literatura venezolana

de hoy y de siempre

Génesis de «Venezuela heroica»

Santiago Key Ayala

En 1875 aparecieron los primeros ensayos literarios de Blanco. Los años siguientes vieron la aparición en La tertulia los primeros “cuadros históricos”. En 1881, los cuadros, transformados, unieron sus notas en una sinfonía ilustre. Y fue Venezuela heroica.

Título sonoro, hecho para pronunciarse con la boca llena de la grandeza de las palabras. Condensaba el contenido; sonaba a marcha triunfal, a «cortejo de paladines», y se popularizó rápidamente. Llegó a conquistar el alma de las multitudes. Se hizo proverbial. Cuando se habla de algo que desborda la realidad, que sacude y estremece de entusiasmo hidalguías, noblezas, sacrificios, capaces de estirar hasta el límite de resistencia la fibra humana y se está ya entre el pasmo y la duda, se dice sencillamente: «Eso es Venezuela heroica».

Bajo el título, como bajo una bandera, cuadros de luz, donde chocan voluntades con voluntades al fuego de un sol incendiario, en medio a la naturaleza primitiva, corno las almas de las masas combatientes, en valles estrechos o en la pampa sin vallados. Son cuadros, grandes lienzos, donde el autor pinta con tal energía fogosa, que asistimos a la batalla, no corno espectadores indiferentes, sino corno partícipes interesados en el dolor del desastre y en la honda emoción de la victoria. Porque en todos ellos se triunfa al fin, aun cuando sea al precio de angustias y de invaluables sacrificios. Blanco no pinta la derrota, que significaría la inutilidad del esfuerzo, ni la victoria fácil, que valdría por premio no merecido, sino el éxito conquistado por las virtudes viriles de la inteligencia, el valor, la constancia. Los cobardes y los débiles no caben en su elogio. Aquella generación robusta que combatió por España y contra España en tierra de América y demostró tan formidable reserva de energías para la obra de la voluntad, le provee de momentos estéticos admirables. El deber, la pasión, el santo orgullo, la subliman, y el autor, siguiéndola de cerca, y el lector, arrastrado por el narrador, confunden sus almas en un soplo de fe, de orgullo y de entusiasmo: Venezuela heroica.

Todo ello es historia, pintada con fuego, cantada con brío, ¡pero historia al fin! Blanco no inventa: pinta lo que ve. Pero lo que ve, al pasar por su alma se incendia de súbito y arde en la pintura como una antorcha, y luz de antorcha anima a los hombres y los hechos. A noventa grados de la historia fría aquí se siente el fuego tropical de un ardor generoso. Su interés por lo que pasa ante su vista no es el del botánico apacible que estudia la respiración de las hojas, ni el del zoólogo que sigue en paz el desarrollo de un combate de hormigas. Los que allí se chocan no son raíces de plantas, ni tenacillas de insectos, sino ideales de pueblos y pasiones de hombres. Son además su raza, su pueblo, esos que saben rendir la vida y rendirla con tanta gracia. La raza es pródiga de gestos caballerescos y el alma caballeresca de Blanco se complace en la gallardía de los retos y en la prestancia de los paladines. Su visión es la heroica; su vocabulario, el de la epopeya. Hasta empresta a las visiones antiguas el aliento que hizo posibles y reales a las imaginaciones ardientes las figuraciones del mito: los jinetes son centauros; los combatientes, cíclopes. Van con Boves las infernales furias. Con esas visiones antiguas alternan visiones medievales. Paladines que arrojan el guante y bajan al circo; caballeros que al rendir el alma la envían con un mensaje orgulloso a la dama de sus pensamientos, que es la patria… Triunfen o mueran en la lucha, todos vencen la flaqueza humana; todos —los de uno como los del otro bando— se abrasan en el mismo fuego. Cuando un hecho glorioso se cumple a sus ojos; cuando una hazaña formidable destaca a un hombre del montón anónimo. Blanco no distingue si ese hecho y ese hombre cobran su fuerza ideal en la bandera del rey o en la bandera de Miranda. El entusiasmo pone a vibrar las cuerdas de su laúd hidalgo; su pulmón robusto se hincha y la voz plena, sin temores, se eleva, y el canto envuelve al paladín corno una toga y consagra su frente con una corona. Apoteosis de Venezuela, apoteosis de las más nobles virtudes civiles, apoteosis del alma española: «Con la espada del Cid triunfó Bolívar; la histórica «Tizona» blandíala un descendiente del héroe de Vivar.»

