Luis Barrera Linares
Introducción
¿Quién puede negar que, sin distingo de espacio ni tiempo, la crítica literaria es la cenicienta de la literatura? Suelen verla con ojeriza no solamente los ejecutantes de los otros “géneros”, sino también algunos de sus propios artífices. Nada menos podemos esperar entonces de los lectores no comprometidos. Esta situación aparece muy bien detallada en el volumen compilado por Paul Hernadi (1981, What is criticism?). De allí podríamos referir algunos trabajos fundamentales que tocan este extraño tópico de autonegación. Me refiero, por ejemplo, a los artículos de Wayne Boo- th y mary Louise Pratt. A partir de ambos podemos deducir dos aspectos fundamentales: uno, que dentro de la crítica de la crítica (metacrítica, criticultura o criticología) hay de por sí una inmensa confusión a la hora de definir lo que es esta supuesta disciplina. Curiosa particularidad de un campo de estudio difícil de ser delimitado y concretamente definido por sus propios cultores. El segundo aspecto se deriva de éste: la misma criticultura suele negar la existencia de teorías específicas que expliquen su objeto de estudio. Y, como sugiere Juan Luis Alborg (1991), posiblemente ello se debe a la diversidad de orientaciones y metodologías que la caracterizan. Se trata de un área que en todas las literaturas se ha desarrollado de manera subsidiaria. Recoge métodos, orientaciones y procedimientos inherentes a diversas ciencias sociales como la lingüística, la sociología, la psicología, la antropología, la historia y la filosofía, para sólo mencionar seis. Opera entonces como una amalgama metodológica que dificulta su exacta ubicación y complica las definiciones taxativas. Lo único que parece estar claro es su propósito general: desarticular y explicar o difundir desde diversas perspectivas las obras literarias, sin que su existencia pueda dejarse fuera de la literatura. Menuda complicación epistémica. Esto, para referir de entrada el asunto abstracto de la disciplina como tal, si es que le vale la noción de “disciplina” al momento de categorizarla. En suma, un campo de estudio interdisciplinario que de hecho existe y siempre ha contribuido a comprender los fenómenos propios de la literatura, se practica desde que aquélla existe, tiene una historia y un proceso, pero, vaya paradoja, ha sido consecuentemente negado como tal.
De dicha situación abstracta se deriva otra mucho más concreta. Dentro de lo que se denomina un diasistema literario específico (conjunto de obras ubicado en un lapso y un espacio particular), es casi un lugar común que la praxis específica de los estudios críticos también suela ser vista por lo menos como sospechosa. Porque para los otros escritores, no sólo no existe la crítica, tampoco existen los críticos. Ha padecido entonces lo que algunos tecnólogos denominarían una “falla de origen”. Mas, ello no ha mermado en lo absoluto su evolución y adaptación a los diferentes contextos. Asumo entonces que de hecho la crítica literaria es una realidad y he anotado estas primeras impresiones para que el lector conozca las espinosas y paradójicas premisas que la guían.
Dentro de ese confuso y difuso panorama se mueven las ideas que aspiro a desarrollar en este artículo. Y me propongo hablar específicamente de la crítica literaria venezolana en particular.
La crítica en Venezuela
¿Por qué tendría que ser diferente la situación descrita arriba cuando hablamos de nuestro continente? Si algún componente de la literatura hispanoamericana ha atravesado por el proceso de “crisis-enfermedad-muerte-enterramiento-resurrección” ha sido precisamente la crítica literaria. Aparte del rechazo casi natural de todo lo que tiene que ver con la teoría (inevitablemente vinculada a lo “académico”), cada cierto tiempo se anuncian, en nuestros países, sus “estados depresivos”, sus condiciones patológicas recurrentes, su situación de enferma terminal o, lo más grave y recurrente, su inexistencia. Y, como en otros lugares, esa condición parece venirle del hecho según el cual no se le considera parte de la literatura. Se le mira y se le incluye pero desde la periferia de lo estrictamente “literario”. Esto ocurre bajo el supuesto subyacente de que los géneros literarios clásicos (novela, cuento, ensayo, poesía, dramaturgia…) no desaparecen sino que se modifican y se van adaptando a nuevas condiciones contextuales, se mimetizan de acuerdo con exigencias históricas, estéticas, formales. De acuerdo con eso, la llamada “literatura de creación” cambia, la crítica no tiene por qué hacerlo. Falso principio, como veremos más adelante.
