literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos ensayos sobre Miguel Ramón Utrera

Jul 28, 2024

Alberto Hernández

La otra claridad

Alguien volverá sus pasos para recordar antiguos nombres
de la ciudad: entre ellos el que linda con la dura comarca de la sed.
Un río fue su imagen: un pequeño río de «verde y apacible ribera»,
en cuyas clarísimas linfas halló sustento la vieja tribu contra el
hambre y la sed.
M.R.U.-

1.-
Miguel Ramón Utrera es un monje que escribe bajo un árbol sagrado. A través de sus hojas, se mete el mundo que sus ojos han visto en sueños. Desde la techumbre de la casa, advierte el arco de la tierra, las curvas soleadas de las serranías y el ojo de Dios calculando la luz. Entonces, San Sebastián de los Reyes es una epifanía, la gran fiesta de una voz hecha sonoridad poética.

El sitio para resguardar el silencio, el tan dicho y pronunciado en su poética, el que retorna en río para destacar la presencia de la noche y sus asuntos:

Alguien debía volver de aquel país de sombra. Y por haber olvidado la clave
de sus pasos, caminaba a tientas, procurando recordar nombres olvidados en
la sombra.

2.-
El sonido de un yo exterior que resalta el cuerpo de adentro del paisaje. Un ojo permanente que desde el cuadro de la ventana imagina el acento de la soledad, de una sombra que jamás se agota, de una claridad enceguecedora. Alguien debía volver de aquel país de sombra. Alguien, sí. Desde ese lugar recurre a una voz que se desliza por el tiempo en que la poesía era oro y silencio.

Quizá pensó en el silencio nocturno de los árboles. Y volvió a caer en la
sombra. Otra silenciosa sombra.

3.-
Con la poesía, con las sombras, con las claridades, ajustamos cuenta con el olvido. Desbrozando el último sueño, nace la antología, el recado vigoroso venido de la noche, de los zumbidos terrenales de San Sebastián, para alegría de lectores y duendes. Miguel ramón Utrera se aleja así del país inasible.

No en vano el poeta Harry Almela, para la edición antológica de La liebre libre, La otra claridad, destaca lo siguiente: No es justo el criterio de quienes desean la presencia de Utrera en el terreno exclusivo del nativismo. Esta doctrina rezuma color local desde el paisaje, entendiendo a éste como naturaleza tamizada por una voz poética.

En efecto, la voz redonda, la que circunda el universo, no se queda en un solo sitio. El paisaje de Utrera emerge de la sombra, de la noche, de la luz del día y se hace otros países, otros lugares, los mismos del espíritu, los mismos que encontramos en cualquier sueño.

Desde su aldea, el poeta Miguel Ramón Utrera es el más universal de nuestros escritores, porque se funda en los sonidos que vienen de otros tiempos que hoy saboreamos con holgura. Desde la sombría celda de Fray Luis. Desde las flagelaciones silenciosas de San Juan. Allí está el oro de este hombre que ha permanecido toda la vida haciendo vida de creador.

Quizás tocó los labios dormidos del agua. Y descubrió que la sed es otra
sombra. Otra dormida sombra.

Quizás llamó a la puerta de alguna choza abandonada. Y sólo halló la res-
puesta de la sombra. Otra abandonada sombra.

4.-
La sed recoge un rumor de voces frescas, pareciera ser el ars poética de Miguel Ramón Utrera. Deshojando su propio árbol genésico, vuelve de la ventana. Adora las estrías de la madera. Celebra el cuerpo añoso de la silla. Vivaquea con el olor húmedo de las paredes. Sorbe, en su más callada hora, el relámpago de la primera lluvia en la montaña. Toda su sangre en el afuera, en el adentro que lo estimula y eleva.

¿Dónde encaja ese país hondo, sumergido entre nubes? ¿De dónde proviene esa voz? ¿Quién la pronuncia? Entonces, más allá del dolor del cuerpo, de la avanzada muerte de las calles del pueblo, de aquella empinada desolación frente a los árboles, el poeta retorna y dice:

Alguien debía volver de aquel país de sueño. Y por haber olvidado la clave
de sus pasos, trataba de alcanzar los caminos donde siempre descansa el úl-
timo sueño.

