Oscar Sambrano Urdaneta
Los relatos de Julio Garmendia se corresponden con las dos etapas de su vida en Caracas: la primera entre 1917 y 1924, la segunda de 1939 a 1977. Entre una y otra se interpone un período de más de quince años desde 1924 hasta 1939, del que muy poco se sabe, excepto que residió en París y Génova, ciudad esta última en la que fue cónsul, y que viajó por varios países europeos.
A partir de 1917 se da a conocer en diarios y revistas de Caracas con audaces narraciones1, sorprendentes en un veinteañero que se ha propuesto marcar distancia con cierta literatura folletinesca por entregas, introduciendo en sus relatos temas, personajes y ambientes nada convencionales, tratados con visión de humorista, un poco de sorna y mucha imaginación, elementos con los que contribuye a trazar caminos nuevos a la narrativa hispanoamericana, apegada en aquella hora a la estética modernista y al realismo criollista2.
En 1924 se traslada a Roma para asistir a un congreso internacional acerca de emigración e inmigración, materias relacionadas con el cargo que ha obtenido en el Ministerio de Fomento, muy probablemente por mediación de su influyente padre3. Cumplida aquella misión oficial, el novel cuentista decide no regresar, y elige a París como nueva residencia.
Este salto al vacío tiene de positivo la renuncia voluntaria a un destino burocrático ajeno a su vocación, contrario a sus expectativas de escritor. Albergo el convencimiento de que Garmendia se alejó de Venezuela teniendo entre sus razones principales la de no convertirse en títere del gomecismo. Si se hubiera decidido por lo contrario habría retornado, y con el apoyo político de su progenitor le hubiera sido fácil escalar posiciones ventajosas en el gobierno.
A cambio de la libertad que gana alejándose de la sobreprotección y asumiendo las riendas de sus actos, el joven Garmendia debe pagar el precio que cobra el alejamiento de una tierra en la que nada le falta, adaptarse al cambio de vida en ciudades extrañas, sortear las dificultades de un extranjero entre gentes poco comunicativas, con las cuales no tendrá otra opción que llevar una existencia más o menos solitaria. Esto último no debió incomodarlo, porque desde su primera temporada caraqueña ya se le conocía como adicto a la soledad.
La prolongada residencia en el extranjero no cambió sino que acentuó esta forma de ser. Un cronista del diario El Heraldo de Caracas, hacia 1939 o 1940 publicó la siguiente confidencia: “Garmendia nos ha confesado que muchas fueron las tardes otoñales que en París le vio la gente pasearse melancólico e inexpresivo, con su encadenado perrito pekinés, que fue, ha sido y será una de las pasiones más hondas e inolvidables de su vida andariega, solitaria4…”.
Años después del regreso a Caracas, se mantenía en la misma tónica, según se desprende del siguiente diálogo con la periodista Teresa Alvarenga:
—A usted siempre se le ve como un escritor aislado, solo, que no pertenece al mundo en que se desenvuelve todos los días, a quien uno apenas se atreve a acercarse y me decía que es tal vez porque usted no está totalmente aquí.
—Sí, hay algo de eso; pero no es eso al mismo tiempo. Creo que fundamentalmente viene de la forma de mi espíritu, alejado de ruidos y figuraciones. Yo tiendo a evitarlo, no por rechazo, sino porque es algo inherente a mi persona. En Europa me comportaba hasta peor, puesto que allá tenía menos conocidos.
—¿Es usted un hombre solo o más bien prefiere la soledad?
—Yo amo la soledad. Encuentro una afinidad con ella. La soledad a mi manera de ver es importante y la base para muchas cosas, sobre todo me refiero a los escritores.5
En estas condiciones existenciales transcurren quince años y medio. Finalizando 1939, lo preocupa seriamente la amenaza que representa la Segunda Guerra Mundial, por lo que considera oportuno repatriarse. El estado emocional que le produce el reencuentro con su país, es el estímulo que da inicio al segundo tiempo de su narrativa.
Los años que pasó inmerso en la refinada sociedad europea, en un paisaje que variaba a cada estación, lo han condicionado para redescubrir y disfrutar de la luminosa naturaleza venezolana, del atractivo de costumbres que tenía casi olvidadas, del ingenio y la expresividad de la gente común, de la ebullición de un mundo joven, desordenado, pintoresco, y con mucho encanto.
Todo esto hace el milagro de que el narrador despierte de su larga hibernación y se entusiasme con el universo al que realmente pertenece, pero que además se regocije ante el hallazgo de lo que siendo local es al mismo tiempo universal.
Esto hace que sean diferentes los relatos que escribe antes y después de Europa. Los primeros son ajenos a la realidad venezolana, porque fueron intentos primerizos para diferenciarse de un localismo criollista intrascendente. Los segundos son frutos de alguien que ha descubierto la riqueza temática dormida en las memorias de su infancia y de su juventud en el estado Lara, y las visiones de “lo real maravilloso” que lo asaltan en su segunda residencia en una Caracas surrealista, ahogada en petrodólares, condenada a un violento proceso de crecimiento y transformación que no respeta nada, en el que un observador agudo como Garmendia, con pupilas entrenadas para comparar dos mundos, puede aprehender personajes insólitos y sucesos desconcertantes.