Como muy concreto ejemplo venezolano de esta situación, y para entrar en el tema, no puedo dejar de referir un breve y bastante conocido ensayo de Arturo Uslar Pietri (1990) precisamente intitulado “La muerte de la crítica”. Según ese autor “Podríamos decir que ante el mundo cambiado y cambiante de nuestros días [la crítica] ha desaparecido, porque ya no puede existir la función que ella pretende llenar.” (p. 111). Más adelante Uslar califica a quienes ejercen el oficio de críticos de “entomólogos de las letras” y argumenta que “Su sitio lo ha venido a llenar, acaso con más sinceridad y fruto, el partidario y el epígono” (ibídem). Casi un decreto como los tantos a que nos acostumbró Uslar Pietri. De acuerdo con eso, cada escritor, cada obra, cada movimiento, tendría así sus “epígonos”, una manera culta de denominar a adulantes, acólitos y otras especies afines, que para nada comparto. Un crítico es un crítico y un epígono es otra cosa diferente. Pero más allá de premisas como ésa, la crítica literaria latinoamericana (y, por supuesto, la venezolana) siguió su rumbo, como si no fuera con ella aquello que la condenaba al camposanto. Esa vez lo dijo Uslar, pero ha sido una condena sucesiva y repetida a lo largo del proceso literario nacional (cf. Barrera Linares, 2000). Y así ocurrió porque su sepulturero de esa ocasión evidenciaba un muy limitado y restrictivo concepto de lo que la crítica es como institución literaria. Lo mismo podría decir de los “epígonos” uslarianos anteriores y posteriores. Porque no ha sido Uslar ni el primero ni el último. Como ya dije, similar idea ha deambulado como un fantasma acusador por toda la historia de la literatura venezolana. Y la crítica sigue allí, a veces golpeada pero incólume, levantándose después de cada zarpazo y reforzando su vitalidad.
La crítica no es reseña ocasional, no es sesuda y densa monografía sobre obras y/o autores, no es discurso especializado y a veces ininteligible estudio académico, no es comentario oportunista, no es gusto y/o disgusto hacia autores y obras. Es todo eso en conjunto. Y además es tan cambiante y mimética como el resto de la literatura. Sean ésas mis premisas de aquí en adelante.
En lo que sigue me voy a referir de modo muy general a la crítica literaria de mi país. Referiré primero lo que considero una de sus polémicas fundaciones de comienzos del siglo XX, para precisar luego algunas ideas que intentan mostrar mi particular visión de su proceso, sus variables, su dinámica y su desarrollo en el contexto nacional[1].
Comienzo entonces dejando muy claro que, a mi modesto juicio, yerran quienes, casi desde los inicios de nuestra literatura, y consecuentes con el ideario descrito en los párrafos iniciales, no se cansan de negar tradición y peso específico a la crítica literaria nacional. Son notorios y muy loables los esfuerzos que desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX hicieran estudiosos como Julio Calcaño, Gonzalo Picón Febres, Jesús Semprum y Julio Planchart. Y aludo apenas a esos cuatro para comenzar con nombres fundacionales. Si bien algunos de ellos no dedicaron sus esfuerzos exclusivamente a la literatura[2] y su proceso, su historia, su devenir, al menos dejaron testimonios críticos que mucho han servido para entender la “formación y proceso de la literatura venezolana”, como titularía mariano Picón Salas (1940) su principal estudio crítico sobre nuestro acontecer literario. ¿Por qué fundadores? ¿No hay otros? Pues sí que los hay y muy importantes. Sólo que esta cuarteta me servirá para ilustrar el preludio de lo que aquí quiero exponer en la segunda parte. Aludiré primero a esos comienzos para postular luego lo que ha sido mi decálogo principista como narrador y crítico preocupado por la literatura de mi país. Y en cada sección del decálogo insertaré mis muy personales consideraciones al respecto de cada tópico planteado.
Un volumen crítico imprescindible: polémica fundacional
A Julio Calcaño (1840-1918) debemos un enjundioso compendio intitulado Parnaso venezolano (Caracas, tipografía El Cojo, 1982), aparte de otros trabajos dispersos recogidos después conjunta- mente con ése en el volumen Crítica literaria (Caracas, Presidencia de la República, 1972). No por casualidad, el poeta Fernando Paz Castillo (1972: 14) reconoce la valía del trabajo crítico de este autor, aunque llega a calificarlo de “hombre sabio y no justo”. El criterio “calcañista” y los principios en que sustentaba la dedicación a la labor crítica se sintetizan muy bien en un pasaje que hemos extraído de su trabajo referido a “Alfredo Arvelo Larriva y su libro Sones y Canciones”:
…no tengo predilección por ninguna escuela literaria, ya que en todas cabe la belleza, condición primordial de la excelsitud en el arte, y sin la cual ninguna obra, ni clásica ni romántica ni modernista merece parar la consideración de ningún crítico. (Calcaño, 1972: 330).
Con base en esa especie de “grito de guerra”, podríamos determinar sus niveles de “sabiduría” y “justeza” desde el momento en que reseña la primera y más comprehensiva obra crítica nacional, aquella que, con aciertos y errores, tuvo como loable propósito poner algo de orden en el concierto de la literatura venezolana del siglo XIX. me refiero a La literatura venezolana en el siglo XIX, de Gonzalo Picón Febres (1906). Desde la misma introducción de su reseña de esa obra, Calcaño se dedica a desmontar lo que a su juicio sería apenas un libro “impreso con nitidez y en excelente papel” (1972: 215), pero “…deslustran el trabajo juicios erróneos y arbitrarios, carencia de doctrina bien entendida, apasionamientos injustificados, omisiones imperdonables de hechos históricos y de obras, escritores y poetas notables, yerros gramaticales, vocablos im- propios que acaso sólo se usan en su ciudad natal; y…el empeño de que se admiren medianías y nulidades, encimando noveladores de leso entendimiento, prosistas inhábiles y cascabeleros, y poetas criptógamos y anónimos que debieran ser encubados” (p. 217).
