Gabriel Jiménez Emán
Recuento biográfico
Desde mi formación cultural en la adolescencia tuve contacto con poetas, tanto en las casas donde habité, como en aquellas donde me tocó vivir en varias ciudades venezolanas y del extranjero; creo que fueron ellos los verdaderos responsables de mi formación, no solamente intelectual sino humana, al ofrecerme sus muestras de sinceridad, autenticidad y valentía en procederes o comportamientos frente las causas justas o de los abusos de poder. Entre estos poetas destaca el nombre de Ramón Palomares, quien fue profesor, amigo y maestro; él, como tantos otros auténticos creadores, me asombraron con sus gestos de humildad, generosidad y verdadera sabiduría. Palomares nació en Escuque (1935), estado Trujillo, un pueblecito de neblinas en los andes venezolanos; cursó estudios primarios y secundarios en las ciudades de Trujillo y Valera, para luego dirigirse a la ciudad de Caracas a hacer estudios de literatura en el Instituto Pedagógico. Por esos años formó parte del reconocido grupo literario y la revista Sardio en los años 60, que tanta importancia tuvo para la edificación de la modernidad literaria venezolana, junto a escritores como Guillermo Sucre, Salvador Garmendia, Luis García Morales, Gonzalo Castellanos, Rodolfo Izaguirre y otros. Luego de graduarse, impartió clases en la ciudad capital durante un tiempo, para luego dirigirse a Mérida a dar clases en la Escuela de Letras de la Universidad de los Andes; iba con frecuencia a Caracas a visitar a sus amigos y a compartir la bohemia de Sabana Grande en los años setentas, para luego regresar a Mérida, donde se residenció hasta su muerte en 2016. Tuve la suerte de compartir con él paseos por los andes venezolanos en compañía de amigos que nos conducían a ciudades y pueblos donde habita el misterio de la tierra. Entre ellas, esa región mágica, la “tierra de nubes” de Escuque, de donde Palomares extrae una serie de elementos que le permiten construir una lírica particular, basada en expresiones del alma popular y de giros lingüísticos vernáculos, costumbres y mitos ancestrales constitutivos de una tradición rica en significados espirituales.
Rasgos definitorios de estilo
Ya desde su primer libro de poemas El reino(1958), Palomares da muestras de la diversidad espiritual de su mundo, tomando en cuenta los fenómenos coloquiales, el habla de esa tierra. Para crear, el poeta se aleja conscientemente –digámoslo así– de la tradición literaria occidental y del bagaje cultural de movimientos como el clasicismo, romanticismo, modernismo o de las vanguardias históricas –e incluso también de los conocidos costumbrismos conocidos– para buscar otras fuentes que le permitieran expresarse con mayor holgura, y esa libertad a su vez le diera acceso a otros modos de versificar; incluso, me atrevería a decir, se pone de espaldas a la vanguardia internacional y a los versolibrismos premeditados. Palomares comienza con buen pie en El reino a construir un mundo donde la infancia, el paisaje, los familiares, campesinos, labriegos y elementos naturales se funden, para ofrecernos una poesía remozada. Un claro ejemplo de ese inicio es el poema “Elegía a la muerte de mi padre”, donde nuestro poeta cumple su primer hallazgo significativo. Recordamos algunos de aquellos versos que dicen: “Esto dijéronme: / Tu padre ha muerto, más nunca habrás de verlo. Ábrele los ojos por última vez / y huélelo y tócalo por última vez. / Con la terrible mano tuya recórrelo / y huélelo como siguiendo el rastro de su muerte / y entreábrele los ojos por si pudieras / mirar a donde ahora se encuentra. Ya los gavilanes han dejado su garra en la cumbre / y en el Aire dejaron pedazos de sus alas, / con una sombra dura y triste se perdieron / como amenazando la noche con sus picos rojos.”
