Arturo Uslar Pietri
Nada es más fecundo, estimulante y aleccionador que el diálogo entre escritores y hombres de pensamiento. El jugar con las ideas y los conceptos engendra nuevas ideas y sugiere conceptos nuevos. Toda la filosofía griega nació del dialogar de los hombres enamorados de la verdad, y la ciencia, la literatura y la enseñanza no son sino formas derivadas, en una u otra manera, de alguna especie de diálogo.
En mis años mozos abundaban en nuestra Caracas las buenas tertulias literarias, en las que, en las horas tranquilas del atardecer, junto a los vasos de barata cerveza, gente enamorada de las palabras y angustiada por los mensajes de vida o muerte que pueden contener, pasaba las horas hablando de las letras de Venezuela y del mundo y de lo que cada uno se creía llamado a hacer en ellas y por ellas. Aunque modestos y desorganizados, eran buenos gimnasios del pensamiento y también del amor por Venezuela.
En una de esas tertulias, precisamente, vine a conocer a Jacinto Fombona Pachano, para entonces joven poeta de apuesta figura, vibrantes gestos, aquilino perfil y voz clara. Recitaba sus versos con emocionado pudor de confidencia y comunión, y hablaba con ardor, no sólo de literatura, sino de todo cuanto tocaba al bien y a la dignidad del hombre. Ni a él ni a mí, nos hubiera pasado por la cabeza, pictóricos de confiada juventud y generosos sueños, que un día habríamos de entrar en esta Academia, que entonces nos parecía tan distante y ajena; y, mucho menos que a mí habría de tocarme el triste y honroso privilegio de sucederle y hacer su elogio público, para el cual nunca me hubiera sido necesaria obligación impuesta.
Jacinto nació en 1901, en un hogar donde la poesía era delicia compartida del padre y de la madre. Doña Ignacia, hija del guerrero y escritor federal General Jacinto Regino Pachano, escribía con fino sentimiento; y en cuanto al padre Manuel Fombona Palacio, que había de morir dejándolo en tierna orfandad, ocupó lugar destacado entre la generación positivista, a la que invitó al modernismo y a la vocación heroica José Martí, durante su fulgurante visita a Venezuela. No sería justo que, a la hora de hacer este recuento de familia, fuera a olvidar a Jacinto R. Pachano, tío materno, hombre cortés y culto, de limpia vida y grata compañía, que llenó con dignidad y amor los deberes del progenitor desaparecido, y a quien el poeta con afecto y gratitud no desmentidos durante toda su vida, llamó «padre, hermano y amigo», porque todo esto supo serlo con ejemplar dedicación.
Los que tuvimos la dicha de frecuentarla, no podemos olvidar aquella vieja casa de la Plaza del Panteón, con su granado verde en el patio, su discusión de jóvenes poetas en el corredor y su aromoso café. Era una casa que correspondía a un tipo de vida y a una ciudad que ya no existen. La Plaza del Panteón era tranquila y no la poblaban sino los árboles, los pájaros, los ojos de las hermosas muchachas que asomaban por las ventanas y el diálogo sin término de aquellos mozos, que descubrían con dolorosa pasión su literatura y su país. En una noche llena de silencio y de estrellas, velamos allí a la madre de Jacinto, a la que él despidió con un canto trémulo y viril de hijo orgulloso.
Jacinto Fombona Pachano fue un poeta no sólo por la obra, sino por el temperamento y por la acción. Era un ser dotado de honda sensibilidad tanto para la belleza estética como para la belleza moral. Se conmovía hasta las lágrimas con la gracia de un verso o con la justicia de una acción. Toda su poesía nace de la emoción y del sentimiento y por eso, a todo lo largo de su obra, hay un indudable sabor romántico. Nunca supo ser frío, ni objetivo, ni formalista. Creía que la poesía no era un juego del espíritu, sino un don o una misión de decir cosas que los demás esperan, y, por eso mismo, prefería las formas más sencillas, las palabras más claras y los temas más humanos.
La poesía suya fue como la destilación natural de sus emociones de hombre verdadero. Es una poesía en la que dice armoniosamente sus cosas el hijo, el enamorado, el amigo, el buen ciudadano, el esposo, el padre, el yerno, el hermano. No era el suyo oficio de poeta, era oficio de hombre vertido en poesía por obra del temperamento.
Todavía en la adolescencia se incorpora a los jóvenes que hacen su aparición en el escenario de nuestra literatura hacia 1918. Llegaban en la hora en que el modernismo se desintegraba y empezaban muchas formas de reacción o de enmienda, el modernismo venezolano nunca fue ni muy genuino, ni poderoso. Había caído, en gran parte, en orfebrería verbal y en hueras evocaciones falsas del falso Versailles de Rubén Darío. Dos notables poetas se destacaban ante ellos, con una obra viva en la que la originalidad y la fuerza creadora primaban sobre la imitación: he nombrado, con el debido respeto, a Alfredo Arvelo Larriva y a José Tadeo Arreaza Calatrava.
Entre las tendencias de reacción antimodernista, las que se caracterizan por el prosaísmo sentimental y por el regreso a ciertas formas y temas del romanticismo (baladas, cantos históricos, poesía civil) son las que predominan en nuestros poetas del 18. Era en verdad escasa, en aquel aislado y oscuro tiempo nuestro, la información de lo que pasaba con la poesía en el mundo. Lo poco que se sabía provenía del azar de un viajero, de un libro o de una revista, pero, en cambio, estaba activo y seguro el instinto de los poetas que buscaban nuevos caminos. Ello acaso sirva para explicar la poca homogeneidad de ese movimiento, la suma inconstante y hasta contradictoria de las influencias que sufrió, y lo personal y distinta de la obra que cada uno vino a realizar en particular.
Jacinto Fombona Pachano comienza por cantar el amor de Carmen Rosa, la muchacha de barrio, y los sueños y esperanzas de una juventud que no veía otro camino que el sacrificio. La visita de un Villaespesa o la de un Chocano eran grandes acontecimientos retrasantes, que desviaban del camino que necesitaban seguir. Hoy nos cuesta trabajo reconstruir el ambiente de aquella Caracas pueblerina y apartada, adonde apenas de año en año venía una bailarina, un celista o una compañía de ópera y donde no existía un solo curso de humanidades superiores. Prácticamente no había conciertos, ni conferencias, ni exposiciones. Con la excepción de los pocos que podían evadirse a Europa, fueron aquéllas, en el más exacto sentido de las palabras, generaciones de desheredados de la cultura, y este trágico rasgo no deben perderlo de vista quienes tomen hoy la fácil tarea de juzgarlas.
Los nuevos sintieron muy pronto el horror de la torre de marfil que habían elogiado los modernistas. Creyeron que el poeta tenía una misión social que cumplir y fueron valientemente al pueblo con su poesía. Los domingos, en un teatro de la ciudad, se celebraban recitales públicos donde los jóvenes poetas daban a conocer su obra y llevaban su mensaje hasta el hombre de la calle. A veces la emoción del público, sea dicho en su elogio, subía hasta el estallido de la ovación, como en los buenos espectáculos populares. No faltaron entre ellos quienes, animados por la experiencia, proyectasen una especie de misión poética itinerante que se fuese a pie, a lo largo de los caminos del interior, para decir a las gentes, en las plazas de los pueblos, las «cosas sabias, útiles y buenas», manteniéndose virtuosamente de la caridad de la poesía.
Para el año de 1932, Fombona Pachano recoge por primera vez su poesía en un libro. El título Virajes ya es un anuncio de cambios y rectificaciones. Sin embargo, en un hombre en quien la poesía estaba tan asociada a su propio ser no podían darse cambios muy radicales. Virajes se compone de una selección de su obra anterior, dispersa en periódicos, y de los poemas en los que expresa su nueva manera. Si estos poemas difieren de los anteriores, es precisamente porque se ha acentuado en ellos la voluntad de sencillez del poeta. Canta con una voz que, a fuerza de simple y natural, casi parece del pueblo, los menudos sucesos de la vida apacible, la nube que echa a perder el domingo de las muchachas, la carreta del malojero, la devoción de la Virgen de Palosanto, el Ávila y los juegos de su pequeño hijo. Más que un cambio es una afirmación de sus cualidades. Afirma lo sencillo, lo directo, lo tiernamente humano, que es, por lo mismo, lo verdadero, lo inmutable, lo eterno. Es un poeta que quiere llegar a las grandes verdades eternas del hombre por el camino de la vida cotidiana. Mientras más despojada y más directa, su voz parece hacerse más tierna y conmovedora.
