Orlando Chirinos
…al que no se quiere
ya se puede morir, pero al que sí,
hay que buscarle otra forma
de que no se vaya completo
Nadie me encuentre ese muerto
Onelio Jorge Cardoso
Tachón
Se murió, Justina se acabó. A golpe de media noche le empezó un cezío que no la dejaba ni respirar y como a las tres, cuando todavía estaba bien oscuro, entregó su alma a Dios, me dijo Eustaquio cuando fue a hablarme para los rezos, justo cuando salió para el calo que hice por Chicón.
No valió nada con ella; ni las medicinas del doctor Urbina, ni los rezos y remedios de del mismo Joseíto Molleja, al que Eustaquio trajo expresamente de Miruquito, después de hacer el viaje en bestia todo el día. Yo mismo vine a verla varias veces, para rezarle la hinchazón y para mandarle unas tomas de cogollo de azahar y ruda; pero fue en balde, porque al rato aquí estaba la mujer, postrada otra vez por la dolencia.
No duró nada en cama, la enfermedad se la comió rapidito. Cosa de días nada más. ¡La pobre! Por fin ha descansado, por la fina la han dejado en paz esos diablos negros que le comían la barriga y sus partes, que era donde se agarraba cuando le arreciaban los dolores. Se hundía los dedos en el cuerpo, se hacía trizas la ropa que lleva encima y soltaba unos gritos largos, con una fuerza, que la escuchaban más allá de San Lorenzo y Miruquito.
– Vine a decirle que mi mamá se murió esta madrugada, para lo del novenario y esas cosas – me dijo Taco.
Le dije que sí, qué más podía decirle, porque todo cristiano tiene derecho a que se le alumbre y se le ayude a abrir el camino hacia Dios, y por el aprecio que le tenía, aunque no la frecuentara, y no por pena, no señor, al fin y al cabo a mí nunca me han importado gran cosa las habladurías de alguna gente, que se pasa la vida metiéndose donde no los llaman, sino porque entre el calo, el trabajo de la casa y el rezarle a los muertos, no me queda tiempo. Bueno, además de que a mí me gusta muy poco andar metido en las casas ajenas. Nunca fue falta de aprecio. También, que uno debe ser agradecido, para regresar de alguna manera los favores que le hacen.
– ¡Qué broma!, ahijado. Dios la haya recogido en su seno – le dije, limpiándome la boca mojada de café y viéndolo cómo tenía que doblar la cabeza para meter sus dieciocho años por la puerta. ¡Santísimo!, en qué hombrón se ha convertido Eustaquio. Tan alto, tan distinto en eso, de mi comadre Justina, que era gruesa pero bajita. Todavía me parece estarla viendo el día en que me vino a preguntar si quería ser el padrino de su hijo.
– Buenas – dijo, y se quedó parada en la entrada, con una mano apuñada puesta contra el marco de la puerta. Llevaba el pañolón medioluto, del que nunca se separaba, y con el que se protegía del sol. – Buenas – repitió, y fue en ese momento que la vi, sonriéndose como si estuviera asustada o apenada.
– Pase adelante, Justina. Pase adelante y siéntese– la invité, arrimándole una silla. Llamé a Martina y le dije que le trajera café a la visita. Mi mujer fue y regresó, y después nos dejó hablando solos.
Le daba vueltas al pañuelo entre los dedos, decía algo sobre el sol o la sequía y se callaba, levantaba la mirada al techo, así como el Sagrado Corazón de Jesús, y no le salía lo que quería decirme de verdad. Se bebió el café poco a poco, se puso la taza en el regazo y de un tirón me preguntó si quería ser el padrino de bautizo de Eustaquio. Me extrañó mucho, porque la mayoría le lleva los hijos a Flaviano Jiménez para que lo haga. Me extrañó mucho, digo, porque… ¡fíjese usted que hay cada cosa! ¡Venir a fijarse en mí para apadrinarle al muchacho! ¡En mí, un pobre pendejo, que no cuenta con casi nada para vivir, aparte de unas cuatro maticas de maíz o de café o alguna de naranja!