Quizás tomó la senda de los frágiles cocuyos. Y tropezó una vez más con
las espinas del sueño. Su desgarrado sueño.

5.-
El silencio, los fantasmas, la mirada oscura de quien baja de una a otra casa. La voz inaudible de quien recorre los adoquines del pueblo y se traduce en pájaro en un árbol muerto, sometido a los relámpagos de la mañana. El poeta, de cuerpo enfermo, es el mismo árbol, la misma noche, la mañana cerca del alero mientras el patio convierte en edad temprana la memoria.

El silencio/ fantasma: Guardemos ya nuestras mejores voces, canta y se inmortaliza. Y el misterio de aquel sonido peculiar, de la donosa España escondida, soportada, renegada, relegada, austera en la palabra y rica en la poesía.

Celebramos con vasos de junco las aguas de esta sonoridad, que refresca mucho más la otra claridad de los hombres. Celebramos con jugo de la tierra estas hojas de sueños. El sendero invisible que el tiempo nos tiene reservado.

Quizás trató de seguir el vuelo de las hojas. Y se encontró, de sorpresa,
ante la fronda de otro sueño. Su desgarrado sueño.

Quizás palpó las piedras que ocultan los secretos de la noche. Y junto a ellas
pudo escuchar los ecos de aquel sueño. Aquel desvelado sueño.

6.-
Temerario es el canto, la sombra que lo anuncia. La poesía de Miguel Ramón Utrera, por mucho obligada a ser local, espacio reducido, escapa de quienes favorecen esa aventura. Se trata de una poesía traducida a todos los verbos de nuestro español. A todos los giros que nos nacen a diario, tanto en España como en América Latina. Y su traducción auguraría una sorpresa, una dispersión de opiniones. Utrera es una nación, un continente de ecos, el misterio de la gran poesía.

Alguien debía volver de aquel país de silencio. Y por haber olvidado la clave
de sus pasos, pretendía trepar a las grutas donde moran las arañas del silencio.

Quizás buscó el abrigo de algún recóndito jardín. Y en él contempló, ya
Deshojada, la rosa del silencio. Aquel mustio silencio.

Si ese «alguien» es la duda, no nos extraña que el país de la sombra, de la sed, del sueño habite multiplicado en el silencio, el otro leit motiv del poeta de San Sebastián. Estos elementos, tan sensoriales como reveladores del espíritu, fraguan la invisibilidad de la eternidad, de la luz que invoca. El silencio continúa siendo el lugar donde limar los sentidos apagados.

Quizás descubrió los hilos de otro remoto manantial. Pero en ellos también
dormía el silencio. El más callado silencio.

Quizás volvió a hollar los tenues espejos de la lluvia. También en ellos ha-
bía huellas desvaídas. Las huellas del más claro silencio.

7.-
Claridad versus sombra. O ambos en el convulso sistema espiritual del hombre. El poeta navega en estas aguas. La poesía despeja el paisaje, lo hace visible a todos los ojos. A los ciegos y a los congregados por la luz. He allí la otra claridad, la soledad reencontrada.

Alguien debía volver de aquel país de soledad. Y por haber olvidado la clave
de sus pasos, descansa ahora a la vera de su cansada soledad.

Quizás vació sus lágrimas en el cálido surco de la sombra. Y allí creció,
entonces, el árbol de la soledad. La más armoniosa soledad.

Quizás ató sus pasos a las cálidas raíces del sueño. Allí se abrió, entonces,
la flor de la soledad. La más candorosa soledad.

Quizás dejó caer sus voces en el cálido río del silencio. ¿Recuperó allí la
clave de sus pasos? Desde entonces quedó poblada de música la soledad de
las palabras.