Luego en su segundo libro Paisano (1964) da un paso decisivo en la conformación de su peculiar estilo, o mejor sería decir, idiolecto poético. Basado en un estado del ser raigal más allá de cosmopolitismos o vanguardismos que tantos influjos positivos brindaron a nuestras búsquedas poéticas, –sobre todo mediante el surrealismo– Palomares opta en cambio por una suerte de naturalismo transmutado en símbolo, o en música surgida del libre lenguaje oral, que lo aproximen a los giros dialectales de las regiones, a sus leyendas y costumbres ancestrales. De hecho, esto explora en Paisano al cantarle a pájaros, ríos, lagunas, árboles, soles, bailes, fiestas, músicas o ritualidades que le permiten crear un mundo propio. Entre los más recordados de estos textos se encuentran “El noche”, “Culebra”, “Un gavilán”, “El sol”, “Errantes”, “Patas arriba en el techo”, “En el patio” y tantos otros que pronto adquirieron rangos de clásicos entre nosotros. Se pudiera decir que, hoy, por hoy, Paisano es una de las obras fundamentales de la poesía venezolana, tanto por su densidad estética, como por los logros formales que la diferencian de toda la tradición anterior, donde se vislumbra un universo de espiritualidad que, justamente, vendría a cristalizar en su obra póstuma. Me permito ahora transcribir uno de los poemas de Paisano que me aprendí de memoria para decirlo en reuniones y fiestas: “El noche”: “Aquí llega el noche / el que tiene las estrellas en las uñas, / con caminar rabioso y perros entre las piernas / alzando los brazos como relámpago / abriendo los cedros / echando las ramas sobre si, / muy lejos. Entra como si fuera un hombre / a caballo y pasa por el zaguán / sacudiéndose la tormenta. / Y se desmonta y comienza a averiguar / y hace memoria y extiende los ojos. / Mira a los pueblos que están / unos en laderas y otros agachados en los barrancos / y entra en las casas / viendo cómo están las mujeres / y repasa las iglesias por las sacristías / y los campanarios / espantando cuando pisa en las escaleras. / Y se sienta sobre las piedras / averiguando sin paz.”
Luego de Paisano vendría El vientecito suave del amanecer con los primeros aromas (1973), poema de largo aliento cuya edición en plaquette de gran formato impresionó de manera rotunda a toda una generación, debido a la suprema delicadeza y originalidad de su lenguaje. En una línea similar a la de Paisano, Palomares escribe Adiós Escuque (1974), con el cual obtiene el Premio Nacional de Literatura y le confirma en su universo de espiritualidad ancestral. Debemos decir que, paralelamente a esta línea, nuestro poeta venía urdiendo otra vertiente de recreación histórica, iniciada con la publicación de Honras fúnebres (1965), Santiago de León de Caracas (1967) y Alegres provincias (2011), libros que merecerían consideración aparte, aun cuando se conectan de manera lateral con los motivos de la gesta nacional de nuestra historia patria que tanto interesaron a nuestro autor desde los inicios de su trayectoria, donde se exalta la lucha de nuestros libertadores, humanistas o caciques originarios.
En Adiós Escuque ya están plenamente conformados sus rasgos formales decisivos; nuestro autor produce otras tantas piezas memorables para la poesía venezolana como “Pajarito que venís tan cansado”, “Diciembre andando por el cielo”, “Serenata”, “Viejo lobo”, “El patiecito”, “Yo mismo pasando por esta vida”, ”Pleno verano”, “El alma dándole de beber”, y una serie de poemas extensos que no dudamos en considerar clásicos como representativos del profundo animismo de nuestro poeta, como son “El hijo pródigo”, “La caída”, “El jugador” o “Adiós”. Podemos considerar que el universo de este poeta ya ha sido definido de modo completo; luego, daría inicio a otras indagaciones mediante nuevas selecciones poemáticas en volúmenes como Lobos y halcones (1977), En el reino de Escuque (2006), y sobre todo en obras compilativas notables como la titulada Vuelta a casa (2006)[1]. En toda la obra de Palomares, en mayor o menor grado, está presente esa inmersión profunda en el sustrato aborigen nuestro, su espiritualidad, deidades, mitos, simbologías. De manera clara u oblicua, directa o subrepticia, motivos y personajes aparecen ligados a estos temas, y han sido objeto de estudio por parte de investigadores como Ennio Jiménez Emán (quien aborda el tema de la simbología náhuatl en la obra del poeta), María Elena Maggi (esta la asocia a motivos o procedimientos del realismo mágico latinoamericano), o Patricia Guzmán (quien centra su interpretación en el acto de escuchar, en el hecho de desear transmitir la voz del otro o de los otros, los hablantes en el mundo del poeta) entre tantos otros trabajos. De entre estas propuestas me adhiero a la de Maggi, quien a lo largo de su tesis sostiene que los logros de Palomares en poesía son equiparables a los hallazgos del realismo mágico en la narrativa; incluso me atrevería a asociarlos a los logros estéticos de un Juan Rulfo en obras como El llano en llamas y Pedro Páramo, las cuales destilan voces y expresiones populares raigales de México.
