literatura venezolana

de hoy y de siempre

El bumerang

Feb 26, 2022

Pedro Berroeta

La noche estaba tan obscura que la masa del árbol casi no se destacaba contra el cielo, cuyas numerosas estrellas parecían brillar sin luz, con una luminosidad inmóvil y muerta, lejana y absolutamente indiferente. De vez en cuando, partía una de su sito y rayaba el cielo con un apagado resplandor; luego, allá arriba, el silencio y el olvido se hacían más pro- Fundos. El viento corra a la altura de los árboles, asustando los pájaros o haciendo caer alguna fruta que se desplomaba y se hundía con un ruido sordo en la hojarasca acumulada en el suelo. Lentamente, del sitio donde había caído, se levantaba un ligero vaho de tierra en fermentación, húmedo y dulzarrón, tangible, el cual, a pesar del viento, se pegaba a la nariz como una mucosidad tibia y palpitante, casi como una verdadera lombriz. Una rata iba y venía, con rápido crujir de hojas, alrededor de algún animal muero. Probablemente era una gallina y el cadáver tendría allí varias semanas, pues el hedor, a medida que la putrefacción florece, se va haciendo más y más pesado hasta que ya no puede levantarse del suelo y entonces no puede ser percibido sino por los animales rastreros. Con toda seguridad la rata estaba tratando de arrastrar la gallina hacia su cueva, para comérsela allí en paz; pero su apetito vencía a menudo a su prudencia y se oía entonces el roer de los dientes agudos en el hueso o el apagado resonar de las voraces mandíbulas en el vientre tenso del cadáver. Al poco rato, llegó otra y se pusieron a pelear con fura, hasta que algo las asustó y las hizo alejarse definitivamente.

El viento soplaba cada vez con más fuerza, y las estrellas iban desapareciendo una a una o por grupos: las nubes avanzaban a toda velocidad. En el fondo del valle, hacia el Oeste, un gran cúmulo tuvo un estremecimiento luminoso y el relámpago iluminó fugazmente los odres sombríos y repletos de agua que volaban muy bajo, en masas compactas. Se sentía ya un vago olor de lluvia que erizaba las hojas sedientas de los árboles.

El hombre que estaba en acecho trató de ver la hora: pero era imposible, ni siquiera un reflejo indicaba la presencia del vidrio. Entonces, con la punta del revólver, lo quebró de un golpe y suavemente, su índice, buscó la posición de las agujas. Eran las once y media. Ya Fernando no debía tardar. Se llevó la muñeca al oído para cerciorarse de que el reloj no se había parado y volvió a coger el revólver que había depositado en el suelo, La cacha estaba aún tibia del calor de la mano, pero el cañón estaba frio y húmedo; poco después sintió una ligera punzada en la yema el índice y se dio cuente de que una partícula del cristal lo había Herido. Se chupó el dedo y limpió con el pañuelo la sangre del revólver; el pañuelo tenía un olor acre que se mezclaba con el perfume de lavanda que había usado aquella mañana. Mejor dicho, no se mezclaban sino que constituían un cuerpo oloroso que avanzaba hacia el olfato, cojeando, apoyándose alternativamente en la esencia de lavanda o en la acidez de la sangre coagulada.

Al meterse el pañuelo en el bolsillo, sintió la copia de la carta anónima que había enviado el día anterior a Fernando. El hombre rió para sí: “¡Qué buen susto ha debido llevarse!” Pero él mismo se daba cuenta de que no era cierto: Fernando no era de la clase de individuos que se atemorizaban ante un anónimo; no porque sean valientes, sino porque no conciben que alguien pueda desearles el mal. Esa clase de personas atraviesan la vida repartiendo palmadas en las espaldas, riendo fuerte y hablando a grandes voces, seguros de que conquistan así la simpatía de todo el mundo, sin darse cuenta de que se llevan con el pecho multitud de seres más débiles, quienes les guardan un rencor indeleble.

Fernando era así; con toda seguridad al leer la carta emitió una gran carcajada y llamó por teléfono a su querida para leérsela

—¿Qué te parece, Marta, lo que me dicen? ¡Condenado a muerte si no te dejo! Por lo que se ve, alguien está celoso y quiere apartarme del camino hacia ti.

Y Marta que estaba como embrutecida por la energía vital de su amante, reiría también con su risa grave y cálida y sentiría una dulce excitación sensual ante el peligro que añadía a su aventura, la amenaza de aquel celoso imbécil.

