El pupitre de un cínico
Y es así como el «destino», que no puede querer nada, es quien ha querido lo que nos sucede. E. M. Cioran
Es consabido que la definición que se tenga de una palabra cualquiera depende en gran medida del diccionario que se emplee para aclarar tal y cual duda. Se oye incoherente porque si a ver vamos son los diccionarios los objetos que más están de acuerdo con el significado de las mismas, y nadie esperaría otra cosa de esta saludable convención, cuya intencionalidad es producir una comunicación eficiente, aunque no es defecto del diccionario que los hombres no se entiendan entre sí, salvo en casos de genuina excepcionalidad, como ésta:
El día anterior la maestra había mandado a traer un diccionario en español. Tenía previsto enseñar a usarlo de la forma correcta, en orden alfabético. También se refirió a él como el libro más importante de todos. Hoy, Walberto lo trae consigo. Guarda el morral en la parrilla inferior del pupitre y espera a que la maestra llegue y dé las instrucciones apropiadas. Está ansioso. Exagera un poco su expectativa, se muestra aireado y coquetea con un adulto confort. Usará el diccionario que sustrajo la antevíspera de la biblioteca de su abuelo.
—¿Tienes un diccionario en español que me prestes? —le preguntó Walberto al anciano.
—Busca tú mismo, estoy ocupado.
Al anciano lo entretenía la lectura de Rojo y Negro, cuya cualidad interesante la hacía el hecho de que, dándole vuelta al libro, en su cara invertida, varios autores —entre ellos William Somerset Maugham y Hernando Valencia Goelkel— daban una introducción explicativa sobre la vida y la obra de Henri Beyle, mayormente conocido como Stendhal. Walberto deslizó la vista por los libros. En el entrepaño del medio, posicionados en una esquina, había un grupo de diccionarios viejos, de solapas rasgadas, a manera de un sindicato de minusválidos. Destacábanse un pequeño diccionario bilingüe de español-francés tapiado con estameña, un diccionario integral para crucigramistas y una enciclopedia de ciencias naturales. No encontró un diccionario en español excepto uno forrado por entero de papel contact, haciéndolo defectuoso, pues habían enterrado con él toda información a favor. También carecía de las primeras hojas, justamente aquellas donde los libros suelen llevar impresos la editorial, la fecha, el lugar de publicación y el título. Lo abrió someramente y constató que cumplía con el protocolo de un diccionario cualquiera. Jamás dudó; nunca lo hubiera hecho de un libro de su abuelo, impidiéndose la mínima sospecha de su futuro bochorno.
No después de diez minutos la maestra atraviesa la puerta con aire jovial. Acondiciona su escritorio y dice:
—Saquen su diccionario —coloca el suyo sobre la mesa. Suena a barril.
Walberto se pavonea, saca el diccionario de la mochila con un sentimiento de bienestar; disfruta la sincronía de tener lo que la maestra le pide. Piensa en la palabra pararrayos, que en el diccionario bilingüe del abuelo se escribe paratonnerre. Se le viene encima una cantidad de palabras. Palabras turrón, floteadas de miel, o salpicadas de pepitas, bellas berenjenas, palabras trípodes, algunas veces bípedas, arenosas, trocadas, otras simples, saladas, y por ahí también se le vienen palabras citrinas, como soñador, que en el diccionario bilingüe del abuelo se escribe songeur, y así, terribles o aparatosas palabras. En esto se entretiene. Jamás se le hubiera ocurrido pensar, por lo tanto, que sobresalir a veces sucede como un total accidente.
Cada niño saca de su bolso el respectivo diccionario, la mayoría de bolsillo. A veces son notables librotes con ostentosas solapas. Quien no lo trajo se arrima a su compañero inmediato para depender de él durante toda la mañana.
—Para buscar cualquier palabra en el diccionario —dice la maestra— es preciso fijarse en la secuencia de palabras que están apuntadas en el borde superior derecho de cada página. Por ejemplo, para buscar la palabra amor, nos guiaremos por los signos de la A y la M, pues las palabras aparecen según el orden alfabético. ¿Quedó claro?
—Sí—mienten unos, y se mezclan con quienes ya conocen la forma correcta de emplear un diccionario.
