Inés Muñoz Aguirre
Nell se siente liberado. Tararea la canción que escucha en la radio de su carro, mientras transita las curvas de la montaña. Piensa en que sus hijos quedaron felices, y a cargo de su hermana todo el fin de semana. Los consiente como nadie. Es una ventaja contar con ella. Se desvive por sus sobrinos y él se aprovecha de ello cada vez que lo necesita.
Observa todo a su alrededor, los grandes y centenarios árboles que arropan el lugar. De noche se vuelven más imponentes. Son como gigantes que se apoderan del espacio. Decide encender las luces de apoyo del carro. La neblina está fuerte. Le gusta. A medida que el camino sube, se adentra en una masa gris, que se lo traga todo.
La casa de su amigo Gerardo queda a escasos cincuenta minutos de Caracas en medio de un bosque solitario. La zona aunque cercana a la ciudad preserva su origen selvático cuidando sus afluentes de agua. A pocos kilómetros está el embalse que surte toda el área metropolitana. Gerardo heredó la propiedad de sus padres y la utiliza para dar grandes fiestas que son famosas entre sus amigos. Al bajar la colina se abre paso la gran masa de agua en la que cuenta con un pequeño muelle y una vieja embarcación en la que recorre el lugar con bastante frecuencia.
Llega frente a la entrada. Le extraña que el portón de madera está abierto. Gruesas vigas forman un rectángulo que no es más que una formalidad con la cual se delimita el territorio. Lo abre con una patada en el centro de la estructura. Cruje. Se devuelve. Nell lo aguanta por una punta y lo lleva hasta el extremo, lo sujeta con un tronco que siempre está allí como apoyo. Regresa al carro. Recorre el camino despacio.
Escucha el sonido de los cauchos sobre la grava. Le gusta el sonido de los miles de cascajos blancos, grises y marrones que sirven de soporte a la vía. Gerardo nunca quiso pavimentarlo. Siempre argumenta que lo que más le gusta del lugar es la posibilidad de vivir cómodamente pero sintiéndose cerca de la naturaleza, con las menores intervenciones posibles.
Se estaciona frente a la casa. Todo está oscuro. Se baja a observar el cielo estrellado. Pasa un buen rato disfrutando de la enorme cúpula perdida e ignorada por los citadinos a quienes los deslumbra mucho más una valla publicitaria. Se acuesta sobre el capot del carro y se recuesta sobre el parabrisas. Se queda allí con la mente en blanco. Siente el aire en su cara. Piensa en la posibilidad de pedirle a su amigo que le alquile la casa y mudarse. Se sentiría feliz, tan lejos y tan cerca de todo.
Un sonido inesperado llama su atención. Se incorpora de un salto. Las hojas secas crujen como que si alguien pisara sobre ellas. Mira a su alrededor, pero todo está demasiado oscuro. De vez en cuando distingue una luciérnaga.
Saca una pequeña linterna de la guantera que le sirve de guía. Decide dejar encendidas las luces del carro. Se baja y camina hacia la casa. Abre la puerta, enciende las lámparas cercanas. Todo está en orden. Decide regresar a cerrar el portón y cierra las puerta del carro después de bajar su maletín.
Su entusiasmo ante aquella soledad va en aumento. Suelta todo en la entrada. Se dirige hacia el televisor. Busca el control remoto en una pequeña caja de madera que está sobre la mesa de centro. Enciende la pantalla y se tira sobre el sofá de cuero negro colocado en todo el frente. No hacer nada era todo lo que quería y allí está. A sus cincuenta y tantos años está harto de dar clases de análisis literario en la Universidad Central. Los alumnos en la Escuela de Letras son cada vez menos, por lo que no hay grandes sorpresas. Ya nadie estudia para pasar hambre. Piensa que lo único bueno que le ha pasado en los últimos años es el éxito de su obra de teatro.
Éxito porque aguantó un año en cartelera, lo malo es que aparte de las constantes entrevistas, las portadas de las revistas y el reconocimiento público, ese supuesto triunfo no da para más.