Pero el ropaje de leyenda no excluye siempre las líneas rudas de la realidad. Pormenores veristas aquí y allá dejan al descubierto la carne viva, donde muerde con furia el dolor; las pequeñas miserias; todas las menudencias que achican a los héroes, humanizan a los dioses de la epopeya y carcomen la leyenda. El autor ha visto la guerra, y la verdad presenciada se impone en la pintura. El paisaje siempre triunfador; el vocerío del combate criollo; las nubes de polvo; los caballos sin jinetes y los jinetes desmontados que recorren el campo. Hasta allí, no más, porque el cantor no tiene ojos para las pequeñeces grotescas ni las crueldades menudas… Blanco tiene el sentido de la multitud y no consiente un abstraer al individuo de la masa, sino cuando el individuo se agiganta o se empina sobre el montón, sublimado en la cólera, el valor o el sacrificio. Pero entonces «pone su nombre en la canción»; sopla en su honor la trompa y pone a retumbar en los ecos las sílabas del hombre. En cada cuadro hay, así, uno, dos, tres, erguidos sobre el pedestal oscuro, sublimemente oscuro, de los anónimos.

Blanco es particularmente feliz en los retratos. Los pinta con trazos de fuego. Son retratos vivos, retratos dinámicos. Las líneas se retuercen, se estiran, se encogen, torturadas por la emoción, la angustia, la esperanza, la desesperación. Recordad: Ribas, en La Victoria; Páez, en Las Queseras, y, sobre todo, en Carabobo. Bolívar y Boyes, frente a frente, en San. Mateo. El joven Villapol, cuando se levanta moribundo a vengar a su padre. El Negro Primero despidiéndose de su caudillo… Sólo Juan Vicente González, entre nosotros, ha retratado así. E involuntariamente se recuerda que en los bancos del colegio oyó Blanco la palabra del coloso.

Blanco obtiene sus efectos por los procedimientos más sencillos: por la aplicación subconsciente de una virtud literaria. Es ingenuo. Se entusiasma y entusiasma. Echa afuera lo que lleva en el corazón y lo induce en los corazones ajenos. Ve lo que está pintando y dice lo que ve. Corno siente con fuego; corno no está viciado por el servicio de los preceptos ni por la hipocresía literaria que desvía la pluma, su prosa responde a las pulsaciones de su fiebre. Cuando describe las impresiones encontradas y violentas; cuando narra la lucha interior y el combate exterior, alcanza su mayor fuerza y escribe cláusulas soberbias. Sin propósito deliberado, por intuición certera, adopta el tiempo verbal del presente. La frase corta, rápida, nerviosa, tiene chasquidos como una serie de chispas eléctricas. Somos testigos y espectadores de un drama. También nuestro corazón late corto y con ansia. Hasta que llega el triunfo y la frase cobra amplitud y la cláusula se ensancha y acaba en himno, y el corazón también se liberta y se dilata y se colma de sangre. Merced al ritmo sostenido de su prosa, fácil es advertir en ella endecasílabos rotundos, sobre todo en los finales de cláusula. Mas, guardándonos de celebrarlo, como se ha hecho con otros escritores, a título de originalidad. Ocurre el caso del modo más natural en la prosa castellana rítmica. Porque el endecasílabo combinado con el heptasílabo es forma natural del habla castellana. Su importación del italiano, acto de perspicacia, alcanza honores de restitución. En nuestra lengua tenía de antemano el clima y el terreno propicios, y por tanto, florece en una primavera interminable.

