literatura venezolana

de hoy y de siempre

El juicio público

Mar 19, 2025

José Heriberto García de Quevedo

ACTO PRIMERO.

Sala en casa del Conde, amueblada con elegancia: puertas laterales: una al fondo.—En el centro un velador con libros, periódicos , etc.—En uno de los ángulos una chimenea encendida: sobre esta un reloj.

ESCENA PRIMERA. Carlos.—El Conde.

Conde. (Con unas cartas en la mano.) Muy bien, caballero. Mis corresponsales de Londres y de París le abren a usted un crédito ilimitado en mi casa. Me dicen que es usted muy rico: es lo que hay que ser en nuestro siglo de caminos de hierro y de barcos de vapor.—Supongo que es usted del comercio…

Carlos. No señor.

Conde. Debía haberlo adivinado. (Pasando la vista por las cartas.) Había leído solo lo del crédito.—Mis corresponsales me dicen que ha servido usted… y esas condecoraciones… sin embargo de que hoy se engalana también el comercio con ellas.

Carlos. Las que llevo son ganadas en el campo de batalla.

Conde. Es decir, compradas con sangre: los negociantes las compramos con oro. Oro o sangre todo es moneda, caballero: cada cual usa la suya.

Carlos. Hay otro medio que usted no menciona, otra moneda, como usted dice: el talento. Después de la virtud, creo que deba ser estimado como la mejor moneda, usando…

Conde. De mi lenguaje, ¿no es esto?

Carlos. Precisamente.

Conde. Es usted franco. Pero hablemos de negocios. ¿Puedo sin indiscreción preguntar a usted qué piensa hacer aquí?

Carlos. Aun no lo sé, caballero. Acabo de perder el único pariente que me quedaba y a quien apenas conocía. Su muerte me deja a la vez un nombre antiguo y una gran fortuna. Mientras fui pobre, érame igual vivir en mi patria o en el extranjero: rico, quiero establecerme en la tierra de mis padres y unir mis esfuerzos los de los demás buenos ciudadanos en pro de la madre común.

Conde. Muy bien dicho: acaso no sea tan bien pensado. La madre común suele ser madrastra para con los pobres… pero al fin. usted es rico. De todos modos, cuento
con que usted se dirija a mí para cuanto le ocurra.

Carlos. Doy a usted mil gracias. Pero, si no me engaño, he interrumpido sus ocupaciones…

Conde. No importa. ¡Ah! Hoy mismo presentaremos esas letras que trae usted. Si no tuviese muy tasado su tiempo, le rogaría que me aguardase algunos instantes en esta sala, y así podríamos.Tengo que examinar varios papeles… dar algunas órdenes.

Carlos. Como usted guste. Estoy absolutamente desocupado.

Conde. Bien: luego soy con usted. Entre tanto puede entretenerse leyendo. Ahí tiene usted las publicaciones nuevas de algún interés… los periódicos del día…

Carlos. Gracias. Obre usted como si yo no estuviese. Hay tiempo de sobra.

Conde. Beso a usted la mano. (Váse por la izquierda.)

ESCENA II. Carlos, paseándose.

Carlos. No sé lo que pasa por mí: siento una inquietud… un desasosiego, ¡una opresión! Cualquiera diría que no hay bastante aire respirable en esta sala. ¡Ah, corazón mío, estás todavía muy enfermo… acaso no sanes jamás! ¡No te creía tan débil… tan cobarde! El recuerdo de aquella mujer ingrata debía permanecer vivo, indeleble, pero no para amarla… para… Veamos esas publicaciones. (Sentándose y tomándolas una tras otra.) ¡El Porvenir! Brillante título: este papel debe ser profético. ¿Hablará bien siquiera de lo pasado? El Rey y el asesino, novela. ¡Buena será! Por de pronto veo dos faltas de gramática en la primera frase. Veamos este folleto. Estudio sobre las razas salvajes del África central. ¿Se habrá estudiado a sí propio el autor? —Pero… ¿qué veo? ¡Juan!

ESCENA III-Carlos.—Juan, por la derecha.

Juan. ¡Señorito… señorito Carlos! Deje, permítame usted besarle la mano! (Carlos se la da.) ¡Qué guapo está!

Carlos. ¿Pero qué es eso, Juan? ¿Ha dejado usted el servicio del Marqués? ¿Cómo le encuentro a usted aquí?

Juan. Estoy con la señorita…

Carlos. ¿Cómo?

Juan. Con la señorita María: con la Condesa de la Flor Parda. Este es ahora su nombre.

