Arturo Uslar Pietri
América fue, en casi todos los aspectos, un hecho nuevo para los europeos que la descubrieron. No se parecía a nada de lo que conocían. Todo estaba fuera de la proporción en que se había desarrollado históricamente la vida del hombre occidental. El monte era más que un monte, el río era más que un río, la llanura era más que una llanura. La fauna y la flora eran distintas. Los ruiseñores que oía Colón no eran ruiseñores. No hallaban nombre apropiado para los árboles. Lo que más espontáneamente les recordaba era el paisaje fabuloso de los libros de caballerías. Era en realidad otro orbe, un nuevo mundo.
También hubo de formarse pronto una sociedad nueva. El español, el indio y el negro la van a componer en tentativa y tono mestizo. Una sociedad que desde el primer momento comienza a ser distinta de la europea que le da las formas culturales superiores y los ideales, y que tampoco es continuación de las viejas sociedades indígenas. Los españoles que abiertamente reconocieron siempre la diferencia del hecho físico americano, fueron más cautelosos en reconocer la diferencia del hecho social. Hubiera sido como reconocer la diferencia de destino. Sin embargo, la diferencia existía y se manifestaba. Criollos y españoles se distinguieron entre sí de inmediato. No eran lo mismo. Había una diferencia de tono, de actitud, de concepción del mundo. Para el peninsular el criollo parecía un español degenerado. Muchas patrañas tuvieron curso. Se decía que les amanecía más pronto el entendimiento, pero que también se les apagaba más pronto. Que era raro el criollo de más de cuarenta años que no chochease. Que eran débiles e incapaces de razón. Por su parte, el criollo veía al peninsular como torpe y sin refinamiento. Todo esto lo dicen los documentos de la época y está latente en palabras tan llenas de historia viva como gachupín, indiano, chapetón, perulero. La misma voz criollo es un compendio de desdenes, afirmaciones y resentimientos.
Esa sociedad en formación, nueva en gran medida, colocada en un medio geográfico extraordinariamente activo y original, pronto comenzó a expresarse o a querer expresarse. Hubo desde temprano manifestaciones literarias de indianos y de criollos. No se confundían exactamente con los modelos de la literatura española de la época. Los peninsulares parecían pensar que todo aquello que era diferente en la expresión literaria americana era simplemente impotencia para la imitación, balbuceo o retraso colonial. Algún día superarían esas desventajas y sus obras podrían confundirse enteramente con las de los castellanos.
Esas diferencias literarias existieron desde el primer momento. Empezaron a aparecer aun antes de que hubiera criollos. Surgen ya en la expresión literaria de los primeros españoles que llegan a América y la describen. La sola presencia del medio nuevo los había tocado y provocado en ellos modificaciones perceptibles. Esos españoles que venían de una literatura en la que la naturaleza apenas comparece, van de inmediato y por necesidad a escribir las más prolijas y amorosas descripciones del mundo natural que hubiera conocido Europa hasta entonces. Ya es la aparición de un tema nuevo y de una actitud nueva. Hay también una como ruptura de la continuidad literaria. Cuando van a narrar los hechos históricos de que son testigos, lo hacen resucitando antiguas formas ya en desuso. Van a escribir crónicas.
Se manifiesta también una como resistencia del nuevo medio cultural al trasplante de las formas europeas. A algunas las admite, a las más las modifica, pero a otras las rechaza. Los dos géneros literarios en que florece el genio español en la hora de la colonización: la comedia y la novela realista, no logran pasar a América. Cuando viene un gran novelista como Mateo Alemán, calla o escribe una Gramática. No hay en Indias quien imite a Lope de Vega, a pesar de que hubo tiempo en que todo el que podía sostener pluma de poeta lo imitaba en España. En cambio se cultiva con intensidad y extensión extraordinaria el poema histórico narrativo, que en España no llega a arraigar y tiene una vida efímera y postiza.
Esos rasgos y caracteres diferenciales no hicieron sino acentuarse con el tiempo, dándole cada vez más ser a la realidad de una literatura hispanoamericana que, fuera de la lengua, no tenía mucho en común con la literatura española.