Paréntesis merideño
En cuanto a su fervor hacia Mérida, Palomares le ha cantado a esta ciudad dedicándole numerosos poemas a sus ríos, valles e historia, creando una saga particular, exclusiva para esta ciudad que amó tanto, y consta de los volúmenes Mérida, elogio de sus ríos (1985) y Mérida, fábula de cuatro ríos (1994). Al evocar Mérida con la presencia de Palomares, mi memoria viaja por las calles de esa ciudad, especialmente por el sector de La Pedregosa, donde habitaban numerosos escritores, cineastas y artistas, y en cuyas casas celebrábamos fiestas y reuniones, a las cuales asistían o servían de anfitriones Carlos Contramaestrre, Omar Granados, Enrique Hernández D’Jesús, Ángel Eduardo Acevedo, Ramiro Najúl, José Manuel Briceño Guerrero, Donald Myerston, Vicencio Pereira, Tarik Souky, Iván Real, Bayardo Vera, Héctor Vera, Tirso Meléndez, Hernando Track, Manuel de la Fuente, Carlos Rebolledo, Betania Uzcátegui, Arnaldo Acosta Bello, Víctor Valera Mora, Luis Cornejo, José Barroeta, Salvador Garmendia, Pedro Parayma, León Alfonso Pino, Malila Estaba, Ana Rita Tiberi, Malin Pino, Leonor Pulgar, Marina Barreto, Duilia Santana, Adelaida Villalba, Miguel Szinetar o Armando Romero. Se trataba de un grupo de artistas de todas las disciplinas, en cuyas reuniones quizás se aprendía un poco más acerca de la vida o el arte que en las mismas aulas de clase. Seguramente, si Charles Bukowski hubiese visitado Mérida por aquellos días, se hubiese unido sin pensarlo a esta pandilla de alucinados bohemios. Años después, Palomares me honraría escribiendo un prólogo a mi libro de poemas Balada del bohemio místico (2009) editado por Monte Ávila Editores, cuyo texto introductorio (“Existir como un gran deseo”) me sirvió de estímulo permanente. Por cierto, el místico mío, báquico o azaroso, posiblemente tenga algo que ver con aquellas celebraciones nocturnales.
Clarividencia y mística
En la presente ocasión, me ocuparé de glosar algunos motivos y constantes presentes en su poesía inédita, publicada de manera póstuma (Palomares falleció en 2016) bajo el título de Yo, el resplandor (Acirema, 2023), ofrecida a nosotros gracias a una excelente curaduría del poeta Pedro Ruiz, con sendos prólogos de Gustavo Pereira, Luis Alberto Crespo y el propio Ruiz, en el logro de una cuidada edición. Pereira anota allí que nuestro poeta “abreva también en otras aguas, las clásicas de la gran literatura universal, y de la historia humana incluyendo las aún casi desconocidas de las culturas americanas, presentes todavía en el vocabulario popular cuando este nombra sus ríos, montañas, utensilios, sitios del corazón.” Mientras, Crespo nos habla de “una escritura hímnica y blanca (nunca transcurrió tiniebla alguna en lo que dijo, ni siquiera cuando sobrevenía el melancólico pesar) cedía su mutismo poético a la verdad pura de la transfiguración de lo vivido en belleza (…) una urdimbre encantada entre dulzura y rudeza, aspereza y sedosidad, identidad y desdoblamiento”; mientras Ruiz lo evoca “acariciando las plantas, y cuando regresaba de su ensoñación, las nombraba por su nombre común y el científico. Auscultaba el paisaje…” Yo, el resplandor se nos presenta como un trabajo de vertiente distinta en la obra de este poeta, cuya observación es ciertamente compleja, urdida mediante elementos aglutinados en torno al asunto de la clarividencia como expresión central, ramificada hacia lo trascendente místico abordado mediante variados recursos, tropos, categorías o niveles vinculantes que me permitirán desarrollar sucintamente algunas ideas.
En primer lugar, el poeta se propone una progresiva aproximación a diversos grados de revelación, los cuales tienen que ver con un espíritu que denominamos místico en la tradición cristiano-católica de occidente, y en otras culturas se halla asociado a una revelación de naturaleza politeísta, la cual toma en cuenta una serie de procedimientos o ritos de iniciación, nacidos de una psique profunda. No pretendo identificar al propio Palomares con tal o cual creencia religiosa, elemento que perjudicaría, por demás, la intención de este ensayo. A lo largo de este breve “viaje” a través de Yo, el resplandor su autor describe un itinerario de iniciación, dentro del cual tendremos en cuenta una estructura dispuesta del siguiente modo: 1. Yo, el resplandor, compuesta por ochenta y nueve (89) poemas breves donde tiene lugar el ascenso a una (suerte de) revelación extasiada. 2. Flor de eternidad, donde se describe lo que yo llamaría puerta de acceso a los paraísos, constituida por treinta y cuatro (34) poemas extensos (o de largo aliento) y 3. Otros poemas. Sucesión de dieciocho (18) textos independientes y de longitud considerable, apuntando hacia un elogio de la naturaleza, pero distintos entre sí en cuanto a su forma, algunos de ellos vertidos en prosa; todo ello, conformando un resultado admirable y de intención totalizante, en su encuentro con experiencias, tradiciones, personajes y deidades.