Lleno de despecho, el hombre que estaba en acecho se levantó de la piedra que le servía de asiento. Sus rótulas crujieron y estuvo un momento doblado, sin poder enderezar, debido a un agudo dolor en los riñones que parecía desgarrarlo en dos. Poco a poco la circulación se fue restableciendo y pudo estirarse, pero ya la agitación colérica había cesado y se sentó de muevo. En otras circunstancias habría encendido un cigarrillo, ahora no era cosa de tentar el destino de una manera tan tonta. Además, hubiera sido casi imposible encender un fósforo con aquel viento. Él lo sabía por experiencia: una vez que fue de cacería con Fernando gastó una caja inútilmente. Afortunadamente, Fernando tenía otra y era muy hábil para esas cosas. ¡Cómo habían reído los dos! En realidad, jamás en su vida había pasado una semana ten agradable, siete días tan verdaderamente felices. El no quería ir pero su amigo había insistido e insistido con su tenacidad característica.

En la obscuridad y en el viento, el hombre sonreía para sí. La nostalgia que permanecía siempre agazapada en algún rincón de su vida solitaria, le aplicó de nuevo un zarpazo y por la ancha herida fue goteando lentamente su amargura.

Un día que estaba en su oficina, Fernando le llamó por teléfono:

—Espérame que tengo que hablar contigo.

Así era, no podía suponer que los otros tuvieran ganas de hacer otra cosa que someterse a sus deseos. Al poco rato llegó Fernando y sin más mi más le dijo:

—¿Qué piensas hacer ú en Semana Santa? ¡Nada seguramente! Bueno pues, tú y yo nos vamos mañana para el Llano. No tienes que preocuparte por nada; todo está listo. Esta noche vienes a dormir a casa porque tenemos que salir a las tres y tú vives muy lejos.

¡Qué amargura había sentido al principio el hombre en dejarse dominar así! Pero hacía tanto tiempo que se había acostumbrado: desde que eran niños Fernando había sido el más emprendedor de los dos. Así, durmió en casa de su amigo aquella noche, se levantó de madrugada, él a quien tanto gustaba dormir tarde, se puso un horrible paltó impermeable, hediondo a una mezcla de sudor de hombre y de caballo, de tripa de automóvil, de manteca, carbón y sangre reseca, y con una tacita de café negro por todo desayuno, se metió en una camioneta en la que casi no quedaba espacio donde sentarse, tan llena estaba de cestas, paquetes, escopetas y cajones llenos de aserrín a través del cual blanqueaban largos bloques de hielo.

—Esta noche estaremos velando tigres… ¿ah? ¿Qué te parece, viejo? —dijo Fernado al mismo tiempo que ponía el pie sobre el arranque. ¡Ya verás qué hermoso es el Llano!

Poco después, mientras la camioneta se deslizaba a toda velocidad hacia el sur, Fernando volvió a preguntar:

—Tú nunca has cazado, ¿verdad? ¡Bueno! Eso no importa: buscaremos algo fácil, esta vez, para ti. Lo esencial es que descanses, porque, vale, te confieso sinceramente que estás bien demacrado; hasta Marta me lo decía ayer.

El hombre que estaba en acecho sintió una punzado dolorosa en el estómago, al recordar la escena, y las manos le comenzaron a temblar. En aquel entonces no había dado mucha importancia al hecho de que Fernando citara familiarmente el nombre de Marta: únicamente le había preocupado que la muchacha lo encontrase demacrado. Pero ahora, que lo sabía todo, ahora que no cabía duda de la atracción intensa que unía a Fernando con Marta, sintió con creces el dolor que todavía ignoraba cuando estaba en la camioneta. ¡Qué extraordinaria es la vida; que puede herir hacia el pasado la imagen de un hombre feliz! Ahora le parecía que ya en la camioneta sus celos estaban despiertos y, sin embargo, ¡qué contento iba entonces soñando con imaginación de novato en emocionantes aventuras de caza!

Se había prometido matar su tigre de un solo tiro y traerle la piel a Marta. Quizá hasta tendría la suerte de que la fiera le diera un ligero zarpazo, que aterraría a la muchacha. Por eso preguntó:

—¿Y hay posibilidad de que el tigre lo hiera a uno?

Pero Fernando, pensado que hacía la pregunta por miedo, lo tranquilizó

—¡En absoluto! Uno se monta en un árbol y allí espera que venga.

