literatura venezolana

de hoy y de siempre

La noche y el sol: dualidad simbólica en la poesía de Ramón Palomares

Mar 6, 2022

Yorman Tovar y Yurima Albarrán

Introducción

El símbolo es concebido como un elemento representativo, que encarna la naturaleza de un concepto, tal como suponer que una espiga de arroz significa la buena cosecha, o que la imagen de una pluma de ave en un tintero representa a la poesía. El crítico venezolano Díaz Seijas (2005: 56) sostiene que “el símbolo permite una sucesión de relaciones donde se agrupan y se atraen significantes y significados”; es decir: palabra y objeto determinado por la “arbitrariedad del signo” (teoría de Ferdinand de Saussure) para abordar la tesis del “Signo lingüístico, en referencia a la imagen visual y la imagen acústica o significante.

El creador literario, y más específico, el poeta, se vale de la simbología para representar, por medio de recursos estilísticos (metáfora, imagen, símil –entre otras-), sus ideas, tramadas en versos. En referencia a esto, señala Cirlot (1982: 45) que “todos los objetos naturales y culturales pueden aparecer investidos de la función simbólica que exalta sus cualidades esenciales para que tiendan a traducirse a lo espiritual”. Asimismo, Díaz Púnceles (1994, p.11) testifica que:

En sentido más amplio, la imagen es la representación mental de un objeto, en sentido restringido, e independiente de la polisemia de la palabra o de cualquier concepto o acepción que encontremos en los diccionarios especializados, es nuestra intención tratarla desde el punto de vista literario.

Las propuestas de Cirlot y Díaz Púnceles, virtualmente expresan el proceso literario, más que gramatical. El primero lo exterioriza, directamente como simbología, y el segundo como la imagen que conlleva la misma naturaleza representativa del símbolo. En conclusión: es la referencia inmediata, la imagen visual que el receptor capta, en forma instantánea del objeto señalado. Al respecto, reitera Díaz Púnceles (1994: 68): “imagen aprehendida por el yo racional del escritor”, dejando claro el planteamiento de que en el contexto de la literatura, todo lo sugerido por el lenguaje del escritor es verosímil (incluida la fantasía). Es así como la obra (la poesía en nuestro caso la poesía) asume su particular realidad.

La poesía, en toda su dimensión, siempre se ha valido del símbolo para matizar la trascendencia, tanto interna como externa del lenguaje. Es en el instante de la creación cuando el autor asume, tal vez sin proponérselo, lo que alega Sartre (1970: 102):

El autor, es siempre, respecto a la obra, como Moisés ante la tierra prometida, no sólo porque hace algo distinto de lo que creía, sino, además porque ni siquiera es él mismo quien sabe que ha hecho algo distinto. De lo que creyó haber hecho.

Una vez que la arcilla de la palabra cimenta la esencia del objeto natural, el escritor percibe que, como por arte de magia, ha logrado poetizar, como insiste Sartre (1970: 107) que “el objeto que ha hecho le es devuelto distinto de lo que creyó haber hecho”… razón que también descubren sus lectores, pues en la comunicación escritor-lector es un acto recíproco, pues el lenguaje de la poesía no tiene otro fin que el de encarnar momentos del cosmos creativo del poeta.

En el ámbito poético venezolano contemporáneo, entre diversos creadores prominentes de la segunda mitad del siglo XX, se destaca Ramón Palomares (Escuque/Trujillo, 1935 – Mérida, 2016), de quien hemos escogido un reducido corpus de textos contentivos de una evidente simbología, proveniente de la naturaleza circundante de su provincianidad o lar nativo: la dualidad constituida por el sol y la noche, elementos reiterativos del perfil andino de Ramón Plomares, quien quizás no imaginó en sus iniciales esquemas poéticos que la fuerza de su palabra tendría un carácter arrollador similar a la trascendencia de Homero cuando, con naturaleza nativista, quizás, redundó en recursos literarios exquisitos al escribir la historia fabulada de la Guerra de Troya.

