexiona)
HOMBRE.- ¡Escritora!
MUJER.- Escritora.
HOMBRE.- ¿De cuentos?
MUJER.- No; de noticias.
HOMBRE.- ¿Escribe sobre las muertes que ocurren a diario?
MUJER.- ¡Oh, no! No lo resistiría. Jamás he visto morir a nadie, además las urnas me repugnan, todas huelen a caucho.
HOMBRE.- Luego es escritora de… (Medita) ¿Novelas?
MUJER.- No tanto, no tanto.
HOMBRE.- ¿Quiere decir que muy pronto voy a adivinar lo que escribe?
MUJER.- Así creo.
HOMBRE.- ¿Escribe sobre las historias del mundo?
MUJER.- Pero ¿qué le ocurre a usted? Simplemente soy coleccionista.
HOMBRE.- ¡Coleccionista!
MUJER.- Exactamente.
HOMBRE.- ¡Qué magnífica noticia! Por primera vez me encuentro con alguien que tiene mi misma profesión. Yo también soy coleccionista y muy conocido, pero dígame: ¿le saca provecho a su negocio?
MUJER.- Muchísimo.
HOMBRE.- Lo mismo yo y, ¿colecciona mucho?
MUJER.- Cada vez que me acuesto sueño con un acuario lleno de peces.
HOMBRE.- ¡Estupendo! ¿Y sueña con todas las especies?
MUJER.- Comprenda, eso es muy difícil.
HOMBRE.- Tiene razón, no hay mucha comida, en el fondo de los océanos, para tanta variedad de peces.
MUJER.- Por eso es tan complicado…
HOMBRE.- (Interrumpiéndola) ¿Entendernos?
MUJER.- ¿Se fija? El sol cae, la sombra se levanta, ¡oh, viento vuelve a despeinarme!
(El Hombre va a arreglarle el cabello)
HOMBRE.- Esta vez sí se lo arreglo yo)
MUJER.- (Poniéndose de pie) ¡Ay!
HOMBRE.- (Poniéndose de pie) ¿Qué le ocurre?
MUJER.- No sé, algo me hincó aquí junto a la rodilla.
HOMBRE.- ¿La mordería un pez?
MUJER.- Qué poco romántico es usted pensando en un pez y menos a esta hora tan triste. Sí, ¡mire! Me picó una hormiga y ¡cómo caminan por la hierba! ¡Ah, nunca pensé que encontraría tantas y tan negras!
HOMBRE.- Como le asombran tanto esas pequeñas hormigas, dígame: ¿Acaso es usted de… (Reflexiona) ¿De Londres?
MUJER.- Pero… (Reflexiona) ¿Cómo pudo adivinarlo?
HOMBRE.- Su cultura revela claramente que usted es de Londres y que además es una zoóloga muy importante.
MUJER.- Tiene razón, mi especialidad consiste en observar esos pequeños insectos que siempre llevan, entre sus mandíbulas, una miga de pan.
HOMBRE.- ¡Bravo!
MUJER.- ¿Por qué?
HOMBRE.- Porque si usted vino a esta ciudad a estudiarlas no tengo que espantarlas y menos matarlas.
MUJER.- Fíjese, tienen la cueva allá mismo, junto a aquel banco. Sentémonos a observarlas. Debo mirar sus movimientos.
(Ambos se sientan en el banco)
HOMBRE.- No logro descubrir la cueva. ¿Dónde está?
MUJER.- Debajo de aquel banco.
HOMBRE.- ¿Cuál?
MUJER.- Ese que está allí mismo.
HOMBRE.- ¿Y que lo envuelve la sombra?
MUJER.- Sí, ese mismo, donde a menudo y después de largas jornadas, me peinas. ¿No lo recuerdas?
HOMBRE.- ¡Ah, sí, ahora lo recuerdo! Aquel donde acostumbras a mirar las puestas del sol, pero lo extraño es que te hayas recogido el cabello, siempre lo llevas suelto.
MUJER.- ¿Y qué querías que hiciera? Viniste a buscarme en este coche que los caballos tiran velozmente; por lo tanto, tenía que recogerme los bucles para no despeinarme.
HOMBRE.- ¿Te miraron tus padres cuando subiste al coche?
(La Mujer hace como si resbalara sobre el banco y se fuera a caer. El Hombre la sujeta por el brazo)
HOMBRE.- Si sigues sentada en el borde del asiento, te caerás.
MUJER.- Es que el asiento como es de terciopelo hace que me resbale; además, fíjate, este coche está saltando mucho.
HOMBRE.- (Mirando en contorno) ¿Te gusta?
MUJER.- Sí, me gusta bastante, pero prefiero más el banco aquel donde un día, y tal vez porque me gustaste desde ese momento, te confesé, y sin ninguna vergüenza, que era… (Tímidamente) costurera.
HOMBRE.- Y escritora.
MUJER.- Y coleccionista.
HOMBRE.- Y zoóloga.
MUJER.- ¡Ay, se me desbaratan los bucles! Estos caballos corren demasiado.
