José Balza
MAHOME II
A Vince De Benedittis
Agregó al cabo de una pausa:
—El Secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.
Afuera sonaba la autopista recién inaugurada; un tráfico tumultuoso quería probar esa nueva vía de la ciudad. El antropólogo habló y nosotros mirábamos su oscuro morral y un gran hueso colocado en el piso. El apartamento, alegre y alto, nos quitaba ubicación. Nada del hombre podía indicar que era extranjero: tostado; magro, decisivo en la colocación de sus palabras. Habló de su llegada a la selva, dos años antes; contó el aprendizaje del nuevo idioma; parecía más sobrio que cualquier otro científico.
—No soy creyente, pero volveré a la selva. Hace tiempo, cuando fui, tal vez exageré un poco con los aprendizajes: decidí estudiar desde el primer momento: vi sus ceremonias fúnebres, la ingestión de cenizas humanas con plátanos, una última prueba amorosa de ellos hacia el muerto. Hablé pronto el lenguaje y me adapté a su vida nómada. En ese morral hay utensilios suyos, cosas íntimas. Pero también desde el primer momento conocí al joven guerrero, mi amigo inmediato; no puedo decirles su nombre porque violaría alguna ley. Cazamos juntos, escuché las tradiciones de su tribu, narradas por él.
Un día quiso iniciarme: me invitó a buscar aquel animal que sería mi espíritu, mi verdadero yo, Mahome; nada arriesgaba: acepté. Durante las primeras semanas aquello pareció un juego; después supe que las pinturas de su cuerpo encerraban una promesa: él pasaría a ser sacerdote con los años. A los doce meses de estar escrutando plantas, cantos en la noche, posiciones del sol, dijo que lo sabía, que había descubierto el secreto. Tendríamos que ir a una zona distante del poblado; imaginé el nido o la cueva donde reposaría el animal que me repetía. Salimos a medianoche. Sólo tomé la pistola, aunque él insistió en que sería innecesaria. Al amanecer alcanzamos un claro del monte; él señaló el sol y un zumbido de alas. Con la luz el águila estuvo sobre nosotros. Su mirada indicó que el ave se fundiría conmigo, a esa hora y en ese lugar. Los árboles descendieron un poco: un plumaje de dos metros, brillante y denso caía sobre ellos. Temí un momento, hubiese sido razonable escapar de aquel gigantesco animal; pero mi amigo no nos miraba: el milagro sería ineludible. Esperé el abrazo del ave, lo que fuera; cerré los ojos durante segundos. Y en seguida vi como el gran pájaro me ignoraba; fluyó entre hojas y ramajes y vorazmente iba contra el indio. Algo me invadió, tenía que salvarlo. Disparé. El ave se balanceó, caería; en el plumaje del pecho una mancha roja y negra lo debilitaba. Pero con un aletazo se elevó en la mañana agobiante y escuché entonces la voz de mi amigo que se derrumbaba, herido de bala, cerca de mí: “Se muere un waika, susurró, el águila era yo”.
***
EL NIÑO DEL FULGOR
Para Vilma Ramia
1
La casa, pequeña y anodina, contrasta con los fértiles, inmensos terrenos que la rodean. Fue entregada hace mucho a Fabián por sus padres y él cree conocer cada parte de su posesión. Al frente, un cercado que poco protege a las viejas plantas de anón, de níspero, de caña. Dos perros fuertes y elásticos circulan libremente.
El cercado conduce a la puerta de la casa mediante un sendero de citroneras. Alrededor del pequeño edificio, limoneros y guayabos. Todo parece íntimo. Sin embargo por detrás comienzan los gallineros, el patio con gansos y cerdos. Un caimito gigantesco. La vasta hacienda de cacao y naranjales. Y sólo para quienes pueden llegar hasta allá, de repente en medio del terreno, surge una brillante laguna, cuya superficie vibra, picada por peces y pájaros.
A este lugar trajo Fabián hace nueve meses a su mujer, una chica tan joven y fuerte como él mismo. Y aquí son visitados por familiares de ambos, que en ocasiones se quedan, trasnochan, se emborrachan y hasta pelean entre ellos al amanecer.
