literatura venezolana

de hoy y de siempre

El romanticismo en Venezuela

Feb 10, 2025

Gonzalo Picón Febres

En el capítulo cuarto de este libro dejo dicho que el romanticismo venezolano procede en línea recta de la revolución romántica española y también de la francesa, así como el papel que representa y la fisonomía que tiene en nuestra historia literaria.

El aparecimiento de José Antonio Maitín y de Abigaíl Lozano en los vergeles de la poesía nacional (de 1840 a 1841), marca época histórica precisa, señala en aquélla un nuevo rumbo y significa el tránsito, parcial como se ha dicho y mucho más acentuado en la forma que en el fondo, del clasicismo al romanticismo. Antes de ellos no se oye ni se siente aquella lírica desordenada, aquel torrente de adjetivos, aquella caudalosa versificación, aquella libertad de fantasía. Los dos se enamoraron de tal manera de Zorrilla, que lo imitaron en las calidades extrínsecas hasta rayar en el exceso, incurriendo muchas veces en sus defectos y extravíos. Ninguno de los dos se apartó nunca de su natural genialidad, tan interesante para la crítica ilustrada; y aunque Lozano cultivó la oda heroica, no se encerró en los estrechos moldes de la preceptiva clásica española, sino que buscó los de Manzoni, tan cercanos al romanticismo por la brillantez del colorido y por la audacia de la imaginación. Aun cuando con rasgos muy distintos, por la diferencia esencial de sus temperamentos, los dos coinciden en el tono general de la poesía que a la posteridad legaron; los dos forman contraste con el medio en que figuran; los dos concurren a componer un todo que tiene peculiar fisonomía, y los dos fundan escuela, que afortunadamente pasa.

Maitín es un poeta completo, por su fecunda vena para versificar, por la abundancia de su lirismo y por la delicadeza de aquella sentida melodía que se levanta de sus versos para conmover dulcemente el corazón. Su poesía mana y corre con la misma facilidad que de la alta cumbre el chorro de aguas vivas por entre márgenes de gramas y de flores. Fue poco literato y poco artista, y por eso hay en sus estrofas faltas de gramática, faltas de retórica, faltas cometidas contra las leyes inviolables de la versificación correcta, y hasta vulgaridades que dan grima. El poeta se conoce, entre otras visibles cualidades, por la espontaneidad, por la fluidez, por la armonía (provenientes de su naturaleza y jamás del artificio) con que canta, y por el instinto para comunicar variedad a los acentos en la versificación, como lo tiene el músico, en razón de su especial genialidad, para combinar artísticamente los sonidos.

Maitín nació dotado de semejantes cualidades, y por eso fue poeta, aun cuando sumamente desigual en la expresión artística (que no en la que pudiéramos calificar de natural), por la falta de destreza que se adquiere con la sabiduría en gaya ciencia. Su obra poética es uno como frondosísimo bosque americano, siempre abundante, siempre húmedo de rocío, siempre lleno de aromas y frescura, pero en el cual es necesario podar mucho la vegetación ubérrima, para encontrar la flor divina y el fruto espléndido de púrpura o de oro. A veces tiene expresiones admirables. Zenea, el gran poeta cubano, no hubiera dicho más ni más sentido en dos estrofas, que Maitín en las siguientes, al despedirse del sepulcro recién abierto de su amada:

¡Adiós, adiós! Que el viento de la noche,
de frescura y de olores impregnado,
sobre tu blanco túmulo de piedra
deje al pasar su beso perfumado.
Que te aromen las flores que aquí dejo;
que tu cama de tierra halles liviana;
sombra querida y santa, yo me alejo;
descansa en paz…. Yo volveré mañana.