Tan contundentes aseveraciones corren el riesgo de perder el peso que les asigna el crítico e insigne miembro fundador de la Academia Venezolana de la Lengua (1883) cuando en algunas partes de sus comentarios encontramos que, entre otras cosas, intenta defenderse a sí mismo de los juicios que Picón Febres había emitido acerca de dos fallidas novelas de su autoría (Blanca de Torrestela, 1868, y El Rey de Tebas, 1872). A la primera de ellas, Picón Febres la había catalogado en su trabajo como “novela de segunda mano” (1906: 364), en cuanto que lo más benigno que expresara acerca de El Rey de Tebas era que es “enmarañada” (p. 365), e igualmente de los cuentos del mismo autor opina que “no tienen más valor que el del estilo” (365).
Así, desde lo que podemos delimitar como los comienzos muy polémicos de nuestra crítica literaria formal, los propios protagonistas comienzan a confundir sus roles de creadores y críticos. Se desplegarán de esa manera posturas ambiguas a partir de las cuales quienes ejercen la labor evaluativa de la literatura de creación, se dedican paralelamente a “defender” sus propias obras de los juicios que otros han emitido sobre ellas. Se argumenta y se reflexiona desde la trinchera de la crítica pero con el propósito oculto de “defender” la obra personal. Y esta actitud no será ajena al proceso histórico de nuestra literatura, desde sus comienzos hasta bien avanzado el siglo XX (cf. Barrera Linares, 2000).
Más adelante, otro destacado crítico de esta misma etapa (Jesús Semprum, 1882-1931), esgrimirá un importante alegato a la hora de evaluar muy positivamente la obra general de Calcaño y contribuir con la defenestración del volumen de Picón Febres:
Cuando nuestra generación llegó al campo literario con la inquietud alborozada del que presume realizar pronto grandes cosas, encontramos pocos edificios tan cabales como el que don Julio Calcaño había construido para la morada de su gloria. Si fuimos alguna vez irreverentes, culpa era de la sangre moza que nos ardía en las venas (Semprum, 1956: 61).
…el señor Picón Febres es declamatorio, lleno de humos didácticos, y frecuentemente sentimental y admonitor, como cuando repite con una constancia verdaderamente fatigosa, su homilía contra “la conspiración del silencio”; que se urde en torno de no sé qué literatos, según su decir (Semprum, 1956: 85).
Queda muy claro entonces que desde esa época la crítica literaria venezolana asume dos orientaciones encontradas: los “pro-Picón Febres” y los “anti-Picón Febres”. Mérito indiscutible para ese autor y para un libro al que siempre he considerado la auténtica obra fundacional de nuestra crítica literaria local. Y no tanto por sus contenidos o por sus juicios, que en realidad a veces pueden parecer poco “objetivos” y quizás hasta motivados por relaciones personales. Lo que me hace considerarlo un pionero es su firme y evidente propósito de organizar la casi totalidad de un corpus que hasta ese momento sólo había sido estudiado de modo parcial, incompleto y sesgado. En eso coincido plenamente con otro maestro de nuestra vapuleada crítica nacional, Domingo Miliani (1972: 26), quien endosa a Picón Febres “…el sentido abarcador de los panoramas hechos a conciencia”. Con fallas o sin ellas, su obra será el primer intento por ordenar y sistematizar justo a principios del siglo XX, los cien años de literatura que lo habían precedido. Eso, precisamente, lo convertirá en el centro de gravedad de seguidores complacidos y adversarios descontentos.
Y justo dentro de ese contexto de adhesión/rechazo, aparece un cuarto participante cuya actitud lucirá un poco más ponderada en relación con aquel autor y su libro fundacional. Éste destaca aciertos y resalta fallas, al mismo tiempo que será muy severo con la actitud de Semprum. Esa cuarta voz es la de otro de nuestras más reconocidos críticos de la época, Julio Planchart (1885- 1948). Veamos el modo como éste aborda los juicios de su colega:
Semprum defendió el modernismo de las afirmaciones adversas de Picón Febres, no argumentando contra ellas sino elogiando la escuela. Dio de mano aquéllas quizás por hallarlas inoperantes o por no gustarle teorizar. Acusa al escritor de que en su libro “no se encuentra ni rastro de una teoría explicativa de nuestra historia literaria”. A él pudiera hacérsele un reproche semejante en lo relativo al modernismo. (Planchart, 1972: 397-398).
Podemos evidenciar con este cruce de juicios y respuestas la existencia de una confrontación nacida a la luz del trabajo crítico de un autor que se atreve a emitir valoraciones adversas al ambiente literario de la época. más allá de las motivaciones de dicha situación, no es aventurado inferir que con este proceso se iniciará una discusión sobre la crítica venezolana y sus fundamentos. Esa discusión perdurará durante todo el siglo XX, aunque algunos narradores y poetas se hayan dedicado a la negación de su existencia (cf. Barrera Linares, 2005).