Fabián y ella saben exactamente cómo trabajar y producir, también que el mundo es ese territorio y el primer hijo que tendrán. Un espesor anímico los protege, se ha elevado alrededor de ellos como un canto, desde que también fueran niños. Tal vez permanezcan para siempre bajo esa cualidad primaria y fresca que no los diferencia de las aves y del bosque.
Alguna vez van a la pequeña ciudad próxima y otra a las orillas del poderoso río. Quizá su hacienda sea una réplica completa de aquélla y la laguna un retoo salvaje de las vastas aguas lejanas. En el todo son todo.
Esta tarde de verano han querido recorrer los sembrados. Ya no tardará ella en parir y habrá que guardar reposo. Y allí caminan, avanzando bajo el cafetal, seguidos por los perros, alborotando a una bandada de loros. Comienza el verano de oro y las palmeras y las hojas refulgen como aceitadas. Es la proximidad del agua, que la laguna recoge secretamente.
2
De pronto él huele vigorosamente y la detiene con un gesto. De manera automática ella coloca sus manos sobre el vientre. La penumbra de la tarde los envuelve. Y ambos miran hacia el fondo de la arboleda: en un espacio de hierbas algo se quema.
Fabián adelanta y le grita que permanezca quieta. Pero la mujer corre tras él y ambos enfrentan al trozo de terreno que humea. En verdad ya no arde nada. Lo que se ha quemado resulta ser, visto de cerca, un círculo perfecto: la hierba desaareció y sólo queda la tierra misma, rojiza, en ascuas, como si ardiera desde adentro, desde el fondo.
Mucho después, si recordaran ese detalle, comprenderían que no había humo ni olor a fuego. Sólo en su instinto surgió la impresión de incendio. El anillo de tierra, húmedo y dorado, atraía en medio del atardecer. ¿Realmente se hubieran atrevido ellos a creer que aquel fuego era agua?
3
Esta historia simple se pierde en los remotos matorrales y en alguna memoria del sinuoso río y sus lagunas. Fabián y su mujer no podían calibrar el don que su hijo poseyera, precisamente porque su espontaneidad o el temor no les habría permitido reconocerlo. Mi hermano me aseguró que la cosa provenía del contacto entre el vientre amoroso, el misterioso círculo de agua y la ígnea laguna. Sólo
el silencioso azar permitió descubrir, con los años, que aquel niño era la creatura más dotada. Poseía algo casi irreconocible: ese punto del pensamiento que puede ser llamado incomparable. El fulgor que reúne toda la alegría, pero que también, dolorosamente, lo comprende todo.
***
RETRATO EN CURIAPO (VERSIÓN 4)
A Beatriz y Ernesto Pérez Zúñiga
1
¿A quién culpar? Él mismo había estado en la cumbre del poder local durante un período y, para ser sincero, jamás dejó de ser tipo importante en la región. Hoy, por descuido de algún funcionario, la embarcación adecuada fue enviada hacia otro destino y, ante la urgencia del caso (de los casos), debió venir a este activo pero deteriorado puerto de Volcán a tomar la lancha colectiva. Su pequeña maleta, equipos técnicos ya en la nave. Pero tuvo necesidad de un baño público y se encontró con que nunca ha sido construido alguno. ¡En este puerto de tráfico incesante! De donde parten botes, curiaras y lanchas hacia las más remotas zonas del Delta, hasta la desembocadura en el océano. Finalmente un uniformado le facilita el servicio de la Guardia, infecto y exclusivo. ¿Cómo hacen los numerosos viajeros antes de afrontar una travesía tan larga?
Luego el médico sube a la embarcación, le entregan un salvavidas roto y esperan casi una hora la llegada de los otros viajeros. El conductor es joven y grueso, también dos señoras y otros siete hombres. En el extremo de un banco se sientan niños indígenas con su madre.
