Mariana Libertad Suárez
Hacia mediados del siglo XX, en uno de los manuales más emblemáticos de la historiografía literaria latinoamericana, ¿Quiénes narran y cuentan en Venezuela? (1958), el crítico Ángel Mancera Galletti presentaba una panorámica de la narrativa de su país. Ahí, establecía la existencia de generaciones y grupos culturales; asociaba o separaba escritores con búsquedas estéticas determinadas; jerarquizaba, empleando una enorme gama de criterios, a los autores venezolanos de los últimos cincuenta años y proponía claves para la comprensión del campo cultural venezolano.
Curiosamente, ni un solo nombre de mujer aparecía entre los fundadores de la literatura nacional. Tampoco se encontraban escritoras entre los regionalistas, los vanguardistas o los autores del grupo Viernes. Tan solo en un pequeño apartado del libro se acumulaban las menciones a todas las narradoras que, sin distingo ético o estético, el autor consideraba dignas de algún reconocimiento. A diferencia de lo que ocurría al momento de estudiar las obras de los autores, en esta sección, los juicios de Mancera Galletti no iban dirigidos a la obra literaria en cuestión, sino que el autor se limitaba a esbozar quién era la escritora –es decir, dónde y cuándo había nacido, si era tímida o extrovertida, si usaba faldas o prefería los pantalones– y a exponerle una serie de recomendaciones para mejorar su producción narrativa.
Sin dudas, resultaría un poco más que des- cabellado creer que la Historia, bien sea política, social o literaria, de cualquier país puede escribir- se con tan solo la mitad de los seres humanos que lo habitan; sin embargo, esta visión que sub- yace al texto de Mancera Galletti constituyó, hasta muy entrado el siglo XX, una recurrencia dentro de los manuales de literatura venezolana. Como ejemplo de ello, se pueden encontrar: Literatura Hispanoamericana (1978), de Domingo Miliani, Oscar Sambrano Urdaneta; Narrativa Venezolana contemporánea (1972), de Orlando Araujo; o bien Panorama de la literatura venezolana actual (1973), de Juan Liscano.
Ninguno de estos manuales integra la narrativa de mujeres a su propuesta de sistematización de la literatura venezolana. Así como tampoco lo ha hecho la academia en sus programas de estudio. Aún en la actualidad, en los cursos obligatorios que se dictan en las diferentes escuelas de letras del país, los nombres de escritoras venezolanas se encuentran prácticamente ausentes.
Esta particularidad remite de manera inmediata a una serie de interrogantes: ¿Existió en la Venezuela de la primera mitad del siglo XX una producción narrativa por parte de las mujeres? En caso de que así fuera, ¿por qué ésta ha sido relegada a un segundo plano dentro de espacios como la academia y la crítica cultural? ¿Por qué es tan poco estudiada y por qué en los pocos casos en los que se produce una aproximación, los investigadores no pretenden analizar el discurso elaborado sino prescribir un discurso por elaborar? ¿Por qué la tendencia a obviar el texto y a concentrar- se en el individuo?
Únicamente con tratar de responder la primera interrogante, el problema se torna más complejo, pues basta con leer algunos suplementos culturales de la época para saber que no solo hubo entre 1900 y 1950 una gran producción literaria por parte de las intelectuales venezolanas, sino que, además, la misma fue recibida, reseñada y hasta demandada por espacios de difusión muy reconocidos. Entre ellos se encuentran La Revista Nacional de Cultura, la revista Elite, el diario Ahora o el semanario Fantoches. Es decir, por medios de comunicación impresos que tuvieron una importancia capital para la creación del canon litera- rio del país.
Entre los primeros nombres de mujeres que aparecen en estas publicaciones se encontraba Virginia Gil de Hermoso, a quien la profesora Carmen Mannarino, abocada a impedir que se diluya con el tiempo la participación femenina en la literatura nacional, define como: «nuestra primera novelista en estricto sentido cronológico. Ella, formada en la lectura de la novela sentimental y de folletín, en un ambiente de demorado romanticismo, en sus novelas Incurables [1915] y Sacrificios [1911] no excede las influencias recibidas, pero con El recluta [1945] pasa a ser una doble excepción: como novelista en un océano de poetas y, además, como persona que incluye en la trama sentimental de sus novelas la preocupación social. Tal vez por salirse de lo común aceptado, El recluta hubo de esperar décadas para su publicación» (Mannarino, 1988: 362).
