literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos ensayos de Arturo Uslar Pietri

Jun 6, 2025

Realismo mágico

Dese 1929 y por algunos años tres jóvenes escritores hispanoamericanos se reunían, con cotidiana frecuencia, en alguna terraza de un café de París para hablar sin término de lo que más les importaba que era la literatura de la hora y la situación política de la América Latina que, en el fondo, era una misma y sola cosa. Miguel Ángel Asturias venía de la Guatemala de Estrada Cabrera y Ubico, con la imaginación llena del Popol-Vuh, Alejo Carpentier había salido de la Cuba de Machado y yo venía de la Venezuela de Gómez. En Asturias se manifestaba, de manera casi obsesiva, el mundo disuelto de la cultura maya, en una mezcla fabulosa en la que aparecían, como extrañas figuras de un drama de guiñol, los esbirros del Dictador, los contrastes inverosímiles de situaciones y concepciones y una visión casi sobrenatural de una realidad casi irreal. Carpentier sentía pasión por los elementos negros en la cultura cubana. Podía hablar por horas de los santeros, de los ñáñigos, de los ritos del vudú, de la mágica mentalidad del cubano medio en presencia de muchos pasados y herencias. Yo, por mi parte, venía de un país en el que no predominaban ni lo indígena, ni lo negro, sino la rica mezcla inclasificable de un mestizaje cultural contradictorio. La política venía a resultar un aspecto, acaso el más visible, de esas situaciones de peculiaridad que poco tenían que ver con los patrones europeos. ¿Qué podía haber en común entre el señor Poincaré y Estrada Cabrera, Machado y Gómez, y que podía identificar al maestro de Guatemala convertido en tirano, al rumbero y trágico habanero tradicional que era Machado y al caudillo rural, astuto e instintivo, que era Gómez? Lo que salía de todos aquellos relatos y evocaciones era la noción de una condición peculiar del mundo americano que no era posible reducir a ningún modelo europeo. Se pasaban las horas evocando personajes increíbles. Estrada Cabrera y sus poetas, el siniestro hombre de la mulita que recorría solitario y amenazante las calles de Guatemala, Machado y aquella Cuba rumbosa, rumbera y trágica, y Gómez, su misterio rural rodeado de sus doctores sutiles y de sus silenciosos «chácharos».

Nos parecía evidente que esa realidad no había sido reflejada en la literatura. Desde el romanticismo, hasta el realismo del XIX y el modernismo, había sido una literatura de mérito variable, seguidora ciega de modas y tendencias de Europa. Se había escrito novelas a la manera de Chateaubriand, o de Flaubert, o de Pereda, o de Galdós, o de D’Annunzio. Lo criollo no pasaba de un nivel costumbrista y paisajista. Ya Menéndez y Pelayo había dicho que el gran personaje y el tema fundamental de la literatura hispanoamericana era la naturaleza. Paisaje y costumbrismo, dentro de la imitación de modelos europeos, constituían los rasgos dominantes de aquella literatura, que parecía no darse cuenta del prodigioso mundo humano que la rodeaba y al que mostraba no haberse puesto a contemplar en su peculiaridad extraña y profunda.

Era necesario levantar ese oscuro telón deformador que había descubierto aquella realidad mal conocida y no expresada, para hacer una verdadera literatura de la condición latinoamericana. Por entonces, Miguel Ángel Asturias, que trabajaba en El señor Presidente, publicó sus Leyendas de Guatemala. Produjo un efecto deslumbrante; en ellas expresaba y resucitaba una realidad casi ignorada e increíble, resucitaba el lenguaje y los temas del Popol-Vuh, en una lengua tan antigua y tan nueva que no tenía edad ni parecido. Por el mismo tiempo, Carpentier escribió su novela negra Ecue Yamba O, llena de magia africana y de realidad sorprendente, al igual que yo terminé y publiqué mi primera novela Las lanzas coloradas.

Se trataba, evidentemente, de una reacción. Reacción contra la literatura descriptiva e imitativa que se hacía en la América hispana, y también reacción contra la sumisión tradicional a modas y escuelas europeas. Se estaba en la gran época creadora y tumultuosa del surrealismo francés, leíamos, con curiosidad, los manifiestos de Breton y la poesía de Eluard y de Desnos, e íbamos a ver El perro andaluz de Buñuel, pero no para imitarlos o para hacer surrealismo.