Del célebre Abigaíl Lozano, el poeta más popular que ha existido en Venezuela, puedo hacer en lo esencial el mismo juicio que de Maitín acabo de exponer. Pero en Lozano hay más calor para cantar, más vehemencia en la expresión, más música en los versos, más originalidad y audacia en las ideas, más vuelo en la fantasía creadora, y más dueñez y señorío en el manejo de los acentos rítmicos. Es incorrecto, descuidado, extravagante, nebuloso y palabrero; mas casi nunca le falta la melodía que encanta, la voz dulce y sonora, el divino lenguaje del poeta. Don Felipe Tejera le ha negado facilidad para versificar, y yo creo que es lo que más tiene. Otros críticos (los más, sin duda alguna) no han encontrado en él sino los numerosos defectos en que abunda; pero esos no son, ni podrían serlo, sino los críticos mezquinos, los críticos pedantes, los incapaces de mirar, con mirada profunda y luminosa, en el seno de las almas superiores. La cuerda que por lo general vibró en su lira, fue la del amor; y por eso, y por su tono melancólico, y hasta por el desorden de sus composiciones, aparece en nuestra historia literaria con el aspecto singular de los troveros medioevales. Con frecuencia es hiperbólico, abigarrado en el color, desmedido en las imágenes que expresa, empalagoso y campanudo; pero en muchas ocasiones se levanta con poderoso vuelo (vuelo de águila o de alondra), alcanza cumbres elevadas y frisa con la sublimidad.

Y a pesar de sus extravíos, de sus incorrecciones, de sus extravagancias y del desorden perenne que resalta en sus estrofas, Abigaíl Lozano es, en relación con la época revolucionaria durante la cual pulsó la lira, uno de los más altos poetas que ha producido Venezuela. Si Bello, Baralt y Fermín Toro, verbi gracia, le vencen en el manejo sabio del idioma, en la claridad de la expresión y en el arte clásico para trabajar los versos, es claro que Lozano les supera en la abundante música de éstos, en la novedad de las imágenes, en la pompa y esplendor del colorido, en la intensidad de las cadencias, en la variada, pintoresca y espontánea distribución de los acentos; y si la memoria de poetas como Toro, como Eloy Escobar, como Juan Vicente Camacho y Arístides Calcaño se va eclipsando poco a poco a proporción que pasa el tiempo, la de Abigaíl Lozano se mantiene siempre fresca, sobresaliente y luminosa en medio de los cambios y vaivenes de la literatura nacional, como la de García de Quevedo, como la de Yepes, como la de Domingo Ramón Hernández y José Antonio Calcaño.

Épicas, soberbiamente épicas (a pesar de la poca precisión en las imágenes), son estas dos octavas reales consagradas a Napoleón el Grande, a quien llamó Cecilio Acosta «el Pasmo de la especie humana,» y de quien Byron dijo: «después de Satanás, ni hombre, ni ángel, ni demonio, han caído de tan alto»:

Águila del desierto, cuyo nido
mecióse entre las roncas tempestades ;
flamígero cometa, suspendido
sobre el cielo sin fin de las edades ;
tú, que en las mismas aguas del olvido
has lanzado tus regias claridades ;
dios caído del trono de los dioses,
¿quién recibió tus últimos adioses?
No en verdad las Pirámides, que oyeron
tus pasos de titán, y retemblaron ;
ni el Nilo, cuyas náyades te vieron
y asombradas tu nombre murmuraron;
ni las grandes ciudades, que encendieron
sus torres, y en las noches te alumbraron.
¿Quién fue?… ¡Silencio!… Trémula mi boca,
nombra apenas el mar… nombra una roca.