El rostro del hombre en vela se contrajo en la obscuridad y escupió la brizna, que el viento le había metido en la boca mientras sonreía. Fernando se había imaginado siempre que él era un cobarde. Nunca su amigo, a pesar de todo lo que gritaba acerca de la curiosidad hacia lo humano, de amor hacia el hombre, se había inclinado sobre él con cariño, con delicadeza, para hacer salir el alma fuerte y generosa que estaba encenagada en ese cuerpo endeble que los nervios, en aquella noche de espera, en medio del viento y de la sombra, hacían temblar.

Cuando llegaron al hato, se sintió demasiado cansado para acompañar a Fernando, quien pasó solo, toda la noche, sin comer siquiera, velando inútilmente un tigre cebado. A las doce del día regresó molido, cansado y muerto de hambre. El hombre en esta noche en que él mismo está en acecho esperando el regreso de Fernando para matarlo, no se explica aún qué misterioso hálito pasó entre los dos, allá en el Llano. Quizá el cansancio y la decepción de cazador, habían ablandado a Fernando; o quizá la llanura permite al hombre un alma a su medida; es posible que la inmensidad haga estallar a escoria y que uno no se dé cuenta, al fin, de que no se es un brazo quebrado y de que es inútil, por lo tanto, cualquir Funda de yeso.

—¡Qué bien se portó conmigo — murmuró el hombre— como un verdadero amigo! —Y volvió a sonar.

En verdad, cada vez que había tenido necesidad de Fernando, éste había acudido en su ayuda. Nadie hubiera podido negarle esa gran cualidad de hacer suyos los problemas de los otros y de buscar casi con dolorosa intensidad la solución de algo cuyas consecuencias deberían importarle un pito. Es raro un hombre así, más raro que cualquier mujer excepcional, un milagro más extraordinario aun que Marta.

De pronto comenzó a llover y el hombre sintió que las gruesas gotas atravesaban el espeso follaje y mojaban lentamente su cuerpo. Una de ellas estalló obre su frente, rodó por el borde la nariz y fue absorbida por la comisura de la boca. Sabía a algo fresco y puro, como si todavía estuviese impregnada de la solitaria calma de las nubes. Tiró lo cabeza hacia atrás y abrió la boca para recibir más, y al hacerlo, pensó que todo aquello sería pronto cosa del pasado.

Dentro de poco, oiría los pasos de Fernando. Esperaría que estuviese muy cerca y saltaría de repente, delante de él, para asustarlo; llevaría el revólver en la mano, para aumentar su terror, pero en vez de disparar contra su amigo, le diría:

 

—Soy yo, Fernando: ¡no tengas miedo!

Entonces Fernando, riendo, aunque un poco nervioso todavía, lo invitaría a entrar y lo llevaría a su biblioteca, donde beberían juntos una serie de whiskies. Sobre el escritorio de su amigo, estaría, claro está la fotografía de Marta. ¿Pero qué importa?  Él le diría:

—Figúrate, Femando, que estuve a punto de matarte por ella.

Y su amigo se le acercaría y le pondría la mano sobre el hombro: es que la quiero, vale.

A lo que él respondería:

—Ya lo sé, Fernando, ya lo sé. Puedes quedarte con ella: después de todo eres más joven que yo.

Sentiría un noble dolor, una amargura generosa que lo llenaría de felicidad, al renunciar a Marta para cedérsela a Fernando. Quizá hasta le nombrarían padrino, más tarde, como sucede en algunas novelas.

 

El hombre comenzó a impacientarse.

—Si no viene pronto, me voy. ¡Qué diablos! ¡No voy a pescar una pulmonía por el solo placer de verlo!

Pero entre el ruido de las gotas que caían con violencia, percibió los pasos que se acercaban. Eran de Fernando. No cabía duda de que era él; tenía ese caminar desigual que le había quedado como consecuencia de una ruptura del tobillo. Parecía, además, cansado.

—A lo mejor viene de casa de Mara — murmuró el hombre, súbitamente rabioso.

En la noche se precisó una silueta, y el hombre dio un paso hacia adelante.

— ¿Quién es? — gritó Fernando con voz entrecortada.

— ¡Soy yo: Antonio! —contestó el hombre.

Y avanzando un paso más, apoyó el revólver contra el pecho de su amigo y apretó el gatillo.

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