Más tarde algunos críticos literarios han querido ver en esa nueva actitud un mero reflejo de aquellos modelos. Alguna influencia hubo, ciertamente, y no podía menos que haberla, pero es desconocer el surrealismo o desconocer esa nueva corriente de la novelística criolla pensar que son la misma cosa bajo diferentes formas y lenguaje.

El surrealismo es un juego otoñal de una literatura aparentemente agotada. No sólo se quería renovar el lenguaje sino también los objetos. Se recurría a la incongruencia, a la contradicción, a lo escandaloso, a la búsqueda de lo insólito, para producir un efecto de asombro, un choque de nociones y percepciones incoherentes y un estado de trance o de sueño en el desacomodado lector. Era pintar relojes derretidos, jirafas incendiadas, ciudades sin hombres, o poner juntos las nociones y los objetos más ajenos y disparatados como el revólver de cabellos blancos, o el paraguas sobre la mesa del quirófano. En el fondo era un juego creador, pero sin duda un juego que terminaba en una fórmula artificial y fácil.

Lo que se proponían aquellos escritores americanos era completamente distinto. No querían hacer juegos insólitos con los objetos y las palabras de la tribu, sino, por el contrario, revelar, descubrir, expresar, en toda su plenitud inusitada esa realidad casi desconocida y casi alucinatoria que era la de la América Latina para penetrar el gran misterio creador del mestizaje cultural. Una realidad, una sociedad, una situación peculiares que eran radicalmente distintas de las que reflejaba la narrativa europea.

De manera superficial, algunos críticos han evocado a este propósito, como antecedentes válidos, las novelas de caballería, Las mil y una noches y toda la literatura fantástica. Esto no puede ser sino el fruto de un desconocimiento. Lo que caracterizó, a partir de aquella hora, la nueva narrativa latinoamericana no fue el uso de una desbordada fantasía sobrepuesta a la realidad, o sustituta de la realidad, como en los cuentos árabes, en los que se imaginan los más increíbles hechos y surgen apariciones gratuitas provocadas por algún poder sobrehumano o de hechicería. En los latinoamericanos se trataba de un realismo peculiar, no se abandonaba la realidad, no se prescindía de ella, no se la mezclaba con hechos y personificaciones mágicas, sino que se pretendía reflejar y expresar un fenómeno existente pero extraordinario dentro de los géneros y las categorías de la literatura tradicional. Lo que era nuevo no era la imaginación sino la peculiar realidad existente y, hasta entonces, no expresada cabalmente. Esa realidad, tan extraña para las categorías europeas, que había creado en el Nuevo Mundo, tan nuevo en tantas cosas, la fecunda y honda convivencia de las tres culturas originales en un proceso de mezcla sin término, que no podía ajustarse a ningún patrón recibido. No era un juego de la imaginación, sino un realismo que reflejaba fielmente una realidad hasta entonces no vista, contradictoria y rica en peculiaridades y deformaciones, que la hacían inusitada y sorprendente para las categorías de la literatura tradicional.

No se trataba de que surgiera de una botella un «efrit», ni de que frotando una lámpara apareciera un sueño hecho realidad aparente, tampoco de una fantasía gratuita y escapista, sin personajes ni situaciones vividas, como en los libros de caballerías o en las leyendas de los románticos alemanes, sino de un realismo no menos estricto y fiel a una realidad que el que Flaubert, o Zola o Galdós usaron sobre otra muy distinta. Se proponía ver y hacer ver lo que estaba allí, en lo cotidiano, y parecía no haber sido visto ni reconocido. Las noches de la Guatemala de Estrada Cabrera, con sus personajes reales y alucinantes, el reino del Emperador Christophe, más rico en contrastes y matices que ninguna fantasía, la maravillante presencia de la más ordinaria existencia y relación.

Era como volver a comenzar el cuento, que se creía saber, con otros ojos y otro sentido. Lo que aparecía era la subyacente condición creadora del mestizaje cultural latinoamericano. Nada inventó, en el estricto sentido de la palabra, Asturias, nada Carpentier, nada Aguilera Malta, nada ninguno de los otros, que ya no estuviera allí desde tiempo inmemorial, pero que, por algún motivo, había sido desdeñado.