Animado a mayores empeños por los halagos del éxito, Blanco hizo seis ediciones de Venezuela heroica y fue aumentando el número de cuadros. Como ya el tiempo, gran corrector de erratas, le hubiese enseñado que no todas las coronas son de triunfo, desvanecido el mareo de la juventud, puso ojos, no ya sólo en los heroísmos besados por la victoria, sino también sobre los heroísmos lacerados que van al sacrificio inútil. El cuadro de horror de La Casa Fuerte; la vía crucis que remata en la toma de Maturín, El sitio de Valencia, nacieron de esa evolución.

Una y otra vez convirtió sus miradas a los tiempos heroicos. Escribió Las noches del Panteón, proyectó Las campañas del Sur… La crítica le enrostró que la trompa se enronquecía y no vibraba tan sonora, tan conmovedora como antes.

¿Era que el escritor palidecía, se borraba, se empequeñecía? En veinte años, las almas no eran ya las mismas almas. Revoluciones políticas, profundos cambios sociales, trastornaban la relación del autor con su público. A la estagnación académica sucedía una renovación de ideales filosóficos y literarios. Semillas nuevas, exóticas, germinaban envueltas en el reciente aluvión depositado por el tiempo. Al calor de ciertos conceptos científicos cerníase sobre los espíritus jóvenes un espíritu de análisis, no probado aún por la experiencia del fracaso. Por ley de reacción, hasta por reacción étnica en algunos, se llamaba a censura la obra de los predecesores. Donde los padres pusieron «heroísmo» los hijos quisieron leer «egoísmo»; donde escribieron «historia», los hijos, con el escepticismo de las decadencias, dijeron «leyenda», «fábula». Tampoco Eduardo Blanco era «el mismo». El vino de la vida, escanciado generosamente, le dejaba amargor en los labios y cansancio en los músculos. A los ideales del conspirador alucinado sucedieron los desencantos, los dolorosos descubrimientos del hombre de poder. Viajó por tierra y libros. Abrió nuevos balcones hacia la vida, y si no los cerró del todo, al menos entornó los de su juventud.

Pagaba la experiencia con mucho de su mejor tesoro. Su entusiasmo debió encauzarse y perdió en parte la facultad de correr sonoro y libre. Su mayor fuerza era la ingenuidad, el ímpetu generoso, el caballeroso arranque. El escritor, al aumentar su caudal, y el hombre, al acrecer sus vínculos con la vida, perdían mucho del arranque y del ímpetu.

Pero la crítica no era justa cuando estimaba la alteración tan honda como parecía. Los tiempos no eran ya los del alumbramiento de Venezuela heroica. Batidos los sueños presuntuosos de generaciones megalómanas, por la dura realidad, los espíritus, en la exageración del desencanto, negaban los entusiasmos desinteresados, el ánimo de sacrificio, el hecho heroico y el canto ingenuo. El vino de la epopeya parecía falso, demasiado dulce, bueno sólo para damas, jovenzuelos y provincianos.

Sin embargo, Venezuela heroica no perdía su viejo prestigio. La quinta edición, hecha en 1904, se agotó quizás más rápidamente que las cuatro anteriores. Al comprender en un anatema desdeñoso a los viejos escritores de la generación anterior, los jóvenes cuidaban de separar dos o tres nombres, y entre ellos siempre estaba el de Eduardo Blanco. Entiéndase bien: el de Eduardo Blanco de Venezuela heroica.