Irradiaciones iniciales
Ubicándonos al inicio de la primera parte, hallamos ya los modos significativos de irradiar tal resplandor, comenzando por la quietud o la levedad, e incluso situándose en la experiencia de la muerte, a la sombra momentánea de un muro: Al fin aguas profundas / más allá del muro / Vi el aire moviéndose / vi el cielo tras los árboles / y entre las hojas muestras colores / en pugna.” El Yo oteador se manifiesta del siguiente modo: “Que la idea se empareje / que suene su fragor como cruda nieve. / Desde la altura puedo verla, / el quebracho de ventana, / y yo, tortuoso, oteando.” Luego van apareciendo los ramajes de la montaña, los ríos y músicas del ayer en un texto de iniciación: “Me doy a unos declives, una yerba lozana. / El cielo. Puerta de azul profundo. / El recodo del valle, unos riachuelos. / Las músicas de ayer se han ido, / empieza el verano”. El Yo, sigue, se deja llevar hasta crear un preámbulo al espacio mítico abierto hacia “esa extraña casa donde vuelven mis ojos / encuentro esa urdimbre encantada, /una hoja, el pez, el arroyo, fiestas. / Será como decir OTRA VEZ. / Y después de un cielo vacío / reencarnar”.
Nótese este verbo “reencarnar” como aglutinador de la voluntad trascendente del poeta, propiciatorio de un regreso al mundo infantil. Y así continúa, hallando a un pez encarnado en gema (una esmeralda verdiazul), en un ojo para ver el pasto de un prado; o bien a identificar los árboles con dioses, mientras las bestias pastan en lo azul: “Las bestias de este día / pastan y brevan en lo azul. / El azul en el sol atenuado / purifica la avaricia. / Todo el cielo habita aquí: / la garza quieta, / el ganso escandaloso / los niños que se esfuman / en la arboleda.”
También visita el poeta al sol, o experimenta junto a él un proceso de transformación. “En mis años cuántos cielos / y cuántas noches. / Como noche recojo mi piel, /me desdoblo y me trago. / Como día salgo de mis ojos / y me doy a brillar.”
Desde un punto de vista formal advertimos el uso de metáforas descriptivas, como las que se hallan en el poema 16: “Echado cara al cielo sobre el lecho verde / puedo acunar en mí el blanco de una garza (…) / una pareja de golondrinas bebe de mí / y el color de mis orillas sonríe.” Se va adentrando el iniciado en tal paraíso, hallando algo que pudiéramos llamar “la tierra vegetal” donde las rosas, por ejemplo, vuelven a fungir de símbolos de la perfección alquímica, cuando leemos: “Descansa mi pequeño universo / traza dentro de mí tenues coloraciones. Las rosas están lejos / el ruido de cascadas me recorre”; o también puede tomarse la licencia de ir a visitar la Luna en el poema 18: “De regreso y ya frente a un lago / vi mi asiento lejos, en la sombra, / en la parte oscura de la luna.” Estamos[U1] frente a una serie de enunciados místicos sintetizados en las presencias vegetales, en versos como: “mis huesos de limo / mi carne transparente, se mecen / lentamente en mi hora vegetal.”
Poco a poco, el clarividente va ingresando a universos cambiantes, optando por un arte alquímica como esa que se concentra en la pequeña joya del poema 25 y dice:
Sombra en el ardiente primor.
Para verme en ti
Qué importa esa espuma doliente;
penas, hombres.
Mi sol se hunde cada vez más.
Talvez sea tiempo ya de ser
una flor, una espiga.
Y la maravillosa alma de mi ser
la ráfaga vacía girando alrededor.
El poeta opta entonces por la no-muerte o por la vida perenne, que sólo es accesible a través de una comunicación con las deidades, en el entendido de que lo sustancial va a permanecer siempre oculto; el misterio aparece como principio y fin del conocimiento y de la experiencia espiritual. Este trayecto no se produce sólo como avance, sino también como un ir hacia atrás, hacia el hogar de la infancia, hacia la casa infantil más allá del aire, donde el día deslumbra e invita (tal advertimos en el poema 28) o en un direccionamiento hacia lo que los místicos consideran un estado de gracia, leemos: “La alegría frente a mi / y la belleza gritan y se desnudan.” En cierto modo, el poeta asiste aquí a una purificación por el fuego de la palabra: “Que sea la destrucción el acto rápido / violento / conque me purifique / No ese lento morder en el vivir de una asesina hiedra.”