Se asoma también a los campos «que azotan soledad, polvo y miseria» para mirar con angustia al campesino sin palabras y sin obras, y exclamar:
«¡Quién sabe por qué no labras,
hombre que miras la tierra!»
Así como en sus primeros tiempos tuvo un tenue eco de las baladas de Paul Fort, más tarde se podrá observar, cómo de un modo pasajero, se acerca a García Lorca y a Neruda. Sólo que en él las influencias son apenas ensayos instrumentales, como han de ser en todo artista verdadero a quien sólo importa expresar lo propio y no tiene tiempo ni curiosidad para otra cosa.
Más tarde, las angustias del mundo y de su tierra no le permiten disfrutar de la paz que la vida parecía ofrecerle por primera vez. Está en Washington cuando la tormenta de la Segunda Guerra Mundial va a desatarse sobre una humanidad ciega que parece condenada por una maldición bíblica a destruirse a sí misma. El que mucho ama, mucho sufre. Vuelve sobre él el desasosiego y el dolor por los hombres. Su voz se hace transida y clamante:
«Yo soy el que no sabe dónde asentar los pies.
Soy el de 1940.
Soy el atado…»
Mira venir la irreparable destrucción sobre las torres desprevenidas, que el hombre alzó para la vida y para el trabajo:
«Alguien o algo está naciendo,
alguien o algo se ha detenido en las cabañas,
se ha posado en las cúpulas,
duerme debajo de los puentes y en los establos;
alguien o algo viene alimentando
su estrella con aceite de criaturas deshabitadas,
con llanto de piedras rotas y de campos hundidos.»
No iba a ser larga su vida. No iba a tener tiempo de recoger la cosecha y de gozar en paz de la serena hora de la tarde, bajo el tibio sol que «alarga todas las cosas». La salud gravemente quebrantada le daba crudas advertencias. La presencia de la sombra aviva en él el gusto de lo esencial y el desdén por lo pasajero. No es que cambia su vida, ni su actitud, porque en él, como en todo hombre de verdad, el existir no es sino un «ars moriendi», un arte de ir muriendo, que es un arte sereno de irse afirmando sobre lo cierto, pero su poesía se despoja todavía más de todo lo que parece superfluo, y sin abandonar la ternura, que es de su naturaleza, toma un tono más sereno y desengañado.
Regresa a las formas más simples y casi rituales de la poesía castellana. Es la alta voz, que no se quiebra, de Jorge Manrique, la que siente más próxima. Está en vigilia y en espera:
«hombre habitado, encendido, de pies,
con sus huéspedes en vela»
Los más de esos huéspedes, que acompañan su vigilia, son los que ya se han ido, los que quiso y ya no están, que acaso lo aguardan del otro lado, y acaso esperan una palabra suya que les anuncie su llegada:
«Salga la voz de mi pecho
la antigua copla exhalando
sin gemido,
y anime el mundo deshecho
que estoy en mí contemplando
cómo ha sido».
Al fin, la certidumbre de la muerte se convierte en él en victoria de lo que no ha nacido sino para vivir, que es la victoria fundamental del hombre creador, del hombre animado de espíritu, ante la muerte, que no puede destruir sino lo perecedero. Una victoria difícil, amarga y sin jactancias que hay que proclamar en un himno, desnudo y asordinado, donde cada palabra se llene, hasta desbordar, de contenido humano:
diga vida y no muerte
quien de morir habló,
quien tuvo dicho:
—aquí todo acabó,
y no vio que en mi pecho
un nombre inscribí yo.
Diga, y lo diga siempre,
si lo vio:
—vida es la que este mármol
vida, tan sólo vida
y muerte, no.»
Un hombre que había llegado a hablar así, estaba listo para ausentarse y maduro para la gran hora, que fue la que llegó en un triste día de 1951. Todo creador que muere, interrumpe un proceso de creación, y nos priva para siempre de dádivas insustituibles. Nadie habrá de darnos lo que la muerte le quitó a Jacinto la oportunidad de revelarnos. Había llegado al punto de una madurez ejemplar y segura y las palabras venían a su boca como el fruto en la estación al buen árbol. Pero para compensarnos de la pérdida de todo lo que calló, nos queda el abundante y renovado regalo de todo lo que acertó a expresar, que, como dijo el otro, es «harto consuelo». Allí está, para todos los que viven y sienten, su obra llena de belleza y de comunicativa emoción humana donde lo mejor de su voz se ha salvado y está en presencia perpetua, para los que se la oyeron y para los que ya nunca se la podrán oír. Porque él podía hablar así, podemos hoy hablar de su vida y no de su muerte, conmovernos con sus palabras, sentirlo en sus sentimientos, entrar en la entraña de su ser que es su poesía, y dialogar sin término, ahora y siempre, que es el don, casi sobrehumano, que sólo pertenece a los artistas y a los creadores. «Vida, tan sólo vida y muerte, no».
Si él estuviera aquí ahora, y quién puede saber si lo está, podríamos ponernos a hablar de literatura, como tantas veces lo hicimos. Y es, precisamente, lo que me propongo hacer. ¿Qué otra cosa podría yo hacer, al incorporarme a vuestras deliberaciones, sino hablar de literatura? No vengo aquí revestido con los prestigios del lingüista o del filólogo, que mucho respeto pero que no poseo, sino apenas con el amor intelectual de quien desde temprano en la vida ha sentido el gusto de las letras y la terrible vocación de escribir para los otros, de la que nunca ha renegado y a la que ha vuelto siempre, a sabiendas de que nada más maravilloso le ha sido dado al hombre que la palabra, que le permite llevar a los otros lo más verdadero y valioso de su propio ser.
En aquellas tertulias literarias de mis años juveniles, se hablaba con pasión de nuestras letras, de su pasado y de sus empresas para el porvenir. Muchas de las cosas que entonces surgían ante nuestros ávidos ojos de principiantes, como invitaciones al riesgo, a la creación o al debate, no sólo siguen teniendo validez, sino que en cierto modo la han cobrado mayor, en medio de las grandes transformaciones de toda índole que vienen ocurriendo en nuestra tierra, que afectan y han de afectar todas las formas de su vida, y que plantean a los escritores y hombres de pensamiento venezolanos requerimientos tan perentorios y graves, que acaso excedan a los que hubieran de enfrentar los hombres de 1810.
Habría que comenzar por hacer un sincero examen de conciencia y preguntarnos, aun a riesgo de parecer que dudamos de lo obvio, con la trágica sinceridad de quien no quiere engañar ni ser engañado, algunas de esas cuestiones fundamentales: ¿Existe una literatura venezolana? ¿Qué país es el que ha expresado nuestra literatura? ¿Qué le ha dicho la literatura a la nación y en qué medida ha tenido influencia sobre su destino?
Preguntarse si existe una literatura venezolana no es cuestión tan ociosa como pudiera parecer. No siempre fue fácil contestarla. A lo largo de nuestra vida de pueblo, en una u otra forma, se la han planteado muchos de nuestros más notables pensadores. No es que nadie dude de que haya habido escritores en Venezuela, ni de que entre sus obras hay algunas que habrán de llegar a la más remota posteridad. La cuestión que se plantea es otra. Es la de saber hasta dónde o desde cuándo, además de tener escritores nacidos en su suelo, Venezuela puede decir que tiene una literatura propia, con rasgos definidos, que la distinguen de las demás.
Cuando se ha tratado de hacer una enumeración de los hombres de letras nacidos en el país, como son las más de las reseñas publicadas hasta principios de nuestro siglo, los historiadores parecen estar de acuerdo en que la actividad literaria comienza con la Independencia.