El tono pasajero del comentario no lo hace menos elocuente, pues aquí se establecen algunas pistas para contestar a nuestra segunda interrogante. Virginia Gil de Hermoso resultó una escritora incómoda para el canon literario venezolano no solo porque escribiera una novela de denuncia en lugar de dedicarse a la lírica –territorio asigna- do a las mujeres por años– sino porque, además, al hacerlo, se ubicó a sí misma como sujeto político ante la situación social del país, estableció la capacidad crítica de las venezolanas y propuso que más allá del dolor de madre que podía hacer reaccionar a las mujeres ante la guerra, había argumentos racionales sustentando su postura an tibelicista.
A esto se suma que, al igual que buena parte de sus compañeras de generación, Virginia Gil de Hermoso no solo se dedicó a la escritura de ficción, sino que, además, estuvo a la cabeza de dos asociaciones culturales que, a su vez, producían sus respectivos órganos divulgativos periódicamente. Así pues, la Sociedad Alegría apadrinó las revistas El chistoso y Flores Letras, mientras que en la Sociedad Armonía se gestó Armo- nía literaria. Por medio de estas publicaciones, la escritora continuaba su proceso de intervención en el quehacer literario nacional.
Gracias a éstas y otras iniciativas, la narrativa de mujer se fue multiplicando en Venezuela, por ello, entre 1900 y 1950 surgieron los nombres de Magdalena Seijas, autora de Amor y fe (1904); Magdalena Torrealba Álvarez, quien publica Mártires de la tiranía (1909); y Mina de Rodríguez Lucena, escritora de Antonio Rusiñol (1916). Dado que se trataba de textos mucho más intimistas que los de Gil de Hermoso, no pudieron ser desestimados por la crítica con el mismo argumento que había desechado El recluta; pese a ello, estas novelas tampoco fueron bien recibidas, pues –la mayoría de las veces– se les tildó de «textos aje- nos», que no obedecían a los requerimientos de la literatura nacional.
De igual forma, en estudios más recientes, se ha afirmado que Seijas, Torrealba y Rodríguez, reproducen una visión estereotipada de la mujer; sin embargo, y aunque pueda sonar paradójico, resulta innegable que los sujetos femeninos crea- dos en estas ficciones –si bien se construyen des- de una profunda inconformidad ante el status quo que, a su vez, parece inquebrantable– logran transgredir las líneas de poder cuando se adueñan del acto de escritura. En el marco de estas ficciones de las décadas iniciales del siglo XX, la elección de la primera persona pasa de ser un gesto de sumisión que acompaña el reconocimiento de una mirada reducida del mundo, a constituirse como una advertencia abiertamente política.
Los personajes femeninos que protagonizan todas estas historias eran incapaces de alejarse de los saberes naturalizados que habían constituido hasta entonces el mapa cultural venezolano: dependían económicamente de los varones, eran profundamente reactivos, temían a la soledad y sus emociones debían acompañar todas sus decisiones. Al respecto, lo que quizá resulte más importante es que estas variables definían su identidad y delimitaban su escritura.
Literatura femenina y política
Esta plataforma permitió que para el año 1936, cuando –tras la muerte del dictador Juan Vicente Gómez– en Venezuela se inició un proceso de democratización nacional, surgiera en el país un nuevo movimiento reivindicativo de la escritura de mujeres. Una generación de autoras que leyó desde su perspectiva las transformaciones sociales para entonces sufridas y deseadas en el país. En el año 1939, la periodista, maestra, narradora y antologista Irma de Sola, crea la Biblioteca femenina venezolana, una asociación encargada de publicar y difundir libros de cualquier género literario escritos por mujeres y elegidos anualmente por medio del «Concurso femenino venezolano».
Se trató de un intento de sistematización de escrituras ajenas al canon, a veces avaladas por la intelectualidad del proyecto nacional naciente, pero que dejaron una constancia de la diversidad de visiones en torno al proceso de democratización nacional. Un gesto por demás interesante, dado que desdecía la supuesta uniformidad ideológica de los intelectuales venezolanos de la primera mitad del siglo XX. Bajo este sello publicaron autoras como Dinorah Ramos, Lucila Palacios, Mercedes López León, Blanca Rosa López y Ada Pérez Guevara.
A los ocho años de su creación, la periodista Leonor Lenis afirmaba: «la Biblioteca Femenina Venezolana ha venido cumpliendo un hermoso cometido entre las mujeres de esta tierra. Saliéndose por su proyección valiosa del montón exhibicionista que por lo común suelen convertirse en Asociaciones y Grupos, ha demostrado y con pruebas irrefutables que el propósito de los miembros de dicha Biblioteca es la (sic) de facilitar a la mujer venezolana una oportunidad para que se aso- me al ventanal de la literatura y dé a conocer sus obras, sus pensamientos e inquietudes que en muchas ocasiones se han quedado cubiertas de polvos tristes ante la imposibilidad de publicarlos» (Lenis, 1947).