He querido retomar el retrato de un muy particular escenario surgido a partir de la publicación de uno de los primeros y más importantes libros de crítica editados y discutidos en Venezuela. Y a propósito he recordado también la participación que, aparte del autor, en este evento tuvieron tres importantes estudiosos de nuestras letras, a quienes suelo ubicar en la primera fase formal de la historia de la crítica literaria nacional (cf. Barrera Linares, 2000). Y podría concluir aquí que esa primera etapa se cierra con un nombre que también será fundamental en el análisis de nuestro proceso cultural: mariano Picón Salas (1901-1965). La publicación de su obra funda- mental, en 1940 (Formación y proceso de la literatura venezolana) y su afinidad con Picón Febres en propósito y objetivos, permiten dibujar un ciclo cuyas positivas consecuencias se comenzarán a percibir al iniciarse la quinta década del siglo XX.
Desde la segunda fase o etapa hasta el presente
Picón Febres y Picón Salas, cada uno en su momento, sistematizaron entonces los cimientos de una tradición que se vincularía luego con la investigación crítica desde las aulas universitarias. Aquí es obligado recordar a tres autores ineludibles: Ángel Rosenblat (1902-1984), Ulrich Leo (1890-1964) y Edoardo Crema (1892-1974). Los tres llegados desde otras latitudes pero adoptados por nosotros como propios. Si algún aporte se les debe reconocer, entre los muchos que hicieron, es que facilitaron tres aspectos muy importantes para el desarrollo futuro de nuestra crítica. Primero, la vinculación entre investigación literaria y academia universitaria (labor ejercida desde la docencia, principalmente en dos instituciones: El Instituto Pedagógico Nacional y la Universidad Central de Venezuela). Segundo, la necesidad de asumir la crítica como actividad conectada con los formalismos de la teoría literaria. Tercero, la instauración de “escuelas” críticas constituidas por un discipulado que garantizara la continuidad del trabajo. Dentro de tal discipulado, puedo destacar algunos nombres: Domingo Miliani, Orlando Araujo, Pedro Pablo Barnola, Oscar Sambrano Urdaneta, Pedro Díaz Seijas, Alexis Márquez Rodríguez, Manuel Bermúdez, Argenis Pérez Huggins. Lo que los fundadores habían hecho por intuición, se formaliza en esta segunda etapa en la que el lenguaje de la crítica literaria nacional se comienza a percibir impregnado de tecnicismos y léxico propio de las disciplinas filológicas y estilísticas imperantes en esa época.
Aquí hay que mencionar otro factor importante e innegable: con esta “tecnificación” del discurso crítico, se constriñe un poco el carácter divulgativo de la crítica local, se comienzan a desarrollar los lenguajes especializados y se genera un distanciamiento entre los textos que producen los investigadores y el gran público. Los cenáculos críticos se concentrarán así en los ambientes universitarios y dicha situación generará una nueva confrontación que no ha cesado hasta hoy: la crítica académica (especializada, muy contaminada de léxico disciplinar, metodológicamente ajustada a corrientes específicas de pensamiento, dirigida a sectores particulares de lectores), frente a la crítica de divulgación (informativa, dirigida al gran público, más laxa en su vocabulario y menos atada a rigores metodológicos específicos)[3]. En ese contexto, he planteado en un trabajo precedente la existencia de dos períodos o etapas posteriores: el “modelo formalista semiótico” y el “modelo contextual semiológico”. Si bien el primero se derivó de las orientaciones de aquellos promotores de la segunda etapa, el modelo contextual semiológico sería una “evolución” a su vez originada por las enseñanzas del discipulado y se ha prolongado hasta la actualidad. Hoy, en lo que consideramos una cuarta etapa, podemos hablar de la existencia de una generación de críticos y críticas que, a partir de los años setenta del siglo anterior, desarrolla su trabajo básicamente desde los centros de investigación de las universidades. Sigue la crítica universitaria distanciada de la divulgación general, pero ha ganado en profesionalización y ha convertido el estudio de la literatura en una verdadera disciplina agrupada dentro de las llamadas “ciencias sociales”. La vastedad de los productos impide su referenciación en un artículo tan breve como éste, pero podría ser calculada a partir de la vasta información contenida en lo que ha sido el más reciente intento dedicado a esta labor de inventariar la crítica literaria venezolana: el volumen Nación y Literatura (2006), en el que Carlos Pacheco, Beatriz González y este servidor hemos intentado acoplarnos con el propósito que motivó a autores de recuentos, panoramas, historias y estudios integrales precedentes como Picón Febres (1906), Picón Salas (1940), Araujo (1972), Liscano (1973), medina (1993): inventariar y presentar lo que ha sido la literatura venezolana desde el mismo proceso de la colonización hasta iniciado el siglo XXI. Casi sesenta de nuestros más reconocidos críticos e investigadores contemporáneos se dan cita en ese volumen para dejar testimonio del proceso de nuestra literatura.
Aclarado de esa manera sucinta el contexto histórico de lo que han sido las fases o etapas de nuestra crítica literaria, paso a detallar las motivaciones que han orientado mi trabajo personal dentro de ese proceso. Para ello, resumo en diez apartes lo que considero las premisas funda- mentales que me han servido de base para participar desde mi perspectiva de narrador y crítico, sin menoscabar ninguna de ambas funciones y desempeñándolas con la intención de equilibrio que supongo impone cada una.