El propio Andrés Bello, en su Resumen de la Historia de Venezuela, coloca en los fines del siglo XVIII el comienzo de lo que llama «la época de la regeneración civil de Venezuela». Para otros, se inicia en los alrededores de 1806, y le asignan como solar la famosa tertulia de la casa de los Ustáriz, que viene a resultar así la fuente y madre de nuestras agrupaciones literarias y academias. Esta es la opinión de Julio Calcado, de Felipe Tejera, de Menéndez y Pelayo que llama «páginas en blanco» las que nuestra historia literaria podría ofrecer con anterioridad a esa época, y de Gonzalo Picón Febres, quien en una de sus obras llega a señalar exactamente el año de 1830, diciendo: «De aquí nació realmente nuestra literatura».
Sin embargo, cuando se ha tratado de hallarle un carácter nacional a la literatura, las dudas y las vacilaciones han sido grandes y reiteradas. Durante el siglo XIX, muchos negaron de plano que existiera, otros la veían apenas en estado embrionario, y no pocos certificaban su ausencia, al trazar los programas de lo que, a su entender, debería ser una literatura de Venezuela.
Al final de la tormentosa jornada de su vida, en 1865, Juan Vicente González dirige los desengañados ojos a la literatura de su país y confiesa: «Al oírnos hablar del espíritu literario, se nos preguntará si creemos exista en Venezuela, si conocemos obras que lo expresen y cuáles son su carácter y sus tendencias. La literatura nació un día entre nosotros y sin las agitaciones y revueltas ¡ay! que han consumido al país, tendríamos acaso una, ingeniosa, noble, fruto espontáneo de nuestra civilización y nuestro clima». Venía a ser en sus labios como el melancólico reconocimiento de que no había sido atendido el consejo que tiempo antes había dirigido a los jóvenes: «Hilad la seda de vuestro seno, libad vuestra propia miel, cantad vuestras canciones; porque tenéis un árbol, un panal y un nido».
En fecha tan relativamente próxima a nosotros como el año de 1881, Felipe Tejera exclamaba en sus Perfiles Venezolanos: «.. .de todo tienen nuestras letras, menos de venezolanas». En 1892, Julio Calcaño en su Parnaso Venezolano consideraba nuestra poesía como «rama de la poesía castellana». En 1903 José Gil Fortoul señalaba que la contribución literaria de Venezuela «no se distingue aún con caracteres esenciales» del movimiento literario del resto de Hispanoamérica. Y todavía en 1920, en su primera novela (Reinaldo Solar) Rómulo Gallegos insiste: «.. .han fracasado lastimosamente todos los que han tratado de hacer una literatura nacional, falta la materia prima, el alma de la raza».
Esta duda, que llega hasta a negar, puede interpretarse como la expresión de un sentimiento de frustración ante lo que la literatura ha hecho para expresar al país y darle una conciencia. Los mismos que señalaban esa falta, estaban trabajando, de una manera casi paradójica, por llenar el vacío que advertían y por crear una obra literaria que fuera inconfundible y profundamente venezolana. La verdad es que junto a la declaración de ausencia de una literatura nacional había estado siempre no sólo la tentativa de hacerla, sino incluso los programas explícitos para que se realizase.
Esos programas de invitación al nacionalismo aparecen ya en la obra de Bello, el mayor de los próceres de nuestra literatura. Cuando en 1823, en Londres, en su Alocución a la Poesía se dirige a los ingenios de su lejana tierra, los incita, con el ejemplo y con la prédica, a expresar lo rústico americano, a tomar por tema de sus obras la poderosa naturaleza de la Zona Tórrida, a emprender la misión de un Virgilio criollo que cante las mieses, los rebaños y los trabajos y virtudes del labrador, y a celebrar y narrar las leyendas del pasado indio y los héroes y los grandes hechos de la guerra de la Independencia. Más tarde, en 1826, en su Silva a la Agricultura, señala a los escritores, como objeto, la formación moral de la juventud, la exaltación del trabajo agrícola, y la glorificación de las antiguas virtudes y de la paz. Lo que auspicia, en una palabra, es una literatura que ayude a reconstruir y a civilizar las naciones derruidas por la guerra, hecha de motivos, intenciones y caracteres nacionales. En 1848, en un discurso en la Universidad de Chile, lo dice aún de manera más enfática: «…o es falso que la literatura es el reflejo de la vida de un pueblo, o es preciso admitir que cada pueblo de los que no están sumidos en la barbarie es llamado a reflejarse en una literatura propia y a estampar en ella sus formas».
Un eco de esta gran voz que clamorea a lo lejos es el que hemos oído en Juan Vicente González cuando desespera por una literatura que sea «fruto espontáneo de nuestra civilización y nuestro clima». Esa búsqueda de lo nacional va a encontrar sus más visibles realizaciones en el costumbrismo y en la novela y el cuento criollista, que aparecen a partir de los diez o veinte últimos años del siglo XIX. Para unos (como Blanco Fombona y Picón Febres) comienza con las obras de Romero García y de Urbaneja Achelpohl; para otros (como Julio Planchart) se inicia con Zárate de Eduardo Blanco.
Sin embargo, pasada la primera oleada de ese criollismo meramente descriptivo de las costumbres y el lenguaje popular, Rómulo Gallegos encontraba, en la misma oportunidad que hemos citado anteriormente, que esas obras no pasaban de ser «pinturas más o menos adulteradas de la parte externa de la vida popular. De lo interior, de lo hondo, que es lo único verdadero, ni una palabra, ni un vago indicio de penetración en esa alma sepultada». Había sido necesario que la literatura llegara primero a una descripción externa de las gentes y del paisaje, para que luego pudiera pasar del mero documento etnográfico a penetrar en el espíritu de lo nacional y en sus visibles e invisibles caracteres.
Una vez que se llega al concepto de que lo nacional no sólo está en lo pintoresco visible, sino además, y acaso sobre todo, en ciertos finos matices de la tradición, del carácter, de los valores, de la conducta, de la vivencia, de la concepción peculiar del mundo, es lógico pensar que, aun en la época en que no era exteriormente ostensible, debió haber una identidad o una huella del país en las cosas que se escribieron por quienes estaban penetrados de la realidad de su ambiente. Era como descubrir un tono, un sabor y un carácter, menos visible y superficial que los que destacó el criollismo, que había marcado la condición venezolana en hombres y obras desde tiempos muy remotos.
Esta manera de entender lo nacional ha sido la de los críticos más recientes. Ya no sólo se piensa que comienza a haber una expresión venezolana en Juan Vicente González o en Bello, sino que Julio Planchart encuentra «un mundo de venezolanidad» en la historia de Oviedo y Baños, y un hombre de tan perspicaz y culto sentido crítico como Mariano Picón Salas, inicia su Proceso y Formación de la Literatura Venezolana, que «busca en nuestra Literatura uno de los signos más expresivos del alma histórica venezolana», con el estudio de las crónicas que Aguado y Castellanos escribieron en el siglo XVI, en el refugio de las primeras aldeas de bahareque que se alzaron sobre la tierra recién conquistada.
El panorama de las letras patrias que se extiende ante la vista de Picón Salas, lógicamente, no es el mismo que podían contemplar Felipe Tejera, o Juan Vicente González, y menos aún Andrés Bello, que había visto surgir la imprenta entre nosotros y podía sentir que la literatura venezolana nacía con sus contemporáneos, y antes que materia de estudio era tema de proyectos y programas.
Es evidente que no sólo el panorama de nuestras letras ha ido cambiando con las obras que aporta cada nueva generación, sino que también el criterio para juzgarlas ha sufrido importantes modificaciones a lo largo de esa evolución. Los caracteres en los que los hombres de hoy podemos reconocer lo nacional, no eran los mismos para Urbaneja Achelpohl, ni mucho menos para Juan Vicente González.
Sin embargo, los rasgos que podrían señalarse como peculiares de la manera de escribir de los venezolanos, no han sufrido tantos cambios con los tiempos, los gustos, las influencias y los géneros predominantes. A pesar de que no se tenía el mismo modelo para un discurso en los tiempos de Acosta que en los de Díaz Rodríguez.
Desde los días de Bello hasta los años del 90, lo que más se cultiva entre nosotros es la poesía, la historia, la elocuencia y el cuadro de costumbres. Desde fines del siglo XIX hasta nuestros días, los que predominan son los narradores, los ensayistas y los poetas. Este cambio de preferencia por determinados géneros no afecta fundamentalmente las características que desde el siglo XIX venían señalándole los críticos a nuestra literatura.
