literatura venezolana

de hoy y de siempre

Las formas del fuego

Ene 25, 2024

José Antonio Ramos Sucre

La amada

La hermosa vela y defiende mi vida desde un templo orbicular, rotonda de siete columnas.

Su voz imperiosa desciende, por mi causa, a las modulaciones del canto.

Salí confortado de su presencia, llevando, por su mandamiento, una rama de cedro.

Descendí por una vereda montuosa hasta la orilla del mar, donde se balanzaba mi esquife.

El cántico seguía sonando, ascendente y magnífico. Paralizaba el curso de la naturaleza. Me alentó a salvar la zona de la borrasca.

El sol permaneció, horas enteras, asomado sobre la raya del horizonte.

***

El nómade

Yo pertenecía a una casta de hombres impíos. La yerba de nuestros caballos vegetaba en el sitio de extintas aldeas, igualadas con el suelo. Habíamos esterilizado un territorio fluvial y gozábamos llevando el terror al palacio de los reyes vestidos de faldas, entretenidos en juegos sedentarios de previsión y de cálculo.

Yo me había apartado a descansar, lejos de los míos, en el escombro de una vivienda de recreo, disimulada en un vergel.

Un aldeano me trajo pérfidamente el vino más espirituoso, originado de una palma.

Sentí una embriaguez hilarante y ejecuté, riendo y vociferando, los actos más audaces del funámbulo.

Un peregrino, de rostro consumido, acertó a pasar delante de mí. Dijo su nombre entre balbuceos de miedo. Significaba Ornamento de Doctrina en su idioma litúrgico.

La poquedad del anciano acabó de sacarme de mí mismo. Lo tomé en brazos y lo sumergí repetidas veces en un río cubierto de limo. La sucedumbre se colgaba a los sencillos lienzos de su veste. Lo traté de ese modo hasta su último aliento.

Devolvía por la boca una corriente de lodo.

Recuperé el discernimiento al escuchar su amenaza proferida en el extremo de la agonía.

Me anunciaba, para muy temprano, la venganza de su ídolo de bronce.

***

La entrevista

La hermosa descansa a sus anchas en la butaca y la llena con su persona y con las cintas y volantes de su traje suntuoso.

Miro a sus espaldas el campo de yerba alegre y su término en el monte de zafir.

La dama trashumante refiere los percances de la vida mundana, suplicio de la inteligencia susceptible. Reproduce el gesto del sinsabor y se ensimisma a ratos, guardando una pausa lenitiva.

La majestad de su belleza aumenta en el paraje de reposo diuturno, alivio de un alma descontenta. El raudal mitiga una rotura de la sierra y suma, en un remanso, la atmósfera severa del paisaje.

La hermosa perfecciona el hechizo de su rostro de marfil, desatando los cabellos renegridos, en donde se pierde una espiga humilde.

Teme las zozobras del aire, avisadas por los disones y preludios del arpa del otoño, y emprende el camino de su vivienda.

Asume el porte y el paso de una divinidad telúrica, anunciada por un largo trueno de címbalos.

***

El ídolo

La hermosa amenazó con el ceño al fijarse en mi negativa a uno de sus caprichos. Volví de mi decisión añadiendo los agasajos de la condescendencia y del afecto. Yo temía acelerar el desenvolvimiento de sus dolores.

Sucumbió esa misma noche en la crisis de un delirio. Narraba una vez más, en términos apasionados, las cuitas de su niñez y de su adolescencia.

Yo amanecí a los pies de su cama de roble.

Recorro sin descanso los aposentos de mi casa antigua, recatada en la esquivez de una sierra. Solo perdura el techo de una torre vigilante.

Rehúso volver al mundo y menosprecio las invitaciones de mis amigos.

Deseo reconstituir la situación de ánimo de aquel día nefasto y el ademán estéril de juntar con mi pecho su cabeza inerte.

***

El desesperado

Yo regaba de lágrimas la almohada en el secreto de la noche. Distinguía los rumores perdidos en la oscuridad firme.

Había caído, un mes antes, herido de muerte en un lance comprometido.

La mujer idolatrada rehusaba aliviar, con su presencia, los dolores inhumanos.

Decidí levantarme del lecho, para concluir de una vez la vida intolerable y me dirigí a la ventana de recios balaustres, alzada vertiginosamente sobre un terreno fragoso.

Esperaba mirar, en la crisis de la agonía, el destello de la mañana sobre la cúspide serena del monte.