Carlos. ¡Ah! Es condesa… y muy rica… según parece…

Juan. Sí, señor… ¡muy rica!

Carlos. ¿Y… por supuesto… muy feliz?

Juan. En cuanto a eso , señor… ¿qué me sé yo? Creo que los señorones nunca son felices.

Carlos. Eso le consolará a usted de su pobreza.

Juan. Sí… sí señor… siempre es un consuelo; pero yo quisiera verla a ella… a la señorita María , tan feliz como allá en Sevilla… cuando usted era tan de casa.

Carlos. Ella se cansó de aquel estado… si no es feliz en el que eligió… la culpa es suya.

Juan. Eso si… si señor… pero aquí viene. Adiós, señorito.

ESCENA IV. Carlos.—María, por la derecha.

Carlos. ¿Cómo evitar su encuentro? Yo no quiero… no debo verla. Pero ya está aquí. ¡Corazón, corazón mío, valor!

María. (En traje de mañana.) Disimule usted , caballero… No sabia… Pero ¡Carlos… Carlos! (Abalanzándose hacia él y deteniéndose luego confusa.) ¿Es usted a quien veo después de seis años de ausencia?

Carlos. Yo… sí señora… yo.

María. Pero… ¿cómo?…

Carlos. Por una extraña casualidad. (Con fría política.) Aseguro a usted que el honor que recibo con su vista me es tan grato… como inesperado.

María. Pero está usted muy bueno… ¿Dónde ha estado usted tanto tiempo?

Carlos. Viajando por las cuatro partes del mundo en busca de la felicidad, que es… a lo menos para mí… una quimera! En estos últimos años me he batido por la independencia de varios pueblos….. otra quimera! Pero está escrito que vaya siempre en persecución de toda especie de quimeras.

María. ¡Nobles quimeras.sueños de un corazón generoso! Pero usted debe ser feliz… Carlos…

Carlos. Pregúnteselo usted a sí misma, Condesa.

María. ¡Ay!

Carlos. Es usted rica… ocupa una situación elevada… su talento…

María. No se canse usted. La felicidad, como la virtud, existen… debemos creerlo; pero para el común de los humanos, son… una quimera, como usted dice.

Carlos. Cierto.

ESCENA V. Dichos.—El Conde.

Conde. Soy de usted, coronel.—¡Ah!—La señora Condesa por aquí?—Señor de Salazar, si usted gusta, puede pasar a mi despacho.

Carlos. Estoy a las órdenes de usted.—Con permiso de usted, señora.

Conde. (Acompañándole hasta la puerta.) Soy con usted en dos minutos.

ESCENA VI. María.—El Conde.

Conde. ¿Y hoy no sale usted, que la veo todavía en traje de casa?

María. Me siento algo indispuesta.

Conde. De los nervios, ¿eh? La enfermedad es de invención moderna; pero ha cundido de un modo, que ya… ya! Señora, esas delicadezas mujeriles me revientan, ya lo sabe usted. Tales melindres serán de gran efecto para con los tontos… pero conmigo!…

María. ¡Válgame Dios!

Conde. En fin , usted sabe que no la amo, y yo sé lo mismo de usted ; pero esto no es una razón para dar un cuarto al pregonero. Entiendo que se divierta usted, que gaste, que luzca, para eso es usted rica: por eso se casó conmigo. Con su conducta extravagante, alcanzo yo la fama de mal marido, y usted la de mujer avarienta.

María. Pero señor, si mis gustos son sencillos; mi salud débil; mi carácter enemigo de la disipación y del estrépito… ¿Por qué no me deja usted en paz en mi retiro?

Conde. Porque no quiero que se me tenga por un ridículo, por un tirano. Ademas, yo la doy una pensión bastante crecida… ¿en qué la gasta usted? Va usted vestida como la mujer de un empleadillo de diez a doce mil reales. ¡Vaya un regalo el que me hizo su padre de usted el Marqués, con una mujer tan vulgar!

María. Me visto según mis inclinaciones… tengo otras atenciones… otros gastos.

Conde. Eso es precisamente lo que yo quiero saber.

María. Puede usted retirarme la pensión, si tal es su voluntad; pero no tiene derecho de pedirme cuenta de su empleo, real por real.

Conde. Está bien: ¡lo veremos! Por de pronto, ya sabe usted que he otorgado mi testamento: ni un maravedí la dejo a usted.

María. Usted es dueño de su fortuna. Está usted en su derecho.