¿Era un resto de ingenuidad persistente, un tributo —digamos póstumo— al libro generoso que había sacudido las fibras del adolescente, la generación de una cuerda hecha a vibrar con cierta nota que responde con su resonancia otra vez cuando la nota vibra? ¿O era la comprensión del momento histórico en que Venezuela heroica fue escrita? Por seductora que sea la teoría mística del valor perenne de la obra de arte, el factor histórico entra siempre en el juicio que se forma de ella. Virtudes serán de la obra antigua, las que fueron mácula o baldón de la obra contemporánea. ¡Cuántos retrasados, blanco de burlas, tienen por toda culpa esa de haber venido demasiado tarde! Aun las obras maestras han de remozarse con arreglos y comentarios, que son, ni más ni menos, afeites en rostro de vieja, para aparecer con frescura y lozanía de eterna juventud. Salvando siempre a Venezuela heroica, se le enrostraban a la obra nueva de Blanco faltas que bien podían advertirse en el libro famoso. Fenómeno a un tiempo individual y social, la obra de arte resulta serlo cuando convergen y con ella se añadan al corazón del escritor y el corazón de su público. Que varíe uno de esos y se deshace el nudo encantado. En el caso de Blanco creo que el público había cambiado más que el escritor. Pero él había infundido en su obra capital aliento de joven y con su propia juventud de edad y de corazón la hizo joven y capaz de durable juventud. ¿Por qué habría de pedirse a Venezuela heroica lo que no promete ni podía prometer? No nos ha ofrecido historia científica, ni precisión de datos numéricos, ni filosofía determinista. Nos ha ofrecido cuadros históricos, y cuando la pintura de una batalla no puede leerse —según dice Zumeta del cuadro de Las Queseras, «sin que le quemen a uno el rostro los fogonazos de los fusiles»—; cuando la pintura no está por debajo de los datos que se poseen para el momento, se está dentro del arte de la Historia. Más que en los conceptos, la sublimación de los hechos se vincula en el acento de pasión que alienta el libro, más en el tono de la música que en la letra del himno. Pero lo que fue sueño del escritor es realidad de arte. Al menos, los venezolanos leemos todavía sus cláusulas vibrantes y no podemos leerlas con frialdad, sino que resonamos con ellas y un soplo de Orgullo nos besa el alma y levanta de ella con vida nueva el polvo de oro de esperanzas y fe en el destino de la patria.

Tales libros no pueden proscribirse, ni su función prescribe. Bien haya el hombre de ciencia que somete al análisis frío —a veces tan frío, que recuerda la frialdad de los cuerpos sin vida— los mitos, las tradiciones y las leyendas, y se-para con celo experto la conjetura del hecho y nos dice lo que puede creerse y lo que debe repudiarse. Pero bien haya también, y más aún, el poeta, cuando exalta lo que debe exaltarse y sepulta lo que ha de sepultarse, y deja en las sombras la sombra y pone a resplandecer lo que es la luz, siquiera sea la luz fosforescente con que alumbra su camino rastrero la luciérnaga humana.

Eduardo Blanco es un temperamento del mediodía que escribe para un público del trópico. Canta las proezas guerreras de un pueblo que las ha dejado escritas en tal extensión del Continente, y con tal relieve que no es fácil borrarlas ni olvidarlas.

Mientras la guerra sea condición de vida y la aptitud para vivir, condición de gloria; mientras los pueblos necesiten héroes y canten los que tienen, y los forjen cuando nos los posean; mientras haya para las muchedumbres y rebañegas hombres-faros que vuelvan luz la sombra de la ruta y son guía segura, como estrellas de magos, los libros de la estirpe de Venezuela heroica no tienen por qué justificar su derecho a la vida y al aplauso. Afortunados son los pueblos donde han podido escribirse. Haber tenido héroes en carne viva, no para guardarlos egoístamente, sino para derramarlos por otros pueblos; tener historia, que es historia y casi toca en leyenda; haber realizado obra de pueblo y poseer quien haya sabido cantarla, son títulos, no para renunciarlos, sino para defenderlos con imperio.

Alguna vez manos irreverentes han querido mover la pesada armadura del caballero que celebró con gallardía tanta, las hazañas de sus mayores. Vano afán de arribistas. Pasado el ímpetu de la juventud vigorosa, el propio caballero no lo pudo. Al cantor lastimado faltábanle fuerzas para repetir con la ingenuidad de antes aquel grito que todavía se oye, porque fue un grito del corazón. Igual acontece con muchas otras obras literarias. Son como una expansión súbita de todas las energías, de todas las potencias creadoras del escritor. La conjunción feliz acaso no vuelva a producirse. Y en la obra entera del escritor resplandece el trozo, la página, el libro, el cuadro ungido, como entre estrellas vacilantes, un Sirio refulgente. Del fenómeno, que no es raro siquiera, la enemiga anónima quiso extraer consecuencias malévolas. Eduardo Blanco no sería, ante el balcón de la fama, sino el Cristián barbilindo que sube por la escala de seda a recoger el beso que otro supo encender en los labios de Roxana.

