literatura venezolana

de hoy y de siempre

El cielo de esmalte (selección)

Dic 30, 2023

José Antonio Ramos Sucre

El clamor

Yo vivía sumergido en la sombra de un jardín letal. Un ser afectuoso me había dejado en la soledad y yo honraba constantemente su memoria.

Unos muros altos, de vejez secular, defendían el silencio. Los sauces lucían las flores de unas ramas ajenas, tejidas por mí mismo en su follaje estéril.

He salido de esa ciudad, asentada en un suelo pedregoso, durante el sueño narcótico de una noche y he olvidado el camino del regreso. ¿Habré visto su nombre leyendo el derrotero de los apóstoles? Yo estaba al arbitrio de mis mayores y no les pregunté, antes de su muerte, por el lugar de mi infancia.

La nostalgia se torna aguda de vez en cuando. La voz del ser afectuoso me visita a través del tiempo desvanecido y yo esfuerzo el pensamiento hasta caer en el delirio.

He entrevisto la ciudad en el curso de un soliloquio, hallándome enfermo y macilento. La voz amable me imploraba desde el recinto de un presidio y una muchedumbre me impedía el intento de un socorro. Los
semblantes abominables se avenían con los símbolos de sus banderas.

Yo no acostumbraba salir de casa en la ciudad de mi infancia. Mis padres me detenían en la puerta de la calle con un gesto de terror.

***

El olvido

Yo no pisaba las huellas del cazador extravagante. Quería evitar el contagio de su pesadumbre.

Morábamos vecinos en un país de belleza augusta. El azufre y demás fósiles predilectos del fuego se juntaban en la composición de la tierra.

El cazador frecuentaba los montes de granito. Su gesto valiente se dibujaba en la zona del éter cándido. Una lumbre fugitiva dirigía sus pasos.

Había domesticado el ser más viejo entre las gamuzas repentinas. Acertaba de espaldas con el objeto de sus tiros.

No lo abordé sino una vez, para dar con el motivo de su desvío.

La manera grave de su discurso no me permitió recoger una vislumbre.

Había fabricado su cabaña a la sombra de un pino glacial.

Yo la visité furtivamente al advertir su ausencia de una semana. El cazador, libre de los efectos deletéreos de la muerte, yacía en un ataúd de piedra. El semblante helado, ajeno del pesar, no inspiraba conjeturas sobre la causa del fallecimiento. Un reguero de carbunclos magnéticos había caído de su diestra.

Un torrente, creado por la lluvia fortuita, arroja sobre la cabaña un sedimento de arena y promete cegarla.

***

La merced de la bruma

Yo vivo a los pies de la dama cortés, atisbando su benigna sonrisa de numen.

El cierzo invade la sala friolenta y cautiva en su torbellino las quimeras y los fantasmas del hastío. Repite el monólogo del pino desventurado y humedece ¡oh lágrimas invisibles! la faz de los espejos y de las consolas de un dorado triste.

Yo diviso a través de la ventana el desmán de un oso y el sobresalto de unas aves lentas, de sueño precoz. La tarde engalana el bosque de luces taciturnas.

El discurso de la mujer insinuante no consigue mitigar la pesadumbre del exilio. Yo padezco el sortilegio de su voluntad repentina y declaro en frases indirectas el pensamiento del retorno al mediodía jovial. Mis palabras vuelan ateridas, enfermas de la congoja del cielo.

La dama cortés adivina en lontananza un mensaje benévolo. Recibe de manos de un jinete menudo y suspicaz el secreto de la belleza inmortal, el iris de los polos, una flor ignorada.

***

La zarza de los médanos

El país de mi infancia adolecía de una aridez penitencial.

Yo sufría el ascendiente de un cielo desvaído y divisaba el perfil de una torre mística.

Los montes sobrios y de cima recóndita preferían el capuz de noviembre.

Las almas de los difuntos, según el pensamiento de una criatura pusilánime, se recataban en su esquivez, seguían las vicisitudes de un río perplejo y volaban en la brisa del océano.

Vencíamos el susto de las noches visionarias a través del páramo, en la carroza veloz. Unos juncos lacios interrumpían la fuga de las ruedas y la luna indolente vertía a la redonda el embeleso de sus matices de plata.

La criatura infantil, objeto de mis cuitas, amaba de modo férvido unas flores balsámicas, de origen sideral, imbuidas en el aire salobre. Vivía suspensa del anuncio de la muerte y las demandaba para su tumba. Yo he defendido las hojas montaraces del asalto de las arenas.

