literatura venezolana

de hoy y de siempre

Entre flores y telones

Abr 13, 2025

(Una aproximación al texto teatral femenino venezolano del siglo XIX)

Luisa Bettina Vincenti

El teatro escrito por mujeres en el siglo XIX es un tema que apenas se comienza a estudiar en Venezuela. Hasta hace relativamente poco tiempo, para la crítica el texto dramático femenino venezolano tenía su génesis en la década de los 50 del presente siglo y todas las manifestaciones teatrales previas eran prácticamente desconocidas, como lo señala Susana Castillo:

Al realizar un trabajo de campo en el medio venezolano salta a la vista la ausencia de una tradición teatral de mucho arraigo. La mujer que ha escrito teatro —antes de estas últimas décadas— está presente por ausencia. (…) Sin esas fuentes de información la interrumpida historia de la mujer que escribe teatro debe empezar en los años cincuenta con la poeta Ida Gramcko. La crítica venezolana la considera, en efecto, como su primera dramaturga. [1992: 11]

La actitud revisionista de los estudios literarios de estos últimos tiempos ha comenzado a despertar interés por producciones anteriormente ignoradas, entre ellas el teatro femenino del XIX. Esto ha llevado a la realización de valiosas investigaciones que han tratado de recuperar el trabajo elaborado por las dramaturgas del siglo pasado, como las de Susana Castillo: Las risas de nuestras medusas (1992); Dunia Galindo: En las fronteras de una nueva sensibilidad: Teatro, cuerpo y nación (1995) y Lorena Pino Montilla: La dramaturgia femenina venezolana (1995). Quizá, el abandono en que se vio la labor teatral femenina
del XIX no debe parecer extraño, ya que es en la actualidad que el estudio del teatro ha despertado un mayor interés en el ámbito de las letras venezolanas.

La producción reciente de varios trabajos teóricos ha comenzado a conformar un corpus sobre las artes escénicas venezolanas; trabajos como los de Susana Castillo, Rojas Uzcátegui, Rubén Monasterios, Leonardo Azparren Giménez, Alba Lia Barrios, Carmen Mannarino, Enrique Izaguirre y William Anseume son muestra de ello1; pero éste es un panorama que comienza a tomar forma dentro de los estudios de las letras venezolanas. Durante mucho tiempo la dramaturgia fue marginada del campo literario como objeto de estudio, limitándose a la puesta en escena y a algunos trabajos elaborados por investigadores interesados en el tema, o actores y directores del medio. Este aislamiento que sufrió el teatro de los espacios académicos se ve reflejado en las omisiones realizadas por muchas de las “Historias de Literatura Venezolana” canónicas sobre la materia, donde el género teatral es excluido de los índices temáticos y, en el mejor de los casos, las referencias sobre el mismo se limitan sólo a la segunda mitad del siglo XX.

Ante esta realidad no es difícil imaginar que el trabajo teatral femenino fuese —hasta no hace mucho— desconocido y poco estudiado, sobre todo el producido hacia finales del siglo pasado. Por otra parte, legitimar el trabajo dramático femenino del siglo XIX, reconociéndolo como parte del canon, implicaría —tácitamente— la aceptación por parte del sector hegemónico masculino de un sujeto femenino letrado que buscaba tener una voz y una identidad propia. Esto significaría además un duro golpe para las bases del status quo, quien tras su aparente liberalismo político permitía el desarrollo literario de la mujer, pero de forma limitada. Mary Louise Pratt lo señala así:

“Las ideologías igualitarias liberales obviamente constituían una apertura importantísima para las mujeres —y, por eso mismo, constituía una crisis tremenda para el poder patriarcal. De allí, pues, los esfuerzos intensos por parte de las instituciones patriarcales para replantear la subordinación femenina en el contexto republicano, con todas las contradicciones o inestabilidades que eso implicaba”. [1995: 265]

Ese liberalismo, que indicábamos anteriormente, llevó hacia finales del siglo pasado a que las mujeres venezolanas de sectores sociales pudientes no sólo se dedicaran a las labores del hogar, sino que comenzaran a ejercer un papel preponderante en el ámbito cultural. Estas mujeres dirigieron —junto a muchas figuras masculinas— ateneos en ciudades de la provincia, editaron revistas y escribieron poesía, novelas y obras de teatro. Esta última es una faceta poco conocida dentro del devenir literario de las mujeres del siglo XIX en Venezuela.