A la sospecha, reptil en lo oscuro, podemos oponer el testimonio claro de Felipe Tejera. Tejera, escritor, metido en aventuras tipográficas, fue censor y editor de Blanco. En el descuido cordial de conversaciones familiares me ha contado a menudo el nacimiento de Venezuela heroica: cómo el autor novel llevaba a La tertulia sus originales embrollados e incorrectos, frescos de entusiasmo y de tinta; como cuando se trató de ponerlos en libro le convenció Tejera de que precisaba una refundición. El censor amigo, que fue temprano devoto de la lengua pura y la sintaxis correcta, objetaba, reclamaba, proscribía, en ocasiones, párrafos enteros. Blanco, algo menos que ciego en cosas de gramática y muy respetuoso de Tejera, se dejaba guiar y traía una y otra vez los originales, atendidas en tercio o en quinto las indicaciones del censor. La probidad de Tejera es uno de los caracteres salientes de su vida, toda pulcritud y decoro. Su testimonio, concluyente. Mucho después vi, con propios ojos, reproducirse las escenas de la primera edición de Venezuela heroica.

Cuando la Imprenta Bolívar acometió la edición quinta, era Blanco ministro de Instrucción Pública. Veíase en el despacho del ministro, ya entrado en años, el autor consagrado defendía ante el censor giros y frases queridas. Algunas veces las necesidades de aquel torneo y el cariño para mí de entrambos contendores me reclamaron fuese el  diminuto grano de hierro bastante a fijar en una dirección mejor que en otra la tremolante brújula. Y pese a un amigo piadoso que siempre me encontró demasiado académico, casi invariablemente propendí a inclinarla del lado de Blanco. No porque hallase infundadas las sabias razones de Tejera, sino porque siempre creí que más cuadraba al genio literario de Blanco y de su libro, antes que el Paso disciplinado del bridón inglés, el fulgurante correr del potro de la pampa.

Mas de no existir el ajeno testimonio autorizado y terminante, quedaría no menos terminante, el propio; vale decir, no el interesado e intencionado de quien depone en propio juicio, sino el que, sin intención ni propósito, iban gritando su figura, su acento, su conversación, mil gestos y mil rasgos de su vida.

Escritores hay, por cierto, cuya fisonomía individual es la antítesis, la negación, tal vez, de su fisonomía literaria. Son dos hombres antitéticos, inconciliables, unidos a un solo nombre. El conocimiento que hacemos de autores a quienes amábamos por sus libros, nos deja con frecuencia sorpresas muy dolorosas, impresiones de desvío y disgusto. Blanco era un libro hecho hombre; no era inferior a su canto; más bien había en él una potencialidad que no estaba toda en su libro. Le oí muchas veces  párrafos  parlados,  tan  plenos,  tan  sonoros, tan  vivos,  que no fueran mejores los más celebrados de Venezuela heroica. Al calor del entusiasmo nacían hechos. La transcripción neta del taquígrafo les hubiera bastado; la lima del crítico los habría deformado,  como  un  fórceps  entremetido  en  un parto natural. Quien leyó sus cuadros y a él le vio y oyó, sin prevenciones ni res­quemores de lucha, juntó, sin duda posible, ambas imágenes en una sola imagen estereoscópica de poderoso relieve.

El continente señoril, el porte olímpico, le hacían inconfundible. Una tarde, ya en la de sus días, pasa a nuestro lado grave, triste, enflaquecido, un tanto doblada la talla eminente; las manos atrás, cual rendido en parte al desplome de sueños e ilusiones. Pasó. Varios que formábamos corro le saludamos. Un instante después se acercó a nosotros un extranjero, un español, que le seguía con la mirada, y, dirigiéndose a mí, preguntó:

—¿Puede saberse quién es ese caballero?