…la crítica literaria es quizás la más débil e inestable de las funciones de la escritura, porque, como es natural, todos los escritores de otros géneros la desean fervientemente para que considere y analice las “obras de creación”, pero también se pasan la vida censurándola
Oficio de suicidas: decálogo crítico sobre la crítica[4]
- Al menos en Venezuela, la crítica literaria es quizás la más débil e inestable de las funciones de la escritura, porque, como es natural, todos los escritores de otros géneros la desean fervientemente para que considere y analice las “obras de creación”, pero también se pasan la vida censurándola (sobre todo si no les es favorable) y achacándole las culpas de cuanto desaguisado acompaña al resto de la literatura. Con mi maestro y colega, Alexis Márquez Rodríguez, a la crítica la considero literatura de reflexión. Y parafraseo las palabras de otro admirado maestro y crítico profesional, Manuel Bermúdez (cuando se refiere a la Academia de la Lengua), la crítica literaria es como la nobleza, son muchos los que la censuran explícitamente pero también la procuran implícitamente para sus libros. Incluso quienes se han pasado la vida objetando a la llamada crítica académica, viven ansiosos porque sus obras ingresen en esos espacios de discusión. Tienen clara conciencia de que en Latinoamérica en general, la academia es un camino posible para la consagración de las obras literarias y por ello les interesa mucho que sus obras formen parte de las asignaturas de la escuela básica, el bachillerato y la universidad.
- El inventario venezolano de los críticos literarios suele ser bastante cerrado, limitado, finito. Digamos que por cada cien escritores de otros géneros, hay uno o dos críticos. me refiero al trabajo crítico profesional, no al dilentatismo ocasional en la prensa o a la reseña circunstancial acerca de una u otra publicación. Pero ejercer profesionalmente el oficio de la crítica literaria en Venezuela pasa a constituir a veces una labor casi suicida: igual que reza la frase manida de las teleseries estadounidenses, todo lo que digas puede “ser utilizado en tu contra”. Y también lo que no digas, que es más grave. Te juzgan tus colegas escritores por leerlos y tratar de ser equilibrado en tus juicios e igual te condena el resto por no tomarlos en cuenta. Y esto, sin mencionar que la mayoría de los poetas, narradores y “ensayistas puros” no suelen considerar que el crítico literario sea propiamente un escritor. A veces lo consideran como alguien “al servicio” de la llamada “escritura de creación”.
- Para que la “sociedad literaria” te acepte como crítico, debes pasar primero por unos cuantos tragos amargos, entre los que podría mencionar, por ejemplo, nulo intento de desacralizar a los escritores sacralizados por ciertas huestes locales, aceptación sumisa –y sin ningún tipo de duda– de cualquier alabanza ciega que la crítica precedente haya hecho de algún tótem nacional o foráneo, o simplemente callar cuando disientas de la opinión de alguien con mayor peso “ancestral” que el tuyo. De allí que, en el campo de la narrativa, algunos intentos por hacer planteamientos divergentes sobre ciertos autores locales (Rómulo gallegos, Guillermo Meneses, Arturo Uslar Pietri, teresa de la Parra, José Balza, Pedro Emilio Coll, Enrique Bernardo Núñez, etc.) se hayan frustrado en su propósito, debiendo esperar algún tiempo para ser “aceptados” por la sociedad literaria. Un antecedente notorio de esta situación lo he referido arriba al aludir a la polémica generada por la publicación del volumen de Picón Febres (1906). Véanse las reacciones de Julio Calcaño y Jesús Semprum arriba mencionadas.
- Como alguna vez sugiriera Oscar Rodríguez Ortiz (1987), al crítico literario nacional se le exige prácticamente todo: amplia cultura, estudios interminables, lectura total, acierto recurrente, alto nivel de comprensión y disposición permanente hacia quienes piensan que la crítica es una actividad dedicada a la “prestación de servicios” al resto de los escritores. No suele exigírsele tanto a aquellos que se dedican a otros géneros[5]. “Nosotros hacemos nuestro trabajo, que los críticos hagan el suyo”. Es una expresión que, palabras más, palabras menos, se ha repetido casi idéntica a lo largo de la historia de nuestra literatura. Pero casi siempre esperando que se haga sólo crítica laudatoria y superficial, que no indague demasiado en asuntos formales y estilísticos.