—Empecemos por saber el significado de la palabra diccionario. Busquemos por la letra D. Luego de la D viene la I, y luego de la I, ¿qué viene?
—La C —dijeron unos.
Walberto hace lo propio. Da rápidamente con la palabra «diccionario». He aquí la definición que encuentra:
Diccionario, s: Malévolo artefacto literario para restringir el crecimiento de un idioma volviéndolo envarado e inflexible. Sin embargo, el presente diccionario es una de las obras más útiles que su autor, el doctor Juan Satán, ha creado jamás. Está pensado para que sea un compendio de todo lo conocido hasta el día de su conclusión y sirve para manejar un destornillador, reparar un vagón rojo o solicitar un divorcio. Es un buen sustituto del sarampión y hará que las ratas salgan de sus agujeros para morir. Es un disparo letal para los gusanos y hace llorar a los niños.
Walberto despabila. Algo está mal o está muy bien. Cualquiera de las dos opciones es absolutamente peligrosa. ¿Peligrosa? En ese momento se pregunta si debe comenzar a preocuparse. Encuentra el concepto algo burlesco, incoherente, aunque encantador.
—¿Quién quiere leer el significado de la palabra diccionario? —Dice la maestra.
Una niña, sentada en el pupitre cerca de la ventana, levanta la mano. Lee: Diccionario m: Conjunto de palabras de una o más lenguas o lenguajes especializados, comúnmente en orden alfabético, con sus correspondientes explicaciones.
—Muy bien. Aquí tenemos un primer concepto. Cada vez que necesiten conocer el significado de una palabra, deben remitirse a un diccionario. Contiene todas las palabras de nuestra lengua, por lo tanto, se me hace el libro más importante de todos. Ahora usted, Pedro. Busque la palabra amor.
En seguida el chico emprende la búsqueda, guiando la mirada con sus dedos. Murmura entre dientes amor, amor, amor, como si la estuviera invocando. Cada quien hace lo mismo.
—Amor —dice Pedro—: Vivo afecto entre una persona o cosa. Blandura. Suavidad.
Walberto queda sin aliento en el pupitre. Relee una y otra vez el significado de la palabra que aparece en su libro. Su diccionario no define la palabra amor en el sentido estricto que ha leído su compañero. Por el contrario, dice: Amor: la locura de creer demasiado en otro antes de conocer algo de uno mismo.
El niño siente que sus piernas desfallecen. Mira la portada del diccionario, pero es inútil, está forrada con papel contact. No encuentra pistas de su libro porque las primeras páginas han sido arrancadas toscamente.
—Muy bien, Pedro. Es correcto —alaba la maestra—. Ahora, busquemos todos la palabra año.
La orden fue seguida al pie de la letra.
—A ver, Laura. Qué dice el diccionario de la palabra año.
—Tiempo que emplea la Tierra en recorrer su órbita. Doce meses.
Todos están de acuerdo con la definición excepto Walberto, que comienza a hipear del susto. Su diccionario dice textualmente: Año: un período de trescientas sesenta y cinco decepciones.
—Correcto, Laura, puedes sentarte. Ahora usted Antonio, busque la palabra nariz.
La secuencia de acciones es igual a la anterior. Todos buscan la palabra «nariz».
—Nariz: Órgano olfativo, su parte externa forma en el rostro una prominencia entre la frente y la boca.
Walberto suelta un débil quejido. Está en problemas. Ahora lo sabe. No entiende cómo un libro como éste haya podido entrar en la biblioteca de su abuelo. Su diccionario parece estar en desacuerdo con cualquier otro diccionario:
Nariz: Protuberancia del rostro humano, que comienza entre los ojos y termina en los asuntos ajenos.
—¿Ven cuán sencillo es buscar una palabra en el diccionario? —Dice la maestra—. A ver tú, Walberto. Busca la palabra ruido.
El niño queda en blanco. Le chasquean los dientes. Su diccionario le hará caer en ridículo. Ahora no sabe de quién fiarse después de que la maestra dijera que es el libro más confiable de todos. ¿Cómo es posible que un diccionario se preste para confundir a la gente?
—¿Qué espera, Walberto? Busque la palabra ruido.
