literatura venezolana

de hoy y de siempre

Ensayos breves de Katherine Castrillo

Nov 8, 2025

MIYÓ VESTRINI (1938 – 1991): La granada en la boca

Conocía el “espantoso signo” que aparece justo el día de nuestra muerte: una “rigidez en la nuca que comienza al levantarse”, será porque ahí está instalado el pajarillo sobre el que escribió Vallejo, el poeta que moría el mismo año en que Miyó era lanzada a la tierra, en Nimes, entre ruinas romanas. El día que ella reconstruyó: “Cuando tu cabecita,/ tu ombligo,/ tu cuquita virgen,/ asomaban al mundo/ entre las hermosas piernas de tu madre,/ metían al poeta en un hueco./ Lo cubrían de tierra/ y a ti/ te cubría la memoria”.

De aquella ciudad francesa, vestigio de campos galos, llegó a Betijoque, una población amansada con aliento de indios escuqueies.

Ese salto continental le hizo una escisión en el pecho, y en su hondura conservó “el puerto y la montaña,/ la rivera y el sur”. Quedó “tirada a mitad del camino/ entre el sol/ y la niebla”.

Muy joven ya formaba parte de los grupos literarios Cuarenta Grados a la Sombra, Sardio y Apocalipsis, en estos dos últimos era la única mujer entre sus fundadores. A los veintinueve años recibía el Premio Nacional de Periodismo. Estuvo al frente de páginas de artes, fue agregada de prensa de la Embajada de Venezuela en Italia, jefa de prensa en la Cancillería, entrevistó a grandes poetas como Gustavo Pereira, Víctor Valera Mora, Caupolicán Ovalles, Carlos Contramaestre.

Miyó anduvo por la poesía en búsqueda de “palabras secas”, necesitaba la musicalidad, las palabras tienen que sonar, decía. Obsesivamente se detenía en cada línea, revisaba, releía: “Para colocar una palabra en determinado sitio del poema, tardo días, la saco, la quito, la cambio de lugar, la elimino”. Esta obstinada vocación por la palabra la llevó a desarrollar su obra no solo en el periodismo y la poesía sino también en la narrativa.

Con lentes de pasta, cigarro, dedicada a la bebida “para evitar el infarto”, y resistida al brazo de su madre, estuvo bordeando o yendo de frente hacia la muerte: “no en vano/ deseo/ cada tarde,/ que la muerte sea simple y limpia/ como un trago de anís caliente”.

Confrontaba contradicciones y escenas domésticas que una mujer atravesaba más allá de la zanja del arte: “¿Por qué tengo que ser yo la que corte calabacines/ todas las noches/ a esta hora?”, la mujer que se va a la cocina “a pelar patatas”, la mujer que en la casa hace “muchas cosas y nadie se da cuenta”.

De pie, frente a un espejo, desnuda, contempló su soledad, su párpado caído, y detrás del reflejo, en su súplica por “una muerte que enfurezca”, también descubrió lo que era: “… el rifle en la mano/ la granada en la boca”.

En 1991, la poeta que una vez se oyó “crujir, debatir, sonreír, partir, gemir”, logró el suicidio que buscó varias veces, como escribió: “Morir/ requiere tiempo y paciencia”.
Miyó, o Marie-José Fauvelles, su nombre de nacimiento, dejó como legado Las historias de Giovanna (1971), El invierno próximo (1975), Pocas virtudes (1986), Valiente ciudadano (1994), Órdenes al corazón, (1996). Y también un testamento que incluía libros, sueños, sus cenizas y risa, un poema y su dolor adolescente.

Sobre nuestro final, nada sabemos, puede ser que una “cierta forma de morir más ruda nos espera”. Nos toca estar a atentos a esa rigidez en la nuca que comienza al levantarse.

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ESDRAS PARRA (1939 – 2004): Transmutado silencio

“Quiero que sepas que Esdras, el que tú conociste, murió, y quien te recibirá será una mujer”. Decía la carta enviada desde Londres al escritor José Napoleón Oropeza. El 31 de agosto de 1978, en el aeropuerto de Heathrow lo esperaba, efectivamente, ella. Era Esdras. La misma naturaleza taciturna, aquella forma de conversar con inalterable calma, en voz baja, tímida, la misma tensa tranquilidad. Era Esdras, “la transeúnte sin escolta que prolonga el camino”.