Provoqué el rompimiento de las suturas al esforzar el paso vacilante y desfallecí cuando sobrevino el súbito raudal de sangre.

Volví en mi acuerdo por efecto de la diligencia de los criados.

He sentido el estupor y la felicidad de la muerte. Un aura deliciosa, viajera de otros mundos, solazaba mi frente e invitaba al canto los cisnes del alba.

***

El alivio

Yo había crecido bajo la encomienda de mi hermano mayor.

Jamás salí de casa a divertirme con los niños de mi edad en la plaza vecina.

Las ventanas del contorno permanecían cerradas y ninguna doncella se asomaba a mirar el parque silencioso. Las ramas de los árboles centenarios bajaban hasta el suelo, relajadas por el agua. Yo recordaba los sauces fluviales en donde suspendían el salterio, un día de nostalgia, los hijos de Sión.

Los niños se enfermaban de trajinar y corretear sobre la yerba infecta. Sus voces circulaban apenas en el aire torpe.

Yo ignoraba las tradiciones de mi familia y cómo se había extinguido en mi casa infausta. Quedé sumido en la incertidumbre después de la muerte de mi hermano. Él vivía hosco y taciturno, perdido en el vicio del alcohol, y no se permitía conmigo ninguna efusión. Se vestía de paños raídos y de color negro. Era, a un mismo tiempo, sombrío y bondadoso.

Entró de la calle y se encerró, para morir, en la sala donde acostumbraba reservarse. Me dejó un papel sobre la tapa de un piano inválido.

Concebí un dolor íntimo y sin desahogo y pasaba horas continuas de la noche descifrando su expresión incoherente a la luz de un farol de la plaza, cercado por un halo de humedad.

El empeño de calar su pensamiento y el recuerdo de su generosidad llegaron a desecarme y me inspiraron el deseo de seguirlo.

Sentí, por vez primera, el afecto a la vida cuando se deshizo en mis manos la carta pulverulenta.

***

El sopor

No puedo mover la cabeza amodorrada y vacía. El malestar ha disipado el entendimiento. Soy una piedra del paisaje estéril.

El fantasma de entrecejo imperioso vino en el secreto de la sombra y sentó sobre mi frente su mano glacial. A su lado se esbozaba un mastín negro.

He sentido, en su presencia y durante la noche, el continuo fragor de un trueno. El estampido hería la raíz del mundo.

La mañana me sobrecogió lejos de mi casa y bajo el ascendiente de la visión letárgica.

El sol dora mis cabellos y empieza a suscitar mis pensamientos informes.

Caído sobre el rostro, yo represento el simulacro de un adalid abatido sobre su espada rota, en una guerra antigua.

***

El hidalgo

He salido a cabalgar fuera de la ciudad, al principio de una tarde plácida.

El campo muestra los colores ambiguos y frágiles de un espejismo.

Reconstituyo el pasaje de una guerra lastimosa, donde se agotó mi juventud. Salí sin escolta, lejos de una fortaleza amenazada, a la campaña rasa, en medio del asombro de mis compañeros de armas. El recuerdo orgulloso compensa ahora el sentimiento de los años pretéritos.

Ejecuté la hazaña al otro día de una ocasión memorable. El más fraternal de los camaradas me había conducido a la presencia de su prometida. Correspondí a la urbanidad de la mujer lozana permaneciendo mudo y con los ojos bajos. Me retiré fingiendo una súbita ausencia de la atención y de la memoria.

Decido terminar el paseo vespertino y volver al refugio de mi casa, a componer, según costumbre, la viva y alucinante representación de esa entrevista, donde empieza la agonía de mi alma impar. Las vislumbres del relámpago marean la franja de la noche recién iniciada del mes de agosto.

Yo pienso en los signos de fuego, presagios del infortunio, descifrados por un visionario en la sala de un rey maldito.

Regreso por la calle modesta y sin lumbre, donde he escogido mi morada. Conduzco la cabalgadura al sitio de su reposo y me encierro en la sala defendida por las puertas viejas y resonantes.

Yo padezco, sumergido en la sombra, la ceguedad de una estatua de mármol y su tristeza inmortal

***

Cenit

La virgen ahuyenta unas aves largas, acostumbradas a retozar en el pantano, afines, conforme el talle, del canuto de vida acuática.

La caravana de las nubes cándidas sufre de sed en el desierto radiante.

El esclavo sube el agua de un pozo vacío y refresca el pie de un granado.