- Desde la consolidación de lo que arriba hemos delimitado como la tercera y cuarta etapas o fases de la crítica literaria venezolana, la tradición nacional ha diferenciado muy malintencionadamente entre críticos “académicos” y críticos “no académicos”. Desde los predios ajenos a la universidad o a la academia en general, casi siempre hay un desprecio extraño y curioso hacia los primeros: “Cazadores de gazapos que se amuchiguan en densa turbamulta, creyendo de buena fe que con señalar algún dislate o desliz ya han realizado un acto que los enviste con el sacerdocio de la crítica” como decía Jesús Semprum (1956: 331), uno de los grandes nombres de nuestra crítica no académica, que además se daba el lujo de confundir a los críticos académicos con elementales “policías del lenguaje”. Curiosamente, uno de los más fervientes “policías del lenguaje” que hemos tenido en nuestra historia fue precisamente el académico Julio Calcaño[6], a quien, como hemos visto arriba, el propio Semprum defendió con rigor ante los juicios adversos de Gonzalo Picón Febres. Con los supuestos críticos “no académicos” se suele ser más benevolente, a veces incluso se les llega a considerar como escritores de otros géneros que se atreven a incursionar en cierta crítica espontánea e informal, más comentarista que argumentativa. Aparte de que, como hemos visto, la llamada crítica académica profesional tiene una tradición mucho más reciente. El oficio crítico con peso y repercusión pública anterior a los años cincuenta del siglo XX venezolano era ejercido por escritores provenientes de áreas como el derecho, el periodismo, la ingeniería, la medicina, la política y la milicia. Con excepciones notables, por supuesto, como las de mariano Picón Salas, Edoardo Crema y Pedro Pablo Barnola (1908-1986), para sólo citar tres hitos. Y cómo dudar que de ese período quedaron grandes nombres célebres para la historia de la crítica nacional (Jesús Semprum, Julio Planchart, gonzalo Picón Febres, Rafael Angarita Arvelo, Edoardo Crema, Pedro Pablo Barnola). Con los sesenta del siglo XX se inicia un proceso de identificación entre el estudioso universitario de la literatura y el desempeño de la crítica literaria. Y también en ese período se inicia la diferencia (no exenta de matices ideológicos) entre quienes hacen crítica dentro y fuera de la academia. Aquí no puedo obviar el nombre del maestro Domingo Miliani (1934-2002) como uno de nuestros grandes pilares dentro de la crítica profesional universitaria que se fortalece en Venezuela desde comienzos de los años setenta del siglo XX.
- Cómo dudar que, principalmente desde el oficio de la crítica académica, ha habido quienes confundieron las opciones que ofrece el oficio (reseña divulgativa, monografía académica, artículo especializado, etc.) y trasladaron al terreno de la difusión masiva sesudos y complicados análisis que, antes que promover la obra de los otros escritores, lograron hacer de aquello un templo de intrincadas variables que nada dicen al lector convencional, aunque logren complacer a un pequeño séquito de especialistas en el área. Este hecho ha puesto en evidencia la inutilidad de cierta crítica literaria: aquella que no tiene conciencia de los destinatarios a quienes va dirigida, que no siempre son (o al menos no siempre deberían ser) los círculos académicos (estudiantes, profesores, investigadores). A ese respecto el maestro de la crítica literaria española Juan Luis Alborg imagina sarcásticamente la escritura de un nuevo Quijote que, “aplastado por la recia balumba de técnicas y teorías que había pretendido absorber y digerir… enloquece leyendo las caballerías de la crítica contemporánea” (1991:10).
- A juicio de algunos escritores, la crítica no es parte del mundo de la literatura; la ven más bien como un complemento necesario, mas no integrado. Por lo menos, no institucionalmente. La tradición venezolana de los Premios Nacionales de Literatura cuenta, por ejemplo, con muy pocos críticos en su inventario (creo que Pedro grases, crítico venezolano de origen catalán, 1909-2004, es una isla excepcional en esa lista y es muy posible que se le haya otorgado más bien en su condición de bibliógrafo y obseso investigador de la obra de Andrés Bello). Además, salvo el Premio municipal de Investigación Literaria (auspiciado por la Alcaldía de la capital del país), no hay certámenes nacionales o internacionales dedicados exclusivamente a la promoción de la crítica literaria, como sí los hay dedicados a la novela, la poesía y el ensayo[7]. Como digna excepción, en las actuales bases de los Premios Nacionales de Cultura, existe la posibilidad de que el Premio Nacional de Humanidades pueda ser otorgado a un crítico. En el artículo Nº 18 de dichas bases se especifica que el referido galardón deba ser otorgado a quienes hayan “desarrollado su obra escrita de creación en el campo de la investigación, reflexión o crítica”. (Cursivas añadidas, cf. http://www.conac.gov.ve/documentos).
- Buena parte de nuestros grandes críticos son catalogados (o se consideran a sí mismos) como “ensayistas”. Es cierto que hay una extraña y difusa frontera formal y funcional entre la crítica y el ensayo como formatos propios de la literatura, pero el mundo literario latinoamericano ve con mejores ojos al segundo. Y esto se percibe mucho más en el espacio venezolano. Una, la crítica, es casi apreciada como un “género bajo” (Bajtín, 1989, “dialógico”), en tanto el otro implica una especie de alcurnia (“monológica”) que, al parecer, lo hace más apetecible. El escritor que se inicia en la crítica prefiere ser catalogado como ensayista. La calificación de alguien como crítico puede resultar perturbadora: “unánimes envidiosos” los denominó alguna vez el admirado y muy reconocido narrador y poeta Sael Ibáñez[8].
- No es tan sencillo desempeñarse como crítico o crítica en un espacio donde el escritor de otros géneros insiste recurrentemente en negar la existencia del oficio. Y cuando la acepta como una actividad literaria más, la desea únicamente a su estricto favor y la percibe como subsidiaria. Más adjetiva que sustantiva. Es reacio a ratificarla si no lo favorece y no pocas veces algunos exigen o que te conviertas en su crítico personal o que sólo seas promotor del grupo con el que se siente identificado. De allí que alguna vez yo haya considerado a la crítica literaria como una “familia suicida”.