Aproximación a la noche de Palomares

Tal vez no haya certeza, pero sí aproximación a la creencia de que la noche ampare bajo su rebozo paradisíaco alguna teoría que la perfile como algo vivo, real o animado. Su única realidad es que existe como espacio transitorio, inverso al día; dualidad confrontada: tiniebla/luminosidad; o tal vez el bien versus el mal. No obstante en la esfera de la literatura, ésta parece adquirir corporeidad (carne, hueso y sangre) real, pese a tanta ficción, que la hace capaz de generar historias, mitos, leyendas y sueños, incluso elementos relacionados con el más allá, que catapultan a la noche hacia niveles de la consciencia, traducidos en narraciones y poemas, es decir, en el inmutable poder de la palabra, como los embrujos avistados y traducidos en versos por Pablo Mora (2013, p. 179):

Despertar la nueva madrugada. / Entre dioses, / manglares, árboles y piedras, / las cerbatanas y todos los azules caminos. /Agregarle estrellas a los cielos. / Enterrar la muerte, /inventar la sombra. /Abrirle los postigos a la noche.

Los versos de Mora reiteran que la poesía –como consideró- Hölderling: “es el más inocente de los oficios”, y al tener la noche como referente, revelan que ella es alfa y omega, principio y fin, génesis y apocalipsis, como lo dejar ver Gerbasi en su poema más célebre “Mi padre el inmigrante”: “Venimos de la noche/ y hacia la noche vamos”. La noche gerbasiana es vientre maternal ángel protector, en su punto de partida; mas al final, nos abandona a la suerte del destino, del desenlace conclusivo.

El poeta, en su afán noctámbulo, prosigue la huella de la tradición mística, propenso a develar los arcanos de la psiquis, sustentado en la tenebrosa esencia del sueño y de las fuerzas místicas y míticas que en toda noche abundan como almas en pena.

Por su parte, el poeta José Barroeta considera que la noche es un arte, con tendencia a la perfección, como lo sostiene Díaz Punceles (citado): “Palabra y poesía conforman la unidad de sentencia y esencia y luego se revela el poema con todo el esplendor del mundo creado”. La opinión de Díaz Punceles en prosa, es similar al poema “Arte de anochecer” en el que Barroeta (1975:27) afirma que:

Hay un arte de anochecer/ De la entrada al cuerpo del alma/ de la niebla a la redondez/ y del círculo al cielo; / hay un arte de luz,/ un campo donde anochecer/ es mirar la vida con el cuerpo cerrado (…)/ Hay un arte de anochecer. / Quien haya vivido o soñado con bosques/luces y demonios/ lo sabe.

Los últimos versos de Barroeta nutren la fuerza, proveniente de una poesía romántica que aún no ha muerto, que sobrevive en la noche, en el sueño, en las fuerzas del mito y en los estados contemplativos del alma del poeta, tal como lo esboza Bachelard en La poética de la ensoñación (1982: 9): “La ensoñación de un soñador alcanza para hacer soñar a todo un universo. El descanso del soñador basta para dar reposos a las aguas, a las nubes, al viento”.

Por ese maravilloso cosmos viajan los versos de Ramón Palomares, ataviados de nocturnidad. Los dos poemas referentes de la noche, seleccionados, pertenecen a su segundo libro Paisano (1964): “De noche” y “El noche”. En el primero de los textos el poeta hace de la noche un cromo fantástico en el cual serpentea, rimbombante, el júbilo humano, donde el yo poético practica un juego lúdico con la imaginación creadora, mediante la ensoñación, abriendo las ventanas de su hondura psíquica en comunión con el espacio donde reina su verbo sencillo, vestido de imágenes provincianas, sin que su intención poética pierda la sindéresis que requiere la estética natural de la buena poesía (Palomares, 2014: 19):

Anoche estuve en una parte muy negra/ volando sobre candelas/ metiéndome en las casas y sentado sobre flores que le había robado a los muertos/ y me metía por las ventanas porque era  un humito/ y olía todo/ y vi muchas mujeres que bailaban/ y les caía agua y formaban una gritería y se reían.

El símbolo figurado en el poema “De noche” refleja la imagen festiva del poeta, dueño y señor de la nocturnidad, cuyo espacio le pertenece. Ella personifica el reino absoluto de su aventura, con una sensación de viaje en la que su emoción es transeúnte de un espacio pleno de un colorido insinuado en las flores y en el “humito” en el cual el mismo poeta reencarna para tomar por asalto una soberanía alborozada por mujeres ebrias. Instante saleroso, como Pan, el dios griego, metido entre las musas al ritmo acompasado de su flauta.