El niño busca la página según el orden alfabético. Lee: Ruido: Una hediondez del oído. Música sin domesticar. Producto principal y símbolo de la civilización.
Los niños repasan la palabra en su diccionario y levantan la mirada en dirección a la maestra, a quien se le ha congelado una sonrisa en la boca. Por momentos queda en silencio. Es un concepto certero y sin embargo un poco vulgar, tal vez atrevido. Supone que es un asunto de editoriales. Ordena a Laura a leer la misma palabra de su diccionario, quien se levanta de buena gana.
—Ruido: Sonido inarticulado y confuso. Pendencia, alboroto.
La maestra ladea la cabeza en señal de insatisfacción. No está tan lejos una definición de la otra, aunque la de Walberto sigue siendo un poco grosera.
—Walberto, por favor, busque la palabra honesto.
El niño busca con rapidez y dice lentamente:
—Honesto: afligido por un impedimento en la conducta.
Los niños se echan a reír porque la palabra honesto significa decente, recatado, honrado, razonable. Aunque hay uno que otro niño que no ríe, sobre todo porque ha buscado la palabra por la O y es verdad que en este caso la palabrita no existe. La maestra frunce el ceño. Su jovialidad se esfuma y queda en su lugar un rostro lavado y duro.
—Hágame el favor, Laura, busque la palabra guillotina.
—Guillotina: Máquina para decapitar. Máquina de cortar papel.
—Usted —le ordena la maestra a Walberto—, busque la misma palabra.
Languidece. Comienza a odiar al diccionario, que lo ha puesto a rivalizar con la sabiduría de su maestra. Lee, desvanecido:
Guillotina: Máquina que hace que los franceses se encojan de hombros con toda razón. En su obra Líneas Divergentes de la Evolución Racial, el erudito profesor Brayfrugle arguye, partiendo del predominio de aquel gesto (el encogimiento) entre los franceses, que estos descienden de tortugas, y que tal gesto es simplemente una supervivencia del hábito de retraer la cabeza hacia el interior del caparazón.
La maestra se cruza de brazos. Un rostro amenazante desdibuja su quijada dulce.
—¿Se está burlando de mí, Walberto?
—¡De ninguna manera, señorita! —solloza el pequeño desde el pupitre, mientras sus compañeros reclutan risitas en la boca.
—¿Le produce placer llevar la contraria, Walberto?
—¡Por Dios que no, señorita!
—Laura, busque la palabra gato.
—Gato: Mamífero doméstico. Félido que caza ratones. Máquina con un engranaje para levantar grandes pesos.
—Usted, Walberto, busque la palabra gato.
—Pero…
—¡Busque la palabra gato!
—Gato: Autómata suave e indestructible, provisto por la Naturaleza para que reciba las patadas cuando las cosas andan mal en el círculo doméstico.
La maestra baja del escritorio de un brinco.
—Conque quiere dárselas de muy listo.
—Es que…
—¡Busque la palabra nacimiento, ya mismo!
Walberto aprieta los dientes y ahí mismo se le destraban los dedos. Busca y busca. Esta vez se toma su tiempo. No le conviene una palabra más. Está asustado. Tiene las orejas calientes. Está asustado y sin embargo tiene ganas de reír. Nunca quiso sobresalir de esta forma. Es un niño malo, indestructible. La palabra nacimiento salta a sus ojos. Lee mentalmente la palabra y siente ganas de reír, cada vez se vuelve uno con el libro, se aprieta a su poder.
—Lea —ordena la maestra.
Nacimiento: El primero y más deplorable de todos los desastres. Su naturaleza no parece ser uniforme. Cástor y Pólux nacieron de un huevo. Palas salió de un cráneo. Galatea fue una vez un bloque de piedra. Peresilis, que escribió en el siglo décimo, aseveraba que él había surgido del suelo, en el mismo lugar en que un sacerdote había volcado agua bendita. Es sabido que Arimaxus provino del agujero que un rayo había hecho en la tierra. Leucomedón fue hijo de una caverna del Etna, y yo personalmente vi salir a un hombre de una bodega.