Aprovecha el ministerio de una polea, ejecutando movimientos iguales, mecánicos.

El espejismo oscila en el arenal, lámina desnuda, al trasluz de una evaporación viva.

Un lago oleoso interrumpe el suelo de betún.

La virgen permanece en la azotea, de donde corrió los pájaros desvaídos.

Registra, de una sola mirada, la redonda.

Canta o grita en idioma venerable, con voz firme, avezada a la distancia.

Festeja la gloria del fuego elemental.

***

La verdad

La golondrina conoce el calendario, divide el año por el consejo de una sabiduría innata. Puede prescindir del aviso de la luna variable.

Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el ordenamiento de su organismo para el vuelo, una proporción entre el medio y el fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.

La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha conocido desde antaño la medida del orbe terrestre, anticipándose a los dragones infalibles del mito.

Un astrónomo desvariado cavilaba en su isla de pinos y roquedos, presente de un rey, sobre los anillos de Saturno y otras maravillas del espacio y sobre el espíritu elemental del fuego, el fósforo inquieto. Un prejuicio teológico le había inspirado el pensamiento de situar en el ruedo del sol el destierro de las almas condenadas.

Recuperó el sentimiento humano de la realidad en medio de una primavera tibia. Las golondrinas habituadas a rodear los monumentos de un reino difunto, erigidos conforme una aritmética primordial, subieron hasta el clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo, el secreto de la esfinge impúdica.

***

La suspirante

La hermosa ha regresado de muy lejos. Se encierra nuevamente en su cámara inaccesible, satisfaciéndose con el mueble esbelto y la baratija exótica.

Impone el recuerdo de una era señorial, rodeándose de las escenas sucesivas de un tapiz.

La hermosa se pierde en la lectura de sucesos extravagantes, acontecidos en reinos imaginarios, y narrados con semblante de parodia. Vuelve sobre un pasaje burlesco, en donde alterna un pastor con el bufón expulsado de la corte.

La dama displicente se engolfa en las peripecias de un relato incomparable y suspende el entretenimiento cuando empieza una batalla entre caballeros de sobrenombres ínclitos.

La dama renuente, aficionada a las quimeras de la imaginación, sueña con huir de este mundo a otro ilusorio.

Nadie podría averiguar el derrotero de su fuga.

La hermosa vuela sobre los caminos cegados por la nieve y un búho solitario da el alarma en la noche fascinada por el plenilunio.

***

El viaje

Mi pensamiento sigue las inflexiones de su voz ondulante.

Una imagen vaporosa se anuncia detrás de los vidrios húmedos y viejos de la ventana y se pierde velozmente en la profundidad de los salones interiores.

El edificio rasga, con sus ángulos y perfiles violentos, la sombra perezosa.

Yo marchaba sin descanso, activado por una voluntad superior.

El día sobrevino a iluminar el paraje desierto.

Pero la noche me sorprendió una vez más dentro del círculo inexorable de los montes.

***

El entierro

Erase un mocetón dicaz y engreído. Venía de la guerra civil, de lucirse en una jornada sangrienta, de esclarecer el abolengo marcial en presencia de un caudillo ambicioso.

Tenía en sus manos el gobierno de una aldea.

Salió una noche fuera de poblado a gozar un paisaje esquivo y silencioso.

La luna asomaba sobre un estribo de la sierra.

El mozo distinguió, en la hora ambigua, el paso de un cortejo. Algunos burladores iban a su frente, llevando sobre sí una cama y pregonando la nueva de una muerte. Eran lugareños de vida traviesa y faz alcoholizada.

El joven escuchó su propio nombre al preguntar el del caído. Los persuadió fácilmente al abandono de la farsa lúgubre y a desbandarse en demanda de sus hogares.

Se juntaron, la noche siguiente, para la misma diversión a la vista de la luna exangüe, y retiraron el aviso de la muerte del joven. El los deshizo espada en mano, a tajos y denuestos y arrestó los más culpables.
Una fiesta se dio, a los pocos días, en la casa de un hidalgo rural.

El héroe agasajaba sumisamente a las hermosas y las trenzaba guirnaldas de flores pasajeras.

Un hombre macizo y desgreñado penetró en la sala y se trabó con el galán. Venía de la maleza y del barranco y desahogaba una acometividad irreflexiva.

El desconocido parecía invulnerable al arma de fuego.

La lucha se decidió con el puñal y terminó, después de unos momentos premiosos, con la muerte de ambos adversarios.