Era el hecho mismo de una situación cultural peculiar y única, creada por el vasto proceso del mestizaje de culturas y pasados, mentalidades y actitudes, que aparecía rica e inconfundiblemente en todas las manifestaciones de la vida colectiva y del carácter individual. En cierto sentido, era como haber descubierto de nuevo la América hispana, no la que habían creído formar los españoles, ni aquella a la que creían no poder renunciar los indigenistas, ni tampoco la fragmentaria África que trajeron los esclavos, sino aquella otra cosa que había brotado espontánea y libremente de su larga convivencia y que era una condición distinta, propia, mal conocida, cubierta de prejuicios que era, sin embargo, el más poderoso hecho de identidad reconocible.

Los mitos y las modalidades vitales, heredados de las tres culturas, eran importantes pero, más allá de ellos, en lo más ordinario de la vida diaria surgían concepciones, formas de sociabilidad, valores, maneras, aspectos que ya no correspondían a ninguna de ellas en particular.

Si uno lee, con ojos europeos, una novela de Asturias o de Carpentier, puede creer que se trata de una visión artificial o de una anomalía desconcertante y nada familiar. No se trataba de un añadido de personajes y sucesos fantásticos, de los que hay muchos y buenos ejemplos desde los inicios de la literatura, sino de la revelación de una situación diferente, no habitual, que chocaba con los patrones aceptados del realismo. Para los mismos hispanoamericanos era como un redescubrimiento de su situación cultural. Esta línea va desde las Leyendas de Guatemala hasta Cien años de soledad. Lo que García Márquez describe y que parece pura invención, no es otra cosa que el retrato de una situación peculiar, vista con los ojos de la gente que la vive y la crea, casi sin alteraciones. El mundo criollo está lleno de magia en el sentido de lo inhabitual y lo extraño.

La recuperación plena de esa realidad fue el hecho fundamental que le ha dado a la literatura hispanoamericana su originalidad y el reconocimiento mundial. Por mucho tiempo no hubo nombre para designar esa nueva manera creadora, se trató, no pocas veces, de asimilarla a alguna tendencia francesa o inglesa, pero, evidentemente, era otra cosa.

Muchos años después de la publicación de las primeras obras que representaban esa novedad, el año de 1949, mientras escribía un comentario sobre el cuento, se me ocurrió decir, en mi libro Letras y hombres de Venezuela: «Lo que vino a predominar… y a marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que, a falta de otra palabra, podría llamarse un realismo mágico». ¿De dónde vino aquel nombre que iba a correr con buena suerte? Del oscuro caldo del subconsciente. Por el final de los años 20 yo había leído un breve estudio del crítico de arte alemán Franz Roh sobre la pintura postexpresionista europea, que llevaba el título de Realismo mágico. Ya no me acordaba del lejano libro pero algún oscuro mecanismo de la mente me lo hizo surgir espontáneamente en el momento en que trataba de buscar un nombre para aquella nueva forma de narrativa. No fue una designación de capricho sino la misteriosa correspondencia entre un nombre olvidado y un hecho nuevo.

Poco más tarde Alejo Carpentier usó el nombre de lo real maravilloso para designar el mismo fenómeno literario. Es un buen nombre, aun cuando no siempre la magia tenga que ver con las maravillas, en la más ordinaria realidad hay un elemento mágico, que sólo es advertido por algunos pocos. Pero esto carece de importancia.

Lo que importa es que, a partir de esos años 30, y de una manera continua, la mejor literatura de la América Latina, en la novela, en el cuento y en la poesía, no ha hecho otra cosa que presentar y expresar el sentido mágico de una realidad única.

***

La historia en la novela

Abundan los críticos literarios que sostienen que la novela histórica, como género, nació en el romanticismo y tuvo por padre a Walter Scott. Aun hombres de mentalidad que se pretende moderna y hasta revolucionaria, como Lukács, lo repiten con impresionante convicción.