En esta urbe enloquecida, caótica, arbitraria, el cuentista mantendrá una existencia callada, serena, casi de asceta, marginada de compromisos sociales, desconocida para la mayoría de los pocos amigos con los que se encuentra de tarde en tarde. Su retraimiento voluntario, que no es ninguna novedad, confirma la imagen que ya se tenía de un personaje al que el imaginario colectivo había venido transformando en una especie de duende, que aparecía y desaparecía sin que nadie supiese a ciencia cierta dónde estaba su vivienda, ni de qué se mantenía, ni quién lo acompañaba, ni aun si continuaba escribiendo, porque nada nuevo suyo aparecía en periódicos y revistas, y mucho menos en libros. Así transcurrieron treinta y siete años hasta mediados de 1977, cuando falleció en Caracas, a los setenta y nueve años, rodeado por el afecto y la admiración de miles de lectores.
LA CONCEPCIÓN DEL CUENTO EN JULIO GARMENDIA
Las innovaciones que este autor introdujo desde sus primeros relatos, ¿fueron de un escritor intuitivo, o, por el contrario, se fundamentaron en una concepción racionalizada? La respuesta se halla en el “El cuento ficticio”, segundo de los relatos en La Tienda de Muñecos. Fue escrito, según se comprobó, antes de 1921, lo que significa que desde muy joven Garmendia estuvo consciente del tipo de relato que mejor se avenía con su personalidad. También tuvo claras las razones de su preferencia. Si a esto se añade que su temprana concepción le fijó el rumbo a su cuentística, se justificará una glosa de sus planteamientos en “El cuento ficticio”, únicos con los que teorizó.
El personaje que lleva la voz cantante se define como el representante actual de los héroes del cuento inverosímil, y declara que su ideal es restaurarlos a su antigua existencia ficticia. Sabe que por ser un “reformador” que viene a turbar la paz de la rutina, será anatemizado con calificativos como “loco, inexperto y utopista”. Esto no lo arredra, por lo que procede a exponer con gran elocuencia y convicción su “manifiesto”, empleando una dialéctica que opone personajes “perfectos, felices e inverosímiles”, a “sujetos descompuestos” que pecan por “el absurdo de no ser absolutamente ficticios”. Establece también distancias precisas entre los héroes “ilusorios, fantásticos, irreales” y los devaluados personajes “verosímiles y aun verídicos y hasta reales…”. Asimismo se cuida de diferenciar, aun con antinomias, los altos méritos de las “aventuras verdaderamente imaginarias, positivamente fantásticas, materialmente ficticias” de las pobretonas “aventuras policiales de continuación, falsos héroes de folletines detectivescos, grandes personajes ‘voluminosos’, esto es, los que en gruesos volúmenes se arrellanan cómodamente y a sus anchas respiran en un ambiente realista”, los cuales en definitiva no pasan de ser “ficticios de toda clase y condición, extenuados, miserables y envejecidos después de tanto recorrer la Realidad”.
¿Qué resta como elementos válidos para una nueva concepción del relato, si se hace abstracción de cuanto tiene de finísimo humor una arenga que opone lo ideal a lo real, lo ficticio a lo verdadero, lo verosímil a lo inverosímil?
Hay que comenzar por reconocer que estamos ante un joven narrador, que reacciona contra cierta literatura menguada que tipifica en historias por entregas, protagonizadas por “falsos héroes de folletines detectivescos”, y en “personajes voluminosos” de novelas de un realismo desgastado, que poco o nada le dejan a la imaginación. Su propuesta frente a esta literatura, si es que así puede llamársela, consiste en restaurar la categoría estética de lo fantástico, para que pueda resucitarse el cuento “inverosímil”, “fabuloso”, “improbable”, “ilusorio”, “irreal”.
¿Qué recursos retóricos emplea Garmendia para llevar a la práctica su propuesta? Como ningún relato puede salirse de la realidad virtual que le es propia, ya sea verosímil o inverosímil, es sólo en función de esa realidad ficticia y única, y de su semejanza o desemejanza con la realidad real, como este cuentista desarrolla su inventiva genial a través de las siguientes tres combinaciones, la primera de las cuales, Personajes inverosímiles en ambientes inverosímiles, es la que más se aproxima a lo que más tarde se ha venido a llamar “realismo fantástico”.