Desde el siglo pasado, algunos críticos han creído poder señalar un estilo literario predominante en Venezuela, o, acaso mejor, un gusto predominante, al través de géneros y de épocas, por determinados estilos afines. Es un gusto por las formas más elaboradas, preciosas y gratas al oído, que, en no pocas ocasiones, por culpa del exceso, ha llegado hasta el defecto y el amaneramiento.
El poder señalar una manera de escribir predominante, a lo largo del mayor espacio de la historia literaria de un país, ya por sí sólo constituye, si no la prueba de la existencia de una literatura, por lo menos el indicio de una escuela de poetas y prosistas. No pocas veces, lo mismo que declaraban que no existía una literatura venezolana, señalaban, con aplauso o con reparo, la persistente presencia de esa manera o estilo venezolanos.
Miguel Antonio Caro, el humanista colombiano, señalaba la «grandilocuencia» que «a veces raya en declamación y retumbancia» como «manera nacional» de nuestros escritores. Si uno piensa que nuestras gentes han admirado el Delirio sobre el Chimborazo como la culminación literaria de Bolívar, que los dos libros más famosos en nuestro siglo XIX fueron, tal vez, la Historia Universal de González y la Venezuela Heroica de Eduardo Blanco, que ningún poeta de esa época fue más leído y alabado que Abigaíl Lozano, se siente tentado a darle la razón a Caro.
Ha habido en Venezuela un gusto muy pronunciado por el estilo florido, por el ingenio de la expresión, por las bellezas de forma, independientemente del contenido, que ha traído la curiosa designación de «estilista» para destacar a los que se acercan a ese ideal de gracia formal.
Estilista, orfebre, artífice de la palabra, son epítetos que abundan en los elogios de escritores venezolanos, a partir de la aparición del modernismo. Manuel Díaz Rodríguez con su florilegio de imágenes fue por mucho tiempo el dechado de estas características. Su prosa, llena de ritmo y recargada de efectos descriptivos, vino a halagar y afirmar nuestra vieja tendencia a la declamación. Julio Planchart pudo decir: «El modernismo encajaba bien en la tradición literaria venezolana. Es muy nuestra la tendencia a darle más valor al estilo que al fondo, o a lo menos a cargar aquél de flores y lindezas».
Ese gusto barroco por la decoración retórica no se pierde ni en la novela ni en el ensayo. Muy contados serán los novelistas y ensayistas venezolanos en quienes las preocupaciones de forma sean secundarias. Podría decirse que a todo lo largo de su historia la literatura venezolana se ha caracterizado por el predominio del estilo artístico.
Una tendencia tan marcada y persistente no puede ser considerada como una mera escuela o moda que se deja sentir en las letras, sino más bien como la manifestación literaria de un rasgo del carácter nacional. En ese archivo viviente del espíritu de un pueblo que es su lenguaje, podremos hallar algunas indicaciones. Todos los que han estudiado el castellano de Venezuela coinciden en destacar la peculiaridad del estilo lingüístico del pueblo venezolano y su preferencia por las expresiones ingeniosas, efectistas y abundantes de imágenes. Bastaría, al efecto, citar el testimonio de Angel Rosenblat, cuyos estudios del lenguaje venezolano son los más valiosos y completos de que disponemos, quien dice: «En ninguna parte hemos encontrado en el habla familiar tal riqueza de giros, de comparaciones ingeniosas, de expresiones pintorescas y metafóricas, tal imaginería, tal profusión de matices» (A. Rosenblat, Buenas y malas palabras, p.21).
En efecto, nuestro lenguaje popular abunda en retruécanos, en juegos de palabras, en jocosas paronimias, en dobles sentidos, tanto o más preciados cuanto más elaborados y difíciles son. A esta misma inclinación por las formas ingeniosas y, a su manera, artísticas, debe atribuirse la preferencia de nuestros cantores populares por un tipo de estrofa tan complicado como la décima, y por un género de composición tan rígido como la glosa.
No es de extrañar que una nación que marca tal inclinación en su lenguaje hablado y en su poesía popular por las formas más artificiosas, lleve hasta la elevada esfera de su literatura la preferencia por el estilo artístico, y lo precioso y lo raro en la expresión. De este modo nuestra literatura ha tendido con frecuencia a caer en una especie de «manierismo», de pasión por las gracias de estilo, de apegamiento, a veces retardado, por los preceptos artísticos de las escuelas sucesivas.
Tuvimos el caso en la larga permanencia de las modas neoclásicas que todavía a mediados del siglo XIX, resuenan en la más celebrada oración de Cecilio Acosta. En el Juan Vicente González final de la Revista Literaria hay también un manierismo del estilo romántico de Michelet; Huysmann, D’Annunzio y los decadentistas marcan todo nuestro tardío modernismo. Nuestro reconocido cosmopolitismo ha sido más de las formas que de las ideas y han sido precisamente las escuelas literarias que más se han señalado por la elaboración de la forma artística, las que más largamente han ejercido su influencia entre nosotros. Piénsese en la larga influencia del neoclasicismo, en la de Zorrilla, en la de Núñez de Arce, en la de Rubén Darío, en la de Rodó, en la de Pablo Neruda, en la de Faulkner.
El cosmopolitismo de las influencias y el gusto por las formas más refinadas y difíciles han tenido, sin duda, su parte, tanto en la vacilación de los críticos para reconocer y definir una literatura venezolana, como también en la manera parcial e incompleta como la literatura ha expresado al país y como el país ha sentido y recibido su literatura.
Por su estilo predominante, por sus preocupaciones estéticas, mucha parte de nuestra literatura no ha sido dirigida al país, sino concebida y realizada como una especie de «sermo nóbilis» que se dirige a una minoría culta, nacional o internacional. Tampoco ha sido la preocupación principal de nuestras letras la de entender y expresar al país. No pocas veces nuestra literatura ha sido más bien como una evasión, como un refugio o como un lenguaje cifrado para la realización y satisfacción de algunos espíritus selectos.
Una literatura venezolana no puede existir sino en la medida en que es propia de un país llamado Venezuela, al que expresa y representa y al que se dirige como principal auditor. Valdría la pena, en consecuencia, que tratáramos de indagar, como un curioso forastero que no dispusiera de otra fuente de información sino la que ofrecen nuestros libros, qué país es el que está representado en nuestra literatura. Es como si a la manera de los físicos que estudian en los rayos de luz la composición de los remotos cuerpos celestes, quisiéramos conocer la forma en que nuestra realidad viva se ha reflejado hasta ahora en espectro literario.
La más antigua literatura hecha en este país pertenece a la corografía y a la crónica. La revelación o la invención literaria de Venezuela comienza por ser una descripción de los escenarios geográficos y un recuento de las luchas que sobre esos escenarios se desarrollan. No otra cosa son el cronicón prosaico sin rimas de Aguado, y el cronicón prosaico con rimas de Castellanos. El Inventario de un territorio extraño, cambiante y desmesurado para la escasez de los hombres que, en aventura voluntaria o involuntaria, se han encontrado sobre él.
Oviedo y Baños, que pertenece a un tiempo más culto y sosegado y que tiene el oído hecho a las sutiles combinaciones del barroco, describe la ciudad cabeza de la provincia, las luchas que ha costado ganar aquellos días de sosiego, que él puede dedicar a la buena prosa y a la administración de sus fundos, y la apenas adivinada vastedad del país todavía no sometido al hombre. Ni el programa, ni el ejemplo de Bello se apartan en lo substancial de esta línea: describir la naturaleza, narrar la historia, exaltar el trabajo humano como condición de un futuro mejor.
Hasta ese momento lo que el espectro literario revela es la existencia de un inmenso territorio que escapa por igual al conocimiento y a la acción de sus pocos habitantes. Lo que aparece es la desproporción entre el escenario y el habitante, entre lo realizado y la inmensidad de lo que habría que realizar para tomar posesión cabal y fructífera de aquella extensión misteriosa y fascinadora.