A mí me parece que hay un evidente equívoco en esto y que no es demasiado tarde para decirlo. Tal vez el hecho mismo de que he escrito algunas ficciones que muchos se empeñan en calificar de novelas históricas me ha llevado a esta reflexión de un modo necesario.

Aun cuando ya muy poca gente cree en los géneros y la historia literaria ha sufrido y sigue sufriendo en nuestros días la más completa y extraordinaria transformación de contenido y de concepto, todavía se habla de novela histórica como de una división neta y distinta, con características propias, dentro de la narrativa.

Cada día más se mira a la literatura como una creación de lenguaje, independientemente de los temas o de las convenciones formales que pueda aceptar. Ya no sólo no se habla de géneros, caracterizados o distinguibles, sino que se entiende que lo esencial y lo característico es el «discurso literario». Uno de los nuevos críticos franceses, Pierre Daix, lo dice con transparente claridad: «El escritor, en el sentido moderno, es un manipulador del lenguaje. Su instrumento y su medio es esa capitalización de experiencias sociales, integrada a su propia experiencia, a su vida, que es el lenguaje. Va a transformar ese lenguaje por medio de un trabajo específico: la escritura, en una red de lenguaje organizado y comunicable que es la obra. El escritor es el revelador del lenguaje común. Es el que da a entender como el pintor da a ver». Es una visión global del acto literario, independizado de toda particularidad limitante. Tal vez sea ésta una posición extrema que el futuro de las letras puede desmentir pero, en todo caso, está más cerca de la verdad del hecho de creación que las arbitrarias e inútiles clasificaciones de la obra literaria por géneros y por modelos.

Aun aceptando, en principio y con toda la mala fe de un litigante curtido, que se pueda hablar de novela histórica, se tropieza de inmediato con la dificultad de definir el género.

El hecho de referirse al pasado no constituye un criterio suficiente. Todos los relatos se refieren al pasado, aun aquellos que en el momento de escribirse parecieron más contemporáneos, como las novelas de Paul Bourget. El tiempo de una manera fatal las ha convertido en testimonio histórico. Todo el repertorio de personajes, de sucesos y de escenas de Balzac, que en su tiempo parecía el retrato de la más inmediata realidad, se ha convertido para nosotros en novela histórica en el más exacto sentido de la palabra. Mucho más podemos conocer sobre la sociedad francesa de la primera mitad del siglo XIX en la Comedia humana que leyendo a los historiadores profesionales o a los novelistas de minuciosa reconstrucción del pasado.

El caso de Proust es semejante. Seguramente más revelador y elocuente. Proust, acaso más que ningún otro novelista, tuvo en un grado extraordinario la noción y la conciencia de que todo era tiempo y que el gran tema dramático era la muerte y resurrección del pasado en el presente. El punto de partida de su obra es la más inmediata contemporaneidad. Escribe lo que ha vivido y conocido. Sus coetáneos lo leían casi como una indiscreción escandalosa sobre las intimidades reservadas de la vida mundana y de las gentes conocidas e identificables que frecuentaban los salones elegantes. Se convirtió en un juego de sociedad averiguar o imaginar quién podía ser, en la realidad, la Duquesa de Guermantes, o Charlus u Odette. No pocos desagrados le costó al autor esta manía de identificación. Sin embargo, hoy leemos El tiempo perdido casi como podríamos leer las Memorias del Duque de Saint-Simon. La diferencia es de profundidad y de arte del narrador pero no de tono ni de contenido. La descripción de la Corte de Luis XIV nos resulta tan novela de situaciones y de psicología como la obra de Proust, la que, a su vez, podemos leer ahora y cada día más como maravillosa ficción de memorialista para conservar viva en toda su complejidad y sus contradicciones una época.

El caso de Proust no es único. Los grandes realistas del siglo XIX que trataron de retratar la vida simultánea que los rodeaba terminaron por hacer ficción histórica. El caso de Flaubert ilumina muy bien esta particularidad. El gran novelista francés es autor de dos libros muy reveladores a este respecto. El propuso escribir con Salammbô un modelo de «novela histórica», tal como la entendía la preceptiva de su tiempo. Hizo una tediosa labor de reconstrucción arqueológica para pintarnos el Cartago de los Barca, sus costumbres, su aspecto, sus trajes, sus ceremonias, sus personajes representativos. Poco antes había publicado Madame Bovary que tuvo toda la significación de un manifiesto del realismo y de la presentación directa y descarnada de la sociedad francesa de su tiempo. Nadie puede dudar de que hoy, para nosotros, Madame Bovary tiene más valor como historia que el aparatoso y vacío decorado de ópera que es Salammbô. Todos aquellos seres de su hora, que el novelista puso en torno al adulterio de Emma, nos dicen más sobre su tiempo que los documentos de los historiadores y los sociólogos.