Tardos fueron los españoles en admitir este hecho. Todavía a fines del siglo XIX Menéndez y Pelayo habla de la literatura hispanoamericana como parte de la literatura española y se propone, en la antología que la Academia le encomienda, darle «entrada oficial en el tesoro de la literatura española» a la «poesía castellana del otro lado de los mares». Con todo, Menéndez y Pelayo no puede menos que atisbar algunas de esas diferencias tan visibles. Para él la contemplación de las maravillas naturales, la modificación de la raza por el medio ambiente y la vida enérgica de las conquistas y revueltas sirven de fundamento a la originalidad de la literatura de la América hispana. Originalidad que para él se manifiesta en la poesía descriptiva y en la poesía política.
También hubo de notar las diferencias Juan Valera. Para él provenían del menor arraigo de los criollos, de la menor savia española. Esto les parecía inclinarlos al cosmopolitismo. No eran éstos rasgos que podían merecer su alabanza. Y tampoco se cuidaba de rastrearlos en el medio colonial para ver si tenían algo de consustancial con el espíritu del criollo.
Esta parca y un poco desdeñosa admisión de la diferencia llega sin modificarse casi hasta nuestros días. Reaccionan contra ella algunos pocos: Miguel de Unamuno, en parte, y Federico de Onís, de un modo tenaz y penetrante. Pero todavía cuando Enrique Díez Canedo se recibe en la Academia Española, Díez Canedo, que amaba y quería entender a América, habla de la «unidad profunda» de las letras hispánicas, y, concediendo una mínima parte a la diferencia, afirma que Garcilaso «el Inca», Alarcón, sor Juana y la Avellaneda, «españoles son y muy españoles han de seguir siendo».
Y, sin embargo, las diferencias existen, han existido siempre, se han venido afirmando a través del proceso histórico de la formación cultural de Hispanoamérica, están presentes en todas las obras importantes de su literatura desde el siglo XVI, lejos de debilitarse se han venido afirmando con el tiempo, y son mayores y más características que las semejanzas que la acercan al caudal y al curso de la literatura española.
No hay manera más clara de percibir toda la verdad de esta aserción que la que consiste en aplicar a cualquiera de las obras capitales de la literatura criolla los rasgos que se han venido a considerar como los más característicos y persistentes de la literatura castellana. La incompatibilidad brota al instante para decirnos que, precisamente en lo más fundamental, han sido siempre y son hoy cosas distintas.
Don Ramón Menéndez Pidal1 autoridad legítima en todo lo que se relaciona con la lengua y literatura castellanas, ha señalado como los caracteres fundamentales de la literatura española los siguientes: la tendencia a lo más espontáneo y popular; la preferencia por las formas de verso menos artificiosas; la persistencia secular de los temas; la austeridad moral; la sobriedad psicológica; la escasez de lo maravilloso y de lo sobrenatural; el realismo y el popularismo.
Es obvio que estos caracteres que Menéndez Pidal considera «de los más típicos y diferenciales» de la literatura española no convienen a la literatura hispanoamericana. No son los de ninguna de sus épocas ni se reflejan en ninguna de sus obras más características y valiosas. No se hallan en la obra del Inca Garcilaso; es casi lo contrario lo que representa Sor Juana Inés de la Cruz; no aparecen en los libros del padre Velasco, de Rodríguez Freyle, de Peralta Barnuevo; no están en Concolorcorvo, y ni la sombra de ellos asoma en Sarmiento, o en Martí, en Darío o en Horacio Quiroga. Aun las formas más populares de la poesía hispanoamericana, como Martín Fierro, se apartan visiblemente de ese esquema.
No hay duda de que son otros los rasgos que identifican a la literatura hispanoamericana. No sólo llegaron más atenuados a ella los rasgos castellanos, que se impusieron a toda la península, sino que desde el comienzo se afirmó en ella la necesidad de una expresión distinta, lo castizo no halló sino un eco superficial en su ámbito.
Examinada en conjunto, en la perspectiva de sus cuatro siglos, la literatura hispanoamericana presenta una sorprendente individualidad original. Desde el comienzo se manifiestan en ella caracteres propios que se van acentuando a lo largo de su evolución y que la distinguen de un modo claro de la literatura española y de todas las otras literaturas occidentales. Esos caracteres aparecen temprano, se van intensificando con el transcurso del tiempo y están en todas sus obras fundamentales. El mundo nuevo hallado en el Océano y la sociedad original formada en su historia llevaron el eco de sus peculiaridades a su expresión literaria.