No obstante, en el poema “El noche”, el poeta cambia la efigie mujeril de la noche, transmutándola en un ser impetuoso, especie de retrato masculino de Leviatán, opuesto a la estética afable, insinuada en el poema anterior (Palomares, 2014: 37):

Aquí llega el noche/ el que tiene las estrellas en las uñas, / con caminar furioso y perros entre las piernas/ alzando los brazos como relámpago/ abriendo los cedros/ echando las ramas sobre sí,/ muy lejos. /Entra como si fuera un hombre a caballo/ y pasa por el zaguán/ sacudiéndose la tormenta.

La agreste metáfora de “el que tiene las estrellas en la uñas” expresa un valor subjetivo, intangible, en contraste con la noche mujer. Asimismo, la imagen del relámpago desgajando cedros, orienta a “El noche” hacia un abismo marcado por el fuego tenebroso, a la vez el poeta se precisa como actor de una nocturnidad adversa a la noche mujer (bella, seductora y sensorial); el poeta se comporta como el bohemio definido, imbuido en su noche, extraviado en laberintos de perdición, como considera Santaella (1995: 12):

La aventura de la noche es laberíntica en la medida en que el laberinto seduce, creando una inevitable forma de perderse dentro de él. De modo que la noche es un territorio cuya exploración debe hacerse desde adentro, para conocer sus hondos y magníficos acantilados.

Es precisamente lo que hace el poeta: adentrarse en los sortilegios tenebrosos de “El noche”, (masculino, perverso) en sus engranajes más irreverentes: “Y repasa las iglesias por las sacristías y los campanarios/ espantando cuando pisa en las escaleras/ y se sienta sobre las piedras/ averiguando sin paz” (Palomares, 2014: 37).

Ramón Palomares, provinciano, serrano, juglar enamorado de su andinidad, construye con el símbolo de la noche un mito que oscila entre la estética del poeta imaginativo, romántico, blandiendo con fuerza mítica la espada de sus sueños cuando feminiza la noche, haciéndola suya; y luego, de manera antagónica le da un tratado misterioso, y a la vez, se balancea en el péndulo de los sueños, en un éxtasis que revela la otra cara de su historia: la del bardo desesperado, atrapado en el laberinto de sus sueños infinitos, en permanente vigilia onírica, motivo esencial de su conciencia creadora.

El Sol: animal rojizo de Palomares

En la agudeza de su pensamiento universal, alguna vez Víctor Hugo, persuadido por la majestuosidad del Astro Rey, expresaría, quizás, en tono declamatorio: “contemplad la pureza divina de la mañana. Esta prestigiosa sonrisa, el sol. El sol, esta flor de los esplendores infinitos”. Asimismo –permítasenos seguir especulando- Vincent Van Gogh, buscando armonía para su desesperanza, inspirado en la antesala de su faena pictórica, afirmó que “si la luz es el símbolo del bien, de lo bello, de lo verdadero, la fuente luminosa por excelencia el sol- sólo podrá ser Dios”. Más recientemente, Antonio Requejo, interpretando la poesía de Juan Ramón Jiménez, simboliza al sol como “una referencia universal a lo divino. Se asocia al fuego, a la llama y a la luz. Es un símbolo religioso y arquetípico de la humanidad”. En simbología detallada, describe Requejo (2016: 3):

Durante la primera etapa el sol simboliza la serenidad del alma y la lírica del poeta. En la segunda el sol aparece como lucidez del intelecto, pensamiento iluminado, y en la tercera como Dios, realidad interna y externa del poeta, conciencia iluminada, gozo del éxtasis y revelación.

Ramón Palomares, deslumbrado, acaso, ante los albores montañeses emeritenses o trujillanos, aprehende en el prisma de su numen, el símbolo de un sol categórico, señorial, imponente, como el gallo campestre, rey de su patio, enseñoreado, sacudiendo las alas y cantando para estimular su harem de gallinas; o tal vez al centurión armado de finas espuelas, presto para el combate. Así emerge el sol en el naciente del espacio poético de Palomares (2014: 13): “Andaba el sol muy alto como un gallo/ brillando, brillando/ y caminando sobre nosotros. / Echaba sus plumas a un lado, mordía con sus espuelas al cielo”.