Es esta la combinación que se advierte en sus relatos iniciales “Una visita al infierno”, “Historia de mi conversión” y “Opiniones para después de la muerte”. También en “El cuento ficticio” y “Narración de las Nubes”, ambos de su primer volumen La Tienda de Muñecos. Sin abandonarla por completo en alguno que otro relato posterior, ante el temor de repetirse y volverse monótono, Garmendia prueba otra que le ofrece otras posibilidades al juego imaginativo y a la intención festiva y satírica. Se trata de yuxtaponer Personajes inverosímiles en ambientes verosímiles, esto es, elementos contrapuestos que parecieran excluirse, técnica que Garmendia pone en práctica muy temprano, cuando faltaban algunos años para que se la conociese como “realismo mágico”.
Este arreglo se constituyó en lo que, desde mi punto de vista, es su aporte magistral a la narrativa breve. Se aprecia este fascinante acoplamiento a todo lo largo de su obra, desde La Tienda de Muñecos, pasando por La Tuna de Oro, La hoja que no había caído en su otoño, La motocicleta selvática, hasta su obra cumbre, El regreso de Toñito Esparragosa (contado por él mismo), que comenzó a escribir al final de la década de los cuarenta y comienzos de los cincuenta.
La tercera combinación posible, Personajes verosímiles en ambientes verosímiles, la más usual en la narrativa, también fue de su predilección, pero comunicándole siempre un sesgo particular, una mirada extraordinaria de lo ordinario, gracias al humor y la ironía, que le impide caer en un neorrealismo intrascendente, y que Alejo Carpentier bautizó años después con “lo real maravilloso”.
Nadie podría poner en tela de juicio el hecho de que Julio Garmendia fue un innovador genial del relato breve. Sin embargo, lo tuvo sin cuidado la circunstancia de haberse adelantado a su tiempo, y de ser, sin proponérselo ni haberlo insinuado nunca, antecesor de algunos de los mayores y más originales exponentes del boom de la narrativa latinoamericana en los años sesenta. Y así lo testimonia su respuesta a la periodista que le pregunta: “Algunos críticos juzgan que usted es un escritor que se anticipó a su época, ¿qué le parece esta afirmación?”. Y la contestación inmediata, sincera, reiterativa de Garmendia: “Esa afirmación es extraña a mí, no la siento así, siempre he vivido en un mundo aparte en el cual lo que escribo es perfectamente corriente. Esa idea es exterior a mí, no me toca de ninguna manera”6.
Al margen de si se le reconoce o no el mérito de ser uno de los primeros que a comienzos de la vigésima centuria impulsaron la renovación de la narrativa corta hispanoamericana, lo importante, lo definitivo, es que Julio Garmendia se abstuvo de trajinar la senda del realismo criollista, y esto le llevó a explorar otras dimensiones en ese “mundo aparte” al que se refiere, un mundo suyo, a medio camino entre lo real y lo fantástico, lo serio y lo risible, lo aparentemente ingenuo y lo irónico. Y una vez que lo encontró, no se apartó de él.
HUMOR Y SÁTIRA EN LOS RELATOS INICIALES
Los cuentos iniciales de este autor novel se singularizan desde el comienzo, y lo presentan como un narrador fuera de lo común que está poniendo en práctica su particular estética. Estas verdades realzan sus cuatro relatos príncipes: “El camino de la gloria” (1917), “Una visita al infierno” (1917), “Historia de mi conversión” (1918) y “Opiniones para después de la muerte” (1922)7.
Coinciden los cuatro en referirse humorísticamente a ciertos asuntos ultraterrenos, con exacta dosis de gracia, inédita hasta entonces en nuestras letras, salpicados con pizcas de ironía, aderezados con una discreta irreverencia que elimina cualquier regusto a guisos repetidos en nuestras mesas literarias. Escritos por un joven cuya edad iba de los diecinueve a los veinticuatro años, estos relatos parecieran salidos de la pluma de un consagrado que huye de lo manido alejándose del mundo terrenal, y que no conforme procura en el extraterreno lo anticonvencional, afincándose en lo opuesto al lugar común. De esta manera deslumbra y encanta con ingeniosas frases bisémicas, en las que salta la chispa del humorismo y de la ironía.
Entre los cuentos iniciales escritos por Garmendia, en el primero, “Una visita al infierno”8, se le advierte al lector que para ingresar al averno “es preciso tener muy altos merecimientos, poseer muchos títulos y haber hecho grandes cosas”. Se trata de un sitio muy exclusivo, donde está reservado estrictamente el derecho de admisión. Es además un lugar en el que tan alto grado de civilización se había alcanzado, “que el infierno había venido a ser de varios pisos, rascacielos, conviniendo muchos gramáticos infernales en pluralizar su nombre”.
A contrapelo de la idea tradicional que se tiene de Satán, el Diablo garmendiano encargado de recibir y acompañar al visitante, es un personaje amable, culto, educado, solícito, en dos palabras, un sujeto excelente. Con progreso tan admirable y un cicerone de relevante urbanidad, es cónsono que el visitante manifieste su obligación moral de poner las cosas en su sitio: “El infierno –asegura– no es esa horrible comarca fantástica, de cromo, que llevamos en nuestra imaginación desde niños. Es, por el contrario, uno de los puntos más avanzados del Universo entero, y aun podríamos considerarlo, en cierto modo, como colocado a la cabeza de la civilización del mundo”.