—Buen venezolano—respondí a la pregunta con otra pregunta— ¿Por qué desea usted  saberlo?

—¡Ah! —me  dijo  el español,  subrayando  la frase con tono de convicción  y entusiasmo—, porque no puede  ser sino un gran personaje.

Figura heroica, hecha ya por la naturaleza para el bronce o el mármol, alen­taba en ella el mismo soplo que encendería su libro. Su coronación, saludaba como una bandera de blanco lirismo desde el grave Capitolio, fue un acto doblemente simbólico y estético: la despedida a dos generaciones que se iban al polvo entrelazadas. Un sabio escritor inglés llama farsas a las coronaciones y celebra la entereza de Campoamor, que rechazó la propia. Eduardo Blanco, desencantado, dolorido; poseído ya por la curiosidad inextinguible del más allá; ansioso del nirvana que sería redentor…, se dejó coronar. Ni vanidad  ni falta de entereza: orgullo de paternidad herida, para la cual sonaba el himno glorificador con notas de reparación. «Quieren coronarme —díjome entonces, con abatimiento hondo que rezumaba pena—. ¡Si yo tengo mi corona de dolor!» Lloraba. El grito le nacía del alma. Lloraba singularmente al último de sus hijos muertos: aquel Armando, de sabroso ingenio, cuya silueta gentil vive para siempre bañada  en luz sonriente sobre el cristal de los Sermones líricos. Se dejó coronar porque su pueblo y la ciudad  amada  curasen  con  gesto  definitivo  el  dolor  de la  paternidad  literaria negada. Se dejó coronar por Venezuela heroica. Y mientras caía la corona de laureles en su frente, suave, dulce, invisible, caía otra de paz y olvido sobre su corazón. Ya podía  morir.

Su figura caballeresca se completa con rasgos de bondad tolerante. Ministro, Y tenido por aristócrata, estaba al alcance de todos; su despacho era la prenda común de cuantos querían asediarle. Los porteros, empleados felices, sin otra consigna que dejar paso franco. Abogado de pobres, en su cartera de ministro cabían hasta mil solicitudes: tantas como su bondad. Defendía a capa y espada a las infelices maestras de escuela. Un día —los tiempos eran duros—dividió en secreto su sueldo en gran número de lotes y los repartió entre las maestras de mayores afanes. Era el gerente espontáneo de los artistas que buscaban pensión. Sus amores fueron grandes amores: la familia, la patria, los amigos, Páez, la armonía, el color, la línea, el movimiento… En horas de intimidad me confesó que sólo había tenido un odio: odio intenso, que vencía a los años… Su obra parece destinada a larga  vida.  Nuevas  generaciones  irán,  ¡quién sabe por cuánto tiempo!, a buscar en ella el vino de fuego que embriaga y hace creer en paladines, héroes y gestas. Alguien, pensando en que la epopeya soñada ya no ha de escribirse, reclamará para su figura el bronce, para sus huesos el panteón. Yo pediría que los dejasen confundirse con el pedazo de tierra que él mismo eligió por sepulcro. Su puesto ideal no está dentro del panteón. Está en el frontis, como un gran bajorrelieve heroico. Llegó tarde para ser también paladín de la epopeya. Halló levantado y lleno el templo, y no cabiendo en él, se empinó, gigante, y  grabó  su  nombre  en  la  fachada,  donde  resplandece  el  sol de su tierra en llamas de oro. Cuando partió para el Ministerio, de donde le hacían señas sombras queridas, los jóvenes le rendimos el homenaje que él hubiera ambicionado, juntando su nombre con el de Venezuela heroica. Tal vez la posteridad los consagre juntos en un monumento de amor.

Sobre el autor

*Fragmentos del texto incluido en el volumen: Bajo el signo del Ávila (1949)

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