—¡Usted! —Grita la maestra, señalándolo con el dedo índice, único en su especie— ¡Niño maleducado, grosero! ¡Venga conmigo a la Dirección!
Walberto cierra el libro. Camina con pasos malévolos. Reta a Laura con la mirada. Esto es más peligroso que tener piojos. La maestra camina delante de él inescrupulosamente. Ya en la oficina, cuenta a la Directora la sublevación del niño, su comportamiento grosero y reprimible, todo lo que ha inventado para hacerla sufrir y dejarla en ridículo delante de sus alumnos.
—Pregúntele cualquier palabra, la que sea —le pide la maestra a la Directora.
La Directora observa a un niño que no puede levantar la mirada de sus zapatos. No sabe que está ocultando su descubrimiento, un placer intenso y despiadado. La Directora piensa en una palabra neutral:
—¿Qué tal la palabra aire?
Walberto hace lo propio.
—Aire: Sustancia nutritiva provista por la generosa Providencia para el engorde de los pobres.
—¡Oh! —Boquea la Directora.
—¿Lo ve? ¿Lo ve? Pídale que le diga otra palabra. Otra palabra.
A la Directora no se le ocurre ninguna palabra, por lo cual la maestra tiene que intervenir.
—Hipócrita —dice la maestra—. Busque la palabra hipócrita.
—Hipócrita: El que, profesando virtudes que no respeta, se asegura las ventajas de simular ser lo que desprecia.
La Directora abre la boca levemente. Está de acuerdo con esa afirmación y al mismo tiempo le es aborrecible. La maestra se cruza de brazos.
—Busque la palabra arrepentimiento.
—Arrepentimiento: Fiel interlocutor y seguidor del castigo. Habitualmente se manifiesta en una forma de la conducta compatible con la continuidad del pecado.
—¡Ahí está! —Grita la maestra— ¡Es un cínico!
En esto arrebatan el libro de Walberto que no posee ningún tipo de información sobre su naturaleza. Ninguna sabrá que se trata de un libro raro en su especie, titulado El diccionario del Diablo, escrito por un norteamericano llamado Ambrose Cwinnett Bierce, periodista satírico y misántropo, cuya fecha de muerte aún se desconoce. En su primer intento el libro había sido titulado The Cynic’s Word Book (El vocabulario del Cínico), pero más tarde se titularía El diccionario del Diablo. Entregan el libro a Walberto y entre la maestra y la directora se da un ferviente debate alrededor del castigo que amerita su comportamiento, cosa que no oye Walberto por buscar en el diccionario una palabra que nunca había escuchado mencionar:
Cínico: Canalla cuya visión defectuosa hace ver las cosas como son, no como deberían ser. De ahí surgió la costumbre que reinó entre los escitas de arrancar los ojos a los cínicos para mejorarles la visión.
—Queda suspendido por una semana —dicta por fin la Directora.
Walberto suspira, agradece, hace una reverencia y se marcha. ¿Qué es una semana, en comparación con que le saquen los ojos?
El pelo de Dudamel
Federica retrajo su rostro, miró el contenido de la caja que un joven quería venderle desde hacía pocos minutos bajo una fronda del parque. Era un muchacho común, de mirada ávida, cariado por un impecable nerviosismo. La chica miraba la caja sin poder decidirse.
—¿Por qué compraría yo una cosa tan inaudita? —Dijo.
—Es mágica.
—¿Me vio la cara de tonta?
—Si la agita, escuchará una música de esas raras que dan sueño.
Si se refería a la melodía que sale de una caja musical después de dar cuerda a la manivela, esto no lo parecía. Adentro de la caja, una maraña de pelo oscura, rizada y vigorosa dormía entre las paredes de cartón, aterida en una apretada irrealidad.
—Agítela —incitó el joven.
Federica obedeció, no sin sentir que tocaba a las puertas de un pulpo. Retrajo su mano apenas tocó los rizos. Tuvo la impresión de que aquella peluca estaba viva, tramada en el vórtice de una singular exaltación, como una burbuja llena de aplausos. Atravesó nuevamente la caja con su mano preguntándose si no sería esto un artificio para robarla. Pero ya era tarde. Los dedos habían penetrado la anudada y espesa cabellera, en cuyo fondo la esperaba el sentimiento de un arbusto despierto, anonadado, repleto de nidos. Fue en ese instante, para sorpresa suya, que de la profundidad de la peluca salió el verbo somnoliento de un oboe.