- Pero aun dentro de ese difuso y confuso panorama, es obvio que la crítica literaria ha logrado no sólo permanecer sino también evolucionar de acuerdo con las circunstancias y los contextos. Digamos que, ya para este inicio del siglo XXI, la situación general de la crítica literaria nacional ha comenzado a clarificarse y volverse más interesante y productiva, con lo que parece haber contribuido el advenimiento de la Internet. Por diversas razones, y como en muchas otras actividades culturales, la red ha facilitado la democratización del oficio crítico profesional. También allí hay crítica académica recalcitrante y comentarios de interés divulgativo y de diversa naturaleza. Como en cualquier otro aspecto del universo lingüístico, la red contiene y acepta de todo. Sin embargo, en el caso de quienes desean ejercer la crítica como oficio responsable, existe la oportunidad de hacerlo sin más limitaciones que las que ofrece el propio sistema. Cualquiera con acceso al mundo virtual puede ahora suplir la función del crítico tradicional. Y esto ha sido favorable para que la crítica opere liberada de ciertas censuras tácitas o explícitas, grupales o institucionales. De hecho Internet está permitiendo el desarrollo de algunas perspectivas críticas muy interesantes, aunque, hasta ahora, también favorece el anonimato, a través de la “bloguescritura”, por ejemplo[9]. Además, algunos críticos tradicionales parecieran negarse al ingreso a esta novedosa herramienta que, si bien a veces resulta volátil y muy pasajera, nada podremos hacer para detener su avance y su penetrante nivel de influencia en las comunidades literarias, incluidas por supuesto, las comunidades literarias virtuales. Este medio seguramente modificará las relaciones entre los críticos y los lectores, y ampliará las posibilidades de un discurso crítico más libre para manifestarse (en todos los sentidos), menos comprometido y con un mejor sentido de integración entre lo estrictamente académico y lo divulgativo.
Conclusiones
Pierre Bourdieu ha señalado que “en el ámbito del análisis literario… no hay crítico, hoy en día, que no se otorgue un nombre de guerra en -ismo, -ico o -logía” (1995: 269-270). De tal modo que hay momentos en que nos aferramos con adicción a tendencias o movimientos para sentirnos más fuertes, apoyados por la sapiencia de quienes encabezan la orientación teórica o metodológica que seguimos (“la marca de fábrica” dice él). Y yo añadiría que posiblemente eso nos hace pensar que estamos revolucionando el oficio de la crítica, desde la atalaya teórica de otros u otras. En tal sentido, podría haber (hay) críticos que se autopostulen como “postmodernistas foucaultianos”, “estructuralistas psicoanalíticos” o “narratólogos gennettianos”, para mencionar sólo tres posibilidades. Interesante planteamiento que en el caso venezolano se relaciona con lo que arriba hemos agrupado bajo el rótulo general de “crítica académica”. En realidad, nada diferente es esta situación de lo que ha sido en etapas anteriores, pero al parecer fue reforzada de manera notoria a partir de los años setenta del siglo XX. mas tampoco se trata de una actitud censurable ni negativa. En época de especializaciones casi aberrantes, el análisis literario no tenía por qué ser la excepción. Lo que sí podemos derivar de esa idea es la necesaria diferenciación que debemos hacer entre el “nombre de guerra” o “marca de fábrica” que nos caracterice (a partir de nuestra formación académica, por ejemplo), el discurso crítico que producimos y el modo como debemos divulgarlo de acuerdo con los destinatarios a quienes deseamos llegar. Se precisa entonces la necesidad de diferenciar lo que la crítica es en sus diferentes modalidades.
Aquí he dejado de lado esa posibilidad de la afiliación a escuelas teóricas o tendencias formales, a las que de verdad no he sido ajeno en otras oportunidades, principalmente motivado por mi (de)formación en lingüística. Pero ahora he intentado no suscribirme a ningún movimiento en particular. más bien he tratado de mostrar un determinado “estado del arte”, desde mis muy particulares puntos de vista y opiniones acerca del fenómeno analizado: la crítica literaria venezolana. Y para ello he partido de una situación muy concreta a la que he supuesto como el punto de arranque de nuestra crítica literaria formal y sistemática: la polémica sobre el libro de Gonzalo Picón Febres (1906).
Lo demás ha sido una consideración del fenómeno de la crítica literaria nacional, a partir de una serie de ideas que he reunido en un decálogo. He intentado caracterizar en cada sección del mismo lo que considero los rasgos básicos de nuestra crítica, deteniéndome en sus cuatro fases históricas principales. Cada fase representaría una tendencia y, finalmente, el conjunto ha desembocado en lo que es el trabajo crítico hiperespecializado de nuestra época actual. Ese alto nivel de hiperespecialización (sobre todo, léxica y metodológica) ha conducido a un distancia- miento entre la evaluación divulgativa de la literatura y los grupos de lectores no académicos.
