literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos ensayos de Juan Carlos Santaella

Una antropología de lo cotidiano

Cada temperamento forja una escritura determinada, cada situación histórica desarrolla un modo muy peculiar de afrontar el hecho literario. La literatura, en sus formas y conceptos más generales y complejos, genera un espacio totalmente libre e imaginario donde convergen todas y cada una de las posibilidades que ofrece una actitud atenta y crítica de los fenómenos sociales. La escritura entonces, se abre hacia innumerables vertientes, hacia infinitos ángulos y objetivos humanos. La “crónica”, género específico entre los muchos que tienen una función literaria determinada, traza un dominio de la escritura completamente diferenciado de otras categorías literarias. Generalmente suele asociársele a un tipo extraño y superficial de aproximación a lo banal o a lo corrientemente anecdótico. Sin embargo, la crónica comporta vitalmente un rasgo que la hace estar permanentemente unida a una territorialidad íntima, a un contexto de situaciones sociales y psicológicas de las cuales historia de la cultura occidental, los pueblos han desarrollado un cúmulo de particularidades colectivas que no siempre las críticas sociológicas y las teorías políticas han podido descifrar. Estos secretos, si se pueden llamar así, son como un caudal silencioso y polisémico que arrastran incasablemente las ciudades, a través de cuyas corrientes se desplaza la vida confidencial de sus habitantes. Podríamos, en este orden de la crónica, atrevernos a plantear una especie de sociología o de la intimidad urbana o una antropología de las ensoñaciones nocturnas. Porque en esa oscuridad citadina, en esa habitación cerrada y tenue, la memoria de la desesperanza comienza a promover los signos de esa escritura muchas veces procaz y marginal de las ciudades. Al lado de una gramática lineal o normal que comporta la vida diurna, hallamos una enunciación de la promiscuidad nocturna, un deseo tenebroso y terrible en aquellas cosas y lugares que sostienen el sopor obsesivo de una gran ciudad. La crónica literaria también plantea un problema de tipo sexual, puesto que se le atribuye su mecanicidad o un orden enteramente femenino, tal vez por la fuerte tendencia de la mujer a inmiscuirse en la vida de tantos hechos notable y de participar de ciertos placeres que sólo la necesidad obliga a sostenerlos. En tal sentido, las únicas capaces de posees esos secretos y esa intimidad callada que otorgan las inmensidades solitarias de las horas nocturnas son, indiscutiblemente, las mujeres, víctimas y victimarias, personajes de esa gran novela, de esa gran crónica social que significa un país, de la memoria agresiva, traumática y bondadosa de sus seres anónimos.