Acaso en menor grado, pero con el mismo sentido, podría decirse que en Tolstoi Anna Karenina es más testimonio histórico que Guerra y paz.

El tema verdadero de la novela es el tiempo y en la medida en que está incorporado a ella la convierte en historia. Toda narración es por su naturaleza temporal, es decir, histórica. Tal vez la que menos contenido de tiempo real presenta es precisamente la que pretende reconstruir algún episodio del remoto pasado. En este sentido más novela histórica es La dama de las camelias de Dumas hijo, que toda la profusa y truculenta evocación del Renacimiento que hizo su padre en sus vastos ciclos de relatos históricos. Podría acaso decirse, sin ánimo de paradoja, que toda novela es histórica por naturaleza, menos, precisamente, el caso extremo de la novela llamada genéricamente histórica.

Eso que en la oscuridad del lenguaje corriente llamamos el suceder, el pasar, o el acaecer es el tema central y casi único de la ficción. El fingir de la ficción implica muchas cosas diversas y concomitantes y entre ellas una traducción en palabras de una cierta realidad y una simulación del estar en el tiempo. Acaso por eso mismo es aparente en todas las grandes novelas la sensación de que el autor no sabe mucho de lo que está hablando o no logra sino aproximarse con dificultad a la verdad sumergida de las personas y de los hechos.

El estar en el tiempo, que es la condición humana, es estar en el cambio continuo, es el estar siendo y dejando de ser en todo momento. Todo cuanto el autor dice en este sentido es testimonio de un tiempo y acaso en el más cierto sentido de dos tiempos, del tiempo del relato y del autor y los dos se superponen o se mezclan y dan la rica temporalidad de que está hecha la textura de la obra narrativa.

Este simple e inescapable hecho de estar en el tiempo convierte la obra de ficción en una tentativa de fijar el tiempo. Una tentativa que siempre es continuamente derrotada por el tiempo mismo. Porque así como no hay lectura intemporal tampoco puede haber escritura intemporal. La lengua misma es como un recipiente que se carga continuamente de significaciones temporales que hacen que una misma palabra deje de ser la misma y de significar lo mismo por el efecto de las significaciones de que la va cargando el transcurso del tiempo. George Steiner, en su libro deslumbrante y revelador After Babel, utilizando los instrumentos que ha acumulado la moderna lingüística, nos enseña cómo el discurso cambia de sentido con el tiempo y cómo es de intraducible todo texto no sólo a otra lengua sino a otro tiempo.

Todo acto de lenguaje contiene un determinante temporal. Ninguna forma semántica es intemporal. Cada vez que usamos una palabra es  como si despertáramos en resonancia toda su historia anterior. Todo texto está incrustado en un tiempo histórico específico y contiene lo que los lingüistas llaman una estructura diacrónica. Leer de un modo completo es restaurar todo lo que uno puede de las inmediateces de valor y tentativa en medio de las cuales el hablar ocurre efectivamente.

Para Steiner esto no sólo significa la imposibilidad práctica de dar exactamente en una lengua lo que fue escrito en otra sino, además, la dificultad, no totalmente eliminable, de leer un texto del pasado de la misma manera que lo pudieron leer sus contemporáneos. Ni las palabras, ni los giros, ni el fantasma presente de los ecos y las referencias, pueden permanecer inalterados en el transcurso del tiempo. No podemos leer a Quevedo o a Cervantes como los leyeron sus coetáneos. Toda lectura es, en este sentido, una empresa de reconstrucción. Así como nos cuesta un esfuerzo de memoria establecer el ambiente de los trajes, los muebles, los usos y las formas de tratamiento en que vivieron los personajes del Quijote y que para los contemporáneos de Cervantes eran obvios y no necesitaban ser recordados, tampoco podemos lograr alcanzar satisfactoriamente lo que significaban las palabras que hoy leemos en el libro antiguo para los hombres que las leyeron cuando apareció. No son sólo las palabras que indican situaciones que han cambiado o desaparecido como «rey mago» o «caballero». Cada uno de esos nombres siguió cambiando y evolucionando con las circunstancias sucesivas que surgieron después de que quedó escrita y hoy no puede significar para nosotros sino una aproximación, más o menos remota, a lo que entonces pudo significar.