Los lugareños, de vida traviesa y faz alcoholizada, fueron absueltos de su arresto y encargados de llevarse el cadáver del joven.

No consiguieron identificar el del importuno

***

El reino de los Cabiros

Unas aves negras y de ojos encarnizados se alojaban entre los mármoles derruidos. Infligían la afrenta de las harpías soeces. Andaban a saltos menudos y alzaban un vuelo inelegante.

La vega de la ciudad abundaba en arbustos malignos citados, para memoria de la venganza y de la amargura, en más de un libro sapiencial.

Un busto de mirada absorta, ceñido de una guirnalda de yedra, se alzaba a cada momento sobre su pedestal roto. El suelo de los jardines violados había dado albergue, un siglo antes, a las víctimas de una histórica epidemia.

La luz del día regurgitaba de una rotura del globo del sol, y la noche, duradera cual las del invierno, estaba a cargo de un astro, de orbe incompleto y de través.

Unos hombrecillos deformes brotaban del suelo, en medio del sopor nocturno. Salían por una apertura semejante al escotillón de un tablado.

Sus ojos eran oblicuos y el cabello lacio y espeso invadía la angosta zona de la frente. Respondieron a mi interpelación valiéndose de un gesto lúbrico y hube de asestarles el puño sobre la faz dura, como de piedra. La mano me sangra todavía.

Yo no contaba otra amistad sino la de una mujer desconsolada, atenta a mi bien y a las memorias de un mundo superior. No sabría decir su nombre. Yo olvidaba, en el principio de cada mañana, su discurso.
Ella misma me puso en el camino del mar y me señaló una estrella sin ocaso.

A poco de soltar las velas al viento próspero, vi alzarse, desde el sitio donde me había despedido con lamentos, una interminable espiral de humo.

***

La Sirte

Ariel se había refugiado en un acanto del capitel corintio. Un arquitecto, agradecido a las seducciones y recuerdos de Italia, había erigido un palacio de líneas seguras e inspiración clásica.

El rey lo había dado en presente al astrónomo de su corte, versado en los presagios de las esferas. Delante del palacio, edificado en una isla desierta, se extendía el mar extático. Un alma errante había preferido aquel panorama a la ventura celeste. Los pescadores referían esta leyenda y la de un cazador nocturno, sentenciado a seguir una presa inalcanzable hasta el cataclismo final del universo.

Aquel astrónomo había cegado el entendimiento del rey y lo animaba asiduamente en contra de sus familiares. Negaba a la nación las avenidas del trono.

El envolvió el reino en una guerra intempestiva y prometió caudales brillantes, reservados en el suelo, para esquifar una armada vencedora.

La suerte preparó sigilosamente un abismo a los proyectos de la soberbia y las naves se dispersaron, por consecuencia de un miedo superior, el día de la batalla.

Ese momento acarreó la desaparición del consejero pernicioso.

La isla de su domicilio se hundió algunos pies debajo de la superficie del mar y se convirtió en un arrecife enemigo de la navegación.

***

El hallazgo

Los marinos me habían acostado en el ataúd de sicomoro, habilitándome para el sueño subterráneo. Se ausentaron después de ensayar conmigo una planta de cebolla, de olor nauseabundo. Me dieron a beber el zumo de sus hojas velludas y de su raíz, del grueso de un dedo. Se pagaba del suelo secano y sus flores apacentaban la voracidad de un enjambre de sabandijas de coselete doble, abastecidas con el aparejo de un verdugo.

El dolor de cabeza y un ligero frenesí me asaltaron después del cesamiento del sopor. No vi sino imágenes de espanto y de crueldad. Un pájaro se ensañaba con su hijo.

He roto sin darme cuenta la cifra de un pensamiento inexpresable, dibujada en la frente de un monolito, y miré alzarse delante de mí una serie de estatuas indignadas, de ojos de esmalte.

He desechado, recelando una perfidia, la nave suelta en el vecino río de lodo, en medio de una selva marchita.

Esforcé el paso en demanda de un monte sereno, en donde nacieron y posaron la planta fugitiva, una vez proscritos, los númenes alegres del paraje.

Descubrí una lápida adherida a un sitio inaccesible de la cuesta, y la alcancé a rastras y jadeando. Mostraba, a manera de señal, una figura humana terminada en el pico de un ave rapaz. Cedió fácilmente al empuje de mis manos y dejó ver un aposento húmedo y fosforescente.

He escondido de los compañeros infieles el secreto de mi riqueza inagotable.

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