El mar salió de sus límites a cubrir el litoral desventurado. Una sombra muda y transparente dirigió el esquife de mi salud al reino de la aurora, a la felicidad inequívoca. Yo despertaba de unos sueños encantados y percibía en el aire del aposento los efluvios de la maleza fragante.

***

De profundis

He recorrido el palacio mágico del sueño. Me he fatigado en vano por descubrir el vestigio de una mujer ausente de este mundo. Yo deseaba restablecerla en mi pensamiento.

Conservo mis afectos de adolescente sufrido y cabizbajo. Su belleza adornaba una calle de ruinas. Yo me insinuaba hasta su ventana en medio de la oscuridad crepuscular. Me excedía en algunos años y yo ocultaba de los maldicientes mi pasión delirante.

Dejó de presentarse en una noche de temores y congojas y recordé infructuosamente las señas de su vivienda. Un temporal corría la inmensidad.

Yo seguí a desahogar la melancolía indeleble en una aventura, donde mis compañeros se perdieron y murieron. Yo amanecí en el recinto de una iglesia, monumento erigido por una doncella de otros siglos. El sacerdote encarecía las pruebas de su devoción y anunciaba desde el púlpito amenazas invariables. Celebró después el oficio de difuntos y llenó mis oídos con el rumor de un salmo siniestro

***

La procesión

Yo rodeaba la vega de la ciudad inmemorial en solicitud de maravillas. Había recibido de un jardinero la quimérica flor azul.

Un anciano se acercó a dirigir mis pasos. Me precedía con una espada en la mano y portaba en un dedo la amatista pontifical. El anciano había ahuyentado a Atila de su carrera, apareciéndole en sueños.

Dirigió la palabra a las siete mil estatuas de una basílica de mármol y bajaron de sus zócalos y nos siguieron por las calles desiertas. Las estatuas representaban el trovador, el caballero y el monje, los ejemplares más distinguidos de la Edad Media.

Unas campanas invisibles difundieron a la hora del ángelus el son glacial de una armónica.

El anciano y la muchedumbre de los personajes eternos me acompañaron hasta el campo y se devolvieron de mí cuando las estrellas profundas imitaban un reguero de perlas sobre terciopelo negro, sugiriendo una imagen del fastuoso pincel veneciano. Se alejaron elevando un cántico radiante.

Yo caí de rodillas sobre la hierba dócil, rezando un terceto en alabanza de Beatriz, y un centauro desterrado pasó a galope en la noche de la incertidumbre

***

El extranjero

Había resuelto esconderse para el sufrimiento. Se holgaba en una vivienda sepulcral, asilo del musgo decadente y del hongo senil. Una lámpara inútil significaba la desidia.

Había renunciado los escrúpulos de la civilización y la consideraba un trasunto de la molicie. Descansaba audazmente al raso, en medio de una hierba prehensil.

Insinuaba la imagen de un ser primario, intento o desvarío de la vida en una época diluvial. El cabello y la barba de limo parecían alterados con el sedimento de un refugio lacustre.

Se vestía de flores y de hojas para festejar las vicisitudes del cielo, efemérides culminantes en el calendario del rústico.

Se recreaba con el pensamiento de volver al seno de la tierra y perderse en su oscuridad. Se prevenía para la desnudez en la fosa indistinta arrojándose a los azares de la naturaleza, recibiendo en su persona la lluvia fugaz del verano. Dejó de ser en un día de noviembre, el mes de las siluetas.

***

El cautivo de una sombra

Yo no intentaba salir de la ciudad, de contorno infecundo, anegada en la arena del litoral. Sufría, a semejanza de mis compatriotas, la amargura de la decadencia. Los ayudaba con mis amonestaciones y con el ejemplo de una pobreza altiva.

Yo me apresuré a recibirlos al pie de la escalera de mi casa vetusta, cuando volvieron de perder una lid desigual. Los consolé en nombre de mis antepasados.

Los contratiempos me desviaron de la realidad y me persuadieron a la esquivez. Yo vivía absorto en la contemplación del puerto vacío. Los bajeles evitaban el país indigente.

Una doncella de mi afecto, destinada a acompañarme, no sobrevivió al desvanecimiento de mis sueños. Los cabellos rojos y la tez blanca se avenían con la tarde violácea, hora de nuestra cita. Acudió, la vez última, con un ramo de adelfas y con un espejo en forma de luna, símbolo de la brava castidad de Diana.