Signos de purificación
Justo aquí convive el resplandor como signo de purificación: “Muchas torres, muchas ciudades / hondas murallas / y repentino y en silencio / el resplandor.” El poeta se somete a una especie de cilicio, atesora las fuerzas que le brinda la naturaleza y continúa su trayecto hacia la iluminación: el rumor, la espuma, el fuego resplandeciente, o el vuelo, lo conducen al asombro interior; se dirige hacia una montaña rodeada de nubes, hacia un tiempo nuevo: “Para ti un tiempo nuevo, / la memoria rodeada de nubes y su azul. / Escasos laberintos / y los innumerables flancos / tortuosos e inhóspitos.” De esta manera se cumple el encantamiento, se crea un espacio de quietud para el desdoblamiento y la contemplación: los poemas van sucediendo, a la manera de instantes, en la realización de tales estados de plenitud. En efecto, la lírica de Palomares en este libro irradia el resplandor y vive para él en su etapa postrera, dejándose llevar: “Vivir es dejarse llevar / Un aire rápido en un envión me despeja / y encuentro el cielo frente a mí.”
El viaje implica –como todo lo que vale la pena— una serie de elementos que como los ríos, van despejando el camino hacia el encuentro con la Deidad Superior, para lo cual habría que ejecutar el rito respectivo, y éste se lleva a cabo al producirse la aproximación a la fuerza celeste, cuando el cerco del aparecer le permite sentir la presencia de Dios, aunque no verlo, pues perdería su condición de Dios, la naturaleza de Dios reside justamente en ser invisible, podemos sentirlo pero no verlo, si lo viésemos directamente dejaríamos de sentirlo, pues lo esencial es a nuestros ojos invisible, existimos porque sentimos o pensamos, no sólo porque vemos u oímos por separado.
Deidades complementarias pueden ser el Aire, el Agua o el Pájaro, símbolos vivos que hacen brotar canciones (poesía) y mitos (relatos), y aquello que en occidente llamamos Ideas de modo categórico. Hablamos aquí, antes, de una Mismidad o de una fusión con Dios que se produce mediante el respectivo ritual, cumplido desde la oscuridad hacia la luz:
He cumplido, mi espíritu dice:
¡alabado sea!
Escribí. He abierto otra vez las ventanas
¡bienvenido sea!
He ganado este tiempo
se encienden para mí luces nuevas.
Aparece entonces la mujer, el matrimonio y todas las uniones o apareamientos posibles, a fin de alcanzar la realización plena. Leamos esta otra Arte Poética de la clarividencia:
Cambia, mira, deténte
Haz lo que quieras, mejor aún, sé lo que quieres.
La figura que cabalga hacia
El siempre
Hacia el nunca…
Tú mismo el siempre. Tú mismo
el nunca.
En efecto, lo que Palomares cumple en este libro es el encuentro depurado del Espíritu con Dios, mediante los signos naturales de este mundo, en un profundo acto de contemplación. Dios es agua, infancia, pez. Después de crear el agua, Dios extiende los brazos y respira largamente, y entonces el agua se vuelve elemento redentor de regreso al origen, como podemos advertir en el poema 73:
Yo, el resplandor. Yo, el resplandor
verano quieto
El resplandor cabeza abajo.
Regreso, me extiendo
acontezco, me distiendo, agonizo, soy
desaparezco.
Yo, el resplandor
En busca de los paraísos
A veces, el poeta-demiurgo parece llegar tarde y desea levantarse del agua “para disolverse, acabar en nada. Es la superficie apenas móvil, esta gracia.” Hasta la culminación de esta primera parte del libro, el poeta penetra a manera de zigzag en cada una de sus iluminaciones; regresa, se opaca, resplandece, se sumerge en encantamientos, hasta ganar la gran metamorfosis donde el Yo puede transformarse en Resplandor, Ruido Blanco, Agua Púrpura, flores, lluvia, peces burbujeando, párpado de la nieve que bebe del canto y del agua callada, o bien puede sumirse en un soliloquio de melancolía: a través de éstos, la imagen del Paraíso es percibida como la del mundo natural en armonía, y esto no impide que, dentro de este proceso de acceder a lo revelado, se presenten asuntos problemáticos como la angustia o la nada, tal se describen en el poema 79.
En fin, la nostalgia de Dios se conjura mediante la Escritura, mientras la mano intenta dibujar el Paraíso. Ramón Palomares se ha procurado aquí su camino hacia la clarividencia mediante la visión y la revelación, ha cumplido su misión de conjurar sus demonios y de moverse por los laberintos del edén hasta que su cerebro “alumbre y se haga luz”, lo cual le permitiría conducirse hacia la eternidad a paso seguro.