En la historia de las sociedades latinoamericanas, el papel que han jugado las ciudades ha sido determinante. A partir de los años cuarenta cuando verdaderamente comienzan a transformarse muchos países latinoamericanos, se da inicio a un orden social y existencial completamente nuevo. Este orden, configurado en una perspectiva abiertamente urbana, suscita muchísimos elementos inéditos que, para ese especial período, incorporaban una noción de la vida colectiva individual decisivamente violenta. Lo urbano trajo un estilo esencial de comportamiento, al mismo tiempo que desencadenaba hábitos y costumbres propias de cierta modernidad inevitable. A la par de una cultura progresista y de un avance incontenible de las ciudades, se fueron formando culturas y sentimientos paralelos que estaban depositados en lo que más adelante llamaríamos “zonas orilleras” y “marginales” de la ciudad. Este cambio, en gran parte económico, constituyó una capa social teñida profundamente de miserias y dramáticas pobrezas. Las ciudades se fueron haciendo inconmensurables, gigantescas, rodeadas, a su modo, por increíbles personajes y problemas que fueron constituyendo lentamente una sintaxis multifacética, un lenguaje que podía perfectamente expresarse a través de algunas vías casi imperceptibles como la música popular, las melodías nostálgicas, el “bolero”, los “tangos” y su influjo arrebatador, verdadero síntoma de lo que fue una cultura urbana de la desolación y la introspección nocturna. Es en esa sociedad radial de los años cuarenta que se forman importantes y decisivas estructuras políticas y culturales. Los boleros fueron una forma, en gran medida, sincera de abordar una idiosincrasia, un desarraigo y hasta una derrota que circulaba enloquecidamente dentro del carácter ciudadano del latinoamericano. Todo ese mundo de soledad y tristeza pudo legítimamente mostrarse en un esquema romántico y sentimental que sólo el bolero y los tangos podían describir. Con los boleros se inician los primeros discursos narrativos y las primeras muestras de un modo de ser singularmente latinoamericano. Este modo de vivir, de respirar una dimensionalidad muchas veces reprimida y mortal, incita el deseo de manifestar musicalmente un gesto elocuente tanto en lo liberador, como en la frustración que a la larga sintieron estas formas por la llegada de otras modas y vertientes musicales. El bolero, pese a todo, logro una continuidad afectiva en la sociedad latinoamericana y tal vez logró inventar un lenguaje, fortaleciendo secretamente la vasta y atropellada memoria de este habitante cercano al trópico. Nuestra nocturnidad está depositada enteramente en los boleros y a partir de éstos, podemos comprender mejor la razón de ser de un lenguaje que en un principio comenzó siendo “radiado” y después pasó a la novela, a la ficción latinoamericana. Detrás de Cabrera Infante, detrás de Manuel Puig y Salvador Garmendia están las letras y las voces de Agustín Lara, Carlos Gardel, Pedro Vargas, Javier Solís y Rafael Muñoz. ¿Una literatura radial o un psicoanálisis del amor y del recuerdo latinoamericano? Ambas cosas, en definitiva, que nombran, ausentan y hacen proclive al espíritu a perpetuar una errancia interminable, eterna.

La crónica literaria ha podido socavar esos hilos imperceptibles del acontecer marginal de una  gran ciudad. Ha logrado, de igual forma, restituir una dignidad y un valor social a ciertos y determinados mundos que, por parecer comúnmente como cosas sin importancia, conducen la atención de aquel que descubre los códigos de este abarrotado universo de canciones, intimidades, celos y odios consumidos, a producir una lectura semántica de los signos que forman, veladamente, la gran memoria latinoamericana. Y estos signos, que la crónica o un tipo especial de ensayo descubren, son tanto como una exposición de voces y gestos mudos, como también un aprendizaje de palabras que dicen el amor, la nostalgia y el fracaso definitivo de un tipoi muy particular de hombre latinoamericano. La sociedad latinoamericana puede, a partir de la existencia de una escritura diacrónica y circular, comprenderse en tanto forma una totalidad histórica, política y cultural susceptible de ser reconocida y estudiada desde un amplio proyecto semiótico. Trataremos de establecer que existe una estructura significante (ecos, ruidos, amenazas, silencios) que organizan un significado, pedazos casi inconclusos de un gesto a punto de rebelarse, de explotar. En resumen, se buscaría aquello que subyace por debajo de los aparentes contenidos y enunciados, es decir, los grandes vacíos, las enormes dudas, las letras que no se escriben, las palabras que jamás son pronunciadas. Así, unificando este proyecto, obtendríamos un esquema del enunciado y una transparencia del significante. Primero hablaríamos de formas, articulaciones y extremidades de la memoria latinoamericana y después llegaríamos a los “significados plenos” del orden amoroso y sentimental, a su realización histórica. Habría que formar una poética del sopor latinoamericano que no es más que una gramática de los bares, noches y burdeles que rondan y afirman un significado completamente pleno en palabras y gestos alucinados. Es en este punto donde surge la crónica como portadora de ciertos significantes y significados, que descubren esos juegos terribles de la desesperanza y el desarraigo latinoamericano.