Sigue las imágenes en la pantalla mientras juega con el control remoto, sin prestarle mayor cuidado a lo que ve. Escucha un sonido en el patio posterior que llama su atención. Se dirige hacia el ventanal del fondo y descubre que el vidrio del marco central está roto. En ese preciso momento siente una mezcla de ardor y de dolor en su pie derecho. Trata de apoyarse en el y no puede. Una gota de sangre cae sobre el piso de madera. Salta como un canguro sobre su pie izquierdo hasta la silla más cercana. Cuando puede levantar el pie descubre el pedazo de vidrio que como una lanza atravesó la delgada suela de goma de sus zapatos. Siente que su frente se perla de sudor. Se dobla sobre sí mismo ante el dolor penetrante que le recorre todo el cuerpo. Tiene claro que solo tiene una opción, emplear toda su fuerza en remover el vidrio. Es la única forma de descalzarse para ver el tamaño de la herida.
Vuelve a escuchar el ruido que lo obligó a levantarse del maldito sofá, pero el dolor es demasiado fuerte como para pararse. Por un momento recuerda que Gerardo le comentó que ahora tenía unos gatos. Ninguno de los dos eran amantes de los animales, pero su amigo lo convenció.
—Son una maravilla, no dejan que entren en la casa cucarachas, culebras ni ratones. Los tipos ni me paran cuando llego y no se cómo coño, pero se resuelven su comida.
A él en lo particular no le gustan las mascotas, repite una y otra vez que con sus hijos ya tiene suficiente. Desde el problema con su mujer entendió que los niños son mucho más que unos compañeros de juego, hay que cuidarlos, alimentarlos, ayudarlos con las tareas y nada de eso es gracioso para un padre viejo. Andrés y Marcos tienen apenas doce y diez años. Son muy inquietos, hacen cientos de preguntas. Se duermen muy tarde y se levantan muy temprano para su gusto.
Un grito profundo rompe el acostumbrado silencio del lugar. En su mano derecha sostiene el vidrio ensangrentado, mientras con la izquierda se soba el tobillo, intenta recuperar fuerzas. Resopla apretando los dientes, se da el tiempo como para que su respiración vuelva a la normalidad. Ve caer gruesas gotas de sangre sobre la madera del piso. Se aterra del resultado, pero no tiene las fuerzas para hacer nada. Justo cuando logra calmarse percibe un dulce aroma a jazmín que lo intranquiliza, mira de un lado a otro. Aquel olor no le es para nada agradable. Asume que se coló a través de la ventana rota. Alrededor de la casa hay tantas matas que todo es posible. A su mujer le encantaba quedarse allí, precisamente por los olores, a él en cambio le producen cierta repulsión, sensación que está ligada a sus recuerdos. Los olores tienen eso —piensa— te pueden amarrar a una imagen o a una emoción para siempre.
Suelta la trenza del zapato hasta sacarla por completo, eso le permitía descalzarse sin mover mucho el pie. La cortada es grande, supuso que tanto como para necesitar ir al médico, pero no está dispuesto a manejar de nuevo a la ciudad. — ¡Café! — Alguna vez en su vida escuchó que el café paraba la sangre.
Salta. Llega hasta los potes de vidrio en los que están guardados el azúcar, el arroz, la harina y el café. Todo herméticamente cerrado para evitar los estragos de la humedad. Con el pote en sus manos regresa hasta la silla. Se sienta. Observa que en el recorrido dejó un rastro de sangre que amenaza con penetrar las fibras de la madera. Se preocupa, si sucede provocará una marca indeleble —Gerardo me puede matar— Piensa.
El café hace su efecto. La sangre se detiene. El dolor comienza a ceder. Se levanta apoyándose sobre el talón. Observa la ventana rota. Echa un vistazo a su alrededor, todo está en orden. No falta nada. Decide limpiar la sangre y los vidrios que están regados en toda la cocina. El dolor lo sigue atormentando. Recoge todo lo más rápido que puede y Vuelve a tirarse en el sofá. Respira profundo.
Afuera se escucha el sonido de la montaña, grillos, sapos, se pregunta qué más. Se imagina perdido en un lugar como ese sin rastros de civilización alrededor y se aterra. Recuperada la calma se dedica a buscar una película en el televisor, sin conseguir algo que llame su atención. Odia las películas de ciencia ficción. Después de dar vueltas y vueltas a la programación se queda en Televisión Española.
Nell siempre reconoce que puede tener el televisor prendido durante todo el día y eso no significaba que esté prestándole atención. Sin embargo algunos programa de TVE le encantan, sobre todo los de ayuda a la comunidad, a las parejas, a los amigos. En cada programa descubre una historia que puede ser un buen cuento. Siempre se lo dice a los alumnos.