De esta manera los autores no sólo intentan sustraer del tiempo momentos de los sucesos y de la situación y carácter de las personas sino momentos de la significación de las voces.

Literalmente congelan, o intentan congelar, momentos de la vida y también momentos del discurso. En este sentido todo texto es tan enigmático y difícil de descifrar como una inscripción antigua. El caso no se da tan sólo con libros de otras edades sino con la más cercana obra del próximo ayer. No es sólo el envejecimiento rápido de los autores que estuvieron de moda ayer o anteayer, pocos leen hoy a Anatole France o a Blasco Ibáñez o a Wells, sino la distancia que se establece entre nosotros y los textos que no están escritos en nuestro más inmediato presente. Ya no podríamos leer La condición humana de Malraux, o el Ulises de Joyce, o El proceso de Kafka como los lectores de entre las dos guerras mundiales. Se han convertido en historia. La temporalidad los ha penetrado y alejado de nosotros de un modo irreparable. No podemos leer a Jorge Manrique o a Garcilaso como los leyeron los hombres de su tiempo, pero tampoco podemos leer Fervor de Buenos Aires o el Romancero gitano y encontrar en ellos lo que hallaron en adivinaciones y préstamos los que compartieron la hora de su aparición.

De este modo toda novela es historia porque, voluntariamente o no, se propone detener y preservar un momento del acaecer, lo que constituye inevitablemente la tentativa absurda de sustraer del tiempo un fragmento del tiempo.

Importaría poco, en este caso, que la novela tuviera por tema personajes y circunstancias del más inmediato ayer o de un remoto y restaurado pretérito. También la evocación del pasado lejano queda sometida al tiempo. La Roma de Bulwer Lytton pertenece al siglo XIX, como el relato de Telémaco, de Fénelon, pertenece al gusto y a la mentalidad del siglo de Luis XIV. Ya la visión de los Rougeon-Macquart de Zola no era inmediata. Entre él y aquel tiempo había pasado Sedán, la Comuna, el ferrocarril y la rápida evolución de las ideas.

Toda novela que se proponga dar un testimonio de lo humano es coetánea inseparable del tiempo en que se escribe y de su circunstancia, aunque trate de sucesos que ocurrieron muchos siglos antes. En este sentido la Salomé de Wilde nos informa mucho más y más fiablemente de la hora estética de los simbolistas que del mundo de Herodes.

El interés por la reconstrucción arqueológica del pasado la trajeron los románticos, que reinventaron toda una Edad Media tan teatral y convencional como la más gratuita imaginación. Esta preocupación no se tuvo antes. La época en que se situaba la acción de una obra literaria tenía mucha menos importancia que el discurso y que el drama humano. Todo el teatro neoclásico francés lo demuestra. Ninguna importancia le dan Racine o Corneille a la reconstrucción fiel de la historia antigua. Sus mujeres bíblicas o griegas se expresan en un presente de pasión y de confrontación, que seguramente no tiene ninguna veracidad histórica. Tampoco el Cid de Corneille tiene nada que ver con la realidad histórica de la Reconquista española. Los conflictos del amor y del deber que se debaten en esa obra son rigurosamente contemporáneos del autor. Los castellanos viejos, que oyeron el primitivo Cantar de Gesta, no hubieran podido comprender nada de la tragedia del autor francés.