La noción de esa relación desproporcionada entre el habitante y el país, va a manifestarse en las letras en dos aspectos distintos, pero no del todo contradictorios: uno es el de la posibilidad mágica de inmensas riquezas por descubrir y explotar en bosques, tierras, minas y aguas: el «todo lo que se pisa es oro», de Acosta; el otro es el del pesimismo ante la impotencia del habitante para explotar esas riquezas y sacarles provecho en tiempo oportuno. La noción mágica de la riqueza de Venezuela, donde las gentes más desheredadas no se resignaron nunca a no encontrar El Dorado, tenía también su dragón que la guardaba y defendía, que no era otra cosa sino el desierto, la insalubridad y la falta de educación para el trabajo.
Se crea así una literatura en la que el invariable pesimismo ante el presente contrasta con las deslumbrantes posibilidades de una abundancia que la tierra ofrece. Es como si sintieran optimismo por la tierra desconocida y pesimismo por su poblador. Esto es lo que llama Aguado el infeliz «suceso», lo que Oviedo llama la «falta de aplicación», lo que para Bello era la necesidad de regresar al campo y curar las heridas de la guerra; lo que Codazzi espera ver hecho un día cuando aquella geografía con visiones que lega a la posteridad como una esperanza, haya de ser realidad; lo que Toro llama la falta de civilización y Acosta la necesidad de enseñar a todos lo que sea útil.
Ese sentimiento que surge de la visión de la tierra no va a ser diferente ante la historia. La Independencia va a resultar a su manera como El Dorado de la grandeza. Los románticos van a mirarla como un fabuloso tiempo heroico que se fue para no volver y a cuya comparación resultan desgraciados y mezquinos todos los tiempos posteriores. Así mira la historia Juan Vicente González, quien la escribe como una elegía a los grandes días y a los grandes hombres idos. Tienen la sensación de pertenecer a una época de decadencia, en la que no hay posibilidad de nada grande, y la misión del escritor se reduce a evocar y llorar los esplendores pasados.
La literatura venezolana del siglo XIX lo que refleja es la condición de un país que siente vagamente que vive en un territorio demasiado grande y bárbaro, que no ha podido aprovechar, y que, al mismo tiempo, ha caído bruscamente de la epopeya en la guerrilla permanente y en la politiquería. Es una literatura que refleja un sentimiento de frustración. No hay otras actitudes que tomar que la de fustigar la realidad social y trazar más o menos velados programas de reforma, o la de volverse al pasado a cantar la legendaria Venezuela heroica, o a la culta Europa, para consolarse de la barbarie nativa.
La llegada del Positivismo y de la novela naturalista, a partir de 1880, van a cambiar las maneras de expresión pero no la actitud mental. El sentimiento de frustración da en la literatura de entonces el mismo reformismo satírico y el gusto por la evasión de las épocas anteriores, sólo que acompañado de un vocabulario que traduce los conceptos positivistas, tratando de analizar las causas del determinismo racial y geográfico, o que se refugia en un refinamiento de las sensaciones a la manera simbolista, en vez de la explosión de los sentimientos que había caracterizado a los románticos.
No son menos pesimistas los trabajos históricos de Gil Fortoul o de Alvarado, que los de Juan Vicente González y Cecilio Acosta. La invocación de una vida campesina como disciplina y remedio de los males históricos no es esencialmente diferente en la Silva de Lazo Martí de lo que fue en la Silva de Bello. Podríamos seguir el paralelo en los distintos géneros y seguiríamos hallando el mismo sentimiento de frustración del escritor venezolano ante la historia y la realidad, que en sus obras se refleja.
En este sentido, la novela puede suministrarnos un buen acopio de imágenes literarias del país. La historia de la novela venezolana puede dividirse, hasta ahora, en tres períodos. Uno de comienzo, que va, desde los ensayos románticos de Fermín Toro y José Ramón Ye- pes, pasando por las tentativas naturalistas de Tomás Michelena, a terminar, en rigor, con Zarate de Eduardo Blanco, una obra en que los anteriores discontinuos y aislados escarceos, son sustituidos por una descripción de la sociedad en varias de sus capas y del país en una de sus más hermosas regiones.
El segundo período podría tener como punto de partida aquel en el que Manuel Vicente Romero García, pretendiendo imitar la María de Jorge Isaacs, realiza como un predestinado, la combinación de caracteres, situaciones e intenciones de donde surge, en 1890, Peonía. Peonía va a crear una especie de prototipo que van a seguir los novelistas venezolanos por cuarenta años. Ese prototipo, realizado con torpeza en Peonía, consiste en poner en conflicto personajes representativos y hasta simbólicos que, de una parte, encarnan las más retrógradas formas del pasado, y de la otra, el progreso, la ciencia y la justicia. Es decir, el conflicto básico entre civilización y barbarie, que se desarrolla generalmente en el medio campesino, en el que la barbarie y el atraso están personificados por el terrateniente ignorante o violento, y la civilización por un joven universitario lleno de ideas y de reformas y de progreso.
Hay una trama amorosa que surge en contradicción sentimental con la antiposición de los caracteres, y en el desarrollo de la trama se intercalan las descripciones de paisaje, la utilización del lenguaje popular, y los usos, costumbres, creencias y fiestas de los habitantes del campo. Es fundamentalmente una novela regionalista y costumbrista, a la cual están incorporados elementos de reformismo social y político, y el simbolismo, claro o velado, de una especie de epopeya de las fuerzas de la civilización contra las de la barbarie. Este es el que podemos llamar el Ciclo de Peonía, al que pertenecen, por lo más caracterizado de su obra, Urbaneja Achelpohl, Picón Febres, Blanco Fombona, Pocaterra y que llega a su culminación y término, en 1929, con la aparición de Doña Bárbara, la gran novela de Rómulo Gallegos.
Mientras se desarrolla el Ciclo de Peonía, surge de una manera breve y localizada, el episodio de nuestra novela Modernista, que dura pocos años y comprende principalmente las novelas y cuentos de Díaz Rodríguez, Dominici, Fernández García y Pedro Emilio Coll. Es una irrupción momentánea de prosa preciosista y de caracteres irreales y cosmopolitas. El propio Díaz Rodríguez tratará, finalmente, en Peregrina de asimilar a su manera la temática del Ciclo de Peonía. Este ciclo corresponde, en gran parte, a lo que se ha llamado, de una manera indefinida, el criollismo, que en verdad viene de antes, desde que aparece el interés por el realismo en nuestras letras, y sobrevive en nuestros días, transformado y adaptado a los gustos del tiempo.
El tercer período de nuestra novela es el que comienza entre los años de 30 y 40 y en él coexisten las más variadas tendencias, que apenas coinciden en dos aspectos que son: el repudio del costumbrismo pintoresco y un propósito de universalidad, no de cosmopolitismo, que consiste en tratar de llegar a lo universal por medio de la revelación de la experiencia inmediata.
El país que muestra la novela venezolana, especialmente durante los dos primeros períodos señalados, es un país rural. El escenario es casi siempre la hacienda o el hato, y los más de los personajes son campesinos. La capital sólo aparece incidentalmente, como lugar donde las buenas intenciones y los ideales están condenados al fracaso, donde la ruindad y la bajeza triunfan, y también como centro de donde, al través de algunas privilegiadas cabezas, irradian las ideas de progreso y reforma. Las intrigas amorosas son generalmente secundarias y sólo sirven para realzar, apoyar o contrapesar los verdaderos conflictos básicos, que son los que se establecen entre las viejas clases decadentes y las nuevas clases trepadoras y violentas, la sangre patricia venida a menos y la sangre plebeya ajena a la civilización. En medio de una naturaleza poderosa, se pinta el cuadro de la decadencia de las viejas familias, el surgimiento negativo de los nuevos bárbaros y la lucha desesperada por los ideales de reforma. Es una novela pesimista en la que abundan los neuróticos y los inadaptados a la realidad.
Si pudiéramos hacer un censo de los personajes de la novela venezolana, resultaría impresionante el número de añorantes, abúlicos, soñadores y fracasados que la pueblan. Todos los que encarnan las ideas de reforma terminan en fracaso o en repudio.