En tan favorable contexto se produce sin esfuerzo la ocurrencia burlona, gracias a que este maestro del doble sentido humorístico, le da un vuelco al significado peyorativo de la expresión “pobre diablo”, y la transforma en un halago: “Los diablos son gente normal, inteligente y sin ‘pose’ alguna. Tanto me impresionaron la sencillez de sus costumbres y lo amable y correcto de sus procederes, que ahora, cuando tiene por casualidad algún amigo la complacencia de llamarme pobre diablo, un elevado y puro sentimiento de gratitud viene a llenar mi corazón, sin que ningún medio me parezca suficiente a demostrárselo”.
“Historia de mi conversión”9 es el reverso de “Una visita al infierno”. Se trata de una excursión al cielo, de la que el lector debe esperar sorpresas no menores que las ya recibidas en la tournée por el averno. En este relato, el protagonista no entra al Reino Celestial, porque a medio camino se cruza con San Pedro, cuya responsabilidad tradicional de conceder o negar el acceso al Reino Celestial, ha sido cambiada por la de un celador responsable de “impedirles la salida a los hijos ingratos del Señor que quieren abandonarle en su Reino”.
El mejor de estos primeros relatos es “Opiniones para después de la muerte”10, obra maestra de la imaginación, el humor y la sátira. El ambiente es un lugar impreciso en el más allá; los personajes son un grupo de espíritus que indagan cómo es la existencia en la Tierra, hacia la cual se dirigen, y otro espíritu, sin duda superior, que viene de la Tierra e informa a su manera, tomándose la libertad de opinar “justamente lo contrario de lo que allá se cree”.
Fundamentándose en esta libertad de opinión decididamente subversiva, el espíritu informante elige tres asuntos en los que centra su informe. El primero es el traje que usan los humanos, llamado “cuerpo” por el vulgo, y “carnal envoltura” por los místicos, originalmente fabricada de barro, hasta que “los hombres aprendieron su industria, y esta vino a ser una de las más florecientes de la Tierra”. El segundo blanco es una revaloración negativa del “trabajo”. “Considerad –continúa diciendo el informante– que uno de los mayores atractivos que existen en la Tierra es el trabajo. Como vosotras no sabéis qué es el trabajo, os diré que es un monstruo abominable”. Cierra sus informaciones aclarándole a los espíritus indagadores que el Creador no nos envía a la Tierra para trabajar, sino para descansar durante nuestra breve existencia terrena. Por el contrario, es en la eternidad cuando las almas no descansan como ordinariamente se cree, sino que deben laborar muy duro.
El cuarto tema es una reinterpretación satírica del origen de los enfrentamientos bélicos. Un espíritu pacifista como el de Garmendia, contrario a toda forma de violencia, aprovecha esta ocasión, como ya lo había hecho en otros relatos primerizos, para satirizar11 al “Supremo Dispensador de las Guerras”, a quien le atribuye la iniciativa de enfrentar a muerte a los ejércitos para obtener gran cantidad de almas, destinadas a servir de mano de obra abundante. La solución bélica se pone en práctica cuando el fallecimiento normal de los humanos es insuficiente y no cubre la cuota de almas obreras necesarias para atender los complejos trabajos del ultramundo.
Es este el urticante ingenio garmendiano tal como se presenta en sus primeros relatos, pero que conserva y suaviza durante más de medio siglo –es decir, por el resto de su vida–. Este narrador anticonvencional, maestro del doble sentido, humorista e ironista a la vez, acompañado por una imaginación que no se debilita, dueño y señor de una prosa de temprana maduración, alrededor de los años 19 y 20, escribe en Caracas los relatos que integrarán su volumen consagratorio, La Tienda de Muñecos, editado en París a finales de 1927.
LA TIENDA DE MUÑECOS
Cuando Garmendia, alejado de Venezuela desde hacía más de tres años, al fin se decide a editar en París su primer volumen, no se atreve a salir solo a la palestra literaria. ¿Timidez ante un posible ridículo? ¿Presunción de lo que pudiera sucederle por ser un narrador protestatario? No podría afirmarlo ni negarlo, pero lo cierto es que se hace acompañar por dos veteranos y respetados escritores, pertenecientes a generaciones anteriores a la suya: el ensayista y diplomático César Zumeta (1863-1955), cifra brillante de nuestro positivismo, y el renombrado crítico literario venezolano Jesús Semprum (1881-1931)12.
Aún puede señalarse otra medida defensiva a priori, cuando en el relato “La Tienda de Muñecos”, se acoge a un viejo recurso, y al abrir el volumen, lo primero que el lector encuentra es esta advertencia:
No sé cuándo, dónde ni por qué fue escrito el relato titulado “La Tienda de Muñecos”. Tampoco sé si es simple fantasía o si es el relato de cosas y sucesos reales, como afirma el autor anónimo; pero, en suma, poco importa que sea incierta o verídica la pequeña historieta que se desarrolla en un tenducho. La casualidad pone estas páginas al alcance de mi mano, y yo me apresuro a apoderarme de ellas. Helas aquí.