Hacia la década de los ochenta del siglo pasado la escritura dramática femenina parece tomar vida con la obra María o el despotismo (1885) escrita por Zulima —seudónimo de la escritora Lina López de Aramburú—, pero es a mediados de los noventa el momento de mayor creación. Las dramaturgas venezolanas tuvieron una amplia producción de obras teatrales, pero ésta no llegó a ser conocida por varios factores que repercutieron, en línea general, sobre los escritores del XIX legitimados o no. Uno de ellos fue la falta de publicación sistemática de estas piezas, que pocas veces fueron impresas más de dos veces, cuando eran publicadas. La mayoría de las afortunadas obras formaron parte de revistas editadas por mujeres como Armonía Literaria o Flores y Letras, y muy rara vez, aparecieron en periódicos de renombre de la época, tales como Cosmópolis o El Cojo Ilustrado, como El Juguete Cómico (1895) de Margarita Agostini de Pimentel, sin contar el hecho de que muchos de los textos dramáticos escritos por estas mujeres quedaron en manuscritos que se perdieron con el correr del tiempo, como es el caso de Ramona Kiensler o Berenice Picón de Briceño, de quienes sólo se tienen vagas referencias de sus obras en periódicos de la época.

Además de la falta de publicación, estos textos dramáticos tuvieron poca difusión. La mayoría de estas piezas se representaban dentro de círculos sociales muy pequeños, convirtiendo la puesta en escena de los textos en una práctica informal y privada que se limitaba a tertulias familiares u obras benéficas. Son contadas las autoras que corrieron con la suerte de representar sus dramas en teatros regionales de gran importancia, como Julia Añez Gabaldón. En el Teatro Baralt de Maracaibo se presentaron sus piezas: El premio y el castigo y El sacrificio por oro o un padre ambicioso, como un homenaje póstumo a la joven escritora.

Ya adentrándonos en los diferentes tópicos de las obras teatrales nos parece importante recalcar que, por la diversidad de temas expuestos dentro de los dramas, sería imposible dedicarnos —en esta oportunidad, por lo menos— a cada una de estas obras en particular; por lo que, para realizar un breve panorama de las mismas, las hemos dividido en cuatro grupos temáticos. Estos no son excluyentes entre sí, sino complementarios, lo que contribuye a dar una visión general del teatro femenino del XIX. La elección de estas áreas de estudio no son, para nada, limitantes; pues existen muchos vértices para abordar este interesante tema.

Tal vez uno de los bloques más delicados de tratar es el problema de la nación visto desde lo femenino. La mujer del XIX estaba muy vinculada a la construcción y consolidación de la patria; pero al limitarla al espacio privado para ser garante de la tradición, la mujer no pudo opinar abiertamente sobre el tema. Ello no significa que no tuviese su propia idea sobre la nación, sino que no existía un lugar de diálogo para confrontarla. El sujeto femenino letrado del siglo XIX parece no estar completamente de acuerdo con la concepción androcéntrica de la patria que se manejaba a partir de la Independencia. La exaltación de los héroes de la patria parece limitarse al sector masculino, dejando de lado el papel que tuvo la mujer dentro de la historia de la nación. Tras este lineamiento se pueden seleccionar tres obras: María o el despotismo, escrita —como se mencionó anteriormente— en 1885 por Zulima, y los monólogos de Virginia Gil de Hermoso: La Libertad (1895) y La Gloria (1913).