La pregunta del poeta descubre la posibilidad de que la soledad invada las palabras. Es decir, el sonido del mundo, el más hondo, el más humano, la poesía. La fuerza de este poema de Utrera nos lleva hacia el lugar donde desaparece el paisaje restringido. El poeta aragüeño universaliza la lectura, la imagen de un hombre solitario, quien desde los motivos de su afán hace país global, redondo, mundial.

La sombra temeraria

Hace uno tiempo, el año que Miguel Ramón Utrera ganó el Premio Nacional de Literatura, nos tocó entablar con él una conversación. Habló de su vida, de la vida de otros, de un «inmerecido» galardón que sus amigos le dieron. Habló de poesía, del silencio y de los ruidos más allá del pueblo donde enseñaba y solía encontrarse con la sombra, con el silencio.

Decíamos:

«Cuando la muerte reposaba en la puerta, Miguel Ramón Utrera no se negó a presentirla. Con los años la hizo sombra, sueños y fantasmas en los lomos empedrados de su San Sebastián de los Reyes, donde el sur es memoria y distancia».

Entonces entendimos el poema, la belleza de su misterio:

Esta sombra nos sigue, de puntillas;
se oculta en nuestras horas claras;
y así mismo se infiltra en nuestras voces
con leves ademanes de fantasmas.

La sombra, la persistencia de la sombra, esa, la temeraria que de puntillas lo sigue mientras baja a desayunar a la casa de su hermana. Acogido por un clima benigno, el poeta se amiga con su bastón, siente los límites del dolor en las coyunturas, en los ligamentos del alma. Por eso, sabe que la sombra es plural, mirada de quienes se sienten seguidos por ella:

La entrevemos, siguiendo nuestros pasos,
y trepando por todas las palabras;
inasible, fugaz, sin rumbo fijo,
pero presente siempre y siempre extraña.

El soneto se hace muchas voces. Un poeta es capaz de multiplicarse, de reflejarse en la misma sombra, en esa aventurera incursión.

Guardemos ya nuestras mejores voces.
Deshilando la hebras de este sueño,
esperemos la luz de la mañana.

Un viejo recuerdo de oro: Calderón de la Barca, la vida es sueño, la muerte es sombra, la mañana es la única posibilidad de salir del río infinito.

Cuando el día retorne con sus sones,
en el diálogo puro -lumbre y sueño-
se rasgará la sombra temeraria.

La otra claridad es la sombra que nos sigue. La que habrá de desaparecer con la muerte. La que habrá de regresarnos a la luz.

Ese día de visita al poeta, dejamos escrito:

«En san Sebastián de los Reyes nadie duda de la sombra de Miguel Ramón Utrera, nadie calumnia los pasos que se siguen oyendo frente a la iglesia, en el corazón del cedro o en la hojarasca retraída de Semana Santa.

Otra cosa es el silencio. Porque «hay ahora un silencio hondo que destila soledad sobre las voces aún dormidas».

Su voz, silencio que no lo agota, suena a pared de casona. Es una poesía llena de regresos. Y el jardín donde aún encuentra la soledad es el mismo silencio de otros patios. Una cronología de palabras que encajaron en la fuente de los cerros, en la mirada sobre la «huella impaciente» del tiempo.

Se extravía en sus propias huellas, las que preguntan. Tomará «el cauce de estas voces/ que nos llegan de lejos».

Alguien acaba de ver al poeta Miguel Ramón Utrera metido en unos libros, cubierto de polvo nocturno, recogiendo los pasos, recobrando su sombra».

Los que regresamos desde esa sombra, de la que el mismo poeta fundó, aún lo vemos trajinar por las calles, la única que bajaba y subía, a recoger los restos del silencio.

***

La voz recobrada

1

A esta altura de todos los milagros. A este límite de tantos agobios y olvidos, se hace necesario recobrar la cordura frente a quien se ha dejado llevar por el silencio: por el propio de la muerte y por el anidado en el territorio de la banalidad, tan de moda en estas horas de sobresaltos, provocadas por quienes han inventado noches sin días.

Y afirmo esta impostura, toda vez que Miguel Ramón Utrera, responsable personalísimo de su eternidad, forma parte de ese descuido que a cada instante nos muerde los reclamos.