En la literatura latinoamericana existen dos escritores, un novelista y un ensayista, que convergen intuitivamente en múltiples aspectos relacionados con la búsqueda de múltiples aspectos relacionados con la búsqueda de un tipo específico de memoria antropológica. Concretamente hago alusión a Manuel Puig y a Elisa Lerner. El primero de éstos forma parte de un grupo significativo de escritores que, paralelamente, han constituido de una manera muy singular y experimental de tratar novelísticamente ciertos temas y asuntos latinoamericanos. Diría que dentro de esta categoría se ubican escritores como Severo Sarduy, Cabrera Infante, Salvador Elizondo, Luis Rafael Sánchez, Julieta Campos y Luis Britto García. Si miramos más de cerca la obra de  estos novelistas, obtendríamos una lectura muy particular en cuanto al tratamiento ficticio que elaboran estos de la realidad latinoamericana. La ficción es muy importante – hecho que acostumbradamente se olvida – en el contexto de una o varias formas narrativas experimentales. En el caso de la novelística latinoamericana, las formas estilísticas varían de un escritor a otro. No existe un textura homogénea, ni mucho menos un esquema arquetípico de los procedimientos instrumentales de dicha literatura. Lo que sí es importante, en este orden de la ficción experimental, es que por encima de las diversas corrientes y visiones narrativas existentes, se halla un substrato intencional, histórico y muchas veces ideológico, de señalas una estructura moral decisiva y determinante en la esfera de los fenómenos culturales y psicológicos del ser latinoamericano. Estando dentro de otra rama formal y apuntando hacia otro tipo de interés reflexivo,  estos novelistas completan la otra gran parte de la ficción latinoamericana, inicia tal vez con Onetti y desarrollada abiertamente en Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa y Garmendia. Manuel Puig propicia una escritura cuyas preocupaciones argumentales están lo bastante cerca de alguna venas psicológicas y sociales del modo de ser  latinoamericano. La indagación sobre cierto inconsciente que efectúa Puig, tiene sus orígenes en el descubrimiento de una memoria que se nutre y cubre importantes categorías existenciales como pueden ser lo sentimental, la nostalgia desamparada y a veces cursi de un prototipo de comportamiento, el odio filial, la confusión y la frustración política, la dependencia secreta hacia un sentimiento íntimo de ensoñación que está consubstanciado en los tangos, boleros y radionovelas. Esa vida soporífera y folletinesca, altamente trágica, es la que describe obsesivamente Puig en Boquitas pintadas, La traición de Rita Hayworth y El beso de la mujer araña. Memoria del deseo. Memoria amorosa, gardeliana, mortal.

Elisa Lerner, por una vía distinta y compleja, intenta un modo de acercamiento a ese “sopor latinoamericano” que coincide temáticamente con la obra de Manuel Puig. Elisa Lerner propicia una escritura que pertenece al sistema de la crónica. Estas crónicas, intensamente padecidas y plenas, en el mejor sentido metafórico, recuperan un tiempo muy especial que parte de una vidas pública ligada al cotidiano desplazamiento de conductas, hechos y gestos sociales. Estos gestos que capta la escritura de Elisa Lerner son transformados ligeramente en un perspicaz e irónico encuentro son situaciones y correspondencias íntimas entre un sujeto que escribe y un sujeto (muchos sujetos) que se multiplica en episodios cinematográficos, personajes y fenómenos del mundo político y cultural latinoamericano. Esta sociología del gesto público precisa detalles y fisonomías que tal vez ninguna otra dilucidación sociológica podría realizar. Porque así como en el pensamiento ideológico se produce una dialéctica que enfrenta diversas concepciones filosóficas y morales, también existe una imaginación antropológica capaz de percibir las “cosas” desde una vertiente coherentemente legítima. La realidad social y política de los pueblos no sólo se piensa y sistematiza, sino, proporcionalmente, se imagina y se inventa. Hay gestos que nada más se explican en el paso imaginante de materias confidenciales y dolorosas. Existe una estética de los nombres propios, una sintaxis de las calles y avenidas de cualquier ciudad. Elisa Lerner prefigura un sentimiento nocturno hacedor de incasables gestos amorosos. Sus crónicas ponen de relieve la imagen de una gran alcoba, una enorme habitación cerrada donde resplandece una memoria atropellada y nostálgica. En uno de sus libros principales, titulado Yo amo a Columbo, se recogen diversas zonas de esa antropología cotidiana latinoamericana. Una antropología basada, no en la búsqueda engañosa de un supuesto tiempo primitivo, sino en la tangibilidad de un presente que resulta, definitivamente, más cercano y más verdadero en tanto responde a las necesidades de un diálogo, de un lenguaje incesante y modelador del habitante latinoamericano.