No es difícil señalar algunos de esos rasgos característicos. Son los más persistentes y los más extendidos. Asoman en las más antiguas obras de la época colonial y continúan indelebles en las más recientes de las últimas generaciones. En grado variable se advierte igualmente su presencia en todos los géneros. Desde la historia a la poesía, al ensayo y a la novela.
El primero de esos rasgos propios es, sin duda, la presencia de la naturaleza. La naturaleza deja de ser un telón de fondo o el objeto de una poesía didáctica para convertirse en héroe literario. El héroe por excelencia de la literatura hispanoamericana es la naturaleza. Domina al hombre y muestra su avasalladora presencia en todas partes. A la árida literatura castellana llevan los primeros cronistas de Indias, más que la noticia del descubrimiento de costas y reinos, un vaho de selvas y un rumor de aguas. Los ríos, las sierras, las selvas son los personajes principales de esas crónicas deslumbradoras para el castellano que las lee desde la soledad de su parda meseta. Es con bosques, con crecientes, con leguas con lo que luchan Cabeza de Vaca, o Gonzalo Pizarro, u Orellana.
Aun cuando llegan las épocas más clásicas e imitativas, el jesuita expulsado hará su poema neolatino sobre la naturaleza salvaje de América, la Rusticatio Mexicana de Landívar. Cuando Bello invita a la poesía neoclásica a venir a América, la primera nota de americanidad que le ofrece es el canto a las plantas de la zona tórrida.
Pero ese dominante sentimiento de la naturaleza en la literatura criolla no es meramente contemplativo, es trágico. El criollo siente la naturaleza como una desmesurada fuerza oscura y destructora. Una naturaleza que no está hecha a la medida del hombre.
Cuando Sarmiento considera la vida política y social argentina para escribir a Facundo, el medio natural se convierte fatalmente en el personaje de su obra. No es Rosas, ni siquiera de Quiroga, de quien va a hablarnos, es de la pampa. Él la siente, criollamente, como un ser vivo, como una fiera monstruosa que amenaza la vida argentina.
Podría parecer baladí señalar la presencia de la naturaleza en los románticos, porque en ellos podría ser simple imitación de sus maestros europeos. Pero, en cambio, cuando la novela hispanoamericana comienza a alcanzar dimensiones universales, se afirma como su rasgo más saliente el de la presencia trágica de la naturaleza como héroe central. En ninguna otra novela contemporánea tiene la naturaleza semejante importancia.
El rasgo que me parece seguir a éste en importancia y permanencia es el que podríamos llamar del mestizaje. O de la aptitud y vocación de la literatura, como de la vida criolla, para el mestizaje. La literatura hispanoamericana nace mezclada e impura, e impura y mezclada alcanza sus más altas expresiones. No hay en su historia nada que se parezca a la ordenada sucesión de escuelas; las tendencias y las épocas que caracterizan, por ejemplo, a la literatura francesa. En ella nada termina y nada está separado. Todo tiende a superponerse y a fundirse. Lo clásico, lo romántico, lo antiguo con lo moderno, lo popular con lo refinado, lo racional con lo mágico, lo tradicional con lo exótico. Su curso es como el de un río, que acumula y arrastra aguas, troncos, cuerpos y hojas de infinitas procedencias. Es aluvial.
Nada es más difícil que clasificar a un escritor hispanoamericano de acuerdo con características de estilos y escuelas. Tiende a extravasarse, a mezclar, a ser mestizo.
Este rasgo tan característico de lo criollo se presenta también en las artes plásticas. En un sagaz ensayo («Lo mexicano en las artes plásticas») José Moreno Villa habla del «fenómeno muy colonial del mestizaje», que hace que en los conventos del XVI encontremos esa extraña mezcla de estilos pertenecientes a tres épocas: románica, gótica y renacimiento. Esa tendencia al mestizaje le parece a Moreno Villa lo que fundamentalmente diferencia al arte mexicano del europeo, del que parece proceder y sus interesantes observaciones las resume en la siguiente forma, que viene a ilustrar de un modo muy útil nuestra tesis: «El siglo XVI se distingue por su anacronismo (mezcla de románico, gótico y renacimiento); el siglo dieciocho se distingue por su mestizaje inconsciente, y el siglo veinte se distingue por la conciencia del mestizaje».