De allí ha derivado a su vez una consecuencia inevitable, pero igualmente inocultable: el con- finamiento de la crítica venezolana profesional a los espacios académicos y su escasa praxis en los medios de divulgación ha servido para ratificar la creencia según la cual el oficio crítico es inexistente o al menos muy escaso en la Venezuela contemporánea. Y, aunque esto no sea cierto, puesto que –como creo haber esbozado– también es posible detectar una historia patente de la crítica literaria nacional, desde inicios del siglo XX hasta el presente, sí ha sido útil para sustentar una situación de descreencia en la crítica y de negación recurrente por parte de los escritores.
La última y más interesante situación relacionada con la práctica de la crítica literaria en Venezuela ha comenzado a generarse a partir de páginas virtuales (blogs o bitácoras). Y, aparte de la ventaja que da el poder hacer crítica equilibrada sin consecuencias que puedan recaer sobre el crítico, ha surgido una posibilidad de distanciamiento entre éste y los autores a quienes comenta. Los escritores que tanto han clamado por la crítica, habrán de aceptar que ésta opere sin amarres de censura previa ni sujeta a grupos o preferencias. Dicha posibilidad promete un desarrollo interesante para fortalecer el oficio de evaluar la literatura con equilibrio. Pero igual tiene sus peligros. Ha facilitado la labor de los suicidas del pasado desde dos perspectivas contrapuestas: un sano, responsable y hasta objetivo anonimato (o, si se quiere, seudonimato) o una reprochable y deshonesta actitud de retaliación. Esto vale para los críticos y para sus destinatarios, los lectores, no importa su condición. Las consecuencias de esta nueva e interesante situación las sabremos después. Cuán interesante hubiera sido apreciar por este medio el desarrollo de la polémica que generó el libro de Gonzalo Picón Febres.
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NOTAS
[1] Como también es mimética y cambiante, la discusión que sobre la crítica y los críticos se vive recurrentemente en el ámbito hispano, me permito referir aquí dos trabajos que remiten a otros espacios: Alborg (1991) y Martínez (1995). Aunque por motivos muy particulares elude a España y su crítica, particularmente ameno, profundo y amplio es el paseo de Juan Luis Alborg por las escuelas, tendencias y autores representativos de la crítica y sus oscilaciones teóricas. El trabajo de Martínez toca exclusivamente lo latinoamericano.
[2] Julio Calcaño fue militar de alto rango, Gonzalo Picón Febres, abogado, Jesús Semprum, médico y Julio Planchart, el más cercano al mundo literario por su actividad principal, se desempeñó como profesor de Literatura e Historia y geografía. Todos, sin embargo, dejaron una notable obra literaria y filológica y, gracias a sus trabajos críticos, hemos podido definir una primera y muy importante fase de la crítica literaria venezolana.
[3] Este tópico lo he desarrollado ampliamente en la primera parte de mi libro Análisis crítico del discurso (2000).
[4] En un trabajo precedente (“La crítica literaria: oficio despreciado, beneficio procurado”, por aparecer en una compilación de Carlos Sandoval para la editorial BID & and Co editor), hablé de un novenario de razones, aquí lo amplío a “decálogo”, al tiempo que actualizo y expando mis ideas al respecto.
[5] “A los inventores de ficciones narrativas o poéticas se les perdonan sus baches, las limitaciones de sus bagajes o la duda entre reflejar o construir universos. Al crítico le toca responder lo que otros intelectuales no pueden o no quieren: para eso están. Se dice, en réplica, que su función es igualmente plantear problemas que justifiquen su retórica de interrogantes sin solución y tanto trabajo como leer, releer y, tanto riesgo como escribir. En ningún caso las horas de dedicación lo salvan. ¡El país clama por un poco de esperanza! ¡Que critiquen, pero que sean constructivos!” (Rodríguez Ortiz, 1987: 3).
[6] Posiblemente se trate del más “purista” de los académicos venezolanos en la historia de nuestra literatura. Sus ideas al respecto quedaron muy claras en su conocido libro El castellano de Venezuela. Estudio crítico (1897). Basten las palabras siguientes como mínima muestra de su actitud ante el lenguaje y su juicio sobre alguna literatura local: “…jamás tuve el intento de escribir este libro, a pesar de la incuria y el abandono de gran número de nuestros escritores en lo relativo a la conservación de la pureza del lenguaje heredado de nuestros mayores”. (1950: XXXIII).
[7] Como ejemplos de certámenes internacionales para otros géneros, puedo referir el Premio Internacional de Novela Rómulo gallegos, los Premios Internacionales de Poesía “Víctor Valera mora” y “Juan Antonio Pérez Bonalde”, el Premio Internacional de ensayo mariano Picón Salas.
[8] Si se nos ocurriera pensar que el escritor es producto de la simple formación y mucha cultura, los más grandes hacedores de ficción serían los críticos literarios: esos unánimes envidiosos, por lo general del acto creador. (Sael Ibáñez, 1997: 15, cf. González, 1997)
[9] En el actual caso venezolano, baste con abrir la sección “blogs literarios” de la página www.ficcionbreve.org, en la que se da cuenta de buena parte de las bitácoras en las que suelen aparecer escritos de crítica literaria no especializada. Entre los más recientes y dedicados exclusivamente a la labor crítica de difusión destaca en estos tiempos http://aperdomoca.blogspot.com. Una aventura crítica muy interesante, aunque amparada en el recurso del nickname tan frecuente en ese tipo de comunicación contemporánea.