La galería de retratos podría comenzar con el Lastenio Sanfidel de Zárate, soñador neurasténico, impotente y mal avenido con la realidad del país. Habrían de figurar en ella seguramente, el fracasado reformador Carlos de Peonía, el moralmente destruido Felipe de Picón Febres; el cínico Pepito de El Doctor Bebé; el débil Armando de Tierra del Sol Amada; el repugnante cinismo de Juan Antonio de Vidas Oscuras, todos de Pocaterra. Con el Crispín Luz de El hombre de hierro inicia Blanco Fombona su serie de frustrados y malvados que se alternan ininterrumpidamente para ilustrar su idea de que «la vida se burla de la bondad y la arrastra por los suelos». La incompatibilidad del intelectual con el medio y la impotencia para hacer triunfar sus ideales, se reflejan en aquel Alberto Soria de Díaz Rodríguez, que se siente desterrado e incomprendido en su propio medio, al que intenta mejorar y reformar por los métodos menos adecuados y que, al retirarse en fracaso, proclama el «Finis Patriae».
En el período más reciente, tampoco cambia en lo esencial esta actitud del novelista ante la realidad. La María Eugenia de Teresa de la Parra no es, a su manera, menos frustrada que el Reinaldo Solar de Gallegos. Son gentes que no parecen hechas para el país que las aguarda, que tratan de defenderse ante él con la sátira o el vano sueño y que, finalmente, parecen repudiarlo. No se explica de otra manera que, de un modo en cierto grado solemne, Gallegos anunciara en las páginas preliminares de La Trepadora, que ya le parecía tiempo, en la novela venezolana, de «amar y esperar un poco».
En 1928, Dillwyn F. Ratcliff, en su excelente panorama de la novela venezolana, señalaba el fenómeno en estos términos: «Hasta hace poco la típica novela venezolana trataba de la decadencia de la aristocracia terrateniente. Era inevitable que semejantes novelas fueran pesimistas. Pero ahora, en vez de narrar las afrentas y derrotas que los decadentes vástagos de los conquistadores y de los próceres de la Independencia han sufrido a manos de insolentes advenedizos, algunos escritores han empezado a hacer de esos advenedizos los protagonistas de sus novelas. Tales novelistas tienen algo de la confianza y seguridad de sus personajes y ‘el mal del siglo’ es una enfermedad de la que no sufren. Este cambio de actitud de un pesimismo morboso a un moderado optimismo, puede ser de gran importancia. En términos literarios, ello puede significar que la novela venezolana ha empezado a sobrepasar su neurótica adolescencia».
Como resumen de todo esto podría decirse que hasta ahora lo predominante en la novela venezolana ha sido la actitud satírica o negativa ante la realidad social. Son excepciones los pocos casos que podrían encontrarse de una actitud afirmativa, estimulante y verdaderamente realista en nuestros grandes narradores.
Esa visión satírica y esa actitud pesimista que tan reiteradamente aparecen en nuestra novela, en nuestro ensayo, en nuestra poesía, deben provenir de algo que habría que investigar más adentro y más lejos, acaso más que en la obra en los autores, más que en las palabras escritas, en la actitud del hombre de pensamiento ante el país. Tal vez, toda esa literatura pesimista, no sea, en gran parte, otra cosa que el natural reflejo del desajuste y la incomprensión del intelectual frente a la realidad social. La realidad que se refleja en nuestras letras está vista sin simpatía o con doloroso amor. Esto podría significar que nuestros escritores han visto, sobre todo, un aspecto del país, han sido más sensibles para las formas negativas en que el país entraba en conflicto con sus conceptos y han presentado, por lo tanto, una imagen pesimista. Lo cual equivale a decir que, acaso, ha habido poca comprensión de nuestros escritores para el país, y que éste se ha beneficiado poco de la comprensión, explicación y dirección que su literatura le ha dado en escasa medida.
Quien dice falta de comprensión dice falta de diálogo. Para ponerlo en formas extremas y exageradas, podríamos apuntar que ha habido una literatura que ha estado añorando, apasionada o decepcionadamente, un país que no tenía; y un país que ha estado privado de los beneficios de una literatura dirigida a servirlo, iluminarlo y acompañarlo en su difícil camino.
La verdad es que ha habido poco diálogo entre las letras venezolanas y la nación venezolana. Las grandes literaturas nacionales han sido precisamente aquéllas en las que el escritor y su pueblo se han sentido mutuamente como dos interlocutores. Eso explica la presencia de la poesía y la tragedia griega en las Olimpíadas. Eso es lo que ocurría entre Shakespeare y la gente de Londres o entre Lope de Vega y los españoles de su siglo. Ese fue el caso de Dickens cuando los vecinos de las aldeas inglesas esperaban la diligencia en el camino para arrebatarle la última entrega de la novela. No fue distinto el papel de Víctor Hugo, o el de Galdós, o el de Dreisser, Mencken, Sinclair Lewis o John Dos Passos en los Estados Unidos contemporáneos. En sus grandes momentos nacionales las literaturas han sido actuales. El pueblo ha ido a buscar en ella la imagen de su tiempo y la explicación de sus instituciones.
No ha sido ese el caso sino muy esporádicamente en la literatura venezolana. Fuera del periodismo político directo, muy poco se ha dirigido la literatura a nuestro pueblo. Algunas veces ha ido a tomar de los poetas estrofas para cantar sus sentimientos, pero en las grandes horas difíciles, en las oscuras encrucijadas de su destino, la literatura venezolana hubiera tenido que desempeñar otra misión, y hacerse verdaderamente actual.
Un día me pareció ver una ejemplar figuración de este conflicto en dos monumentos de la Caracas desaparecida. Lo he referido otras veces, pero no está de más que hoy lo repita. En la muy popular Plaza de Capuchinos, se alzaban frente a frente dos estatuas de escaso mérito. Una representaba a Andrés Bello, sentado, en el hirviente reposo de la meditación. La otra, con el sable desenvainado, en actitud de lanzar al combate una invisible guerrilla, era la imagen del General Ezequiel Zamora, el héroe de la bandera amarilla que cayó en San Carlos. Es difícil imaginar dos tipos de venezolanos más aparentemente opuestos. El hombre de acción intuitivo y violento, y el de la meditación erudita y elevada; uno es el que mejor que nadie podía representar a los hijos de los hechos, labrados por los acontecimientos, y entregados a la pugna directa, y el otro es el paradigma del hombre de letras, lleno de sabiduría de libros, y soñando con una acción dirigida por el pensamiento. No hubo en vida diálogo entre Zamora y Bello, y es difícil imaginar cuál hubiera podido entablarse. Muy poco hay en la obra de Bello que pueda decirse está dirigido a la muchedumbre de los seres que Zamora vino a representar, salvo la invitación a la paz y la embellecida descripción de las tareas agrícolas.
El diálogo entre la literatura y la nación ha sido escaso, incompleto y discontinuo. Apenas se ha entablado en algunos momentos de la novela y del panfleto político, de los que son buen ejemplo El Cabito, Doña Bárbara y las Memorias de un Venezolano de la Decadencia. La situación normal ha sido como la coexistencia de dos mundos, con poco contacto entre sí. El mundo de la literatura y el mundo de los hechos que mutuamente se rechazaban.
El escritor venezolano típico, según resulta de nuestra literatura hasta hoy, sería uno que se sienta mal avenido con la realidad ambiente, en pugna y desacuerdo con ella, que desea luchar para cambiarla a su manera o que se resigna con evadirse, y que, en las formas de su arte, expresa esa inconformidad y su anhelo de otra cosa. Sobre el país de las realidades, hecho por la historia, nuestros escritores han estado predicando o soñando el advenimiento de un país distinto.
Ha habido una trágica separación entre ese país ideal de nuestras letras y el país real de nuestra historia. Mirándose con mutua desconfianza y recelo, cuando no olvidados aparentemente el uno del otro, se llegó a terribles momentos en que parecieron hablar en dos lenguas distintas, sin posibilidad de comunicación, como en aquella ocasión, casi magnífica y casi trágica, en que mientras una nación analfabeta y depauperada, al borde de la desmembración, reencendía la guerra federal, y se desangraba, sin saber por qué, en los campos de batalla, Cecilio Acosta subía a la tribuna, en un salón de Caracas, a hacer el más pulcro elogio de las letras al través de la historia. No era sin duda un elogio de los guerrilleros, lo que Venezuela esperaba en aquel momento, pero tampoco un elogio de las bellas letras antiguas y modernas, en una hora desesperada en la que el país no hallaba otra manera de expresar sus carencias y sus tensiones internas, sus hambres físicas y espirituales, sino por medio del plomo de las guerrillas.