—Oh -susurró.
Si se trataba de una broma era bastante buena. Federica desafió al muchacho con una sonrisa aireada, examinando la naturaleza del truco en un rostro poco o nada intrépido. El joven lucía tan sorprendido como ella, aunque de modo mecánico. Indecisa, se mordió el labio inferior. Alargó el cuello ceremoniosamente —sobre todo para darse un valor visual ante el chico— y repitió la operación. Esta vez se desprendió el diálogo de un corno.
—¿Será posible?
El viento movió algunos rizos de la peluca, provocando el aliento dulce de un arpa que chocó contra la frente lisa y brillante de Federica. Antes de extinguirse le dio tiempo de embellecerla. Entonces Federica gimió mansamente. Si se hubiera visto al espejo juraría que su boca había escupido un encaje. Enyesó su conmoción con dos o más parpadeos, en las piedras que forraban el margen de las caminerías encontró lo que necesitaba para rendirse, con lo que decidió extraer la peluca de la caja. Hecho esto le dio vuelta, invirtiendo en ello extremo cuidado, no fuera que de esa peluca se cayera toda una orquesta. Cosa que ocurrió, de un modo taimadamente, porque un agudo pero tierno canturreo penetró la atmósfera del parque y de la peluca emergió el contenido de rasgados y sentidos violines. Poco a poco se abrió paso un violín en entera soledad, compungido, delirante, removido de algo, como un corazón arrancado y con raíces.
—Oh, por Dios—exclamó, como arrodillada—. Es el concierto para violín de Tchaikovsky. —¡Lo había escuchado tantas veces en la soledad de su casa, desnuda, masticando furiosamente chocolates rellenos de coñac!
Al violín lo acompañó el sol rojizo de la tarde, ardiendo sobre todo en la comisura de las hojas. Dijo el violín su aflicción, como diciendo por primera vez «soy el único violín que sufre». Dijo cosas que penden de un hilo, no la de un amor solazado sino la de uno incapaz de darse o aceptarse, la de un amor contenido para nadie porque nadie puede, así dijo el violín sus cosas cobardes, cosas de azúcar caliente, cosas de grito pisoteado bajo un poste de luz, de sábana rasgada, de alguien dolido que hace gárgaras y sufre. Un momento después entraba el resto de la orquesta elevándose como una gran ola: no, siempre estuvo allí, condenada a hacer todavía más grande el sufrimiento, el amor sin nadie. Lo acompañó hasta donde pudo. Luego el violín siguió chillando sostenidamente y a veces bajaba la voz para arrastrarse. Desojó uno a uno los pétalos de la rabia, hasta que quedó sólo la mancha de una profunda dulzura.
El espíritu desmayado de Federica confirmó al joven que su negocio llegaría a feliz término. La mujer dedicó a la peluca su más devota mirada delante de un muchacho que comenzaba a perder la paciencia.
—¿Cómo funciona? No veo conexión de baterías.
—Ya le dije, es mágica.
El precio que pedía por ella era bastante elevado, sin embargo Federica regateó, movida todavía por la incertidumbre de transar un fiasco. «No me está vendiendo un piano», dijo; «usted me está vendiendo una peluca». En el fondo se resistía a que su debilidad le saliera costosa. El desdeño que sentía hacia la música que sonaba en la peluca causó en el joven una predisposición a tomar lo que se le ofreciera, de modo que Federica pagó un precio muy por debajo de lo concretado, tras lo cual el joven desapareció atravesando un meandro del parque.
Una vez sola, experimentó un sentimiento acobardado. Temió haber sido estafada por su debilidad hacia Tchaikovsky. Sonrió, con la risa difusa de alguien que no merece un adagio. Parada entre dos hileras de lirios se animó a observar de nuevo el interior de la caja, por primera vez siendo dueña de un objeto para el cual no había nacido. Metió su mano en ella y la exacerbó, trayendo como consecuencia una estridencia nítida, nostálgica y estrujada, como la música de un estómago lleno de vientos y caricias. Algo parecido a una gaita escandinava amainó cuando Federica tapaba la caja y la guardaba en su bolsa de mano. Tomó el camino hacia la salida del parque, si se daba prisa podía llegar antes del anochecer a casa de sus amigos y compartir con ellos su fascinación.