Estas dos escrituras, la del Manuel Puig y la de Elisa Lerner, trazan una radiografía hondamente confidencial y mitológica de Latinoamérica. La vida cotidiana transformada en mito, es decir, en objeto de un conocimiento imaginario, un conocimiento gestual de los modos y maneras en que se muestra una determinada cultura y unas determinadas estructuras históricas y morales.

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Juego y fortuna en en ensayo literario

No es tarea fácil establecer con respecto al ensayo literario venezolano de los últimos veinticinco años pautas y esquemas analíticos que nos puedan ofrecer una visión exhaustiva del mismo. Por su particular condición, por las características que no animan y mueven en torno a sus ejes estilísticos y conceptuales, el ensayo suele escapar a todo intento de comprensión definitiva. Género que contiene al mismo tiempo todos los demás, su estructura singular rebasa todas las fronteras posibles para instalarse en un espacio de absoluta libertad y de impredecible riesgo. Por tanto, toda argumentación que pretenda obtener a partir de su materia claves definitivas para su comprensión, corre el riesgo de encontrarse, sin duda, frente a la imagen de un laberinto cuyas múltiples salidas aparecen y desaparecen por doquier. En suma, el ensayo posee una especial dialéctica que le otorga una movilidad escritural más allá de las fórmulas, métodos y exactitudes propias de otros saberes. Su realidad inmediata se centra en el lenguaje, en la forma que inaugura. Por ello mismo, fortuna y juego le son esenciales, tal y como señalaba Theodor Adorno. Sin estos dos aditivos básicos, el ensayo no podría aspirar a formular su esencia y también su verdad.

Para poder trazar una breve historia del ensayo literario venezolano de las dos últimas décadas, es preciso referirnos un poco a esa primera contemporaneidad en la cual este se ha manifestado y que tiene como escenario al periodo comprendido entre 1930 y 1960. Es importante señalar que ambos ciclos dividen, en cierta manera, no solo la historia concreta del ensayo en nuestro país, sino que al mismo tiempo, delimitan una frontera estética y ética con respecto al devenir de toda la literatura nacional. Evidentemente, antes de 1958 Venezuela tenía una ensayística, es decir, un cuerpo de ideas y señalamientos específicos expresados a través de un conjunto significativo de escritores. En este sentido, bastaría con decir que la base fundamental del ensayo literario venezolano indicado al respecto, se organiza a partir de su condición humanística, de su sentido claro en lo que se refiere a ciertos ideales de clasicidad, orden y rigor estilístico. Este es un ensayo que prospera atendiendo a un orden constituido en las exigencias de lo pedagógico, en el imperativo educacional. Es un ensayo que busca, principalmente, enseñar, indicar caminos y rumbos que posibiliten una comprensión de lo venezolano. Por eso, toda la reflexión ensayística que hallamos en escritores como Rómulo Gallegos, Enrique Bernardo Núñez, Mario Brice Iragorry, Picón Salas y Úslar Pietri, entre otros, se concentra en el interés por explorar en las vertientes reales e imaginarias del modo de ser del país.