Sin embargo, esas gentes que iban al acto académico a oír a Acosta, no lo hacían por desentendidas o indiferentes a los hechos. Constituían parte y representación de la minoría que ponía su esperanza en la cultura para hacer un país, y su misma presencia allí en esa hora tenía, ciertamente, un significado ejemplar de combativa afirmación de unos valores que en su esencia eran inconciliables con la montonera y el asalto. Sólo que, acaso, lo hacían de un modo insuficiente o inadecuado. La verdad es que no sólo la gente de alguna educación, sino también grandes porciones de la población, por varios y oscuros motivos, miraban al escritor como al depositario de las fuerzas del pensamiento y al iniciado en las grandes verdades salvadoras.
El país ha puesto siempre, de una manera curiosa, una especie de esperanza mesiánica en sus intelectuales. A lo largo de nuestra historia, el hombre de pluma ha gozado de un prestigio extraordinario. Los hombres de Marzo vienen a buscar a Fermín Toro como un augur; hay un momento en que Juan Vicente González parece la más grande fuerza que se alza ante los federales; Cecilio acosta se convierte en el símbolo moral del antiguzmancismo; Castro baja de la cordillera con su temeraria guerrilla para buscar en Caracas a Eduardo Blanco. En tiempos más recientes se han dado casos no menos espectaculares. En una tierra primitiva e inculta, el intelectual vino a representar una especie de reserva de poderes mágicos para oponerlos a los hechos adversos, una suerte de piache que podía conjurar los espíritus malos.
Pero a pesar de ello, los hijos de la tierra y del acaecer material, metidos hasta el cuello en la dura faena de los hechos, vieron al intelectual con cierto rencoroso recelo. Era, para ellos, el impráctico, el incomprensivo, el que no podía entender las cosas, el que enredaba peligrosamente los simples procesos del instinto social, el que estaba apegado a unas doctrinas o a unos principios que no podían ejecutarse sin comprometer, en grave riesgo, el difícil equilibrio de los hechos. Esa mezcla de reverencia y de desconfianza vino a reflejarse en frases y en designaciones que destilan resentimiento y animadversión. El intelectual viene a resultar entonces eso que con infinito desdén se llama el «lírico». O se condensa la mala experiencia en una frase como aquella que tanto rodó en Venezuela desde los tiempos de Guzmán: «¡Qué brutos son los hombres de talento!».
Era la reacción instintiva de quienes, en las palabras de los escritores, no veían sino inútiles complicaciones y disimuladas amenazas a una realidad que era su asiento y muy poco que pudiera servirles. En esas condiciones el simbólico coloquio entre Bello y Zamora, que hubiera sido el diálogo entre la realidad social y la literatura, no ha podido establecerse con toda la intensidad y continuidad que un país de tan duro quehacer histórico hubiera requerido.
Hubiera sido necesaria una literatura que acompañara y guiara el devenir social, más que una literatura satírica, o inactual. Más que una actitud añorante, evadida o pesimista, una disciplina para la vida hecha en tono afirmativo y aleccionador. Bello anduvo lejos y de su gran voz rectora poco llegó a Venezuela. Toro pasa los diez mejores años de su madurez en silencio. Maitín y Lozano cantan en la guitarra romántica sentimientos individuales; Juan Vicente González se agota en el periodismo partidista; Cecilio Acosta se refugia en la correspondencia con un puñado de humanistas; Pérez Bonalde no vuelve sino para el momento de llorar su dolor; cuando el siglo XIX se va a cerrar aparece la novela satírica y pesimista del Ciclo de Peonía.
Sería difícil hallar en todo ese tiempo el equivalente nuestro de Martín Fierro, el Facundo que se mete a hurgar en la vida de la tierra, la Cabaña del Tío Tom que abre las conciencias a la evidencia de un crimen colectivo, o los que hubieran hecho para nosotros el papel de un Fenimore Cooper, de un Galdós, de un Tolstoi, de un Federico Mistral, para no preguntar por el Walt Whitman, que tanto hubiera servido en aquella centuria de ceguedad e insurrección.
No hay que engañarse; si alguna carencia grave ha tenido nuestra literatura, ha sido la de la falta de ese fecundo diálogo con la nación. ¿No viene a resultar una dramática comprobación de esa falla el hecho de que todavía, en la hora presente, cuando Venezuela es predominantemente un país minero, urbano e industrial en vertiginosa transformación, siga siendo la nuestra, en su mayoría, novela rural o psicológica?
Esto, que a ratos debe parecer una requisitoria, no es sino un examen de conciencia y una voz de llamada. La expresión de una angustia que todos sentimos por ver desempeñar a la literatura venezolana su misión plenamente. Y es por eso mismo, más un acto de fe y de esperanza que de negación. Grandes son las letras y las responsabilidades que el presente ofrece a nuestra literatura. El mero hecho de que en el recinto de esta Academia se lleguen a suscitar esas cuestiones, es una nueva señal de que estamos en una hora de despertar la conciencia.
Ya no son pocos nuestros escritores, jóvenes y viejos, que lo entienden así. Mirad si no la proliferación de trabajos biográficos sobre los hombres afirmativos de nuestro pasado; de estudios sociales e históricos sobre temas regionales; de tentativas de una novela de la hora presente; de ensayos de interpretación de lo nacional; de esfuerzos por crear un teatro propio. Nunca ha habido interés más activo por la cultura que en nuestros días, desde las aulas de las universidades hasta las salas de exposiciones, conferencias y conciertos, sin olvidar las páginas de los periódicos. Nunca ha habido más mesas redondas, más ciclos de estudio, más divulgaciones de todo tipo. Nunca ha habido más oportunidades de adquirir una formación cultural suficiente para asomarse al país y al mundo con una mirada comprensiva.
Pero estas mismas circunstancias plantean de un modo perentorio la necesidad de que los escritores asuman sus nuevas responsabilidades. Ya no somos los habitantes de la Venezuela agrícola, aislada del mundo, amurallada en sus buenas y malas tradiciones, paralizada por la pobreza. Somos los hijos y los gestores de uno de los países más ricos del mundo, gran productor de petróleo y de hierro, cuya población en más de sus dos terceras partes vive en ciudades, en contacto diario con las novedades del mundo por medio de la prensa, el cine, la radio y la televisión. Estamos en una Venezuela en la que por primera vez en su historia, la clase media es la más importante de la sociedad, en la que centenares de millares de inmigrantes traen al escenario nacional usos, palabras y costumbres nuevas; en la que el setenta por ciento de la población tiene menos de treinta años; en la que el ingreso anual por habitante es el más grande de la América Latina. Un país en el que se realizan descomunales obras y empresas, que está libre de paludismo, que produce todo el cemento que necesita, todo el azúcar que necesita, toda la electricidad que necesita, que pronto va a producir acero y aluminio, pero que, no menos que antes, necesita un espíritu, para tener un ser.
En esta violenta crisis de transformación ha ocupado lugar dominante un nuevo tipo de intelectual: el científico. Científicos y técnicos, formados en nuestras Facultades y en los mejores centros docentes del mundo, asumen con seguridad y desenfado las tareas muy especializadas de esa vasta transformación. Ingenieros, arquitectos, higienistas, especialistas en concreto armado o en hidráulica, investigadores sociales, economistas, estadísticos, naturalistas, epidemiólogos, ingenieros de petróleo o de electricidad, fitopatólogos, geógrafos, antropólogos, técnicos de mercadeo y de ventas, expertos en comunicaciones, en planificación y zonificación de ciudades. Sin olvidar la labor de las Facultades de Humanidades que preparan con disciplina científica filósofos, filólogos, pedagogos y profesores de la literatura e historia, quienes salen armados de todo el aparato de la moderna investigación universitaria.
Así como el técnico ha venido a tomar posesión de las funciones de cultura y de inteligencia que le eran debidas, también el auditorio a quien ha de dirigirse el escritor ha cambiado de condición y de actitud. Lo forman ahora, no sólo esos técnicos y universitarios que han de juzgar su mensaje desde el ángulo de sus distintas especializaciones, sino también la enorme muchedumbre de los que se dedican a las más diversas actividades de empresas y de negocios, y que tienen del país una experiencia viva desde puntos de vista muy precisos.