Sí, es como digo: no alcanzan los dedos de las manos y de los pies, juntos, para contar los ahijados de don Flaviano. ¡Mire que hay gente interesada! A mí, los pocos que tengo, saben que no voy más allá de darles la bendición y uno que otro bolívar por la época de reyes. Le dije que con mucho gusto, que fijara ella la fecha, pero no quiso. Entonces acordamos hacerlo para el veinticuatro de septiembre, el día de la fiesta de las Mercedes.
– Ah, escoja usted la madrina – alcanzó a decirme cuando dejaba la casa.
Tan tranquila que se veía, tan robusta, tan sana. Nadie la oyó quejarse nunca de una dolencia, porque nunca las tuvo. Ni siquiera una gripe fuerte, ni un dolor de muelas, mucho menos un pasmo o un cólico. Y todo el tiempo dándole y dándole a la brega, pegada de la fajina: de los cambures al ocumo, del ocumo al café y a la naranja, en épocas de cosecha, de la naranja a la leña, de la leña a otra cosa. Siempre buscando la vida, trabajando en conucos ajenos, mi comadre, y entre claro y claro, durante el día, en su casa o en el momento, y por la noche, pues, a completar el diario con su cuerpo. Es la verdad, y no la ofendo.
¡Qué más iba a hacer la pobre! De dónde más podía sacar el sustento, sin tierra y sin marido. Llevando vainas, aguantando malos tratos desprecios de muchos de los que ahora vienen a santiguarse y a tirarle unos dos Padrenuestros en la cara, como si fueran los mismos ángeles del cielo, y tuvieran poder allá arriba para entreabrirle a los difuntos las puertas del Reino.
– Esperame mientras le aviso a Martina – me acuerdo que le dije a Taco y me fui a la cocina. Salimos, él delante de mí, con su tranco rápido de mozo, pero tuvo que esperarme frente a la casa de Basilio Didenot.
– Las dolencias, hijo, estos pasmos que no tienen compasión con nosotros los viejos – le dije después que seguimos a mi paso.
– ¿Por qué no me avisaste ahí mismo que murió, muchachito? Vos sabés cómo apreciaba yo a la comadre. Y decime, ¿ha llegado mucha gente?
Había mucha gente ya: Aulia, la mujer de Polonio Pelotas; Billa Rivira, la que cuida la iglesia y limpia los santos, con su hija Sonia Rivira, Arsenio Mellín y otros. Más tarde se apersonaron Carmen y Juanita Adrianza, acompañadas de Ramón y Jesús, los hermanos de mi comadre, que andaban diligenciando unas galletas y un chocolate para el velorio. La habían acostado en el catre de ella, una cama de lona dura, de las que se doblan como tijera.
Había quedado muy pálida, como si se le hubiera ido toda la sangre, pero ya no tenía la boca como siempre la tuvo en su vida, con ese aire de dolor o punzada que se la bajaba de un lado. Se veía más bien reposada, como si hubiera terminado un trabajo grande y ahora estuviera reposando, feliz y sin apuros.
– Vestite para que acompañés un rato al velorio, Martina.
Le estuve dando vueltas a la botella, con ganas de empujarme un trago. Le di vueltas y le di vueltas, y ningunitas ganas de beber.
La veo puesta ahí en la urna, a mi comadre, y me parece ¡tan sola! Lo que pasó entre los dos, pasó. Pero cuando eso no teníamos el compadrazgo de por medio y sin embargo nos tratábamos de «usted», ella por su forma de ser, y porque a uno el que reza muertos y sabe sus oraciones para sanar algunas enfermedades la gente lo trata de «usted», y yo porque ella me llevaba mis añitos, sus diez lo menos. Yo estaba en medio de tragos, con Chayo Polanco y Basilio, cuando recordé que Martina se había ido de viaje para Coro. De pronto la figura de Justina se me vino a la cabeza y cuando quise darme cuenta, ya estaba tocándole la puerta. Ella no quería cobrarme y me decía Déjelo, déjelo Tachón, cómo cree que yo voy a cobrarle a Usted. Y así me dijo en todas las veces que la visité, pero yo me las arreglaba para meterle algunos cobres entre el seno o si no, se los dejaba, en un descuido, sobre la mesa.