Nació en Santa Cruz de Mora, Mérida, donde el río Mocotíes empuja su frío rumor por la montaña. Sus hermanos la recuerdan como un niño solitario que pintaba y prefería permanecer sentado y limpio, siempre en rehuída del bochinche y la juerga. Un ser de murmullo, atravesado por la pregunta que le siguió toda la vida: “¿qué significa para mí el silencio, la apretada mordaza?”

Le corría por los huesos un carácter de “animal lanzado a la aurora”, por eso a los diecisiete años consiguió una beca y se fue a Londres a estudiar a los escritores ingleses. En 1967, con veintiocho años, publicó su primer libro de narrativa El insurgente, y un año después salían al mundo dos libros más: Por el norte el mar de las Antillas y Juego limpio. Fue inmediato el reconocimiento de la calidad de su obra, a la que la crítica literaria desde entonces reveló como poseedora de una singular belleza lingüística.

En Londres escribía críticas cinematográficas y realizaba traducciones para la revista venezolana Imagen, de la que fue miembra fundadora y editora. Allá conoció y trabó amistad con Cabrera Infante. Tras mucho tiempo sin saber nada el uno del otro, Esdras fue a visitarlo: “El Esdras Parra que me tocó el timbre y entró a mi casa no era el mismo, sino una señora con todas las de la ley”, le contó a Vargas Llosa, y de ahí nació la obra teatral Al pie del Támesis, del escritor peruano.

Ya de vuelta en Venezuela, llevó la dirección literaria de Monte Ávila Editores, iba a los cines porque odiaba la televisión, y se dedicó a escribir poesía. Con su primer poemario Este suelo secreto se llevó el Premio de la II Bienal Mariano Picón Salas, en 1993. Le siguieron Antigüedad del frío y Aún no.

Es tanto el genio de su trabajo poético que todavía hoy permite un extenso estudio de cada arista. El grueso volumen del Diccionario General de Literatura Venezolana asegura que la poesía de Esdras “surge impulsada por un deseo profundo y misterioso que recorre los espacios más íntimos del ser”; su amigo Oropeza señala especialmente “un desdoblamiento que revela su condición humana”, otros hablan del tiempo como paisaje en su obra. Pero sin duda, lo que prevalece como presencia crepitante es la construcción de la identidad desde un no-lugar que es ceniza y muro, la “sombra harapienta/ a donde me han condenado sin dolor y sin queja”, donde “no espero nada y es como si dijera/ todo”. Porque no tener ese espacio concreto es también umbral para renombrarse, para empezar de nuevo, tener otro puerto en el que al tocar tierra comenzará su historia.

Un día en la pulpa de su lengua se instaló el cáncer, como irónico punto final de una vida reservada y discreta. “Escribir sobre el silencio o sobre/ sus trozos de vacío, pero volver a/ la palabra o hacia su desaparición”.

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IDA GRAMCKO (1924 – 1994): Más caracol

De su centro-caracol le fueron naciendo versos. Emergían como espirales inagotables desde cada vértice de su infancia, imposibles de contener aunque ella fuera silenciosa, aunque el armazón de su cuerpo tierno fuera toda flacura. El escritor y periodista gallego Eduardo Blanco-Amor, dijo que a poco de conocerla notaba en su pasividad tanta energía que era necesario “defenderse para no caer en la lógica de su propio silencio”.

La profundidad de su obra poética, la precocidad en la gestación de su voz calcárea, provocó que Mariano Picón Salas –uno de los más grandes intelectuales latinoamericanos del siglo XX–, presentara a Ida Gramcko en el prólogo de su libro, titulado sencillamente Poemas, como la joven “décima musa”. Ella tenía apenas 28 años de edad.

A los diecisiete ya había publicado sus primeros textos, a los dieciocho tenía mención en el concurso de poesía de la Asociación Cultural Interamericana. Dos años después publicó dos nuevos poemarios. Con veinticuatro años no solo salió su libro La vara mágica, sino que fue enviada a la Unión Soviética como Encargada de Negocios. Con treintitres años recibía el Premio de Novela José Rafael Pocaterra.