Para estos ensayistas, Venezuela precisaba de la formulación de un pensamiento que se manifestara en la solidez argumental de sus planteamientos. Años en que el concepto de nacionalidad acudiría como auxilio y punto de partida para la elaboración de un corpus analítico que en el ensayo se iría a reflejar abundantemente. El proyecto novelístico de Gallegos va a la par de su proyecto ensayístico. Uno se nutre del otro y de los dos nace una manera particular de explicar, de ver y de sentir al país. Por supuesto que no puede homogeneizarse todo ese vasto proceso de escrituras y estilos dispares. Tan solo insisto en recordar que la ensayística anterior a la década del sesenta, responde a una concepción humanística de los avatares nacionales, surge en medio de contextos políticos y económicos bien determinados. Oscar Rodríguez Ortiz refiere, a propósito de la actividad ensayística de ese largo periodo, los vínculos estrechos entre la forma del ensayo y su correlato ético. «La finalidad del recorrido -dice- es ética porque el ensayo venezolano de la primera contemporaneidad se ancla en un sentido: el de literatura de ideas con imágenes pedagógicas al que se llega desde el eje del humanismo». De modo que podríamos indicar, según se desprende de esta observación, que la ensayística que recorrerá estas complejísimas décadas, se proyecta bajo su doble situación ética y humanística. Aun y en un escritor como Andrés Mariño Palacio, cuya obras ensayística respira a través de unos impulsos supranacionales para construirse desde una perspectiva más universal, no obstante reflexiona en muchos momentos desde realidades inmediatas.

Después de la caída de la dictadura, la literatura venezolana entra en una etapa de renovación y de reinterpretación de la cultura nacional. La apertura democrática creó un nuevo orden ético y estético en donde la figura del escritor se conformaría a partir de un inédito paisaje imaginario. El concepto de institución literaria cambia radicalmente, porque también ha cambiado el contexto político del país. En consecuencia, las relaciones de los escritores con el mundo inmediato que los rodea, originara posiciones definitivas, vehementes, repletas de una irreverencia estética e ideológica que veremos expresada tanto en la prosa de ficción, en la poesía y, desde luego, en el ensayo literario. Es bien conocido el rol intelectual que jugaron en la escena política y cultural de aquellos años, grupos literarios como Sardio, Techo de la Ballena y el grupo que se nucleó alrededor de la revista Critica contemporánea. Especialmente en esta última fue donde tuvo una mayor ascendencia un tipo de ensayo que se nutría de sus vínculos estrechos con el trabajo universitario. Surge, entonces, una generación de ensayistas repartidos en distintas áreas del saber y cada uno intentando responder no solo a las demandas e interpretaciones que el país político reclamaba sino a imperativos individuales, a búsquedas privadas dentro de un campo de acción y de mediación que la contemporaneidad exigía. Se repite el viejo fenómeno de la antigua ensayística, pero con signos distintos. Muchos de estos ensayistas son, a la vez, creadores, ejercen el oficio de poetas y novelistas. Es esta una constante singular en la literatura venezolana del siglo veinte, la cual permite, por razones lógicas, que un poeta sostenga al mismo tiempo una escritura de naturaleza ensayística. Desde luego que existen verdaderas excepciones, pero es común en el escritor venezolano propender a una especie de sentido integral con relación a su labor como intelectual. La critica, el ensayo y la poesía andan casi siempre juntas, se reparten sus intereses, amarran sus deseos. De esta fase del ensayo literario podemos citar algunos nombres: Juan Nuño, Manuel Caballero, Ludovico Silva, Orlando Araujo, Elisa Lerner, Guillermo Sucre, Eugenio Montejo, Luis Britto García, Juan Liscano, Francisco Rivera, Domingo Miliani, Rafael Cadenas, etc. La lista puede ampliarse con irreprochable generosidad, pero es preciso fijar algunos puntos de referencia que a mi juicio son esenciales.