Regresando a sus prologuistas, Zumeta asienta esta frase que pasaría a ser emblemática: “Al volver la última página se pregunta uno si no es Ud., mi querido Garmendia, el personaje del más inverosímil de los cuentos”. Fue profética esta visión del joven narrador, al que Zumeta apenas conocía. Con los años, a su regreso a Venezuela, Julio acentuó la imagen de personaje inverosímil que habitaba en Caracas, sin que nadie supiese a ciencia cierta dónde ni con quién vivía, mucho menos de qué se sostenía, ni si continuaba escribiendo o había dejado de hacerlo. Fue en realidad un personaje educado, amable y escurridizo, que brindaba su confianza a muy pocos, y a nadie los detalles de su vida personal y literaria. De ninguna manera fue engreído ni excéntrico, sino un escritor que no fue otra cosa que escritor, a quien el aislamiento y la vida austera le eran indispensables para salvaguardar la privacidad, y en consecuencia el libre albedrío, fundamentales para concentrarse en su actividad favorita y trascendente, que no fue otra que la de disfrutar escribiendo y reescribiendo sus relatos en la soledad de un cuarto de hotel de medio pelo, casi podría afirmarse que para su propia complacencia, porque aparte de dos pequeños volúmenes, nunca se interesó en su publicación.
Muy pocos prosistas y poetas nuestros han disfrutado del privilegio de poder dedicarse a tiempo exclusivo a su mester. Lo más corriente es que quienes cultivan las letras se vean obligados a compartirlas con enajenantes obligaciones de trabajo, de las cuales Julio, por fortuna, estuvo exento desde que en 1936 se retiró del Consulado en Nápoles.
Aunque todos estos rasgos de la personalidad y de la vida de Garmendia son ciertos, creo que Zumeta se refería también a otra idea, más próxima al conocimiento de los textos narrativos que el joven cuentista le había remitido para conocer su opinión. Lo que el veterano escritor afirmó, tiene que ver con las peculiaridades de un narrador que escribe a contrapelo de lo que era materia común en el cuento y la novela a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Y en este sentido elogia que dentro del estilo solemne de aquella narrativa, Garmendia eche a volar la abeja de la ironía y del humor. Utilizando un ingenioso y exacto retruécano, Zumeta define los cuentos de Garmendia como “la engañosa fantasmagoría de lo real y la generosa realidad de lo ilusorio y fantástico”. Y ya para concluir, sintetiza en esta brevísima sentencia cuanto se ha dicho y puede decirse en alabanza de los primeros relatos de Julio Garmendia: “Sustancia original en molde propio”.
Jesús Semprum fecha el prólogo en Nueva York, en 1925, un año antes de que Zumeta le remitiese a Garmendia la carta citada. Es improbale que se hubiesen comunicado y puesto de acuerdo, lo que hace más significativa la coincidencia en sus opiniones.
Como ya se observó, Semprum inicia el prólogo con una frase que se ha repetido muchas veces, y que en lo esencial coincide con las apreciaciones de Zumeta: “Julio Garmendia no tiene antecesores en la literatura venezolana”. En apoyo de tan contundente afirmación, el crítico señala que “durante un siglo nuestras letras han oscilado entre el lirismo delirante y etéreo y la más pesada chacota, sin conocer apenas los matices intermedios”. Y añade: “Aquí y allá pueden recogerse algunas flores de ironía y de buen humor, que apenas alcanzan para formar un ramillete exiguo”. Y ya para cerrar, este exacto juicio: “La fantasía de Garmendia denota poseer un íntimo orden lógico que le imprime a su producción cierta unidad intrínseca, la consistencia de una obra engendrada en la perseverante cavilación, no fortuitamente concebida en intermitentes devaneos de fiebre literaria”.
Para conformar La Tienda de Muñecos, de todos los relatos que había escrito antes de 192713 sólo elige ocho, cifra por debajo de las posibilidades que tuvo de presentar un libro más voluminoso. Pero tanto en este primogénito como en La Tuna de Oro, nunca consideró el número de páginas como factor importante14.
Habiendo sido escritos en los mismos años, los relatos de La Tienda de Muñecos muestran características parecidas a las de los primeros cuentos publicados en El Universal. El mismo sentido del humor, la misma ironía, igual alejamiento del realismo criollista; y en todos, un castellano fresco y expresivo, cuidado con el mayor esmero.