En María o el despotismo —drama en tres actos— se pone de manifiesto el descontento femenino frente al hecho de que la mujer, durante la Guerra de Independencia, se quedó muchas veces en casa luchando sola contra el enemigo y aceptando terribles humillaciones, mientras que el hombre se iba a la batalla. La
historia oficial dejó registrada la acción viril, mientras que el sacrificio de la mujer y su valentía ante el peligro era ignorada y silenciada por parte de los sectores de poder.

Los monólogos de Virginia Gil de Hermoso tratan otro aspecto del mismo tema. Es importante señalar que éstos no poseen las características de los monólogos actuales, pero fueron concebidos bajo esa forma. Virginia Gil de Hermoso con sus monólogos La Libertad (1895) y La Gloria (1913), pareciera querer crear una simbología femenina de la nación a partir de figuras alegóricas de la tradición retórica hegemónica, dándole un espacio a la figura femenina dentro del imaginario social del venezolano. El colectivo venezolano piensa la nación con rostro de hombre, ya que se habla constantemente de “los padres de la patria”, pero no hay heroínas de la nación. Es como si Gil de Hermoso quisiera demostrar que es gracias a una figura femenina que ese hombre de la Patria ha logrado el lugar que tiene en la historia. En tal sentido, la escritora se apropia de figuras alegóricas de la cultura patriarcal para exponer sus ideas “políticas” sin verse amenazada2.

Otro tema de interés para estas escritoras fue el matrimonio y la familia, enmarcados en el melodrama. Las obras El premio y el castigo (1896) —escrito en dos actos— y El sacrificio por oro o un padre ambicioso (1896) —drama en dos actos— de Julia Añez Gabaldón presentan, por lo general, un esquema donde dos jóvenes amantes que ven en peligro la realización de su amor por culpa de factores económicos o sociales que los alejan y que, gracias al destino logran unirse; pero más allá de una simple obra de teatro, estos textos parecen apuntar hacia la representación de las diferentes relaciones de poder que entran en juego tras la consolidación de un país. Este mismo esquema, con algunas diferencias, se presenta en la obra La carta o el remordimiento (1899) —drama en tres actos— de Zulima; que por ser ambientado dentro de un período histórico determinado, también permite vincularla con el problema de la nación. Por otro lado, la comedia Juguete Cómico (1895), escrita por Margot —seudónimo de Margarita Agostini de Pimentel— muestra cómo el desafío social permite que dos enamorados logren concretar su amor, a pesar de que ella es una joven pobre que vive como criada de sus tías. Esta pieza realizada en un acto y doce escenas presenta gran dominio del humor y del trabajo teatral.

Por otra parte, las artes escénicas en el XIX tenían formas de representación que hoy en día nos son extrañas, probablemente por ser un género en que las mujeres realmente comenzaban a incursionar o porque la época lo admitía3. En muchas de estas representaciones se acompañaba a la actriz con música, como especies de “líder”, donde la puesta en escena se mezclaba con la melodía y la poesía. Este tipo de piezas conforman el tercer bloque de estudio. Carmen Brigé es, probablemente, la autora que más escribió este tipo de obras, las cuales se caracterizaban por marcado sentido simbólico. En su diálogo alegórico: La aurora y la noche (1894), muestra no sólo un gran nivel poético, sino también propone figuras femeninas que recalcan su posición de benefactoras del hombre. Dentro de este mismo espacio se encuentra la pieza Alegoría (1894) escrita en el mismo año por Virginia Gil de Hermoso.

La soledad y la enfermedad conforman el cuarto bloque de estudio dentro de las obras teatrales femeninas del XIX. En dos monólogos homónimos, Sola —ambos de 1894—, Josefina Álvarez de Hermoso y Carmen Brigé muestran la metáfora de la soledad como desamparo social y moral que sufren las mujeres que no se encuentran dentro del canon femenino del XIX. Ambos monólogos no fueron concebidos con las estructuras actuales, pero ciertas acotaciones por parte de las autoras demuestran un pequeño conocimiento del trabajo teatral. En el monólogo escrito por Josefina Alvarez de Hermoso la autora presenta a una mujer que perdió a su marido tras un terremoto; junto a él murieron su madre y su familia, por lo que ella ha quedado sola, lo que la ha conducido a la locura.