Conde. ¿Pero no conoce usted que su conducta es desesperante?—¡Ni siquiera se enfada!—Voy a reunirme con el coronel Salazar. (Volviendo.) ¡Ah! no olvide usted que hay baile esta noche en casa de la de Prado-Verde. Ordeno a usted que vaya.

María. Iré.

(Váse el Conde.)

ESCENA VIl. María.

¡Dios mío!.. ¡Dios mío! ¡Seis años, día por día de esta vida, y no me he muerto! ¡Seis años enteros en que a cada instante he sentido desgarrar una por una mis entrañas, y vuelven instantáneamente a renacer para eternizar mi suplicio! La fábula de Prometeo es, pues, la historia de la vida humana! Y sola… sola… sin una alma compasiva a mi lado… sin un seno amigo en el cual pudiera derramar mis amarguras! Mi padre huye de mí… avergonzado quizás… Por él, solo por él, tengo que soportar esta vida de tormentos. Pero aun me estaba reservado el mayor de todos… porque Cárlos me creerá insensible… acaso despreciable… Si… si!.. Me debe creer muy despreciable! ¡Oh padre mió! ¡Cuán largamente os he pagado la deuda de gratitud filial! ¡Ah! (Se cubre el rostro con las manos y llora.)

ESCENA VIII. Dicha.—El Marqués, por el fondo.

Marqués. Llora… siempre llorando! Y yo… yo que había recibido del cielo el encargo de hacerla feliz… yo soy quien la ha hecho desgraciada para toda la vida! ¡Fatal vanidad! ¡Cuán amargos frutos recoge quien te cultiva! (Acercándose.) ¡Hija mía!

María. (Enjugando de prisa sus lágrimas.) ¿Quién?.. ¿Es usted, padre mío? ¡Soy tan feliz cuando le veo!

Marqués. Pero… ¿por qué lloras? ¿Qué nuevo disgusto?

María. Ninguno… al contrario…

Marqués. Llorabas… no puedes negarlo: aun quedan en tu rostro huellas de reciente llanto.

María. Pues bien: si… lloraba… pero eran lágrimas de placer… de enternecimiento… ¿Qué sé yo? ¡Las mujeres lloramos de tantas cosas!…

Marqués. No sabes mentir, ni disimular… Harto tiempo guardé silencio: eres un alma noble y generosa , y me quieres ahorrar hasta el débil castigo del arrepentimiento…

María. No hable usted así… Hablemos de otra cosa… (Abrazándole.) Tengo para usted algunos ahorros de mi pensión… con su ayuda…

Marqués. No… no quiero más dinero! He pagado mis deudas… he hecho sacrificios que debí hacer antes… tardíos ¡ay de mí! para tu dicha… pero no para tu tranquilidad! Si, ese hombre te maltrata… si…

María. Yo no me he quejado de él, padre mío.

Marqués. Pero yo lo sé: lo veo en tu pálido semblante. Hay tribunales… y si él se niega a una separación amistosa!… En casa podremos vivir, si no ricos… sin humillaciones… sin insultos… Tranquilos, ya que no felices, porque yo no podré serlo nunca… nunca!

María. Hablemos de otra cosa… ¿Sabe usted que he visto a Carlos?

Marqués. ¿A Salazar?.. Pero dónde… cuándo?…

María. Aquí… hace muy pocos instantes…

Marqués. ¿Aquí? Pero a qué ha venido?

María. No lo sé. Está allá dentro, con mi marido: en el despacho.

Marqués. Voy… voy a verle. Ya sabes, hija mía, si no vives contenta aquí… (Apoyándose.) La venida de ese joven es un peligro más…

Juan. (Entrando.) El señor de Cardona.

María. Que pase adelante.—¿A qué vendrá ese importuno? Vaya usted, padre mío. (Váse el Marqués.)

ESCENA IX. Cardona.—María.

Card. A los pies de usted, Condesa. ¿Cómo lo ha pasado usted desde ayer?

María. Muy bien, gracias. ¿Usted tan temprano por aquí?..

Card. ¿Extraña usted que haya madrugado tanto? ¡Qué quiere usted… los negocios… el baile de la de Prado-Verde nos trae muy ocupados!