En 1869 se estableció en Caracas la Academia de Ciencias Sociales y de Bellas Letras, a la cual pertenecieron los hombres más notables de la literatura patria. Menguaba ya de fijo para entonces la influencia del romanticismo; se sentían venir de afuera corrientes reaccionarias contra él, y muy especialmente contra sus excesos y extravíos; en España se había iniciado con firmeza, desde 1857, el movimiento del neoclasicismo, apareciendo de nuevo la poesía heroica, filosófica y social; después de Quintana y de Gallego, habían cantado poetas como García Tassara, Ventura Ruiz de Aguilera, Campoamor, López García y José Martínez Monroy; los ingenios venezolanos querían hermanar la independencia del romanticismo y su elevada entonación, con la corrección y pureza del clasicismo histórico, pero apartándose de sus peculiares discreteos y artificios; y el espíritu de la libertad, y las conquistas de la civilización, y los milagros realizados en el desenvolvimiento de la humanidad por el cerebro jamás bien ponderado de los genios, y el recuerdo constante de la estupenda guerra de nuestra Independencia, y la gloria incomparable de Bolívar en cuanto heroico emancipador de pueblos; y además de todo eso, la influencia de poetas españoles como los mencionados, y también la de Manzoni, y asimismo la de Víctor Hugo, que desde su voluntario destierro en Inglaterra tronaba colérico y sublime contra Napoleón el Chico y contra todos los despotismos de la tierra, fueron condensando poco a poco en Venezuela, en parte muy visible, cierta especie de reacción moderantista contra el romanticismo, y ensanchando los horizontes de la poesía.

La Academia de Ciencias Sociales y de Bellas Letras de Caracas se estableció con el propósito de fomentar la reacción, y promovió un certamen poético para el 28 de Octubre de 1869, onomástico del Libertador Bolívar, sobre el tema La libertad del viejo mundo, al cual certamen concurrieron José Ramón Yepes, Francisco Guaicaipuro Pardo, Arístides Gaicano, Diego Jugo Ramírez y otros más, resultando premiada en el torneo la oda del fecundo poeta Heraclio Guardia, precisamente la del más independiente, la del menos sujeto a la moda de la imitación, y la del más voluble, en tratándose de escuelas literarias, de todos los poetas venezolanos que figuraron en aquellos días y hasta fines del siglo décimo noveno. El mismo Guardia obtuvo una medalla de honor de la Universidad de Caracas, por la oda en elogio de la ciencia que dedicó al mencionado instituto, y escribió en aquel entonces composiciones de índole trascendental como la titulada Ciencia y poesía.

Después del triunfo de la Revolución de Abril, acentuóse más y más aquélla tendencia literaria, y en 1872, 1875 y 1877 hubo en Caracas tres concursos poéticos, a los cuales se presentaron Yepes, Guardia, Jugo Ramírez, Gutiérrez-Coll y pocos más, siendo laureadas en dichos tres concursos, cuyos temas fueron respectivamente La gloria del Libertador, El poder de la idea y El porvenir de América, las tres odas del eminente poeta Francisco Guaicaipuro Pardo, a quien se le rindió en el teatro de la esquina de Veroes—después de su fallecimiento y en razón de sus indiscutibles altos méritos—un solemne homenaje de justicia, y cuya oda El porvenir de América presentó como suya un estúpido plagiario en un concurso habido años después en Buenos Aires, para obtener segunda vez la palma triunfadora. Y como no está demás decirlo en este punto, conste que lo mismo sucedió con una de las odas de Guardia, no hace mucho tiempo, en otra de las Repúblicas Hispano-Americanas.

La poesía heroica, la leyendaria, la filosófica y social tomaron desde entonces grande incremento en Venezuela, dentro de los términos neo-clásico-románticos, y bien puede afirmarse que la mayor parte de los poetas venezolanos de entonces—aun los más extraños por su temperamento y por su índole a semejante género de poesía, tales como Domingo Ramón Hernández y Jacinto Gutiérrez-Coll—le pagaron su tributo hasta el año de 90,  en el cual se inauguró el gobierno del eminente orador, tan justamente celebrado por la prensa, Raimundo Andueza Palacio. Las proezas de los héroes, los resaltantes magnos hechos de nuestra Independencia, la memoria de los varones eminentes, las conquistas de la civilización, las glorias de la Patria, el esfuerzo inspirado de los genios por la redención y engrandecimiento de las nacionalidades en el seno de la libertad, de la confraternidad y del derecho: he ahí el campo dilatado donde la poesía abrió las alas esplendentes y embocó la trompa de oro. José Antonio Calcaño triunfó en Madrid con su admirable silva A la Academia Española; Heraclio Guardia, tanto dentro como fuera del país, con diferentes trabajos muy ensalzados por la crítica; Felipe Tejera, en Cumaná, con La gloria de Sacre; Udón Pérez, Félix Soublette y Monasterio Velázquez, en Caracas, con Miranda mártir, La batidla de Ayacucho, La Gloria de Páez y las Bodas de oro de León Trece; y Rufino Blanco-Fombona, en Coro, con Patria, composición de poderoso vuelo y numerosa pompa lírica, aun cuando carezca del exquisito brillo artístico en que abundan no pocas de sus composiciones posteriores.