Como anotamos al principio, la segunda parte del libro, Flor de Eternidad, aparece a manera de complemento, abriendo un nuevo acceso a los paraísos, mediante textos extensos donde se ofrecen distintos compases de interpretación, no ya desde un punto de vista formal como conceptual, tal se lee en este breve segmento de un extenso poema titulado “Paraíso”: Paraíso. / El viajero se aproxima. A o lejos se ve un pueblo diáfano / y el aire trae ese canto de pájaro. / este verso convertido y esta serena tarde / cuando el camino dijo tres nombres / y las vibraciones del canto devolvieron los nombres. / Como si aquellos antiguos, vivos, regresaran / en el pájaro. (…) Pero este es uno de tus engaños. / Paraíso, porque no sabría descartar. / Y un tesoro de negras perlas. / O un hallazgo de plata / me perderían, / esplendores de sombría igualdad.”
A diferencia de los poemas de la primera parte, en esta segunda sección los textos sí poseen títulos, muchos de ellos referidos a animales o demonios (“Gran diablo” o “Pájaro en la noche”) también poemas iniciáticos; todos conducen de algún modo al Sol, autentico dios energético de todos nosotros, bien sea grande o pequeño, es decir, el sol es también hálito de felicidad que todo lo domina, ese sol en forma de gallo que pintaba para nosotros cuando éramos adolescentes, en su gran libro Paisano, y se replica en este caso en el texto que reza “Casa mía ahora sí vamos a soñar”: Sol, –le dije—qué derramas ahora al mediodía / sobre mi cabeza. / Vinos, licores que causan exquisito deleite. / Ningún fruto produce estos licores.) Nada hay mejor en la Tierra. / Este era un sol traicionero. / Y lo maté. / Me fui. / He matado al Sol –me dije– / La vida dice que debo morir, / Pero no es cierto, y tú, casa mía, vas a soñar.”
En esta sección están contenidas de modo más heterogéneo unas cuantas claves del nuevo universo poético de Palomares en cuanto a clarividencia y mística, pues nos encontramos en presencia de un filósofo que piensa con la poesía y de un poeta que medita en medio de la contemplación; en esta obra, vuelos y mariposas, aires y nostalgias primordiales se unen, por ejemplo, para recibir a Alexander Von Humboldt y a su compañero Bonpland en una red de odas a la Gran Natura, o de una épica de la naturaleza como pocas veces hemos visto en nuestra poesía.
Me llaman la atención los poemas en prosa –o relatos breves– elegidos para cerrar esta edición de Yo, el resplandor, pues no fue una forma muy utilizada por nuestro poeta; aquí tienen un peso específico notable, los titulados “Diciembre” (16), “Diciembre ha llegado” (17) y “Diciembre” (18). Teniendo como tema el mes último del año, también se nos sugiere que estos culminan, usando la ceremonia del nacimiento de Jesucristo, un reconocimiento de nuestro autor para rendir homenaje a tan relevante figura, lo cual lleva a cabo a través de textos narrativos de tono humorístico, donde el poeta refiere diversos personajes de su lar natal. En el primero de ellos, el narrador describe a diciembre tal si fuese un animal visitando a un pueblo, buscando llevar a él un cofre de sorpresas:
“Escondido en lejanas voces (el furro y las cuerdas trepan lento desde la oscuridad, tramontando una espera anhelante por barrios apartados, aparece diciembre, asomando su enorme y fluida cabeza entre ventanucos pardos y cuartos de un aliento brumoso. De las pendientes verde agua o bien secas o acartonadas sopla su dichosa respiración acomodándose entre campanadas y tejados, y agitando entre las orejas de animales dormidos –caballos y toros, gatos, perros, conejos, y arrejuntados cachorros—una alegría del color de la infancia, pues él, diciembre, tanto más que abril, es brujo y chamán, y hace nieve en los puertos del trópico, monta renos y trineos en los chivitales y levanta árboles de un azúcar verde bajo los techos urbanos (…) Todo ello describe el poeta, mientras varios personajes del pueblo aguardan expectantes, entre ellos el Juez del pueblo en un bar, entre amigos, se prepara a leer un poema.
En el segundo de ellos el sastre del pueblo, Maximiliano Baker, se alista a confeccionar los trajes que han de estrenar muchos de sus habitantes, evento destinado a procurar inmensa alegría entre ellos, y alienta al narrador a describir las conductas de sus ingenuos habitantes, mientras ocurre un juego de béisbol. Se celebra una misa; están a punto de desfilar las señoritas del pueblo y también los ciegos, los desahuciados, los sordos, “los enamorados que revierten su sed en el deseo.”