Esa misma actitud de actualización del pasado y de menosprecio de la reconstrucción arqueológica la mostraron abundantemente los pintores del Renacimiento. Los cuadros de los flamencos y de los italianos que tienen por tema la vida de Cristo no hacen el menor esfuerzo por dar veracidad histórica al conjunto. Jesús, la Virgen y los Apóstoles aparecen rodeados de personajes de la época del pintor, la Virgen viste como una alta dama del siglo XV, toda la arquitectura en que se mueven es gótica o renacentista. Basta mirar aquel prodigioso festín veneciano que el Veronés pintó, con decenas de caballeros y cortesanas de la más rica Venecia del siglo XVI rodeando a un Cristo insolublemente extraviado en el tiempo y en el espacio, como representación de las Bodas de Caná, para percatarse de todo el orgulloso desdén que aquellos grandes artistas sentían por toda tentativa de reconstrucción arqueológica. Les interesaba lo humano, el conflicto humano y la belleza de las cosas tal como las conocían.

Tal vez por sentido inconsciente de la situación se percataban de que tan sólo podían expresar lo contemporáneo y que, por lo tanto, cuando trataban un tema del pasado podían y debían trasladarlo a la circunstancia inmediata que conocían. No les interesaba, y ni siquiera se planteaban el problema de reconstruir fielmente un pasado remoto, sino expresar en términos válidos una pasión o un drama humanos que podían tomar del fondo de la más lejana historia, como se trae una flor del campo para colocarla en un vaso de cristal en la sala de una casa.

Como el pintor del Renacimiento, el novelista puede colocarse frente a todo el pasado humano para escoger y representar en términos inescapablemente contemporáneos su deseo de expresión de lo humano. Una novela histórica que se ajustara a la muerta preceptiva de los géneros acaso dejaría de ser novela y de tener toda validez literaria para convertirse en una obra de curiosidad y paciencia.

El campo de la novela es el tiempo, pero no la época, sino la acción del pasado en el presente y la transformación continua del presente en pasado a través del personaje, sus relaciones y sus fantasmas.

Es en este sentido que toda la novela es histórica por naturaleza, porque es una tentativa de contener un tiempo y de mantenerlo vivo en términos de presente, aunque la acción que se relate haya ocurrido muchos siglos antes.

Tal vez, jugando con la etimología, podríamos decir que la novela es la nueva, la noticia del tiempo y de su paso y por eso mismo es inescapablemente histórica. Escribe historia con su lenguaje, con su forma y con su contenido y es, acaso, en ella donde hay que ir a buscar el testimonio del pretérito, el fugaz momento del río de Heráclito, y no en las destilaciones documentales de los historiadores de profesión.

Dentro del fenómeno generalizado en nuestros días de la desaparición de los géneros, de la abolición de la preceptiva y del cuestionamiento de los viejos criterios de la crítica, no podría hablarse de géneros literarios sino acaso en circunstancias extremas de ciertos tipos de literatura intemporal o marginalizada, verdaderos fósiles que brotan bajo la superficie de lo contemporáneo.

Existe efectivamente en el presente y florece comercialmente bajo la explotación de la industria editorial un tipo de relato muy tipificado que compite a su manera con las reconstrucciones pintorescas y suntuosas del pasado que realiza la industria cinematográfica. En un sentido verdadero esto no pertenece a la literatura sino a lo que en inglés se llamaría entertainment.

La verdadera obra literaria, la que se forma de su propio uso del lenguaje y de la visión de las realidades, no puede dividirse en categorías distintas según trate del presente o del pasado. El Virgilio de Hermann Broch no se distingue en nada de lo que hace su calidad y su significación literaria de lo que escribe Faulkner o Pasternak. ¿No resultaría una irrisión que a estas alturas habláramos de Faulkner como de un autor de novelas históricas o regionales? Todo gran novelista historia y regionaliza espontáneamente.

Hoy tendemos a considerar el campo literario como una vasta e ilimitada ágora indiferenciada y heterogénea, donde todo se mezcla y se modifica mutuamente. Donde el ensayo desemboca en la poesía y en la novela, donde todo parece fundirse y mezclarse en un solo discurso literario impreciso y colmado de contenidos insospechados. Podemos leer a Proust como historia y a Rabelais como farsa de la actualidad. A Joyce como poesía y a Ezra Pound como novela.

Acaso la única evidencia fundamental que nos queda es la de que estamos o no ante un discurso literario que contiene e incorpora el tiempo. Que es precisamente lo que hace que la palabra pueda convertirse o no en literatura.

Sobre el autor

Deja una respuesta