María. ¿Con que los negocios… del baile, son los que le han hecho madrugar? Creí que fuesen de una naturaleza más grave…

Card. ¿Y hay nada mas grave que divertirse, Condesa? Registre usted los periódicos, y los verá llenos de artículos que anuncian o describen los festines del gran mundo. ¿Cómo se hacen hoy las revoluciones, los tratados? ¿Cómo se socorre a los pueblos incendiados, inundados o destruidos por el fuego enemigo? ¿A qué se reduce la diplomacia de hoy día? A comer y a bailar. Comiendo y bailando, se hacen y deshacen los imperios: se libertan o esclavizan las naciones. Créame usted, Condesa. La gastronomía y las piruetas son la política de hoy, elevada la quinta potencia!

María. Pero usted no se ocupa de alta política, según creo…

Card. No; pero bailo y como. Soy una parte integrante del gran todo.

María. Es verdad.

Card. Pero hablemos de un negocio mucho más grave para mí que el bien estar del mundo… Hablo de mi felicidad.., de mi amor!

María. Caballero… Puede usted maldecir del mundo entero… y blasfemar de la humanidad, si le viene a cuento; pero la prolongación de esa chanza repugnante, ya raya en lo ridículo. He pedido a usted varias veces que no me volviese a hablar de ello, y no comprendo…

Card. (Ap.) Esta mujer es el fénix de la época, o tonta rematada. (Alto.) Señora… yo… ¿Llama usted chanza a la mayor verdad que ha existido jamás? Yo amo a usted, Condesa, con todas las fuerzas de mi corazón!

María. Después de la polka y de los banquetes. (Con ironía creciente.) Acaso me haga usted el honor de creerme una parte integrante del gran todo de su felicidad! Pero hablemos seriamente, Cardona. Si hay algo más doloroso que vivir en medio de una sociedad calculadora… egoísta: de una sociedad incapaz de sentimientos graves… profundos… elevados, es sin duda, oír hablar de tales sentimientos con esa vana y declamatoria pompa, que es el disfraz de la desgraciada época en que vivimos.

Card. (Ap.) ¡Por vida mía! Es una sabia esta mujer! (Alto.) Señora…

María. Ruego a usted, pues, que se ahorre el inútil trabajo de fingir lo que no siente, y a mí el sonrojo de escucharlo.

Caro. (Ap.) Me chafó!… (Alto.) ¡Qué injusticia!

Juan. La señora Baronesa de la Vega y la señorita Carlota.

María. Que pasen.

ESCENA X. Dichos.—La Baronesa.—Carlota.

Bar. Buenos días, querida Condesa. ¿Cómo va? (Besándola estrepitosamente.)

María. Bien, a Dios gracias… ¿Y tú, Carlota?

Carlota. A las mil maravillas: deseando siempre verte. (Se besan.)

Bar. ¡Oh! ¡si! Usted tiene en Carlota una amiga tiernísima.

María. Nos hemos criado juntas: luego, nos educamos en el mismo colegio ..

Card. Esas amistades no se olvidan nunca, como dice… no recuerdo qué autor.

Bar. Lord Byron… Beso a usted la mano.

Card. Sí… eso es: en la peregrinación de Childe Havold… A los pies de usted, Baronesa.

Bar. En don Juan…

Card. Sí… sí. Es usted una biblioteca ambulante, Baronesa.

Bar. No; pero he leído los autores cuyas palabras cito.

Card. (Ap.) Esta mujer debía ser académica.

Bar. (A María.) ¿Piensa usted asistir al baile que da hoy la de Prado-Verde?

María. Sí… seguramente.

Bar. A ser la desesperación de nuestras elegantes con esa infantil y encantadora sencillez…

Carlota. Y sin embargo, por ahí dicen que te vistes como una colegiala.

María. ¿Qué quieres? Tengo mucho amor á los recuerdos de aquel tiempo. Pero, siéntense ustedes.

Card. Es razón: sentémonos.

Bar. (Con malignidad.) Sí; los recuerdos del colegio, es decir, de la adolescencia, son muy gratos. ¡van ligadas a ellos tantas cosas! Los primeros triunfos de la vanidad, las primeras emociones del placer, el primer amor! Porque siempre el primer amor data del colegio… ¿No es verdad, Condesa?

María. (Con embarazo.) Sí… sí… casi siempre.

Bar. (Ap.) ¡Hola! Parece que lo del amor antiguo es cierto… Turbóse…

Card. ¡Ah! ¡Sí! Yo tuve mis primeros amores en el colegio; amores no muy aristocráticos por cierto. Mi Dulcinea era hija de una pastelera que vivía enfrente… una rubita deliciosa… ¡Pobrecilla! Me solía regalar muchos pastelillos… añejos, por lo común. (Tarareando.)
Souvenirs du jeune áge

Bar. Já… já… já… ¿Y siente usted el encanto de los recuerdos, es decir, de los pastelillos añejos?