En lo relativo al poeta que observa la escena, este se describe del siguiente modo:
“En cuanto a mí voy despertando lentamente pues sólo hace un instante sobrenadaba un limbo húmedo y cerrado, después volé, farallones abajo, y al llegar al punto estuve con los pequeños arquitectos que alisaban papeles de seda y recortaban con tijeras doradas casas y colinas, techos y ventanas, caminos, vertientes, riéndose entre montañas. Convertían cajitas de fósforo y envoltorios plateados de cigarrillos en aldeas neblinosas y torrentes… y luego se ve el atardecer. A la hora de la cena, con prenderse la hilera de bombillos a lo alto de los tiesos aleros, las vísperas del Ave María. Es hora de estar solo, dicen. es hora de escuchar por los rincones untuosos.”
En el tercer “Diciembre” y último poema del libro, tiene lugar el hecho más divertido, ingenuo y humorístico de esta mini trilogía narrativa, en medio de la barahúnda de la fiesta religiosa el día del nacimiento del niño Jesús, en un ambiente de sacristanes, estallidos y reverberaciones, cohetones, tropiezos, repiques, mientras “ríos de gentes pasan sonando sus tacones por las aceras de rocío y tenues lluvias.” Se cantan letanías y alabanzas, pasan muchachos y muchachas, músicos con guitarras, maracas y furrucos, la plaza está llena de campesinos y trabajadores, todo parece normal, hasta que ocurre el gran acontecimiento, cuyo párrafo final transcribo íntegramente para ilustrar de la hermosa ingenuidad y picardía popular:
“Y días más tarde, por el don de la inocencia, debo cometer el gran robo; casa de mis amigos, sustraer del fondo del pesebre al mismísimo recién nacido –Santo Niño Jesús—y él así comenzaría otra fiesta, y en una de las noches siguientes me veré barbudo, de barbas de carbón de corcho, con mucho verde, llevando de cabestro una burrita. Una niña –tan querida Virgen María—está sentada del lado de la muy adornada montura- un poquito asustada; mientras recorremos las calles de azucena, estrellas, frío, rogando más que preguntando.
–¿Por aquí no has visto un niño?
Y las pastoras y pastores y mucha gente cantan
“Que al niño Jesús bendito
lo venimos a buscar
porque una noche dormido
se lo fueron a robar…”
–Pobre Niño Jesús—decían—mientras los reyes magos cabriolaban en sus recias monturas.
–Cuidado con esas bestias—gritaron más allá.”
Con este terceto de “Diciembres” donde se hace patente una vez más la infinita creatividad popular (escrito en 1997) culmina este libro, y nosotros iniciamos la lectura anímica de esta obra.
Breve reflexión sobre misticismo
Cuando al serle preguntado a Albert Einstein si creía en Dios y él respondía invariablemente que él creía solo en “el Dios de Spinoza”, nos estaba diciendo quizás que creía en el dios de la Naturaleza, en las poderosas fuerzas ocultas en ella, capaces de transformar todo. Por otro lado, tenemos a las diferentes religiones que reglamentan e instituyen las fuerzas espirituales, creando a veces los más absurdos fundamentalismos, muchos de los cuales perviven hoy, librando ensañados combates que suelen derivar en meras pugnas ideológicas.
En cuanto al misticismo, el hecho de pensar la religión es de por si un tanto paradójico en la medida en que la fe –sustento de la religión—no se basa en argumentaciones razonadas sino en la creencia de una fuerza superior inexplicable que al mismo tiempo mueve las cosas del mundo, la cual puede o no derivar o emanar de un Ser Supremo (Dios o los dioses), aun cuando este Ser también deba estar sustentado en alguna clase de conocimiento o revelación, que no se consigue sólo a través de un acto de razonamiento lógico o un sistema de leyes racionales comprobadas, sino debidas a fuerzas naturales regidas por una suerte de azar cósmico. En este sentido, las religiones se mueven entre un esencialismo y una ritualidad, entre misas y oficios llevados a cabo por sacerdotes, hierofantes o piaches de acuerdo a su origen, a su raigalidad mítica o simbólica.
Con la palabra místico sucede algo curioso. Nos refiere a un individuo impregnado de un poder especial, de una imantación que le permite comunicarse (en un sentido profundo) con la deidad de la naturaleza o de la cultura a la cual pertenece, le otorga poderes especiales en el momento acercarse a ella, al origen mistérico de las cosas. La noción de misticismo entre nosotros los occidentales, casi siempre ha venido impregnada de la idea de una persona hipersensible que, en su continua proximidad con Dios, se acerca al creador en un rapto de éxtasis, en una suerte de embriaguez espiritual que les permite a los místicos acceder a estados de revelación.