Por primera vez en mucho tiempo se encontró disfrutando del crepúsculo, una luz tenue enduraznaba a los árboles, de pronto cogidos en la actitud de quien se prepara para dormir. Los lirios cerraban sus dedos y los papiros sostenían sus cabezotas desgreñadas cerca, siempre, de los farallones. Federica se sintió rosada, ligeramente, como un rosado atravesado por una pluma. Por donde quiera que posara los ojos había una fotografía esperándola, tal vez por esto no reparó en el hombre que, viniendo en dirección contraria, la interpelaba a distancia.
—¿Ha visto pasar a un joven por aquí? —vociferaba.
Federica entendió que se dirigía a ella cuando estuvo lo suficientemente cerca, haciéndose repetir la pregunta una o dos veces.
—Es un parque, señor —dijo—. He visto pasar a muchos jóvenes.
El hombre frunció el rostro en un gesto doloroso. Lo detuvo un paso indeciso y una cercana noción de fatalidad. Se tapó la cara con las manos y se fue en llanto debajo de ellas.
—Me han robado —dijo.
—¡Lo han robado! —Dobló Federica—. ¿Le han hecho daño, señor?
—Estaba sentado en aquella banca —señaló—. Jalonó tan duro de mí que cuando me levanté del suelo ya se había echado a correr.
—Qué raro, siempre hay cuidadores rondando.
Cuando el hombre dejó de llorar, era un hombre alto, dominado por una espalda curvada que lo hacía jorobarse sin remedio. Un sombrero gris aplastaba mechones de pelo cano y protegía a un rostro maduro y desvaído. Fundamentalmente los surcos de la frente componían en aquel rostro la señal de una profunda amargura, a la vez que intransigencia, sin que la corbata y el saco lleno de pelos de gato corrigieran su aspecto de champiñón. Las manos que lo habían escondido minutos atrás eran selectas, sus dedos finalizaban en arcos y, las uñas, levantadas ligeramente, no hacían sino exagerar esta impresión de dedos voladores.
—Qué he hecho —se oyó decir al hombre—. Qué he hecho.
—No se aflija —dijo Federica viendo que el hombre no se reponía—. Pongamos la queja. Afuera del parque hay una caseta policial.
Ante esta insinuación el hombre se trabó, y como viera que la chica amenazaba con arrastrarlo hasta la caseta, se la quitó de encima.
—Gracias, tal vez vaya por mis propios medios.
—¿Está seguro? Podemos intentarlo —meditó un instante, luego preguntó-: ¿qué le han robado?
—Nada que le incumba —dijo ásperamente el hombre y guardó silencio. Sacudió el sombrero contra las piernas—. Nunca lograré entender cómo es que nace un hombre grande y otro pequeño al mismo tiempo. Luego los pequeños no hacemos sino ver la luz de los grandes —se puso el sombrero—. Simplemente estoy perdido.
Dicho esto dio la espalda y se marchó. Federica escoltó al hombre con la mirada hasta que salió del parque y lo tapó la ciudad. Luego se dirigió a la parada. Tomó el autobús que la llevaría esa noche a casa de Lourdes y Rolando. Olvidó el incidente tan pronto recordó la peluca. Se preguntó si era apropiado mostrarla. Un objeto como aquel, así de ardiente e insólito, valía la pena exhibirlo. Además estaba cansada de ser el público de L. y R. en sus fanfarronerías. No había oportunidad en que Lourdes no sacara la obra completa de Mafalda que Quino le firmó en Buenos Aires, ni hablar de los monumentales volúmenes de la obra completa de Marx und Engels impresos en Berlín que Rolando luce en su biblioteca, todo a despecho de su condición monolingüe, cosa que no le impide leer en cada reunión el prólogo que hace el Instituto de Marxismo-leninismo intitulado Vorwort zur deutschen Ausgabe sin escupir.