Card. De modo, señora, que si se quiere prosaizar, todo es ridículo. La vida es sueño de Lope de Vega.

Bar. De Calderón… querrá usted decir…

Card. De Calderón… no me opongo… Ya sabe usted que no tengo memoria. Decía, que ese drama tan celebrado, se podría hacer tan insípido como un anuncio del Diario de Avisos. (Ap.) ¡Estas mujeres que han pasado de los treinta son tan cargantes!

Bar. Disimule usted, Cardona. Tengo desgraciadamente el humor chancero, y tal cual memoria… En fin. pésame haber profanado el recuerdo de la pastelerilla…. y de sus añejos regalos… Dispénseme usted…

Card, No hay de qué… (Ap.) ¡Harpía!

Bar. ¿Y el Marqués, su padre de usted, Condesa?… Ha días que no le veo…

María. Bueno… está en el despacho con mi marido.

Bar. Usted parece que no piensa salir hoy…

María. No me siento dispuesta…

Carlota. ¡Ay qué lástima! Y yo que contaba contigo para que me acompañaras…

María. ¿Y adonde pensabas ir tan temprano?

Carlota. A tiendas: quería que me eligieses unos encargos que me hacen de Sevilla… ¡tienes tan buen gusto!

María. No pensaba salir; pero puesto que me has menester… iré.

Bar. Si, avíese usted, Condesa. Hace un día soberbio, y después de las tiendas pueden ustedes bajar al Prado…

Carlota. ¡Sí… sí!

María. Haré todo lo que gustes.

Carlot. ¡Qué buena eres! (Besándola.)
María. Voy… voy aviarme.—Con permiso de usted, señor de Cardona… Ustedes quedan en su casa.

ESCENA XI. Dichos , menos María.

Cardona. Es muy complaciente la Condesa…

Carlota. ¡Oh! ¡sí! ¡excelente!

Bar. Por dias, a veces es todo lo contrario. A mí me ha negado en varias circunstancias hasta las condescendencias mas pequeñas… Que lo diga Carlota…

Carlot. Sí… es caprichosa: lo mismo era en el colegio.

Bar. Y eso que soy la única parienta de su marido a quien trata: porque mi primo tiene también sus rarezas y se ha indispuesto con toda la familia. Carlota puede decir a usted…

Card. Eso lo sé yo perfectamente. El Conde no solo tiene rarezas: es un ente ridículo.

Bar. Pero vea usted que está hablando con la única parienta que…
Card. (Ap.) Y es Verdad.¡qué tronera soy! (Alto.) Perdone usted, Baronesa… mi intención…

Bar. No hay de qué… y ademas, tiene usted razón: mi primo es ridículo hasta lo sumo. ¿Creerá usted que no ha querido asociar a mi marido en su última jugada de bolsa, so pretexto de que le debe todavía lo que perdió en la penúltima?

Card. ¡Qué atrocidad! ¡Con un hombre como el Barón , que es la suma delicadeza!

Bar. Y en esta ha ganado no sé cuántos millones y mi marido dice, y tiene razón, que puesto que solo le asocia cuando pierde, no le pagará jamás!

Card. Muy bien dicho.

Bar. ¡Y luego desatiende a su familia de una manera! ¡Cuando yo veo mandando en esta casa a la muñeca de su mujer, no sé que me da! Una colegiala insulsa… gazmoña… sin mas mérito que ser hija de un marqués hambriento… un título de esos de bota y garrote, como suele decirse… Si a lo menos fuera amable, decidora, vivaracha, como esta encantadora niña… (Cogiendo de la barbilla a Carlota.)

Carlot. Eso va en suertes. Fortuna te dé Dios, hijo, como dice el refrán.

Bar. Y eso que mi primo no la quiere ni pizca… Ella es verdad que se conduce mal .. muy mal!

Card. ¿Pero qué hace de malo esa señora?

Carlot. Eso digo yo: ¿qué hace de malo?

Bar. ¡Ahí es nada! Está contrariando siempre a su marido… porque es espíritu de contradicción. Basta que él diga blanco para que ella diga negro…

Carlot. Eso sí: es amiga de disputar: lo mismo era en el colegio.

Card. (Ap.) ¡Esta niña es encantadora!

Bar. Luego, hay no sé qué misterio. . un amor antiguo… romántico, como los de las novelas…

Carlot. Siempre la dio por ahí…

Bar. En fin, es…

ESCENA XII. Dichos.—Carlos,—El Conde.—El Marques, luego María.