Es oportuno establecer en este inventario somero acerca del ensayo literario en los últimos veinticinco años, algunas consideraciones relativas a lo que podríamos llamar la coexistencia de la crítica literaria y el ensayo en un mismo espacio de solicitudes imaginarias y conceptuales. Por lo general se suele insistir, a la hora de demarcar rumbos y dar cuenta de una producción, en el carácter deficitario de ambas actividades. Siempre se parte del hecho de que no hemos tenido una ensayística a la altura de nuestras expectativas y, simultáneamente, adolecemos de una crítica que sepa dar cuenta de las obras que se mueven en un espacio de diferencias, tendencias y líneas estéticas diversas. En primer término, debemos separar estas modalidades discursivas y encontrarle a cada una de ellas un lugar específico en el marco de sus objetivos concretos. Deficitaria o no, la crítica literaria venezolana tiene unos puntos de referencia, en su origen y en su práctica, que son opuestos al desarrollo del ensayo. Cuando la crítica literaria aparece en Venezuela mostrando un nivel de academicismo, que coincide con la renovación de los estudios literarios llevados a cabo en Europa, el ensayo ya tenía en el país un perfil particular. Ya hemos acotado el sustrato humanístico del mismo que prevaleció en las tres o cuatro décadas del siglo. Paradigmas sobre su condición están a la mano: Picón Salas, Uslar Pietri, García Bacca son el principal caldo de cultivo de un género por el cual pudimos instalarnos modernamente en una reflexión que partía de lo particular y culminaba en lo universal. Sin embargo, no se puede negar el influjo que en los comienzos de los sesenta hasta finales de los setenta deparó la crítica literaria para efectos de la comprensión del texto literario. Este impulso de la crítica, cuyas vertientes mis estimulantes provenían del estructuralismo y el psicoanálisis, fueron modificando, diríamos mejor alimentando, una percepci6n del fenómeno literario que con el tiempo fecundaría en un tono escritural amigo y compañero del ensayo literario. ¿Cómo es ese ensayo que nace ya en los ochenta y todavía navega en las aguas de un mar que se insiste en llamar posmoderno?

Hay un ensayo humanista, clásico, que se pasea durante los cuarenta primeros años del siglo veinte. Luego tenemos un ensayo moderno, contemporáneo, que se nutrirá de múltiples puntos de vista y se expresa en una Venezuela de nuevos hallazgos políticos e intelectuales. Después arribamos a un ensayo que podemos calificarlo, a falta de otra palabra, de posmoderno, es decir, entendiendo como tal una escritura, un estilo y una temática que prefiere abordar cualquier posibilidad imaginaria, cualquier materia de su predilección. Atrás comienzan a quedar las viejas posturas axiomáticas que caracterizaron, en buena parte, el destino reflexivo de la literatura en los años setenta. En cierto sentido, hay un volver al ideal clásico del ensayo en lo que el mismo tiene de absoluta individualidad, tolerancia, inexactitud y riesgo. Entre otras razones, esta es una época impregnada de un profundo escepticismo, de una profunda desolación humana y afectiva. Por tanto, el ensayo apunta, en su concepción íntima, a una libertad donde la palabra se fragmenta para adquirir un rostro lunar, un resplandor en las sombras.

El ensayismo que fertiliza en estos momentos parte de un tono autobiográfico, introduce su mirada en el interior de una reflexión que no concede límites, que no impone fronteras. La escritura se desnuda, se vierte sobre sí misma para alcanzar un plano de total despojamiento. ¿Quiénes comparten este destino común? Pienso en escrituras como la de Hanni Ossott, José Balza, María Fernanda Palacios, Armando Rojas Guardia, Rafael Castillo Zapata, Salvador Tenreiro, Víctor Bravo, Stefania Mosca, Hector Seijas y algunas más que la memoria me impide recordar. En todos ellos hay una voluntad de estilo; una voluntad que no pretende en ningún momento, aferrarse a postulados definitivos ni a fórmulas preestablecidas de ante mano en el discurso. Su capacidad es su riesgo, su saber conoce menos pero siente más. En el ensayo venezolano reciente podemos descubrir una síntesis perfecta de lo aprendido y lo padecido. Hay conocimiento, pero también hay dolor. Hay lucidez y, paralelamente, posee una ironía que lo distancia y lo enaltece. Como decía Robert Musil, se encuentra en nuestro ensayo más reciente «una combinación de exactitud e inexactitud, de precisión y de pasión». Las puertas están abiertas. El laberinto nos encanta y nos seduce. No conviene salir por ahora de él.

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