Sobrellevo el retiro con la cabeza hundida entre las manos y sin exhalar una voz. El infortunio me arraiga de nuevo en el suelo de mi nacimiento. Después de su muerte, una figura suspicaz adivina el sentido de mis pasos.

He encendido un fanal sobre su tumba, al pie de un monte ríspido, y la visitan las aves de la lluvia y del agua estancada.

***

El selenita

Yo no sabría distinguir, en las cartas más fieles de los náuticos, dónde se hallaba la isla de mi cautiverio. Debe de aparecer con el nombre de un arrecife.

La luna deprimía su vuelo a través de la oscuridad e inspiraba la ilusión de comenzarlo desde una torre impenetrable. Yo me recliné sobre su escalinata pulverulenta y fui adormecido por el pífano de un pastor de bisontes. Soñé con una doncella de otras edades y con un vestigio de su breve estancia en la isla de los torrentes. La reliquia de su paso, oculta en unos escombros olvidados, podía restituirme al seno del mundo civil.

Ignoro si yo había despertado cuando emprendí la demanda quimérica, la vía de la sierra. No me dejé espantar de unas mujeres bellas e irascibles, reunidas en tumulto y armadas de tallos y de ramos de ortigas.

El hechizo del pífano me suspendía en los aires y yo volaba, convertido en una sustancia leve, sobre los roquedos y precipicios. La isla estaba desierta y los residuos solemnes de una raza difunta no se daban sino en la cima de los montes incólumes.

Yo encontré un anillo de oro, la prenda augurada, entre las ruinas de un alcázar, vivienda rupestre, en donde circulaban todavía el estampido y el humo de un rayo.

***

La pía

El temor encadena mis facultades si pienso en la aridez, en el olvido, en el silencio mágico del país fulminado.

Una forma leve se dibujaba en el aire. Se había desprendido de un cortejo de heroínas, de santas imperfectas, alejadas en un cielo fatal, desiguales con el privilegio del nimbo.

Yo vine entonces a reconstituir la desventura de una joven ferviente, ajena del siglo. Murió víctima de los celos, precipitada de un mirador, y yo la recogí de la tierra. He sostenido la verdad de su inocencia.

Una gracia, un bien superior a las ventajas del mundo, retribuye mi denuedo. Su imagen cristalina me socorre en los trances de la amargura, adivinando, desde el mirador de su tragedia, los colores atónitos del alba.

***

El tejedor de mimbres

Un ave espectral, imagen de la pesadumbre y del sacrificio, volaba entre el humo y el ámbar de noviembre. Yo me perdía en la contemplación del vuelo monótono.

Los hábitos indolentes, la afición al ensueño, impedían mi rescate de la miseria. Yo me escondía en la maleza de un río palustre.

Una beldad seráfica aparecía a interrumpir mi desidia y me señalaba el camino del océano. Yo me aventuraba a recoger unas hierbas salobres y, pensando en el atavío de su persona, las despojaba de sus flores de marfil, emitidas súbitamente en el día más prolijo del año.

Yo asistí de lejos a la fiesta de sus bodas, perdido en la muchedumbre de los descalzos. La doncella clemente vestía de luto y las luces de la basílica, una joya italiana, la rodeaban de un aura mortecina. Había nacido para el embeleso de un amor ideal.

Pasó brevemente de esta vida. Su caballo la derribó por tierra, al emprender un viaje fortuito.

Yo penetré en la sala de su vivienda, la semana misma del llanto. Los deudos solemnes preguntaban el linaje de sus flores de marfil, reunidas sobre un cojín de terciopelo. No alcanzaban a comprender su origen de un mundo invisible.

***

Omega

Cuando la muerte acuda finalmente a mi ruego y sus avisos me hayan habilitado para el viaje solitario, yo invocaré un ser primaveral, con el fin de solicitar la asistencia de la armonía de origen supremo, y un solaz infinito reposará mi semblante.

Mis reliquias, ocultas en el seno de la oscuridad y animadas de una vida informe, responderán desde su destierro al magnetismo de una voz inquieta, proferida en un litoral desnudo.

El recuerdo elocuente, a semejanza de una luna exigua sobre la vista de un ave sonámbula, estorbará mi sueño impersonal hasta la hora de sumirse, con mi nombre, en el olvido solemne.

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