Federica ardía en deseos de llegar. Esta noche patrocinaría un espectáculo. Ciertamente no encontraba solución al problema de no poder responder preguntas en relación al origen y autenticidad de la peluca; había cometido el error de comprarla sin saber a quién, por qué, de dónde. Tal vez inventara un cuento, una tienda árabe, un paquete enviado a su dirección, etc. De todos modos sus temores eran infundados. En casa de Lourdes y Rolando sobran objetos bellos de origen dudoso, al menos el robo de libros es una proeza común de la que estos amigos se jactan, siendo la anécdota que cobra más valor aquella que implica toda suerte de obstáculos de seguridad.
Bajó del bus en la Av. Cuatricentenaria, a esa hora todavía secuestrada por buhoneros y hortelanos. En la entrada del edificio llamó al interruptor. Rolando respondió en el quinto piso y oprimió el pasador eléctrico. El timbrado hizo ceder la rejilla principal. Federica atravesó el pasillo y subió al ascensor. En el apartamento, L. y R. rodeaban una mesilla servida con embutidos, vinos y salchichas. El televisor estaba encendido como un invitado molesto, a quien le prestaban atención de forma inusual. Federica colocó la caja en la mesada de la cocina. Llegado el momento, haría alarde de su nueva y extraordinaria adquisición.
—A que no sabes —dijo Rolando.
—¡Ha sido tan horroroso! —moqueó Lourdes.
Cuando el rostro de Federica se tornó lo suficientemente interesado, Rolando continuó:
—Robaron a Dudamel.
—¿A Gustavo Dudamel? —Federica entornó las cejas—. ¿El director de orquesta?
Ambos asintieron con la cabeza.
-Ay, Dios —exclamó, y se llevó a la boca una rebanada de salchicha—. ¿Cómo es eso? ¿Se encuentra bien?
—Yo lo vi demacrado —dijo L.— Todavía nervioso cuando dio la rueda de prensa.
—No me pareció —dijo R. —. Yo lo sentí tranquilo. Ha recibido mucho apoyo. Apenas hace unos minutos se pronunció el Director de la Orquesta Filarmónica de los Ángeles y la de Gotemburgo.
—El Ministro de Interior y Justicia —continuó L.— dijo que ya tenían identificado al hombre. Un violinista retirado —hizo una pausa—. ¡Se ve tan raro así sin pelo, Dudamel!
Federica tragó la salchicha sin masticar. Fue como tragarse un paraguas abierto.
—¿Sin pelo?
En ese instante, la imagen del Ministro de Cultura tomó parte en la pantalla del televisor. Eran imágenes de reposición, en la que se hacía acompañar por distintas figuras del ámbito cultural. Entre ellas resaltó el cráneo brillante del Maestro Abreu y algunos instrumentistas de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar.
—A esta hora —dijo el Ministro—, cuando son las cinco y media de la tarde, le decimos al país que ya tenemos identificado al sujeto que anoche, en horas de la madrugada, perpetró este hecho bochornoso para el país y para el mundo.
El sofá recibió el cuerpo crispado de Federica. Pasó de un estatus muerto a uno frenético. Saber ahora que había masajeado a un pelo con dueño le arrebató todo el vigor. Escuchó al Ministro hasta la palabra mundo. De ahí no supo más. La fotografía que mostró la pantalla denunciaba al hombre que había visto en el parque hace menos de una hora, el hombre del sombrero con aspecto de champiñón. La voz del Ministro se desvaneció. La voz de Lourdes, de Rolando. No sólo había comprado una peluca robada; había comprado el pelo de G. Dudamel. Además, ¡con cuánta bochornosa maestría lo había regateado! La salchicha bajó por el esófago. A menos de dos metros del mueble, sobre la mesada de la cocina, estaba el pelo de Dudamel. En efecto, era el mismo pelo rollizo, apretado y brillante del Director de Orquesta. Imaginó a Dudamel, ahora trágicamente calvo. Su cara lavada y blanca, como de leche, le asaltó por completo. En algún lugar de su conciencia fue mirada por unos ojos verdes y achinados.
Empezó a sonar la cuarta sinfonía de Brahms cuando, yendo a reponer más vino, Lourdes rozó la caja en la mesada de la cocina.