Dentro del conjunto parece un campesino más: alto, fuerte, sin barriga y de brazos fibrosos; sólo sus cabellos blancos, escasos en el centro y desordenados, así como los lentes un poco ladeados, podrían hacerlo diferente. Imposible pensar que tiene ochenta y tres años y que fue la autoridad máxima del estado. Desde que el taxi lo dejara arriba, en la carretera o en el barranco, algunas personas lo saludaron con afecto. Para todos es alguien ilustre, aunque no logren precisar por qué. Años antes hubiera sido tan fácil que le asignaran un helicóptero… Pero no importa, el doctor es sobre todo un hábil político y sabe que en las elecciones próximas, según ha intuido, al asociarse adecuadamente volverá a ser candidato y enseguida jefe local. Bastará con que despliegue en la pequeña capital y en zonas remotas como ésta a la cual se dirige su antiguo prestigio, su buen humor y, cómo negarlo, su bondad, para que los votos sean suyos.
El médico no se engaña: un alto sentido ético, una especial condición de servicio, noble y efectivo, cimentan su fama como cirujano, su aura de hombre generoso, desinteresado. En sesenta años de trabajo nunca defraudó a un paciente, ni pobre ni rico. Si alguien aquí lo reconociera por completo, recordaría esa justa fama de excelente científico, de hombre sencillo y accesible, pero quizá también la historia de su voracidad —la suya y la de sus familiares— para aprovecharse de los dineros públicos. Nada raro eso último entre nosotros, que en este caso casi excepcional ha sido matizado con la construcción (por parte del doctor, años atrás) de algunos dispensarios y locales médicos que aún funcionan en poblaciones olvidadas.
Ubicado entre los jóvenes gordos y una señora, utilizando el salvavidas como albornoz que lo protegerá del viento y de los ramalazos de gotas, a las siete de la mañana el hombre, que se había adormilado unos minutos, advierte el fuerte impulso con que despega el motor. Un zumbido, el balanceo que despierta comentarios humorísticos y la proa que se eleva hacia el sol. Con destreza el chofer evade suaves islotes de juncos próximos a la ribera y se centra en medio de la corriente.
En el puerto las nubes que no dejaban amanecer por completo son sustituidas por el cielo abierto: la luz choca con las aguas y un vertiginoso remolino parece atrapar a la embarcación. Ya están, y así seguirán, muy próximos al centro de la arteria incesante.
El río cobra en seguida su carácter de inmensidad: las costas de verdes oscuros y altos palmares, a la izquierda, se alejan; y por el otro lado todo es agua infinita, marcada en la distancia por una ribera pequeñísima. Comienza entonces el laberinto ocre de las ondas y el asomarse de la punta de las islas, como naves irreales, que se vuelven de turquesa, de neutros amarillos, de verdes como cristal, asomo de duración variable hasta que aparece, más lejos aún, más poseída por aguas irrefrenables, otra isla magnífica y desafiante. Si fuese creyente —como de manera segura lo son los indígenas que también viajan— el médico podría pensar que esas son las formas de los dioses: tierra y aguas en comunión, geometrías del color y la luz, ritmos de pájaros que marcan destinos en lo alto, el iris de algún súbito pez, señor del barro profundo, y la seguridad con que la pequeña nave vuela sobre la espuma.
También se han detenido en algún reducido poblado a dejar viajeros y recoger otros, que movían brazos mínimos en la distancia. Allí, los restos de algún mueble de plástico guarda su deriva entre los hierbazales. Sobre la orilla de bambúes y cocoteros crecen los milenarios matorrales: ceibas anchas, audaces algarrobos, cacaotales abandonados, jobos; y sobre éstos, descubre el hombre, saltan, arrullan, aúllan los no menos antiguos araguatos: monos graciosos, ágiles, de oro y rubí, cuyo sonido vuela en el viento con acordes electrónicos. Niños ancianos que han vivido la promiscuidad ancestral y futura.
En tres o cuatro ocasiones, inmensos buques de carga han estremecido la lancha de los viajeros al partir el agua.
Horas después, los morichales de malvas desvaídos de la derecha se frotan con barrancos rubios: anuncios del océano que tragará la dulzura del río o que se dejará penetrar por su lenta sensualidad. Frente a los viajeros cocales y un morichal enfático, de hojas rojizas y de palmas como lanzas. Están detrás, vigilando las casitas de madera, las callejuelas hechas con tablas o cemento, los techos de orden claro, que se elevan sobre aguas quietas. Una torre metálica, una cruz de iglesia, tendidos eléctricos, gente: Curiapo. Los viajeros sonríen, saludan, gritan al arribar. La lancha se acomoda con suavidad; casi nadie se acerca.