Muchos son los ejemplos de este fecundo y típico mestizaje que ofrece la literatura criolla en todas sus épocas.
Garcilaso el Inca, buen símbolo temprano, es más mestizo en lo literario y en lo cultural que en la sangre. Elementos clásicos y barrocos siguen vivos en nuestro romanticismo. Facundo es un libro caótico imposible de clasificar.
Ese mestizaje nunca se mostró más pleno y más rico que en el momento del modernismo. Todas las épocas y todas las influencias literarias concurren a formarlo. Es eso precisamente lo que tiene de más raigalmente hispanoamericano, y que era lo que Valera juzgaba simplemente como cosmopolitismo transitorio. El modernismo surge por eso en América, y en España no tiene sino un eco momentáneo y limitado. Los hombres del 98 aprenden la lección modernista, pero en su mayor parte, reaccionan hacia lo castizo.
Esa vocación de mestizaje, esa tendencia a lo heterogéneo y a lo impuro vuelven a aparecer en nuestros días en la novela hispanoamericana. En ella se mezclan lo mítico con lo realista, lo épico con lo psicológico, lo poético con lo social. Tan impura y tan criolla como ella es la nueva poesía. A nada del pasado renuncia incorporando aluvialmente todo lo que le viene del mundo. No renuncia al clasicismo, ni al barroco, ni al romanticismo, ni al modernismo. Sobre ellos incorpora los nuevos elementos que florecen en la extraordinaria poesía caótica de un Pablo Neruda.
Frente a la tendencia de la literatura española «a lo más espontáneo» y «a las formas de verso menos artificiosas» la literatura hispanoamericana alza su antigua devoción por las formas más artísticas.
El gusto hispanoamericano por las formas más elaboradas y difíciles, por las formas de expresión más cultas y artísticas, no sólo se manifiesta en su literatura y en su arte, sino que se refleja en la vida ordinaria y hasta en el arte popular. Barroca, ergotista y amiga de lo conceptual y de lo críptico es su poesía popular. El cantor popular compone frecuentemente en formas tan elaboradas como la de la décima.
Ya el español Juan de Cárdenas, entre otros, señalaba en el siglo XVI el gusto del criollo por el primor del discurso y la ventaja que en esto llevaba al peninsular. Lope de Vega, por su parte, en el gran archivo de su teatro, señala como característica del indiano la afectación del lenguaje: «Gran jugador del vocablo». Y Suárez de Figueroa, en El pasajero, dice de ellos: «¡Qué redundantes, qué ampulosos de palabras!».
La larga permanencia del barroco y la profunda compenetración del alma criolla con ese estilo, es un fenómeno harto revelador en este sentido. Es el estilo que más se naturaliza y se arraiga en América. En cierto modo adquiere en ella un nuevo carácter propio. Sació el amor del criollo por lo oscuro, lo difícil, lo elaborado. Es hecho muy lleno de significación que a fines del siglo XVI, en el aislamiento de una villa de la Nueva España, Bernardo de Balbuena, un seminarista crecido y formado allí, concibiera el más complejo y rico de los poemas barrocos de la lengua castellana: el Bernardo.
El gusto del hispanoamericano por las formas más artísticas y arduas no se pierde. Sobrevive a todas las influencias y a todas las modas. Lo lleva a todos los géneros literarios, desde la novela al periodismo. Lo que primero le importa es la belleza de expresión. Eso que llaman estilo. Y que hace que la mayor aspiración de un escritor consiste en ser considerado como un estilista.
El barroco y el modernismo son tan hispanoamericanos porque satisfacen ampliamente esa sed de las formas más artísticas. No le parece al hispanoamericano que se puede ser gran novelista sin escribir en una hermosa prosa. Ni se puede ser pensador sin una expresión artística. El prestigio de Rodó no venía de sus ideas, sino de su forma. Los novelistas más estimados en Hispanoamérica son los que emplean un lenguaje más armonioso y poético. Jorge Isaacs antes que Bles Gana. Y Ricardo Güiraldes antes que Manuel Gálvez.