Mi conciencia está en paz con ella ante Dios. La socorrí todas las veces que necesitó mi ayuda, así como ella me ayudó cuando lo procuré, fuera o no fuera tomado, aunque en todos los casos jamás le ocasioné disgustos ni hice escándalos en su casa. Si llegaba mareado, la pobre tenía que soportarme la hablantina o las décimas viejas que cantaba y después me abrazaba por la cintura y me llevaba casi de rastras a la cama, me desvestía, y si yo seguía muy borracho, me tapaba con la colcha y allí se estaba, sobándome la frente hasta que me dormía. Una vez me pasé de tragos y perdí la cartera. Cargaba algunos cobritos, porque le había vendido un café a Rufino Gómez. Ella estaba barriendo el patiio, por la tardecita, y me vio venir dando tumbos por la vereda, entre los guamos y los ipiros. Salió a encontrarme y me dijo:
– ¡Dios!, Tachón, ¿de dónde sale en ese estado? ¡Véngase, véngase!
Antes de pisar la entrada tuvo que detenerse varias veces para que yo vomitara. Me dejó acostado en el catre, y al ratico se apareció con una toma de manzanilla y en frasco de cuerno de ciervo, para que se me espantara el mareo. Al otro día, apenas clarear, se apareció en mi conuco, a llevarme la cartera con el dinero completico. Por más que le rogué, no quiso recibirme ni medio.
Dígame usted, ¿cómo no va uno a agradecer cosas así?, y si uno de verdad es agradecido, no debe andar ensuciando a la gente que le ha servido, y después que se mueren mucho menos. Yo, ni siquiera con el pensamiento. Ni siquiera para mí mismo quiero recordar esas cosas de la cama que pasaron entre ella y yo, ahora que está muerta. En cambio, otros de los que están aquí, después que se servían de ella, después que llegaban a importunarla a deshoras, a procurarla en medio de una grizapa, no se contentaban con irse sin pagarle, sino que tras eso se burlaban de ella y decían que tenía la carne fofa y las tetas aguadas, que no sabía moverse, que le hedían mucho el almizcle y los sobacos. Se emborrachaban en el negocio de José Gómez, y cuando ya no hallaban para dónde ir, se acordaban de la pobre Justina y se iban a echarle vainas,y después que volvían a jartarse de ron y de cocuy, vuelta a comenzar a echar los cuentas de las veces que se habían cogido a la comadrita, y a inventar.
Allí está Don Flaviano con Paulo Trinche. Don Flaviano está empeñado en que yo le venda todas las tierritas de Chicón, que es con lo único que cuento. Pero no lo voy a hacer. El Negro Merino me estuvo diciendo que no lo hiciera, por lo menos por los momentos, que él se iba a informar bien y me explicaba por qué. Si el Negro lo dice, es de creerlo, porque es un hombre serio y de confiar, y a pesar de perdieron la pelea con el gobierno, hay gente como uno, que lo respeta y lo estima. No tiene tamaño ese negro, para lo brioso que es. Cuando el ejército lo agarró, mal armado y enfermo, lo pasearon por la calle principal, con las manos amarradas atrás y la cara hinchada de la golpazón que le habían metido. Los soldaditos le gritaban: ¿cuáles, ah, cuáles son los que colaboraban contigo, vagabundo? – y se quedaban esperando la respuesta, que él nunca les dio. Lo empujaban con las manos y los fusiles. Muchos cerraron la puerta para no ver tanta humillación en un hombre, y Martina tuvo que agarrarme para que no saliera a decirles cuatro vainas a los del gobierno.
Le dije a Martina que nos fuéramos por la tardecita, para que les prepare la cena a los muchachos. Mejor será que se quede en la casa, y regreso yo solo por la noche, a rezar y a velar hasta mañana por la mañana, cuando la enterremos. Pero ni un trago me voy a echar, ni uno solo, lo juro.