Tomo como referencia el famoso cuento que sirve de título al volumen. A no dudarse, “La Tienda de Muñecos” es lo que su nombre denota; pero la descripción que de los muñecos hace su moribundo dueño, los proyecta hacia una sátira cuyo escondido aguijón lacera a los juguetes con apariencia de abogados, militares, sabios, profesores, doctores, curas y monjas. Es así como sintiéndose morir, el dueño de La Tienda le dice a su ahijado y heredero: “Se me nublan los ojos y confundo los abogados con las pelotas de goma, que en realidad están muy por encima de ellos”. Observando luego a unos soldaditos de plomo, hace esta reflexión: “A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado prosperidad. Vender ejércitos es un negocio pingüe”. Y mirando hacia una gran caja de cartón que se encontraba arrinconada, comenta:
“Encierra precisamente gran cantidad de Sabios, Profesores, Doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de estos Sabios. Son preferibles los Animales, y en especial te recomiendo a los Asnos, que en todo tiempo fueron fieles sostenes de nuestra casa”.
De esta misma manera festiva, el dueño continúa haciendo sus postreras recomendaciones y comentarios sobre otros muñecos, dejándole al lector perspicaz que perciba la sutil comparación de lo que sucede en la tienda con lo que ocurría en Venezuela, donde un caudillo combatía “las hermosas ideas libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días”, e imponía “el principio de autoridad y respeto supersticioso al orden y a las costumbres establecidas desde antaño (…) a fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en los humildes tenduchos como en los grandes imperios”.
Este elaborado párrafo no habría tenido función si Garmendia no estuviese comparando sutilmente al dueño de la tienda con el mandatario que había instaurado en Venezuela un régimen autoritario, conservador, atemorizante y contrario a toda idea libertaria. ¿Puede dudarse de que el joven cuentista no estuviera aludiendo al gobierno autocrático del temible general Juan Vicente Gómez?15.
Otros relatos notables de La Tienda de Muñecos son “El alma”, recreación de la secular leyenda del Diablo y el Doctor Fausto, en la que lo novedoso que incorpora Garmendia es un Demonio tímido y caballeroso, interesado en comprarle su alma a un cristiano, que logra salvarse engañando al Diablo, al que le pide que le conceda el don de “mentir sin pestañear”. “El cuarto de los duendes”, fresca narración inverosímil, en la que recuerdos de infancia y de viajes, se materializan en traviesos duendecillos, de los cuales el lector no alcanza a saber si tienen existencia real, o si se trata de visiones engañosas de alguien que ha consumido licor. “El difunto yo”, original y humorístico desde la primera hasta la última línea, verdadero derroche de imaginación y picardía sobre la insólita suplantación que el “otro yo” hace del “yo” de un sujeto. Lo sigue de cerca la “Narración de las Nubes”, en la que refiere las graciosas peripecias en el País de las Nubes, de un sujeto arrebatado de la tierra tras unas enaguas, y devuelto a ella como un recién nacido. Cierro esta apretada reseña con el relato originalmente titulado “Entre ellos…”16. Como en sus mejores cuentos, este es uno de los más sorprendentes. Si el lector se asombra ante el discurso del librero y su compasión por todos los personajes desventurados que pululan en cuentos y novelas, mayor desconcierto habrá de causarle el inesperado final, que convierte en una broma la grave y emotiva prédica del extraño personaje.
Con La Tienda de Muñecos concluye el primer tiempo literario de Julio Garmendia. No volverá a publicar una línea hasta 1951 cuando aparece La Tuna de Oro, segundo y último de los volúmenes editados en vida suya. Entre uno y otro transcurren veinticuatro años, en los que median las experiencias de una larga estadía en Europa antes del reencuentro con su tierra. Permanecerá en Caracas hasta su fallecimiento, viviendo en hoteles sin otra ocupación que sus relatos, reuniéndose de tarde en tarde con muy pocos amigos, asistiendo únicamente a las memorables tertulias de la librería El Gusano de Luz, ajeno a compromisos sociales, literarios o de cualquiera otra índole. Los treinta y ocho años que van de 1939 a 1977, se constituyen en la etapa más fértil y madura de su cuentística.
SEGUNDA ETAPA
Mantiene las características que han podido apreciarse en la primera, pero incorpora otras, muy importantes, que le comunican nuevos rasgos a los relatos escritos después de su regreso. Esto hace que paradójicamente permanezca igual siendo distinto. Lo que Garmendia incorpora es el deslumbramiento que le produce el reencuentro con su país, y así se lo confiesa a la periodista Teresa Alvarenga: “Para un escritor en formación como era yo, aquello [su permanencia en Europa] fue muy interesante, vi muchas cosas. Claro, al llegar aquí me sentí un poco fuera de ambiente, pero eso, quizá, contribuyó a impresionarme, por ejemplo ese hotel [aludía al Pensilvania, referente del hotel La Tuna de Oro], y cosas de la naturaleza, del paisaje. Una ausencia larga lo predispone a uno para observar mejor ese choque que le produce la realidad”. De seguidas, ante la pregunta de si el escritor sentía haberse reintegrado totalmente a su país, la respuesta sin titubeos: “Creo que sí, y la prueba para mí es el libro La Tuna de Oro. Yo siento que por allí está presente el amor por la tierra, por los seres, por los animales”16.