Pero así como el romanticismo no logró apoderarse por completo del espíritu de nuestros poetas, tampoco el referido género de poesía ocupó en absoluto su atención, pues a tiempo que pisaban sobre los hondos rastros de Quintana y de Gallego, de García Tassara y de Aguilera, de Martínez Monroy y de Bernardo López García, imitaban el espiritualismo de Selgas, el escepticismo de Campoamor en sus Doloras, la profunda tristeza de Bartrina, el patriotismo regional de Trueba, la vigorosa energía de los esculturales versos de Núñez de Arce, y el colorido andaluz, lleno de sol, de perfumes intensos de claveles y de regocijados pespunteos de guitarras, del malogrado y fecundo cantor que se llamó José Velarde, tan caprichosamente juzgado y zaherido por la crítica periodística española, y aun por la académica, ya que es necesario convenir en que los versos de Velarde, a pesar de los rudos prosaísmos que algunas veces los afean, hay blandísima ternura, deslumbradora fantasía, descripciones magistrales, bellas originalidades de expresión, reflejo encantador de las emociones del alma y de los espectáculos de la naturaleza, uno como ambiente de vigorosa juventud que nos llega al corazón embalsamado por los follajes nuevos y fragantes de la adorable primavera, y en ocasiones parece que se escucha el gran desbordamiento como de torrentoso río del soberano verbo de Zorrilla.

Enrique Heine, el admirable y profundo Enrique Heine, caudillo de una revolución poética en Alemania y en Francia, era desconocido en España. Eulogio Florentino Sanz hizo un viaje a la rubia y misteriosa Alemania, tierra de leyendas, de fantasías y baladas, y se encontró con la inmensa reputación del gran poeta y con el rico tesoro de sus obras. Volvió a España con ellas, y en 1857 publicó en Madrid varias traducciones de mérito al castellano. En la biblioteca Arte y Letra de Barcelona de España, apareció en 1885 una versión mayor de Don Teodoro Llorente; y más tarde fue conocida del público hispanoamericano la estupenda traducción del Cancionero, hecha por nuestro gran Pérez Bonalde.

Aun cuando hay otras españolas, de las cuales no se expresa bien la crítica, yo no conozco más traducciones de Heine que las que acabo de nombrar; y desde luego declaro, ateniéndome a lo dicho por el germano-español Juan Fastenrath con referencia a la fidelidad de la versión, y respecto de la belleza de la forma a mi criterio artístico y a mi manera independiente de entender el lenguaje de la divina poesía, que lo mejor y más notable que se ha hecho en tratándose de Heine puesto en verso castellano, es la traducción de Pérez Bonalde. Y afirmo esto, sin temor de que mi patriotismo ni el afecto con que me distinguió el gran poeta de la Vuelta a la Patria, me hagan parcial en semejante apreciación, porque hay muchos que creen que solamente la fidelidad, con un poco de corrección en el estilo, es suficiente para que se digan alabanzas de las traducciones hechas al castellano de poetas insignes que en otros idiomas escribieron. Traducir en verso no es simplemente traducir, porque cualquier versificador adocenado y de mediano gusto literario, pero de competencia en el idioma del cual vierte al castellano, es capaz de traducir con la mayor fidelidad, pero sin belleza alguna en la expresión. Traducir es pasar, por ejemplo, a nuestro idioma, en palabras equivalentes, las ideas, los sentimientos y las emociones expresadas con arte en otro idioma, pero, naturalmente, interpretando el alma del poeta a quien se traduce, trasladando la belleza artística de sus versos, haciendo semejantes en castellano, según la índole de éste, la delicadeza y fino gusto de lo que se traduce, y convirtiéndose el traductor, por la alteza de sus facultades poéticas, en eco exacto del traducido, o en su segundo yo.