—Vean televisión, lean el periódico, que allí está la vida.
Entre la tranquilidad del lugar y el ronroneo del televisor Nell comienza a quedarse dormido. El sueño lo domina por completo. Se sobresalta cuando un gran estrépito al frente de la casa invade todos sus sentidos. Se levanta de un salto, en la acción se lastima el pie y por más que quiere correr hacia la entrada, el dolor no lo deja. Respira profundo. Unas nuevas gotas de sangre caen sobre el piso. Apoyado en el talón y renqueando camina hacia la entrada. Cuando sale no puede dar crédito a lo que ven sus ojos, una gran piedra está en el centro del capot de su carro.
Quiere correr alrededor de la casa para agarrar a quien lo hizo, pero no puede hacerlo, el pie se lo impide. El dolor es proporcional a la rabia que siente. Se acerca hasta el carro mirando de un lado para otro. Algo no anda bien. Por un momento siente miedo. La herida lo coloca en posición de minusvalía. Levanta la piedra y descubre la pintura resquebrajada, casi un hueco, todo el frente maltratado hasta el borde del parabrisas. No puede con la rabia que siente. Grita.
— Qué pasa aquí? ¿qué coño pasa? —Grita con más fuerza— que alguien diga algo, ya. ¿qué pasa? ¿qué es lo que pasa?
Da una vuelta alrededor del carro. Cojea. Revisa todo en detalle. La ventanilla de la puerta del chofer está abierta, por un instante no recuerda si la dejó así. Mete parte de su cuerpo dentro del carro y revisa con cuidado su interior. Escucha un ruido. Se sobresalta. Al moverse no calcula el espacio suficiente para enderezarse y se mete un golpe en la cabeza.
—Maldición.
Se dobla sobre sí mismo y se endereza para pegar un gran grito, que sale desde lo más profundo de su cuerpo.
— ¡Coño de la madre!
Quiere correr por todo el lugar, pero siente que no puede. Las fuerzas lo abandonan. El dolor lo domina. La Herradura es un sitio tan tranquilo que más de una vez ha dormido con las ventanas y las puertas abiertas. Se pregunta de dónde salió esa piedra. Alrededor no hay nada cerca como para pensar que se desprendió y que cayó accidentalmente sobre el carro. Se pasa las manos sobre el rostro y luego estira sus brazos. Busca relajarse. Respira profundo una y otra vez mientras sostiene las manos entrelazadas tras su cuello. El olor a jazmín vuelve a recorrer el lugar. Le molesta. Con la calma regresa el silencio, los sonidos naturales. Entre las hojas de los árboles descubre el reflejo de la luna. Está en algún lugar que no alcanza a ver, pero lo alumbra todo.
Decide caminar hasta el portón. Lo hace, descalzo y cojeando. Se acerca lo más lento que puede como para que las piedras no le hagan daño en las plantas de los pies. No lo logra. Se lastima. Descubre en la situación un goce extraño, una emoción que puede rayar en masoquismo. Empuja el portón, lo amarra con la cadena que cuelga en su extremo. Siente el frío de la noche, aunque la misma está clara. Con frecuencia el lugar se cubre de una neblina densa que no permite ver más allá de medio metro de distancia, pero después de que llegó, la misma aclaró lo suficiente como para pensar en una noche despejada.
Se recuesta del portón, estando allí, decide disfrutar la vista. Mira hacia la casa de madera, piedra y vidrio que tanto le gusta. Nunca le preguntó a Gerardo por qué la llamó “La Herradura”. Es un nombre bonito, pero no le encuentra relación con el lugar. Él le hubiera buscado un nombre relacionado con el entorno, con las plantas, con los materiales de construcción.
Después de un rato se siente mucho mejor del dolor lo que lo hace sentirse más tranquilo, aunque la rabia sigue allí y se le despierta con fuerza cuando ve el carro desde la distancia. Murmura.
— ¿Cómo voy a hacer para sacarle ese golpe al maldito carro?
El sueldo que gana en la universidad no le alcanza para nada. Es tan importante la crisis económica por la que atraviesa que dejó de pagar el seguro. Respira profundo. Piensa en todo lo que ha dejado de pagar. De nuevo coloca las manos tras su cuello para repetir en voz alta una y otra vez.
—Poco a poco pierdo todo y me convierto en un prospecto de
marginal, lo único que me faltaba era un carro abollado. ¡Un carro
abollado! ¡Un carro abollado!