LA TUNA DE ORO
Los relatos de este volumen se originan en gran parte en las emociones y descubrimientos de quien regresa a su país, después de una ausencia prolongada. El ausente que retorna ha visto grandes y pequeñas ciudades, ha contemplado paisajes que en nada se parecen a los de su tierra y degustado frutas, que tampoco se asemejan a las que solía paladear en su lejana hacienda natal. La gente con la que se ha cruzado es distinta, habla otras lenguas, viste y se conduce de manera diferente. La comida tiene otra sazón. Casas, calles, plazas y avenidas son por entero diferentes a las que recuerda de Caracas o de Barquisimeto, y más aún de El Tocuyo. Ha tenido la experiencia de vivir las cuatro estaciones, extrañas a su tierra, donde el año se lo reparten el verano y los aguaceros. Sería necedad atreverse ni siquiera a insinuar que nada de aquello le llamara la atención a “un escritor en formación”, esto es, a una mente joven, abierta a las novedades de una nueva y estimulante existencia. Pero también sería inexacto suponer que la nostalgia no lo visitase, y que no extrañara a las personas y los ambientes que lo habían acompañado durante los primeros veinticuatro años de su vida17.
Es comprensible que en los primeros momentos de su reingreso a Caracas, Garmendia se sintiera desambientado. La ausencia consecutiva de más de tres lustros que lo sitúa fuera de contexto, haciéndolo sentirse extranjero en su patria, le deparó el contraste y la perspectiva para apreciar valores de su país, de los cuales probablemente no se habría dado cuenta exacta, si no se hubiese alejado por tanto tiempo, no al menos con el sacudimiento emocional de quien recupera algo que le es propio, pero que casi había olvidado.
La incorporación de elementos venezolanos –caraqueños, más propiamente–, es el rasgo más sobresaliente de esta segunda etapa. No se trata, sin embargo, de temas que correspondan a un neorrealismo criollista, en lo que respecta, por ejemplo, al ambiente, huéspedes y servidores del hotel La Tuna de Oro, porque no es el acento “criollo”, “pintoresco” el que se enfatiza en esta narración, sino su admiración ante personajes sui géneris, interesantes no porque fueran vernáculos, sino porque se diferenciaban sustancialmente de los huéspedes, mesoneros y camareras de los hoteles europeos.
Si el relato “La Tuna de Oro” se origina en el redescubrimiento de gente venezolana muy peculiar, “Manzanita” es resultante de su reencuentro con las frutas del trópico. Casi podría asegurar que éste se produjo en el viejo mercado caraqueño de San Jacinto, muy próximo al hotel Pensilvania, donde Julio se alojó a su llegada del Viejo Mundo. Entre los recuerdos que conservo de aquel interesante mercado popular, se encuentran en primer término los aromas que impregnaban el sector donde se encontraban las frutas criollas. No me cabe la menor duda de que esta mezcla de olores es el referente principal del cuento “Manzanita”, uno de los más celebrados y traducidos.
En este relato, las frutas se comunican entre ellas mediante un lenguaje nuevo que Julio descubre, y que por su naturaleza olfativa pudiera llamársele odorífero. Cada fruta, admirablemente “personalizada” de acuerdo con su morfología, dialoga con las demás a través de sus propios aromas. El tema central de estas polémicas conversaciones versa sobre el malestar que afecta a uno de los miembros de la comunidad, una Manzanita Criolla desplazada por las Manzanas del Norte, que han pasado a ser las favoritas. Como en sus mejores cuentos, el mensaje connotado parece apuntar hacia un sentimiento nacionalista, que casi se aproxima a la xenofobia. Pero no es así. Ya para concluir la historia, la Manzanita Criolla supera su complejo de inferioridad y siente lástima por las Manzanas del Norte, al darse cuenta de que las extranjeras no pueden subsistir fuera del refrigerador. Solidaridad y compasión la sitúan por encima de un mezquino sentimiento personalista. Es como si trasladándonos al plano de los humanos, dijérase que por sobre razas, colores y nacionalidades priva la condición humana. Así la Manzanita Criolla, observando que algunas de sus parientes del Norte habían sido arrojadas a la cesta de los desperdicios, pronuncia esta frase enaltecedora, que sintetiza lo más profundo o elevado del relato: “Después de todo son frutas como yo, hijas de la tierra y el sol, buscadas por los niños y los pájaros… ¡Perecederas frutas como yo!”.