Ya no es el escritor el solitario y prestigioso intelectual frente a una colectividad de agricultores y guerrilleros; ahora está en medio de una nación en febril y a veces inorgánica transformación. Ya no escribe para los hacendados de Peonía, ni para los rentistas de El hombre de hierro, ni para los llaneros de Altamira. Ahora ha de escribir para los apresurados habitantes de ciudades cosmopolitas, donde se editan periódicos en cuatro o cinco lenguas, y para los industrializadores de una frontera móvil y dinámica. Los lectores, a los que se les pide tiempo para comunicarles algo, son los técnicos absorbidos en sus problemas concretos o los hombres entregados sin tregua a un ritmo enloquecedor, a los mil quehaceres contemporáneos, como fabricantes, corredores, contratistas, distribuidores, banqueros, cambistas, vendedores, publicistas, promotores de ventas, constructores, urbanizadores, transportistas, aseguradores, comisionistas, periodistas, personal de radio y TV, tenderos, mensajeros y todas las formas de dirección y empleo en las empresas de comercio, de producción y de servicios. Ese es el nuevo auditorio al que el escritor tiene que llegar con su palabra.
Esto no significa que la función del escritor ha sido disminuida, sino por el contrario que ha crecido en dignidad, en dificultad y en transcendencia. Le ha quedado, nada menos que la función creadora del espíritu. Ante los obreros, la clase media y las verdades parciales de los técnicos y los especialistas, le queda a él y a nadie más que a él, el encargo de expresar las concepciones generales, las intuiciones básicas, la formulación de las direcciones y de las explicaciones que el país requiere para sentir que tiene una unidad y un camino, es decir, que tiene un ser.
No puede hacerse un país sin un espíritu, so pena de no pasar de ser una aglomeración de hombres, una factoría, un mercado o un mero accidente histórico. Un país existe, pobre o rico, próspero o atrasado, sólo en la medida en que todos los que lo pueblan sienten que participan de una unidad superior y más duradera que ellos mismos, que posee un espíritu y cuya expresión suprema, inconfundible y permanente, está en su arte, en su pensamiento y en su literatura.
De las tres maneras de conocer y de presentar los objetos de nuestro pensamiento: la de la descripción y anotación de los hechos, que es la de la historia; la de la comparación de los hechos conocidos para descubrir leyes de relación, que es la de la ciencia; y la de la recreación y creación de los hechos, que es la del arte, no pocas veces la más profunda, valedera y permanente, como ya lo sabía Aristóteles, es la última. Son los hallazgos del arte y de la ficción los que finalmente caracterizan y representan las civilizaciones.
A nuestros escritores y nuestros artistas, trabajando con los elementos que aportan y requieren las circunstancias, corresponde concebir, hallar y expresar, para todos los hombres, técnicos, empresarios, industriales, trabajadores y universitarios, que integran el país, las concepciones, las fórmulas y los símbolos que les van a revelar la conciencia de pertenecer a una misma hora, a un mismo destino colectivo y a un mismo espíritu, es decir: crear un pensamiento nacional y una emoción nacional, coherentes y justos, que tengan en cuenta nuestros problemas y contribuyan a resolverlos en unidad de acción.
No hay que olvidar que vivimos en un país en profunda transformación en medio de un mundo en grave crisis espiritual. Para bien o para mal, las cosas que nuestros escritores o artistas hagan ahora, servirán o no servirán para ayudar al país a transformarse con acierto y a entender y aprovechar el confuso mundo de que forman parte. Es aquí, precisamente, donde reside el problema de nuestra literatura en el presente: en su vocación y capacidad para servir al destino del país en el destino del mundo. Es decir, en su decisión de ser actual y por lo tanto valedera y por lo tanto respetada y activa, o inactual y por tanto gratuita, desdeñada y pasiva.
No puede bastarle al país, en una hora nacional o internacional de tanta importancia y riesgo como la que vivimos, con tener gente informada del pensamiento de Heidegger, o de las ecuaciones de Einstein, o de la psicología de Adler, o de la poesía de Horacio o de la de Rilke. Estos pueden ser, en el peor sentido, pecados de orgullo o vicios. Como tampoco basta con producir ingenieros que sepan levantar la más complicada estructura, o médicos que estén al tanto de las últimas novedades de la bioquímica, o abogados que conozcan al dedillo todas las complicaciones de la legislación positiva. Con todo eso faltaría algo mas. Habría que elevarse a una comprensión superior de nuestro presente y de nuestro inmediato futuro e iluminar los rumbos.
Esa es, precisamente, la función de la inteligencia creadora por medio de las letras y las artes. Lo fue así entre los griegos y los romanos; lo fue así en el siglo XI, en el siglo XIII, en el Renacimiento, en la Ilustración, en todas las grandes horas de los viejos y los nuevos humanismos. Así también lo fue en la hora maravillosa de nuestra Independencia, cuando la palabra y la acción se fundieron en una deslumbradora comprensión de la historia como requerimiento de la vida. Sería muy grave que el pensamiento, las letras y el arte, quedaran al margen de la transformación actual del país.
Esa realidad del país y del mundo, que formula diarias y angustiosas exigencias, es la piedra de toque para juzgar a nuestras letras y para decidir si no valen más que para un juego ancilar más o menos hábil y gracioso, o si sienten la vocación de apersonarse, interesarse, comprender y orientar. El país, que crece y cuya fisonomía cambia, aguarda con emoción la hora en que nuestra literatura va a decir, por medio de sus realizaciones más significativas: «Venezolana soy, y nada de lo venezolano lo considero ajeno». Y quizá algo de la fecunda emoción que la frase de Terencio levantó en su tiempo, se levante en el nuestro.
Para ello sería necesario no sólo conocer, sino recibir eso que llamamos la realidad en toda su compleja extensión, sin mutilaciones, no para aceptarla y embellecerla, sino para esforzarnos por ganarle la entraña y buscarle el sentido y los valores positivos, a fin de que los que viven en esa y por esa realidad, que son los más, sientan que a su lado y un poco adelante va la literatura acompañándolos, iluminándolos y mejorándolos. Decirle al país las palabras justas, generosas y aleccionadoras que necesita para reconocerse la propia alma colectiva, y sentir la necesidad de realizarse.
Estas palabras están dichas con angustia sincera y con modestia. A nadie acuso, porque para ello sería necesario que comenzara por acusarme a mí mismo. Pero porque creo que, con todo lo que de promisorio tienen hoy nuestras letras, les falta dar más para el hambre espiritual del país, dar lo que sólo ellas pueden dar, y lo que sin ellas quedará frustrado e incompleto, me he animado a decirlas en esta ocasión. El panorama de estas carencias y de estas necesidades es, por su otra faz, una maravillosa invitación al espíritu creador de nuestros escritores. Nunca un país esperó tanto y necesitó tanto de sus hombres de pensamiento y creación, como hoy la tierra de Andrés Bello. El país está como a la espera de esas voces para que se anude el diálogo vivo y fecundo sobre su destino. Y, por eso mismo, nunca tuvo una hora tan auspiciosa ni una misión tan claramente formulada la literatura venezolana.
Alguien podría levantarse ahora y decirme que después de todo no vengo sino a formular otro programa, que no es sino repetir la queja de ausencia por una literatura, como tantas veces lo expresaron muchos de los que aquí he recordado, y que más valiera ponernos a la obra, sin perder tiempo en preámbulos. No sería del todo justo quien dijera eso. La verdad es que a la obra están puestos muchos y que cada uno, a su manera, oye el llamado y trata de responder con la creación. Pero estaríamos condenados a no poder hablar sino de obras individuales y no de una literatura nacional, si no hubiera formulaciones, debates y acuerdos, sobre los fines, paradigmas y propósitos que han de caracterizar a las obras de un mismo tiempo dentro de una misma literatura.
Y con esto, el evocador de sombras y presencias va a callar, como en los viejos tiempos de las tertulias literarias, después de haber dicho sus esperanzas, sus angustias y sus dudas, para que se enciendan y dejen oír las voces, que pueden y deben hacerlo, sobre un tema que Venezuela tiene hambre y sed de oír.