La expresión metafórica del juglar trujillano es modesta como su condición provinciana. Sobre su verbo espontáneo se alza, cual torbellino, una poética henchida de imágenes que como sostiene Bachelard (1982:64): “la imagen, en su simplicidad, no necesita un saber. Es propiedad de una conciencia ingenua. El poeta en la novedad de sus imágenes, es siempre origen del lenguaje”. Palomares, casado con la metáfora pone de manifiesto que la imagen poética es capaz de hacernos creer que la poesía es poesía, gracias al devenir de la consciencia creadora de su autor, y no al puro azar, como es considerada la poesía, en su condición de género literario menor, diferente a la narrativa. No obstante, el poeta es capaz de mostrar, como testifica Díaz Púnceles (1994: 110), que:

Existe la realidad poética y estamos obligados a aceptar esa realidad, porque ella está fuera de la nada. Además, como la poesía es verdad, esta la debemos buscar en la esencia de la poesía si optamos por considerarla una Forma de Conocimiento.

El símbolo solar en la poética de Palomares es cotidianidad, parte de la vida aldeana que lo identifica: “Y con el sol que hablaba conmigo/ (…) tomé agua mientras andábamos/ y veíamos campos y montañas y tierras sembradas/ y flores/ cantándonos y riéndonos” (Palomares, 2014: 13).

Y abre su realidad psíquica para pintar el sol como un “Animal rojizo”, bañado con aire nuevo (Palomares, 2014: 13): “Allí andaba el sol/ entre aquellas casas, / entre aquellos naranjos, / como una enorme gallina azul, / como un gran patio de rosas, /caminando, caminando/saludaba a uno y a otro lado”.

El sol de Palomares es entonces la misma “prestigiosa sonrisa” que observara Víctor Hugo en el éxtasis matinal; la misma “fuente luminosa” o el “Dios” apreciado por Van Gogh; y en más amplia dimensión, es la misma “serenidad lírica” o la misma conciencia iluminada, gozo del éxtasis y revelación” del poeta que Requejo dilucidó en la poesía pastoril de Juan Ramón Jiménez.

Finalmente, su sol, su gallo señorial, semental de gallinero, centurión de combates, se transmuta en el camarada o “viejo lobo” de su coloquio provinciano, que lo incita al disfrute, al embeleso que transmite el reencuentro con la poesía, incluso a la ebriedad (Palomares, 2014:14) : “Hasta que me dijo: / mi amigo que has venido de tan abajo/ vamos a beber/ y cayó dulce del cielo, / cayó leche hasta la boca del sol”.

En conclusión, el imaginario del poeta, libre de pensamiento pero cautivo del plectro lírico, vadeando las olas del divino prodigio de su figurado verbo, se convierte en sujeto portentoso. Atrás deja el rigor del hombre convencional cotidiano y retoma las fuerzas de la libertad, y en su numen se liberan en torbellinos, imágenes y símbolos en persecución del verso, y se posesionan de él, que ya es símbolo, liberado de la razón, e irrumpe en el contexto de la estética, ya distante del convencionalismo sausureano del “lenguaje del significante y el significado”, encarnado en poesía, en palabra inmortal.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Bachelard, G. (1982). La poética de la ensoñación. México: Fondo de Cultura Económica.

Barroeta, J. (1975). Arte de Anochecer. Caracas: Monter Ávila Editores.

Cirlot, J.E. (1982). Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor.

Díaz Púnceles, O. (1994). La imaginación del lenguaje (o de la naturaleza de la imagen poética). Caracas: Fondo Editorial de Humanidades/ UCV.

Díaz Seijas, P. (1946). Al margen de la literatura venezolana (Ensayos) Caracas: Librería Venezuela, S.A.

Mora, P. (2013). Del olvidado asombro. Caracas: Alcaldía de Caracas/Fondo Editorial Fundarte.

Palomares, R. (2014). Ramón Palomares para niñas y niños. Guarenas: Ministerio del Poder Popular para la Cultura.

Requejo, A. (2016). Soy animal de fondo: Éxtasis Poético juanramoniano. [Documento en línea] http://www.razonpalaba.org.max/anteriores/n33/arequejo.html. [Consulta: 21de marzo, 2016]

Santaella, J. (1995). Breve tratado de la noche. Caracas: Grupo editorial Clepsidra.

Sartre, J. (1970). En: ¿Para qué sirve la literatura? Buenos Aires: Editorial Proteo.

*Revista Memoralia. Nº. 13 / Enero-Diciembre, (2016) 79-82

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