El hispanoamericano no concibe la literatura sino como arte de la palabra, y la medida de ese arte es la forma.
Junto a este rasgo, y sólo en aparente contradicción con él, me parece ver surgir de inmediato el del primitivismo de la literatura criolla.
El mismo gusto de la forma y de la elaborada composición la lleva a una deformación de los datos inmediatos de lo objetivo, que a lo que se parece es a la estilización de los primitivos. Hay en la literatura hispanoamericana cierta forma de realismo que no es sino realismo de primitivo. Una realidad reelaborada por el estilo y por la concepción general del sujeto. Una como perspectiva de primitivo que hace que el pájaro del árbol del fondo resulte tan grande como la cabeza del personaje del primer plano.
Esta estilización primitiva de lo natural y de lo subjetivo rechaza la mera copia de la realidad y es un aspecto del sometimiento del criollo a una forma rígidamente concebida y elaborada.
Hay una perspectiva de primitivo en aquel tapiz de mil flores que es la Silva de Bello, y el Facundo, de Sarmiento, y en la poesía de Darío, y en la selva de Rivera, y en casi toda la combinación de paisaje, personaje y acción de la novela.
No sólo sabe a primitivo la literatura criolla por la estilización rígida, sino también por la abundante presencia de elementos mágicos, por la tendencia a lo mítico y lo simbólico y el predominio de la intuición.
Lo más de ella está concebido como epopeya primitiva, en la que el héroe lucha contra la naturaleza, contra la fatalidad, contra el mal. Es una literatura de símbolos y de arquetipos. El mal y el bien luchan con fórmulas mágicas.
Valor mágico tienen las más de las fórmulas y de los conceptos de los pensadores, de los poetas y de los novelistas. Expresan antítesis insolubles, en actitud pasional y devocional. El poeta lanza su conjuro contra el poder maléfico. El novelista describe la epopeya de la lucha contra el mal, que es la naturaleza enemiga, o la herejía, o la barbarie. El héroe moral representa la civilización y lucha contra la barbarie, que, a veces, no es sino la avasalladora naturaleza.
Es, por eso, una literatura de la intuición, la emoción y el sentimiento. Sentidor más que pensador, dirá Unamuno de Martí, que es uno de los más representativos. Las novelas de Azuela, Gallegos, Güiraldes, Alegría son míticas y mágicas. La misma actitud mágica e intuitiva que caracteriza la poesía de Neruda define lo más valioso del moderno cuento hispanoamericano, y es la esencia de lo que debía ser el pensamiento de los más influyentes pensadores. Qué otra cosa que una fórmula mágica es el conjuro de Vasconcelos: «Por mi raza hablará el espíritu».
Tampoco son la austeridad moral y la sobriedad psicológica rasgos de la literatura criolla. Lo son, por el contrario, la truculencia moral y la anormalidad psicológica. Es como otro aspecto de su inclinación por las formas complicadas y artificiosas.
Es literatura pasional expresada en tono alto y patético. Sus héroes son trágicos. La pasión y la fatalidad dirigen su marcha hacia la inexorable tragedia. Más que el amor, es su tema la muerte. Sobre todo la muerte violenta en sobrecogedor aparato.
Este gusto por el horror, por la crueldad y por lo emocional llevado a su máxima intensidad, da a la literatura hispanoamericana un tono de angustia. Lo cual la hace, a veces, una literatura pesimista y casi siempre una literatura trágica.
Sonríe poco. El buen humor le es extraño. No hay nada en ella que recuerde la humana simpatía del Quijote, o la risueña miseria del Lazarillo. Torvos, estilizados y absolutos principios contrarios del bien y del mal se afrontan en sangrientos conflictos. Patéticamente claman, batallan y triunfan o sucumben. La vida no está concebida como relación mudable, variada y equilibrada, sino como fatalidad absorbente y trágica.
Podría hacerse el censo de los héroes de la novela hispanoamericana. Asombraría la abundancia de neuróticos, de criminales, de fanáticos, de abúlicos, es decir, de anormales. Gentes de psicología compleja, atormentada y mórbida. Fanáticos de la creación o de la destrucción.
Estos rasgos no dejan de reflejarse en la poesía, en el ensayo y en el periodismo. Su tono es conmovido y exaltado. Hay como un acento apocalíptico consustancial con el espíritu criollo. La vida concebida como cruzada y como catástrofe.