Desde el comienzo mismo de esta reseña, no solo se anuncia la existencia de una tradición de narradoras venezolanas, sino que, además, se formula la idea de que si no circulan más textos escritos por mujeres dentro del campo cultural del país, no es porque no se hayan creado, sino por- que el aparato editorial había marginado sostenidamente estos discursos. Esta aseveración resultaba osada no solo porque objetaba algunas verdades preestablecidas en torno a la historia de la literatura venezolana, sino porque, además, ponía en evidencia que las relaciones mujer-naturaleza y hombre-cultura, no eran más que conven ciones sociales.
De hecho, este breve artículo pareciera condensar muchas de las propuestas contenidas en las ficciones publicadas por la Biblioteca femenina venezolana; planteamientos que, sin duda, podían resultar agresivos –más aún en boca de mujer– durante la Venezuela de la primera mitad del siglo XX.
Por ejemplo, el libro de Dinorah Ramos, Seis mujeres en el balcón (1943), es una apuesta clara por la diversidad del sujeto femenino, una defensa de su individualidad. Cada una de las protagonistas de estos cuentos se encuentra alternativa- mente feliz, triste, presa, liberada, oprimida o indiferente ante las relaciones de pareja, la maternidad y el matrimonio. No existe uniformidad alguna en sus acciones y, lo que es aún más interesante, los personajes masculinos que circulan por estos textos sí se presentan como entidades planas, sin rasgos definidores claros, con nombres similares y hasta idénticos en cada caso. Es decir, en estas breves historias se invierten los mecanismos de identificación de género empleados por la literatura occidental en los últimos siglos.
De igual forma, la autora Ada Pérez Guevara, en su novela Tierra Talada (1943), construye una historia que si bien toca en muchos puntos la es- tética regionalista que dominaba el canon literario venezolano de la época, lo hace desde una posición marginal, con la finalidad de cuestionar el proyecto ideológico que sustentaban estas escrituras. En esta obra, el sujeto masculino, mestizo y letrado que ocupaba el centro de obras latinoamericanas tan emblemáticas como Doña Bárbara o La Vorágine, va a ser sustituido por una mujer que en lugar de «desarrollar» su pensamiento, se propone como meta última aprender un oficio, ingresar al mercado laboral y, a partir de entonces, construirse como sujeto público.
¿Existe entonces un hilo conductor que permita comprender estas narrativas como un movimiento político y cultural? Sin duda es así. Ante esta selección apresurada y hasta arbitraria de narradoras venezolanas de la primera mitad de siglo XX, podrían formularse algunas hipótesis para responder a nuestras primeras interrogantes. Por ejemplo, se podría decir que pese a que hubo una abundante y diversa producción discursiva por parte de las mujeres entre 1900 y 1950, ésta no fue integrada a los intentos de sistematización de la literatura venezolana por su tono delator: estas obras evidenciaban que la aparente unidad esté- tica entre los escritores venezolanos no era más que una excusa para legitimar un proyecto político. De igual forma, dejaban ver que los estereotipos de género circulantes para entonces en la prensa nacional presentaban más una búsqueda preformativa, que un carácter descriptivo, pues en Venezuela sí había mujeres creadoras, intelectuales, racionales y con posturas críticas; no solo heroínas melodramáticas que se definían desde su relación con el poder.
Esta última contingencia permitiría comprender por qué la crítica iba más orientada a la configuración de la subjetividad que al análisis de los textos, pues hablar de la obra de las escritoras venezolanas hubiera supuesto, por entonces, reconocer a las mujeres como individuos enunciadores, es decir, abrirle el paso a esa subjetividad amenazante que aún hoy en día encarna la mujer intelectual.
Bibliografía
ARAUJO, Orlando (1972). Narrativa Venezolana contemporánea. Editorial Nuevo tiempo S.A. Caracas.
LENIS, Leonor (1947). «La Biblioteca femenina venezolana», En: Revista Elite. Agosto de 1947. Caracas.
MANCERA GALLETTI, Ángel (1958). Quiénes narran y cuentan en Venezuela. Ediciones Caribe. Caracas – México.
MANNARINO, Carmen (1988). «Confesión y creación en la novela escrita por mujeres». En: VVAA. Conceptos para una interpretación formativa del proceso literario de Venezuela. Pequiven. Caracas.
MILIANI, Domingo y SAMBRANO URDANETA, Oscar (1976). Literatura hispanoamericana. Italgráfica. Caracas.