Los restantes cuentos comparten con la mayor naturalidad realismo y fantasía. En “El médico de los muertos”, Garmendia utiliza la visión del humorista para inventar una lógica peculiar, siempre dentro del contrasentido. Si el médico de los vivos lucha por evitar que sus pacientes mueran, el médico de los muertos lucha por impedir que sus enfermos revivan. En “La pequeña inmaculada” la muerte ronda a una joven devota. En “Las dos Chelitas” el tema es el de una negociación entre dos niñas homónimas, una rica y enfermiza, pobre pero saludable la otra. La Chelita rica trata de convencer a la Chelita pobre de que reciba todos sus juguetes a cambio de un sapo que es la mascota de la Chelita pobre, pero ésta se niega a aceptar la propuesta. El fallecimiento de la niña rica pone un conmovedor punto final al inocente regateo. “Guachirongo”, primero de los relatos inspirados en la tierra natal del escritor, es un personaje popular que deambulaba por las calles de Barquisimeto, seguido por unos cuantos perros, hambrientos como su dueño. Vende gritos y bailes a los muchachos. Un día desaparece y se vuelve legendario al ser visto danzando entre las nubes de algún crepúsculo barquisimetano, siempre acompañado por sus fieles animales.
Este segundo volumen fue el último que Garmendia entregó a las prensas. Vivió veintiséis años más, escribió numerosos cuentos, de los que nunca nadie supo de su existencia mientras él vivió, ni tampoco de su intención de publicarlos. Este silencio cobra mayor significación si se piensa que ya era un autor consagrado, con venta asegurada, como lo demuestran los tres libros póstumos que hasta la fecha se han impreso: La hoja que no había caído en su otoño (1979), La motocicleta selvática (2004) y El regreso de Toñito Esparragosa (contado por él mismo) (2005).
Y aún queda mucho material narrativo inédito, que estamos en la obligación de poner al alcance de los admiradores y estudiosos de la obra de Julio Garmendia, y como entrega a las letras en lengua española de uno sus más altos representantes dentro de la narrativa corta. Esto habrá que hacerlo y pronto. Pero ya será historia para otro día.
NOTAS
1 Aparecieron en el diario El Universal de Caracas, en las siguientes fechas: “El camino de la gloria”, 21 de enero; “El gusano de luz”, 4 de mayo; “Una visita al infierno”, 30 de abril.
2 Además de relatos, publica poemas, crónicas humorísticas y notas de crítica literaria. Estos escritos se encuentran en el volumen Opiniones para después de la muerte, compilación, prólogo y notas de Oscar Sambrano Urdaneta, Caracas, Monte Ávila Editores, 1984.
3 El titular de este Despacho, el abogado, historiador y político Antonio Álamo, coterráneo y amigo desde la infancia del padre del cuentista, se constituyó en protector del joven intelectual, quien en reconocimiento le dedica su primer libro, La Tienda de Muñecos.
4 Recorte sin fecha conservado por Garmendia entre sus papeles: debe haber sido publicado después del retorno del escritor, esto es, hacia 1940 o 1941.
5 Teresa Alvarenga, “Entrevista a Julio Garmendia con motivo de habérsele otorgado el Premio Nacional de Literatura”, El Nacional (Caracas), (8 de marzo de 1974).
6 Entrevista grabada por Teresa Alvarenga. Véase nota 5.
7 Además de estos cuatro relatos, Garmendia publicó “El gusano de luz” (1917), “La guerra y la paz” (1923) y “La joroba” (1923).
8 El Universal (Caracas), (30 de abril de 1917).
9 Actualidades (Caracas), (10 de marzo de 1918).
10 El Heraldo (Caracas), (19 de noviembre de 1922)
11 “El gusano de luz” (1917), “La guerra y la paz” (1923), fragmento que corresponde a una primera versión de “Opiniones para después de la muerte”.
12 No se ha hecho desde entonces una sola reedición de La Tienda de Muñecos que no esté precedida por la carta de Zumeta y el prólogo de Semprum.
13 Una primera versión del volumen La Tienda de Muñecos ya estaba concluida en 1921, tres años antes de que su autor viajara a Europa. Así lo comprueba una carta pública dirigida a Julio Garmendia, por el poeta Ángel Miguel Queremel, publicada en el periódico El Eco de Caracas en noviembre de 1921, en la que da relación de los cuentos que iban a constituir el primer volumen de este autor.
14 De los relatos de Julio Garmendia que registra Ángel Miguel Queremel, no he podido ubicar el titulado “La isla perdida
15 No obstante haber sido en París funcionario ad honorem de la Cancillería venezolana, y más tarde, cónsul en Génova hasta la muerte del dictador, pese a haber firmado un telegrama de felicitación al general Gómez antes de su viaje a Europa, tengo el pálpito de que su expatriación voluntaria durante casi dieciséis años obedeció precisamente al deseo de distanciarse del régimen político venezolano, por el horror que le inspiraba el regresar a Venezuela y tener que dedicarse “a componer la historia, crítica y polémicas ‘rotativas’ de los futuros Emperadores nacionales, ‘Gloria al Bravo Pueblo’, etc., etc.”. (Carta a César Zumeta. París, 10 de junio de 1926).
16 ver nota 5.
17 La nostalgia de Julio por los años de su infancia en El Tocuyo, en la casa de su abuelo paterno Papá Rafael, y de su adolescencia en Barquisimeto, en casa de su abuela Celsa, está plasmada en dos de sus mejores poemas: “Qué de tiempo hace” (1924) y “El jazmín” (1919).