Una sombra atraviesa el salón de la casa. Por un momento Nell se
queda paralizado. Ve la sombra cruzar de nuevo y reflejarse en las
ventanas.
—Hay alguien ahí. ¡Hay alguien ahí!
Arranca a correr vociferando.
—Epa tú, párate allí. Ya te vi. —cojea— Párate que ya te vi.
El dolor del pie lo atraviesa con la fuerza de una lanza que le recorre todo el cuerpo. Casi se dobla del dolor pero la rabia que siente puede más y con otro impulso logra llegar dentro de la casa.
Entra, mira de un lado a otro. Sube las escaleras que separa las habitaciones de la planta baja, revisa cada cuarto. Baja de nuevo. En esta casa sin recovecos y sin demasiadas paredes no hay mucho donde esconderse. Abre la puerta del patio trasero, la misma del vidrio roto y se asoma. No hay nada. Cuando regresa a la sala jadea. El dolor del pie llama de nuevo su atención y es entonces cuando se da cuenta que una huella de sangre marca todo el recorrido que acaba de hacer.
— Dios, Gerardo me va a matar.
Se sienta y se ve la planta del pie. La herida está abierta. Repite su salto de canguro hasta el gabinete donde está guardado el café. Se lo echa, directo. Espera un rato hasta que la sangre se detiene. Se quita la franela que carga puesta, la rasga y con la tira larga que logra de ella, se amarra el pie. Fuerte. Hace un nudo sobre el empeine.
Intranquilo, mira a su alrededor. Se siente agotado pero decide limpiar los rastros de sangre. Imagina que el intruso que logró ver ya debe estar lejos de allí — Estos rateros de ahora —piensa— se asustan al sentirse descubiertos.
Seguro que mientras yo corría hacia acá, debe haber huido por la puerta de atrás.
El repique del teléfono lo sobresalta. Camina hasta la barra de la cocina donde está el aparato, el trayecto a recorrer le permite poner a prueba su vendaje.
—Aló.
Es Gerardo
—No hombre, no sabes todo lo que me ha pasado desde que llegué. Un vidrio roto de la puerta de atrás, me corté un pie, una piedra sobre el capot de mi carro que lo volvió mierda y al final vi un carajo aquí adentro de la casa. El resumen fue perfecto.
—Sí, yo sé que aquí a excepción del televisor no hay mucho más que robarse, pero bueno, este coño de madre debe ser un ratero cualquiera que piensa que aquí hay dinero, o que sé yo que vaina. También está la comida que siempre hay en la cocina, ahora que toda esa gente vive muerta de hambre, cualquier cosa que logran agarrar es buena para ellos. Yo creo que igual no hay que descuidarse, menos aquí, donde nunca pasaba nada. El asunto ahora es que hay que resolver lo del vidrio de la puerta, aunque le pase el seguro por dentro, con meter el brazo por allí, puedes abrir y entrar. ¿No será que ese carajo ha estado durmiendo aquí al saber que la casa está sola? Ahora todo es posible.
Su propio comentario le enciende una luz de alarma. Gerardo por el contrario le resta importancia a todo.
—Al fin y al cabo, toda esa gente es de la zona y todos saben que la casa está sola, que vamos y venimos, que dejamos cosas allí que les pueden servir. De verdad que a mí eso no me preocupa. Como se mueven en su territorio más bien pienso que son unos vigilantes indirectos del lugar, porque ante gente que no sea de la zona, estoy seguro que reaccionarían en conjunto. Así que no te des mala vida. Descansa, que es lo que fuiste a hacer. Escribe y todo eso que te imaginas ponlo en el papel.
No queda muy convencido con el discurso de Gerardo. Una vez que termina la conversación decide revisar las habitaciones. Vuelve a subir las escaleras, se apoya solo sobre el talón del pie lastimado. Piensa que si alguien decide quedarse allí a escondidas nadie puede saberlo. La distancia entre una y otra de las casas es lo suficientemente grande como para que nadie sepa lo que pasa en ellas, a menos que decidan acercarse.
En la revisión, que realiza con mucha lentitud debido al dolor del pie lo vuelve a invadir el olor a jazmín. Se queda parado en el centro del pasillo mientras entorna los ojos. Trata de recordar. Se sobresalta. Reconoce el perfume de su mujer.