Cuando hablamos de místicos cristianos –aparte, por supuesto, de los apóstoles y los santos del tiempo de Cristo– pensamos en figuras como Ramón Llull, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León o Fray Luis de Granada; y si pensamos en figuras de talante intelectual dentro de esta tradición, resaltan las figuras de Sor Juana Inés de la Cruz, San Ignacio de Loyola y, por supuesto, del padre Benito Jerónimo Feijoo; mientras dentro de la mística no católica tendríamos que pensar en los cordobeses o sefardíes Averroes y Maimónides. En la filosofía occidental del Iluminismo francés, tenemos el caso de Jean Jacques Rousseau, quien tenía a la Naturaleza como centro de espiritualidad e inspiración constante, reaccionando contra los cánones de la Iglesia. En la filosofía estadounidense contamos con pensadores como Ralph Waldo Emerson, quien abandona su profesión de Pastor para abrigarse en el Dios que habita en su interior, buscando con ahínco un Yo Sapiencial, innovando por completo las ideas en esa nación a través de la libre observación de la Naturaleza y la sociedad, e influyó notablemente en la poesía de sus discípulos Walt Whitman y en las ideas de Henry David Thoreau, quien se alejó, en su retiro del bosque de Concord, para dedicarse a la contemplación, reaccionando contra las imposiciones y reglas del Estado; las ideas de Thoreau acerca de la Desobediencia Civil inspiraron al estadista, político y pensador hindú Mahatma Gandhi, quien las usó para tratar de conducir al pueblo de la India a una doctrina de paz, la cual a su vez inspiraría a otros filósofos hindúes como Jiddu Krishnamurti, quien constituyó en su momento una verdadera revelación en la manera de observar la espiritualidad occidental, mediante la contemplación trascendente[2].
Durante la década de los años sesentas del siglo veinte la mística adquirió un nuevo relieve, debido justamente al pensamiento hinduista que se ofreció como posibilidad espiritual y se expresó en la música y en los movimientos contraculturales de Estados Unidos y Europa, frente a los desmanes del capitalismo salvaje y de la sociedad de consumo. También los movimientos de la llamada teología de la liberación apuntaron en una dirección de repensar de modo distinto la espiritualidad cristiana.
En el caso de Ramón Palomares creo que en su libro Yo, el resplandor se nos muestra en franca rebeldía respecto de las religiones tradicionales, acogiéndose en cierto modo al Dios de Spinoza invocado por Einstein o buscado por Rousseau, más allá de las ritualidades del misticismo cristiano-católico, basado en la misa, la culpa, la expiación, el sacrificio, el dolor, la compasión y el perdón, siendo estos dos últimos los fundamentos centrales de su doctrina.
Otra espiritualidad
Personalmente, considero que esta obra de Palomares constituye el libro más sobresaliente de la poesía venezolana en lo que va del siglo XXI, pues se trata de un cierre de ciclo de este enorme aeda, que ha recogido lo mejor del ánima sagrada de nuestros pueblos y la ha presentado de una manera original, con un sello personal distintivo de su trabajo a lo largo de todo su trayecto lírico, de un modo novedoso y profundo, tejiendo admirablemente una serie de textos ubicados en el centro mismo de nuestra espiritualidad, con ramificaciones hacia el mundo trascendente, más allá del universo cristiano-católico, en textos que bien pudieran servir de oraciones supra sensoriales para los tiempos aciagos que se avecinan.
Pudiéramos decir, incluso, que a través de esta suerte de épica de la Naturaleza, Palomares no solamente se ha redimido a sí mismo, sino también nos ha ubicado a todos nosotros más cerca de una verdadera espiritualidad, aproximándonos a nuestros dioses prístinos, aquellos que cohabitan en nuestra alma ancestral americana, se disfrazan o deslizan entre las sendas sinuosas de nuestros bosques antiguos, por los grandes valles aborígenes que vieron nacer nuestras razas, las cuales quizá están tratando de expresarse a través de la lengua de un poeta, en este caso de un escudriñador de mitos, leyendas, fablas o presencias totalizantes que se manifiestan mediante el cerco del aparecer, ejercitando un rito que va más allá de lo puramente verbal, aglutinador de los grandes alientos que habitan no solamente en tierras de Trujillo sino de todo el país, visitándonos a través de esta obra admirable, irradiada ahora al siglo XXI, buscando para nosotros un lugar de reflexión sensible y un éxtasis peculiar ante la Naturaleza, que bien pudiera ser reparador para mitigar los horrores bélicos o los vacíos espirituales del siglo presente.
NOTAS
[1] Se trata de la antología más completa de la obra de Palomares editada hasta la fecha: Vuelta a casa, Prólogo, Cronología y Bibliografía de Patricia Guzmán; Edición revisada por Ramón Palomares; Notas de Víctor Bravo; Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2006.
[2] Abundo un poco más sobre estos filósofos y otros de la modernidad y postmodernidad en mi libro Del logos moderno a la razón global, Ediciones Oikos-Fábula, Coro, estado Falcón, 2023.