La Araucana es un poema épico que termina con la trágica inmolación de los héroes. El espeluznante suplicio de Caupolicán no tiene antecedentes en la literatura castellana. Lo horrible y lo excepcional humano pueblan las crónicas de la conquista. Los Comentarios Reales están llenos de truculencia psicológica. Y Bernal Díaz. Y lo están también Fernández de Lizardi y Mármol. «Sombra terrible de Facundo, voy a invocarte», anuncia sobriamente Sarmiento.
Ni siquiera el realismo escapa a esta condición. Se busca en él la morbosa complejidad psicológica. Piénsese en el desasosiego moral, en el patetismo religioso, en la fatalidad trágica de los héroes de la novela realista hispanoamericana. Recuérdese, en dos extremos, a Rafael Delgado y a Eugenio Cambaceres. En Laucha, de Payró, se diferencia de sus antecesores picarescos, tan simples hijos del azar, del hambre y de la libertad, precisamente en el complejo desasosiego del ser, en la truculencia psicológica.
Toda la novela de la revolución mexicana está dentro de ese signo. Desde Los de abajo, pasando por Pito Pérez, hasta la sombría y presagiosa fatalidad del Pancho Villa de Guzmán. Toda la novela indigenista andina. Toda la novela social con sus atormentados sufridores. Anormales, complicados, trágicos, excesivos sin sobriedad ni en el actuar ni en el sentir son los personajes de Eduardo Barrios, los de Rufino Blanco Fombona, los más de Gallegos, los de La vorágine, los que pueblan los apesadillados cuentos de Horacio Quiroga.
El alma criolla está como en tensión trágica en su literatura. Esto es lo que a muchos ha parecido rezagada permanencia del romanticismo. A los que no saben ver en los fenómenos más americanos sino imitación de escuelas europeas. No es imitación, es rasgo del alma histórica y del ser individual reflejado en una literatura propia.
Los rasgos enumerados hasta aquí parecen convenir a todas las obras características de la literatura criolla. Están presentes en las más típicas de ellas y vienen a ser lo que en realidad las distingue y personaliza ante otras literaturas. Esos rasgos típicos aparecen como los más extendidos y los más constantes. Se les encuentra en todas las épocas y en todas las zonas de la literatura hispanoamericana. Otros hay transitorios o locales que no convienen con tal persistencia a toda la generalidad de su complejo ser de cuatro centurias.
Pero aun habría que señalar otro rasgo tenaz, que es uno de los más vivos reflejos de la vida y de la psicología hispanoamericanas. Y es que la literatura está predominantemente concebida como instrumento. Lleva generalmente un propósito que va más allá de lo literario. Está determinada por una causa dirigida a un objeto que están fuera del campo literario. Causa y objeto que pertenecen al mundo de la acción.
Cuando Sarmiento se pone a escribir a Facundo no lleva en mientes ningún propósito literario. Sus motivaciones y sus objetivos no pertenecían a la literatura. Escribe improvisadamente para defender su causa, para justificar su posición, para atacar a Rosas. No se sitúa frente a problemas de arte literario sino ante cuestiones de lucha política y de destino histórico colectivo. Su libro está dentro de una lucha. Es una forma de llegar a la acción. Si luego resulta una de las más grandes creaciones de la literatura criolla no será su autor el menos sorprendido.
El ilustre caso de Facundo es típico de la concepción hispanoamericana de la literatura como instrumento de lucha. Por eso también casi toda ella es literatura improvisada, llena de intenciones deformantes, lanzada como proyectil antes de madurar como fruto. No le debe a otras preocupaciones la hora mayor de los Proscriptos la literatura argentina. Ni a otras tampoco su florecimiento literario la revolución mexicana.
La pluma del anciano Bernal Díaz se mueve al servicio de una querella política, la causa del soldado del común contra la estatua clásica del glorioso capitán. Es obra de protesta. Y la sorda querella del indio contra el español es la que mueve al Inca Garcilaso. Es obra de denuncia. En los años de la independencia su libro dará a luz todo su poder subversivo. Y La Araucana y el Arauco Domado son alegato de partido, como no deja de serlo, en lo mejor y más vivo, la larga crónica pintoresca de Castellanos, o las indiscreciones de Rodríguez Freyle.