Conde. ¡Buena es esa. Marqués!—¡Hola prima!—Señorita… Señor de Cardona… Tengo mucho gusto en ver a ustedes.—Coronel… mi prima, la Baronesa de la Vega.— La señorita Carlota de Céspedes, íntima amiga de mi mujer;—el señor de Cardona… joven aventajado. (A los otros.) El coronel Salazar, valiente, guerrero y dueño de más de diez millones!

Carlos. Señoras… caballero…

Bar. Tengo a mucho honor el conocer a usted, coronel…
Carlot. Muy señor mío. (Ap.) ¡Qué guapo es!

Card. (Con petulancia.) No gusto de lisonjas, coronel; pero ten-go una parcialidad entusiasta por los valientes!

Carlos. Usted me confunde… (Ap.) ¡Qué finchado es el pollo! (Carlos habla con el Marqués, la Baronesa con Carlota.)

Card. Soy franco… pero, Conde, ¡qué bueno está usted! Representa usted a lo sumo veintiocho años!

Conde. Y tengo mas de treinta…

Card. ¡Es usted un grande hombre! Su última jugada le coloca en primera línea entre los financieros de Europa!

Conde. ¡Buena lección han recibido mis émulos!

Card. Se están muriendo de envidia y de rabia…

Conde. ¿Cómo así? ¡Cuénteme usted!

Card. ¡Pues si no se habla de otra cosa en todo Madrid! Los altos cálculos de usted; su atrevimiento; su rápida concepción… coup d’ceil, como dicen los franceses, son el alimento exclusivo de todas las conversaciones. ¡Vamos… es usted el héroe del dia, mi querido Conde!

Conde. (Frotándose las manos.) Gracias… gracias… no será tanto.—Pero, a propósito, Cardona: usted, que es un joven de claro talento… ¿por qué no se lanza a la especulción?—¿Quiere usted que le asocie á mi primera jugada?
Card. Diré a usted… (Ap.) ¡Diablo! ¿Y si me sucede lo que al Barón? Haré como él… no pagaré…

Conde. Vamos, ¿quiere usted?

Card. Con mil amores. (Siguen hablando.)

Bar. ¿Pues no ve usted la intimidad con que habla al Marqués? Bueno fuera que tuviéramos delante al antiguo chichisvio de mi señora prima…

Carlos. (Al Marqués.) Efectivamente.

Carlot. ¡Calle! Parece que ha contestado usted.

Conde. (A la Baronesa). ¿Y mi señora esposa… se sabe dónde para?

Bar. Ha ido A vestirse para salir con Carlota…

Carlot. AquÍ la tiene usted.

Bar. (Aparte) Observemos…

Conde. Celebro que hayas mudado de parecer… hace un día magnífico, alma mía.

María. Voy con Carlota a unas compras… (Haciendo una cortesía a Carlos.)

Conde. A propósito… cuando salí hace poco, no me ocurrió presentarte a este caballero… luego he sabido que se conocían ustedes de antemano…

María. (Con emoción visible ) Sí… en efecto.

Bar. (A Carlota.) ¿Qué tal? ¿No ve usted? ¡Se ha puesto como la grana! Yo lo sabré antes de mucho.

Carlot. ¡Ah sí! Averigüelo usted

Bar. Primo… supongo que llevarás esta noche al coronel a casa de la de Prado-Verde. (A Carlos.) Es una reunión muy agradable, caballero.

Conde. Con mucho gusto.

Carlos. Doy a ustedes repetidas gracias… pero estoy tan recien llegado… luego, tengo luto…

Conde. Luto de un tío, y de siete meses… Ya eso no se estila, coronel.

Carlot. ¡Ah si! ¡Vaya usted!

Conde. Se lo ruegan a usted las chicas.

Carlos. Iré… señorita.

Carlot. ¡Qué amable es! ¿No es cierto, María?

María. (Suspirando) Sí.

Bar. Ea, señoras… estamos perdiendo el tiempo.

María. Tiene usted razón.—Adiós papá. (.Besándole la mano.) (Al Conde, alargándosela.) Adiós. Beso á ustedes la mano. (Carlos hace una profunda cortesía.)

Card. Yo voy con ustedes.

Bar. Primo… Marqués, abur.—Hasta la noche, coronel. (Vánse las señoras.)

Conde. Con Dios. (Al Marqués y Carlos.) Vamos nosotros a ese negocio.

(Cae el telón.)

FIN DEL ACTO PRIMERO.

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