Y tal así sucede con Pérez Bonalde, que ha traducido a Heine verso a verso, en la casi totalidad del Cancionero, con sorprendente habilidad (según la opinión de Fastenraht, que es autoridad en la materia), y con toda la belleza, arte y colorido característicos del original (según Menéndez Pelayo), el cual, no embargante su intransigente españolismo y el poco afecto que a los venezolanos se digna profesarnos en fuerza de sus recias debilidades históricas, confiesa honradamente que la traducción de Pérez Bonalde es la mejor, la más notable y la más bella que se ha hecho al castellano.

Del admirable Enrique Heine procede en línea recta Gustavo Adolfo Bécquer; pero entre los dos hay diferencias radicales. Heine se revolvió furioso contra Dios, y Bécquer jamás negó la Providencia; Heine, en medio de su infortunio y de sus dolencias físicas, odia y blasfema como un atormentado y alza iracundo los puños contra el cielo, mientras que en Bécquer no se ve sino una sonrisa amarga de desprecio contra la ingratitud humana; el temperamento de Heine es agresivo hasta con la mujer a quien amó y que le dio a beber el vino del placer en refulgente copa, y el de Bécquer apacible y resignado al sentir en el corazón la mordedura sangrienta de los desengaños; Heine es profundamente escéptico, y por no creer en nada se empeña en lapidar todas las cosas de la tierra, mientras que en Bécquer se ve un fondo de espiritualismo que lo hace alejarse, como para reposar, del fango de las miserias humanas; Heine dice mejor de lo íntimo del corazón, y Bécquer de la naturaleza; Heine, por último, enturbia en ocasiones la belleza de su poesía con expresiones demasiado vulgares y prosaicas, mientras que Bécquer conserva en sus admirables rimas la unidad en el lenguaje elevado, en la delicadeza poética y en el arte con que sabe engalanarla.

Heine y Bécquer despertaron también la admiración y el entusiasmo en los poetas venezolanos que aparecieron de 1878 en adelante, y muchos de ellos (no sólo de los que perseguían el renombre literario por entonces, sino también de los que ya lo habían alcanzado) imitaron al renegado germano y al melancólico español; pero si en unos fue la imitación completamente servil y palabrera, en otros puede decirse que se acercó muy mucho a los modelos, aun cuando jamás pudiese coincidir con ellos, porque a los poetas de personalidad propia y de yo completamente definido—el cual no depende sino de circunstancias especiales de su alma—es difícil asimilarlos por entero en su fondo y en su manera artística. Entre los imitadores de Heine figuran en primer término, pero en una que otra composición apenas, poetas como Pérez Bonalde, en Por siempre jamás, como Gutiérrez-Coll, en las Querellas, como Sánchez Pesquera, en La tumba del marino, como Gabriel Muñoz, en su bellísimo soneto intitulado En el cementerio, como Juan Arcia, en Post, como González Guiñan (Santiago) y como el tachirense Horacio Castro; y entre los imitadores de Bécquer, poetas como Eugenio Méndez Mendoza, en Celaje, como Felipe Tejera, en Ideal, La poesía y La mujer, como Paulo Emilio Romero, en Nuestro amor, y como Leopoldo Torres Abandero, en muchas de sus Mariposas; en la inteligencia de que el que tiene más afinidad con Bécquer, por su delicadeza, por su melancolía, por su dulcísima ternura y por su habilidad para encerrar un pensamiento profundo en pocas frases, es Paulo Emilio Romero, si bien no pueda decirse con verdad que sea solamente un reflejo del poeta sevillano, pues la personalidad de Romero, ya que imitadora en parte, tiene cierto sello original e independiente, como puede verse en su libro Pétalos sueltos.