Toda la literatura de los jesuitas desterrados es de combate y de reivindicación. Sin excluir a Clavigero y a Landívar. Bello, Olmedo y Heredia están en las filas de la lucha cívica. Toda la literatura del siglo XIX está teñida de partidarismo. Es de conservadores o de liberales. De postulantes o de protestantes. Es periodismo político bajo otras formas. Que es lo que Lizardi hace con El periquillo. Y lo que hace Juan Vicente González con la historia. Y lo que hacen los románticos con la poesía.
Si algo caracteriza a la literatura criolla hasta hoy es que con mayor persistencia y en un grado no igualado por ninguna otra está condicionada y determinada por la política. Es literatura de defensa o de ataque de los intereses de la plaza pública. Es literatura que no se conforma con ser literatura, que quiere influir en lo político y obrar sobre lo social. Es literatura reformista. Lo objetivo le es extraño y está ausente de sus obras verdaderamente típicas.
Bastaría para demostrarlo pasar rápida revista a la novela. Desde Amalia hasta El mundo es ancho y ajeno. Toda ella es instrumento de lucha política y prédica reformista.
La poesía también manifiesta este carácter, desde los gauchescos hasta Pablo Neruda. Es poesía un poco oratoria puesta al servicio de la lucha. Ese carácter político de la poesía, que no escapó a Menéndez y Pelayo, está presente en todos sus mayores momentos. Ni siquiera durante el Modernismo ese rasgo desaparece. Se atenúa y modifica pero no se borra. La poesía modernista está dentro de una concepción política y muchas veces abiertamente al servicio de ella como se ve en el Rubén Darío de la «Salutación del optimista», de la «Oda a Roosevelt» y del «Canto a la Argentina».
Todo el ensayo hispanoamericano tiene ese carácter. Está hecho como para servir a propósitos reformistas inmediatos. Le interesan las ideas por sus posibilidades de aplicación práctica a lo social. Es en este sentido un pensamiento eminentemente pragmático volcado hacia lo político y lo social. Ese rasgo lo han advertido todos los que han estudiado el pensamiento hispanoamericano. En 1906 Francisco García Calderón señalaba en los criollos la preferencia por la filosofía con «aspecto social». «Su inteligencia -decía- es pragmática; apasionan los problemas de la acción». Y cuarenta años más tarde José Gaos, al analizar las características del pensamiento hispanoamericano, destaca la temática política y el aspecto pedagógico, informativo y docente. Lo llama un «pensamiento de educadores de sus pueblos».
Estos rasgos son sin duda los que más individualidad y carácter le dan a la literatura criolla. Los que precisamente le dan el carácter criollo. Las obras que carecen de ellos saben a cosa ajena o imitada de lo ajeno. A inerte ejercicio retórico. Las más grandes los tienen en grado eminente, y es su presencia lo que da el tono y el matiz diferencial a lo criollo. Del claroscuro de la historia literaria viva surge con estos rasgos el rostro de la literatura criolla. Rasgos que son verdaderos y no ficticios porque también lo son del alma, de la vida y de la circunstancia criollas. Sobre ellos se ha ido alzando con sus poderosas peculiaridades lo que ya podemos llamar una literatura hispanoamericana propia. Ellos han sido su condición y su destino. Sobre ellos ha crecido vigorosa y distinta. Sobre ellos está hoy y sobre ellos partirá hacia el porvenir.
Son esos rasgos los que la literatura hispanoamericana ha recibido de la tierra y de las gentes de su mundo, los que la identifican con él y los que, por ello mismo, en última instancia le dan personalidad y validez universal.
No sólo están presentes en las obras capitales de la literatura criolla, sino que es su presencia lo que hasta hoy define, más que ningún otro factor, lo criollo en literatura.
Son caracteres distintivos y propios de una literatura fuertemente caracterizada que, en lo esencial, se diferencia de la española, la más próxima, y más aún de las otras literaturas de Occidente. Ellos afirman la necesidad de considerar la literatura criolla en su ser, en su circunstancia, en su condición con un destino tan propio y tan caracterizado como el del mundo americano que expresa. Literatura original de un nuevo mundo.