Al doctor lo esperan otro médico y dos enfermeras. Le ofrecen desayunar; él acepta un largo café, desde hace años sólo toma una comida al día. Y es conducido al pequeño ambulatorio donde trabajarán.
Afuera, Curiapo es una corta calle principal, tramada en gruesas tablas, sobre el agua. En ella se levantan casas desde los pilotines, algunas de las cuales poseen pisos de cemento. En otras asoma un sesgo guyanés o hindú. Hay pequeñas bodegas y tiendas; no funciona la electricidad y los habitantes se las ingenian para utilizar sus teléfonos celulares. En el centro, una zona recuperada se extiende hacia atrás, sobre la tierra y allí se encuentra el liceo, la iglesia, un campo deportivo. También hay bares y los pescadores no cesan de ofrecer peces u otras mercancías desde la playa.
2
Él y los otros cenan morocoto asado, un casabe esponjoso y ocumo yancín hacia las diez. Las operaciones fueron concisas y rápidas, excepto en tres casos. El doctor está cansado y sabe que debe madrugar para el regreso, pero añora un buen whisky (¿por qué no lo metió en el equipaje?) difícil de conseguir, al parecer. Le ofrecen vino guyanés y apenas lo prueba. Decide caminar un poco, mientras el otro médico intenta hallar la bebida deseada.
En la cena, desde la breve terraza de la pensión, sólo un televisorcito de pilas ronroneaba en la sala. Brisa suave; de las callejuelas subía un cierto sonido acariciante, como si el agua, debajo de ellos, fuese removida lentamente.
Ahora, mientras avanza por la ruta central, en la noche oscura, nota que muchas casas disponen de motores domésticos para la electricidad, lo que incide en las aguas que se alejan creando círculos interrumpidos e incesantes. En pocos portales hay personas, pero de repente comienzan a acercarse jóvenes solos o en grupos, que van en una misma dirección: hacia el final de la vía. Se detiene porque el médico lo llama y le entrega una bolsa de papel. Logra ver la etiqueta, complacido. El otro le deja también un vasito plástico y se retira sonriendo.
—Iré a dormir pronto —dice a éste y sigue avanzando.
Vuelve a pararse y bebe un poco más. El aire se ha cargado de un perfume espeso, a barro, a peces, a hojas, a vientres de muchachas. Bajo las tablas el río suena como si entrase a una caverna. Ahora los chicos van más a prisa, pasan a su lado y saludan con alegría. En el bullicio puede distinguir frases en inglés y español, en warao y sánscrito, en alguna otra lengua extraña.
Una mujer vestida con traje largo y los hombros descubiertos se detiene un instante a su lado, lo mira con deferencia y prosigue. En el doctor el cansancio ha desaparecido; a pesar de las horas de concentración siente los ojos frescos y el cuerpo ágil. Se pasa la mano por el pelo, equilibra sus gruesos anteojos. Recuerda que lleva puesta la misma guayabera de la mañana, limpia aunque un poco arrugada.
Entonces suben el sonido de la música y el hombre reconoce que se trata de una gran fiesta juvenil justo al borde de la calle, en la última casa. Se acerca de manera natural, observa desde fuera, junto a muchos otros muchachos y chicas. La verdad es que ya no cabe nadie más en la sala donde bailan frenéticamente.
3
Lo que se podría decir en seguida quizá no corresponda con el ser del doctor. O sí. Un cuarto vasito de licor es insignificante para quien está acostumbrado a nadar y montar a caballo, para quien es magro y fuerte, de poco dormir, y que en este instante acoge el impulso de entrar a la fiesta y bailar, feliz. No lo hace, sin embargo, aunque está ya en la puerta misma, rozado por quienes entran y salen, envuelto en el humo del sudor y los cigarrillos y de alguna hierba. Es medianoche y ya nadie se opondría; hasta lo recibirían como a uno más.