Hace años —dos días después del anuncio de que al poeta de San Sebastián de los Reyes lo habían acreditado con el Premio Nacional de Literatura, supimos de su casa y de sus altercados con amigos y fantasmas a quienes se les ocurrió acercarlo a ese inmerecimiento, como él mismo afirmó en muchas entrevistas y conversaciones en su viejo aposento frente a la Iglesia del hermoso pueblo aragüeño.

En efecto, Miguel Ramón Utrera, aquejado por males del cuerpo y del alma, más del primero que del segundo, porque puede más el espíritu a la hora de encarar la poesía, bajó lentamente los escalones que lo distanciaban de su casa-dormitorio y nos convidó a desayunar en la de su hermana, quien lo esperaba en el zaguán. La casa, a unos doscientos metros de donde se aferraba a sus demonios, nos recibió en la voz queda y amable de la mujer que salió a recibirnos. “Aquí están unos periodistas de Maracay”, y entonces, sin terminar de entender la caída de una nube sobre el patio de la familia, Utrera dijo algo parecido a una maldición: “Ese García Márquez no sabe escribir”, y entonces entendimos que la jornada sería un tanto resbalosa, pero llena de sonoridades.

2

La crónica sigue intacta en la memoria. Los detalles de aquella conversación, ayudada por la admiración y el temor de que en algún momento el maestro profiriera alguna inflexión incómoda (que a la larga sería el título del trabajo periodístico), se han quedado colgados del tiempo, el que alimenta la atmósfera de sus palabras, el color local de aquellas pocas horas de pausas y larga intervención de quien lanzaba amables improperios a sus amigos Luis Pastori y José Ramón Medina, responsables de que un poeta —escondido en las estribaciones de un pueblo olvidado— haya sido testigo de un anuncio que se convirtió en rechazo. “Yo no tengo libros publicados. No me merezco eso, porque yo no lo he pedido”, nos dijo con su vocecita de anciano venerable, seguro de que sería oída por los pájaros que se dejaban caer en una batea bajo una mata, probablemente de granada. Entonces apareció García Lorca en medio de tanto silabeo y el poeta miró hacia el patio que tantas veces lo regresó a la niñez y lo hizo título en una entrevista de Harry Almela. Sus ojos pequeños se quedaron instalados en un remolino de nubes que se acomodaba sobre la falda de la montaña. O lo imaginaba, porque ese día todo fue posible, tanto para disipar temores como para sortear el humor duro, ácido y revelador del poeta de Calendario de la ausencia.

3

Ha pasado una sombra a nuestro lado
sin voz ni aliento; como flor caída.

Como una sombra, ya tarde la hora de retornar al bullicio, el poeta Utrera nos despidió en la puerta de la casona de San Sebastián. Ese día sentimos que ese merecimiento lo marcaría para siempre, lo dejaría al lado del camino que pocos años después dejaría de recorrer.

Por eso, cuando leo la entrevista —inédita porque se quedó fuera de un fallido número de la bien recordada revista En Ancas—, que el poeta Ramón Ordaz sostuviera con ese “comarcano” de nuestra poesía, siento lo mismo que sentí ese día en el pueblo serrano de Aragua, primogénito de esas calurosas alturas.

Me instalé con la intención de revolver recuerdos. Y así fue, regresaron íntegros. La voz polémica del poeta, antiguo calco de la dignidad, descubrió nuestra edad, nuestros pasos inseguros sobre la tierra. Insistió el hombre acerca de los méritos, acerca de su aporía frente al Universo, lo que obliga a leer “La sombra temeraria”:

Esta sombra nos sigue, de puntillas;
se oculta en todas nuestras horas claras;
y así mismo se infiltra en nuestras voces
con leves ademanes de fantasmas.

La entrevemos, siguiendo nuestros pasos,
y trepando por todas las palabras;
inasible, fugaz, sin rumbo fijo,
pero presente siempre y siempre extraña.