Ida, fabuladora y mística, de verbo telúrico, escribió bajo el sentir de la presencia de las cosas: “Metáfora increíble:/ el silencio/ a través de la cual tanto nos dicen/ los objetos”. Ida-contemplación, caracola observando hacia sí misma: “Se mira en el espejo/ como una planta acuática en su linfa”.

Su temprana escritura la desarrolló en medio de una Venezuela en transición tras la muerte del dictador Gómez, con elevados índices de analfabetismo, una América Latina de invasiones, derrocamientos, guerras civiles, y un escenario internacional ensombrecido por la II Guerra Mundial. Pero Ida ya empezaba a ser habitada por un único abismo: ella. Ida y su quiebre psíquico: “Lucho soñando, sórdida, conmigo,/ con un pájaro extraño, con el viento,/ con un agudo y afilado pico/ que me horada las sienes y el cerebro”.

Su obra abarcó la narrativa, ensayo y dramaturgia. De su poesía el mismo Blanco-Amor resaltó “la briosa audacia de su imaginería, la majestad del lenguaje, la libérrima conducción tiempo-espacial de la materia literaria”. Y el filósofo Ludovico Silva dijo, como absoluto, que era “la más sonora de toda la lírica venezolana”.

Un mes después de la muerte de su hermana Elsa, falleció Ida, dicen que de tristeza. Su concha molusca no dejó de avanzar hacia el tiempo nuevo y se volvió lengua y memoria para estas generaciones: “Recuérdate, palabra,/ como eres, como estás, pulcra y redonda,/ no el agua, mas en agua y tras el agua/ y con el agua sin más pie ni alfombra”.

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LYDDA FRANCO FARÍAS (1943 – 2004): Una mujer más sus uñas y sus dientes

Apareció sobre la misma tierra de los indios jirajaras. Quizá fue por ese temblor atávico que desde el primer aliento presentó sus versos como armas “perfiladas, inmóviles, ariscas”. Tenía veintidós años cuando sus Poemas circunstanciales ganaron el Concurso Literario del Ateneo de Coro. Ahí escribió: “No nací para ocupar un espacio y nada más”. Así fue. Se metió con toda su sangre en la insurgencia urbana para luchar contra la represión política. Era la época aprisionada por el “ronquido persistente de los fusiles”. Y aunque un día llegó la pacificación, Lydda no dejó de cuestionar aquella generación “anémica de cantos verdaderos”.

Los amigos recuerdan sus signos: fumadora incesante, alegre y subversiva, “Venus de Willendorf de la sierra coriana”, dijo Ildefonso Finol. Amante de los boleros, cuenta Humberto Márquez, tanto, que escribió el libro Bolero a media luz: “una trepa la desnudez de otro cuerpo/ una encuentra la rama dorada y la codicia”. Vestía mantas wayúu, canículamente mimetizada con el sol zuliano que fue hogar hasta su muerte. Su llegada era una ventisca tibia, su presencia irreverente y buena.

Cumplió veintiséis años y publicó Las armas blancas. En adelante no paró más: le sucedieron a este libro una decena de poemarios en los que trabajó desde la prosa poética hasta la oralidad. Como blasones de su escritura incorporó la ironía, el humor, la objeción incisiva a la injusticia y el absurdo social. Nunca abandonó sus “modales de alimaña” para escribir contra la indiferencia, sin llegar al fútil panfleto. “Con un acto de rebeldía de largo aliento, Lydda emprende una campaña desestabilizadora que sacude los cimientos de la norma”, afirmó el escritor Cósimo Mandrilo.

Su poemario Una se convirtió en un referente político y literario sobre el papel de las mujeres como sujetas activas en un país que se retorcía con la violencia “incubada en las axilas”: “…vete acostumbrando hombre voraz/ mujer no es solo receptáculo/ flor que se arranca/ y herida va a doblarse en el florero/ al fondo de la repisa (…) una mujer es una mujer más sus uñas y sus dientes”.

Con Descalabros en obertura mientras ejercito mi coartada recibió el Premio Regional de Literatura Jesús Enrique Losada en 1994, el mismo año en que publicó simultáneamente tres libros.

Su corazón se detuvo una mañana. Andará Lydda “tendida a ras de la luna/ o flotando lluvia abajo/ en la resaca del último cigarro”. O tal vez bajo la mata de mango en San Jacinto.

Sobre la autora

Fuente de los textos e imágenes: https://literariedad.co. Ilustración: Pablo Kalaka.

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