El tiempo no ha pasado: estudió con dificultades, se graduó en la capital con esfuerzo, fue regando hijos (¿trece, quince?) que olvidó por años. Pero vino a esta tierra de las aguas, hizo una gran boda. Tenía cuarenta cuando la sacudida guerrillera lo absorbió; estuvo prisionero del gobierno. Y de repente se asoció con el movimiento cristiano, se lanzó como candidato mayor y ganó. Treinta y cinco años atrás gobernó estos mismos territorios y comenzó a atender a algunos de los hijos perdidos y a los del matrimonio.
Aunque lejos de su clínica, hoy ha operado con eficacia. Su pulso firme, sus conocimientos y el equipo humano garantizan la salud de los pacientes. Nada extraordinario para él.
Nunca pensó en morir, excepto durante los combates guerrilleros. Y a veces duda de que la muerte pueda ocuparse de él. Tiene ochenta y tres pero está seguro de que también alcanzará los ciento tres; y esto lo hace radiante, nuevo. No hemos nacido para morir, lo demostrará. Su mujer, ya hacia los setenta, siempre supo comprender o fingir que ignoraba sus andanzas; la aparición, el rescate de cada nuevo hijo no la sorprendía. El dinero alcanzaría para todos y sobraba.
El humor, la agudeza del doctor pueden haberle impedido preguntarse si era injusto con su esposa, con los hijos. Sobre todo con el primero, habido antes del matrimonio, nacido en Manamito cincuenta años atrás; el hijo de una mujer morena, lujuriosa, niño de rostro simiesco y tierno que desapareció, según ella (ya muerta hoy) en faenas de cortar temiche, Delta adentro. Mujer única de quien él recibió algo como la entereza, la totalidad: su conducta mansa, inocente y su animalidad incesante, superior, liberadora del placer, de lo ilimitado. Criatura de tierra, de flores salvajes, casi inaudible.
El doctor vive para una acción cotidiana continua. Soñó con el poder político como guerrillero, lo alcanzó después y aún goza de sus favores. Obtener ganancias, no importa cómo se manejen los papeles y, eso sí, devolver a la colectividad alguna obra benéfica notable: su ley simple, recurrente, que volverá a aplicar, está seguro, muy pronto. Es un caballero.
Bebe un trago más e invita al otro hombre algo borroso que se ha acercado. ¿Hay algo familiar en él? El ruido es tan grande que no pueden hablar. Mira hacia la sala y descubre a la bella mujer del traje largo; cuando quiere preguntarle, el hombre ha desaparecido.
Ese raro olor de la juventud invade la noche, lo recogen las aguas, las palmeras. En el hombre palpitan los músculos en el nacimiento de sus piernas. Las cinturas y los ojos de las chicas parecen pertenecerle, como en su pubertad.
Parado afuera, está no obstante moviéndose adentro, con los bailadores. En su bolsillo la milagrosa pastilla que lo conduce de jueves a domingo a la total potencia sexual. Toca el envoltorio con un dedo sabio y vuelve a agradecer («El Nóbel para su creador, no sólo por científico, también por la Paz», se ha dicho, como ahora, en muchas oportunidades).
La sensación muscular, desde luego, no trae una erección física sino imaginaria. Para que se complete y para su prolongación posee el tesoro en su bolsillo. Desafía por unos minutos el espeso grupo humano y asoma la cabeza a la sala de baile. Sonido y movimientos lo seducen. Sabe que podrá atraer a cualquiera de las chicas u obligarla, con astucia. En la pensión lo espera su cuarto. Fija la mirada en una adolescente sinuosa y algo gorda, de boca oferente; ya la tiene.
En ese momento la hermosa de largo traje se destaca y viene hacia la salida. Es toda una hembra y mucho más niña de lo que creyó. Sus pechos, su cintura, voluptuosidad plena. El hombre descuida a la otra y sale como para esperarla. El círculo de jóvenes vuelve a cerrarse frente a él. La calle de Curiapo vibra bajo sus pies, como si el tablado repitiera un ritmo. No hay luces, pero algo de la noche comienza a aclarar y, rápidamente, tras las palmas del morichal, la mujer desaparece. Cesa la música por un momento. El doctor cree oír a la vez el canto de un gallo y el rugido de los araguatos.