Guardemos ya nuestras mejores voces.
Deshilando las hebras de este sueño,
esperemos la luz de la mañana.

Cuando el día retorne con sus sones,
en el diálogo puro —lumbre y sueño-
se rasgará la sombra temeraria.

He allí la sombra del poeta, la eternidad de quien rasgó “las hebras de este sueño” e hizo de sus méritos negación y humildad, porque más allá de cada impostura está la fuerza de su silencio, que era la lejanía de su vida del mundanal ruido.

He allí la muerte, la sombra que regresa. Este texto que trepa y se aferra de las palabras, es la poética de su reafirmación: el poeta es pura eternidad. Nada vale más que su silencio, que su sombra hecha fantasma, derrotada por la luz reciente del día. Algo así quiso decirnos, y así lo dejó marcado en la conversación con Ordaz.

¿Cuántas veces se es Premio Nacional de Literatura en la eternidad? ¿Cuántas veces en vida se puede rechazar un galardón que muchas veces ha servido para inflar la vanidad de escritores que inmerecidamente lo llevan colgado de sus ambiciones? Utrera lo rechazó porque a su juicio no lo merecía. Llegamos a pensar y ahora a afirmar públicamente, que el poeta no lo quería, no lo deseaba. O ya sabía que su sombra temeraria regresaría a diario a borrarse contra la cara del olvido.

4

“Yo entiendo que el mérito no se premia, el mérito se premia a sí mismo, mantiene su propio valer, no se le puede poner precio, ni jurado, ni persona, porque ponerle precio al mérito de alguien es una ofensa”, le confesó Miguel Ramón Utrera a Ramón Ordaz. Es decir, el poeta —sensible a cualquier manifestación de regalía— se sintió ofendido, porque le estaban cortando las alas, porque “de aquí en adelante no te vamos a reconocer lo que hagas. Es hasta un atrevimiento, pues los méritos llegan hasta el día que lo entierran a uno, y hasta después de muerto”.

He allí entonces que la sombra temeraria, la del antiguo poema, se ajusta al momento del rechazo. Para Utrera, ningún premio recobra la voz del poeta: se aferra más bien en el trabajo de los que fueron sus alumnos y hoy le traen libros como ofrenda. Es decir, el poeta se celebra en los otros, en los que fueron sus pupilos. Se acomoda a esa manera de respirar “La voz ausente”.

Sobre el menguado tiempo —lumbre herida-
está la voz lejana que sustenta
color de lozanía.

Mirad la pobre senda:
perpetua soledad en ella afinca
su cadena infamante. Fronda seca.
Estéril brillo. Trunca melodía.
Todo lleva los ecos de otra ausencia.

¿Qué ha querido decir el poeta en su porfía vivencial, en su porfía poética? ¿Simple metáfora o forma de ser? Digamos sin afán de filosofar que Utrera enfrentó la vanidad, la derrotó, pese a los “viejos rumores”, pese a las palabras olvidadas, las pausas alargadas, dejadas a un lado del “menguado tiempo”.

Miguel Ramón Utrera recupera su voz cada vez que abrimos un libro donde encontramos sus latidos. Cada vez que nos asoma a su propia sombra y a la de los lectores. Cada vez que nos recuerda la muerte y la aligera de equipaje, sin premios en los huesos, en las voces perdidas, en el reclamo eterno del silencio.

Recobrado el poeta de San Sebastián, a un siglo de su llegada, vuelve a su voz y la hace mérito en quienes andan por su Senda pueril, por la niñez renovada, por la Voz peregrina, por las tantas Soledades de su escritura, por ese Oficio de verano encajado en el patio de sus ojos, por los tantos Testigos del alba, por La huella invisible que vemos en las calles del Universo, por Aquella aldea, ardentía de nuestros sueños, por los Aires de la vida, tan aporreada; por La memoria de la espiga y las Edades de la flor.

Sobre el autor

*Aparecieron originalmente en: https://circulodescritoresvenezuela.org y https://letralia.com, respectivamente; y cedidos por el autor para su republicación.

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