HOMBRE.- Déjame arreglarte. Me disgusta verte así, con el cabello sobre los ojos y…
(Le va a arreglar el cabello y la Mujer se lo impide)
MUJER.- Si nunca me has rozado las puntas de las uñas, menos me arreglarás los cabellos.
HOMBRE.- Pero cuando estás en casa, y concluyes tus tareas domésticas, te peino, y es más, te encanta que juegue con tus bucles.
MUJER.- ¡Bah! Eso era antes, cuando estaba joven y no nos habíamos casado y no nos habíamos visto en el banco aquel donde…
HOMBRE.- Donde te dije, y con temor a disgustarte, que era sastre y coleccionista, y… ¿Lo recuerdas? Donde te confesé cuánto te amaba y cuánto te añoraba cada vez que no podía hallarte aquí, allá, junto a los árboles, y a los niños y hombres que pasan, sin ti que eres…
MUJER.- (Interrumpiéndolo) ¡Por Dios, detente, que voy a creer realmente en nuestro amor!
HOMBRE.- Cochero, tenga más cuidado. Estamos saltando demasiado, pero… (A la Mujer) ¿Podrías decirme dónde nos conocimos?
MUJER.- ¿Tan pronto lo has olvidado?
HOMBRE.- Con el ruido de los cascos no puedo recordar.
MUJER.- Pues yo sí recuerdo. Cada vez que miro unas tijeras, un pez, un libro o unas hormigas, siento que ellos sí lo saben. ¡Por Dios, haz algo! No resisto tantos saltos.
HOMBRE.- Cochero, oiga, maneje con más cuidado. Estamos saltando demasiado.
MUJER.- ¡Por Dios, haz algo! El viento entra con mucha fuerza. ¡Ah, se llevó volando mi sombrero!
HOMBRE.- Cochero, ¡deténgase! El sombrero de la dama se fue volando.
MUJER.- No te oye. Los caballos no dejan oír.
HOMBRE.- ¡Cochero!
MUJER.- ¡Cochero, deténgase! ¡Ay, perderé mi sombrero!
HOMBRE.- ¡Cochero! ¿Qué ocurre? ¿Por qué los caballos corren más?
MUJER.- No pueden detenerse.
HOMBRE.- ¡Se han desbocado!
MUJER.- ¡Ay, si se desbocan, no se detendrán nunca!
HOMBRE.- ¡Cochero, tiene que frenar los caballos! ¡Frénelos! ¡Frénelos ya, inmediatamente, antes de que lleguen junto a aquel muro!
MUJER.- ¡Mira! Nos acercamos al muro.
HOMBRE.- (Gritando) ¡He dicho que los frene! ¡Que nos estrellamos!
(El Hombre y la Mujer quedan inmóviles)
MUJER.- ¿Acaso porque el sol se ocultó tras los árboles, no va a hacer nada para aliviarme el dolor de la picadura?
HOMBRE.- Todos los esfuerzos son inútiles cuando algo se interpone como se han interpuesto esas hormigas en nuestra comunicación.
MUJER.- ¿Quiere decir que se marcha?
HOMBRE.- Es hora de comprar el periódico.
MUJER.- Y yo… tengo que entrar en la fábrica de jabón.
HOMBRE.- ¿Trabaja en la fábrica de jabón?
MUJER.- Sí, allí mismo, donde antiguamente alquilaban los coches de caballos.
HOMBRE.- Bien, dese prisa, antes de que cierren la entrada de la fábrica.
MUJER.- Y le deseo que pueda comprar el periódico.
HOMBRE.- Mañana, ¿la espero aquí?
MUJER.- Si logro entrar a la fábrica y no me encuentro, de repente, con los mismos caballos.
HOMBRE.- Olvide los caballos. Yo busco ahora el periódico.
MUJER.- Pero si yo los encuentro, ¿qué hago?
HOMBRE.- ¿Quiere decir que aún alquilan caballos en la fábrica?
MUJER.- Lo que hay son jabones y así de grandes, pero nadie y menos nosotros podemos olvidar esos coches, esos caballos que… (Suspira)
HOMBRE.- Perdone, pero tiene un rostro tan hermoso que… ¡le regalaré un coche mañana mismo!
MUJER.- Ya es muy tarde. El sol se ha ocultado totalmente. Además, mañana parto de viaje.
HOMBRE.- ¿Lo mismo que yo?
MUJER.- Lo mismo que usted llegué a esta plaza.
HOMBRE.- Y nos sentamos y nos miramos y nos comprendimos.
MUJER.- Con el resultado de que, igual a todos los días, tengo que entrar en la fábrica y contar las panelas una a una.
HOMBRE.- Entonces, hasta mañana y, como siempre, permítame estrecharle la mano y mirarla largamente.
MUJER.- Hasta mañana, si regreso.
HOMBRE.- Tiene que regresar.
MUJER.- Si termino de contar las panelas.
HOMBRE.- Y yo logro comprar el periódico.
(La Mujer se aleja)
HOMBRE.- Oiga, no se marche así, recójase el cabello.
MUJER.- Sabía que eso me dirías antes de que entrara en la fábrica.
(Se marcha)