En Sola, de Carmen Brigé, la guerra le ha arrebatado a su esposo y a su madre. La mujer, no encontrando otro sentido para su vida, busca un consuelo en el convento. Es como si la mujer hablase consigo misma para conocerse y autorreconocerse, sin la mirada del sujeto que la legitima dentro de la sociedad, aun aceptando la exclusión a la que es sometida por no tener familia que la respalde y vele por ella. El mensaje que parece subyacer en estas dos obras es la no-identidad femenina. La mujer es considerada sujeto sólo cuando es representada por una figura masculina; por lo que, la ausencia del mismo conlleva a la alienación frente a una sociedad patriarcal cerrada.

Para terminar, es necesario señalar que el teatro femenino venezolano del siglo XIX fue una labor muy pródiga que por no tener una difusión buena, se perdió en archivos y bibliotecas; por lo que es importante rescatarlo del olvido e incluirlo dentro del canon, ya que su exclusión demuestra la preocupación que ha tenido la historiografía tradicional frente al discurso dramático femenino del XIX. A pesar de que el trabajo teatral femenino pareció estar acorde con la tradición patriarcal, no fue así; lo que ayudó al silenciamiento de estas obras. El hecho de escribir teatro era, por sí mismo, un acto de subversión para la mujer venezolana de finales del XIX. Los mensajes de estas obras no eran directos, sino sutilmente elaborados, pero en ellos se encerraba una crítica a lo establecido.

La mujer venezolana del XIX tiene su propia concepción de lo que fue la Guerra de la Emancipación y lo que debe ser la nación, lo que la llevó a tener su propio proyecto político sobre las alianzas de poder, escondido tras un discurso aparentemente inofensivo como en las alegorías y los melodramas. Las dramaturgas venezolanas parecen mostrar que la figura femenina, ausente del imaginario colectivo nacional, es piedra fundamental para la realización de la patria, y que si bien su ciudadanía es anulada al no encontrarse “representada” por el poder patriarcal, ésta es capaz de jugar bajo las normas impuestas más por voluntad propia que por imposición.

Finalmente debemos decir que estamos conscientes de que este trabajo es sólo un panorama sobre la producción dramática femenina del siglo XIX y que queda aún mucho por decir, pero esperamos que nuestro aporte sirva para un estudio más profundo sobre las artes escénicas venezolanas, que apenas comienzan a ser estudiadas.

NOTAS

1 Susana Castillo: El desarraigo en el teatro venezolano (1980); Rojas Uzcátegui: Historia del teatro venezolano del siglo XIX (1986); Rubén Monasterios: Un enfoque crítico del teatro venezolano (1989); Leonardo Azparren Giménez: Máscara y realidad (1994), Documentos para la historia del teatro en Venezuela (1996), El teatro en Venezuela (1996); Alba Lía Barrios, Carmen Mannarino, Enrique Izaguirre: Dramaturgia venezolana del siglo XX; William Anseume: El drama en Venezuela durante los primeros cincuenta años del siglo XIX (1998).

2 Tadeusz Kowsan dice que la alegoría, la parábola y la fábula “con frecuencia son empleadas para designar […] realidades cuya cruda expresión pueda resultar inoportuna, o que parezcan formuladas literalmente, inaccesibles al entendimiento de aquellos a quienes se dirigen”. [1997: 199]

3 Es importante señalar que el XIX es un siglo dedicado a la representación, no sólo a nivel de entretenimiento, sino a nivel social. La cultura del siglo pasado estaba regida por lo que Silvia Molloy denomina “la política de la pose”, donde lo importante era ver y ser visto. Por lo que no es extraño que hubiesen existido formas que, aunque para nosotros sean desconocidas, como los cuadros vivos, los recitales actuados, etc., hayan sido propias de la época.

Imagen: Julia Añez Gabaldón

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