Vuelven el ruido y las voces juveniles; hora de regresar al hotelito. Unos pasos lo conducen a la vía de madera, pero en las sombras siente que no puede avanzar: una figura solitaria y enorme se le atraviesa o decenas de formas hacen una trama impenetrable frente a él. Deben aullar o rugir, pero el ruido de la fiesta debilita su expresión. ¿Efecto del whisky, del cansancio?
El hombre trata de esquivar aquello, pero podría caer con facilidad al cantil; no había advertido que el viento se levantaba y que, debajo, el oleaje produce un tremar amenazador. Los cuerpos oscuros se acercan, desde el salón de fiesta alguna ventana suma una ráfaga de luz. A su compás, transitorio, logra percibir o imaginar al hombre que desapareciera; pero no puede ser él, se dice por último, con tal desnudez simiesca. Como un soplo final vislumbra el rostro de aquella mujer casi animal a quien creyó amar en su juventud.
***
LOS PECES DE FUEGO
Fue la india Santiaga quien le pidió a Miño, su marido, no decir nada; ambos habían quedado aterrorizados: pescaban como siempre cerca de la barra, en la densa madrugada, cuando sorpresivamente creyeron ver los ojos de un inmenso animal que venía hacia ellos, bajo el agua.
A lo lejos, una mancha blanca que debía ser Capure, efectos de las estrellas, y ellos en medio del rio infinito, tan manso a esa hora que casi permitía sentir el movimiento de los cardúmenes. Pescaban como siempre y de repente, a gran velocidad, quizás desde allá, desde el mar, algo iluminó las aguas. Quedaron atónitos y en pocos minutos dos ojos brillantes, hipnóticos, se acercaron. Andaban en lo profundo. Gritaron para ellos mismos, pensaron en abandonar la piragua, en lanzarse al rio, pero no hubo tiempo de nada: por debajo la trompa del animal, con sus focos poderosos, iluminaba peces, pedazos de árboles, polvo, espuma. El animal paso rapidísimo, dejándolos de nuevo en la oscuridad.
Era marzo y las aguas deltaicas relucían como vitrales. Meses después, bajo una tempestad que duro casi dos días, Domingo Ordaz y sus hermanos salían en su fuerte curiara hacia el otro lado de las costas, por Manamito, para las faenas del ganado. Poco después de medianoche. De repente, los ojos encendidos de un animal gigantesco parecieron fijarse en ellos: el monstruo estaba en lo hondo, dormido cerca de la orilla. Despertó, rugió bajo del aguacero y se retiró violentamente. Las aguas, junto a los hombres, se convirtieron en un enorme remolino.
Ellos si hablaron: las poblaciones de la selva quedaron a la expectativa. Fue el año de la creciente más terrible en la región: casas y animales, niños y muebles arrastrados por el diluvio. Lluvia incesante, días convertido en noches.
Poco después aparecería aquel hombre blanco, de rígidos ojos verdes, que fue considerado como mudo. Vivió en Manamito y Pedernales, después en Macareito. Como nadie había seguido sus mudanzas, en esta población ya hablaba un raro español mezclado con warao y compró una casa discreta. Se dijo que había traído una indiecita desde Capure, que tal vez le había quitado la mujer a Miño.
Sebastián Gil, lector de Zweig y de Julio Verne, me contó la historia décadas después. Sebastián había enceguecido y escribía sobre asuntos éticos. El insomnio y las sombras le devolvían una lucidez política implacable. Mientras tomábamos un café en su cuarto, narró con pausas y risas nerviosas. Si, en aquella época él se disponía a estudiar Derecho y a redimir las tierras indígenas, maltratadas por los políticos. Supo la historia simultáneamente, contada por cada testigo, en las diversas poblaciones del Delta, donde andaba.
Entre el susto de Miño y el escandalo formado por los Ordaz, deben haber transcurrido tres años: de 1943 a 1945 —confirma Sebastián—; no eran peces de fuego sino submarinos alemanes que iban hacia el sur, quizás hacia Argentina. El hombre de Macareito, un nazi, murió sin que yo hubiera podido hablar con él. Fabiana, la india, me confeso una vez que el disponía de armas y de cosas extrañas: dientes de oro, joyas, huesos, trajes. Un tesoro.
—¿Por qué no comenzamos a buscarlos?, sugirió.