De Sánchez Pesquera quiero copiar aquí el Madrigal, a pesar de la inexactitud de algunas de esas sus imágenes y de la poca afinidad o semejanza que entre ellas existe, para que se vea claro el espíritu de la imitación:

Todo tiende a su fin: el manso río
va a sepultarse al piélago bravío;
el rayo tiende al imantado acero;
del rocío la gota cristalina,

al tierno corazón de una violeta
o al clavel hechicero;
la inspiración divina,
a la ardorosa frente del poeta;
el águila del cielo
al nido tiende en la encumbrada roca;
y el beso de mi amor, con blando vuelo,
al nido tiende de tu dulce boca

De Don Felipe Tejera, el Ideal:

Si eres lluvia, rocía mi sembrado;
alba, despierta en mi enlutada noche;
si flor que aromas verdecido prado,
en mi yermo pensil abre tu broche;
si tormenta, me hiere; si bonanza,
dame ver el azul de tu esperanza.
Si eres nube fatídica, de horrores
no cubras más mi tenebroso día;
iris, dame tus nítidos colores;
si poema, tu eterna poesía;
Hombre, tu gloria, Lucifer; tu duelo;
Amor, tu dicha; Serafín, tu cielo

De Méndez Mendoza, el hermosísimo Celaje:

Una nube vagaba por el cielo,
y un alma triste por el mundo erraba;
rayo de sol hirió la blanca nube,
y el de unos ojos penetró en el alma;
brilló en el manto de la nube el iris,
y en el alma doliente la esperanza;
sopló el viento en los aires, y en la tierra,
de las penas el ábrego con saña;
la nube en blancas perlas se deshizo,
y el alma triste se deshizo en lágrimas

Y del barquisimetano Don José Parra Pineda, esta encantadora rima:

¡En vano te alejas ! Doquiera te sigo:
yo soy una sombra
flotante y fugaz;
soy luz en la estrella, fragancia en las flores,
rumor en las ondas azules del mar;
yo soy un espíritu
que vuela inmortal.

Si duermes, yo velo; despiertas, y canto:
¿no sientes en torno
constante rumor?
Son esas mis alas; yo estoy a tu lado
Antorcha en el ara, reflejo en el sol,
suspiro en el aire…
¡yo soy el Amor!

La serenidad de estatua griega en el conjunto, el aspecto escultural de las estrofas, la opulencia y exquisitez del ritmo, la sabiduría en el manejo del acento y del epíteto, la íntima y estrecha correlación entre las ideas y la forma, la música de los versos y el refinado brillo artístico en el todo de la composición poética, que no pueden lograrse sino por medio de la reflexión y la destreza, constituyen la escuela parnasiana, la cual tiene su origen, a no dudarlo, en Víctor Hugo. Pero Teófilo Gautier, Teodoro de Banville, Carlos Baudelaire, Lecomte de Lisie, y más tarde el cubano José María de Heredia, que son los representantes más prominentes y afamados de la escuela en Francia, acentuaron, mejoraron y perfeccionaron, cada cual con su contingente personal y con su peculiar manera artística, las tendencias del pontífice del romanticismo francés, el cual magno poeta se inspiró, probablemente, en la serenidad olímpica del Júpiter de Wéimar. Esa escuela ha tenido apasionados corifeos en Venezuela, tales como Gutiérrez-Coll, Eduardo Calcaño, Manuel Fombona Palacio, Andrés Mata, Víctor Racamonde, Rafael Marcano Rodríguez y Gabriel Muñoz, los cuales han despertado, en algunos de los poetas de la última generación, el estímulo vehemente en el sentido de convertir la forma en primorosa filigrana.

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