literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Orlando Chirinos

Feb 5, 2022

Última luna en la piel

Desde allá arriba lo he venido a buscar, Padre, porque nos dijeron que su vida está hecha un desastre. He dejado el musgo apelusando la piedra y la humedad entre la hojarasca renegrida. Dejé los rincones ahumados, las figuras gelatinosas de Madre y los otros, en la penumbra de los cuartos que Usted conoce. Me he bebido la niebla por un solo canal, aquella humareda amasada desde las tejas cariadas por el sol y la lluvia de enero. Hice de mí la angustia del camino en despeño, la voz de Madre en la boca oscura, mientras apuñaba las cabecitas contra su cuerpo.

Desde allá arriba he venido en su busca, Viejo, porque Usted parece haber olvidado el canto del Titirijí sobre la cerca, el olor a animal sudado, las cuerdas vegetales abotonadas en rojo.

En otro tiempo Usted fue Usted, almidonado y blanco en el lino, protegido en el ala ancha y tejida, montado sobre el animal, dócil bajo su mano. Antes Usted tuvo un nombre y una voz, Padre, sin importar los santos de la abuela flotando en la alberca. Eran cosas del río de fuego inclemente que iba cociendo sus palabras en el suelo, hasta dejarlo macerado en noche y lodo.

Usted despotricaba en la melaza, aturdido sin remedio en las pencas cocidas bajo el reino de Heres.

Ya estábamos acostumbrados a esto, a su voz nasal, de cuando llegaba tomado y comenzaba a insultar los muñequitos presos tras los vidrios. El otro sol lo alejaba entre las copas morroñosas de las piñas, soñoliento y ensedecido, la noche anterior devorándole como una pira increíble las vísceras reblandecidas. Ahora era Totón, Padre, El Viejo, manso y callado entre el olor a barras derretidas de chocolate, tranquilo en la sala, hasta donde llegaba el incienso ardiendo en el cuarto de los santos. Era entonces Usted, con la piel magullada, enrojecida… Gaide escarbando entre su pelo, triturando entre las uñas los pequeños globos grisáceos, llenos de sangre suya:

—Esto sucedió hace mucho tiempo, cuando el Sol y la Luna y la Tierra eran todos lo mismo…

Tras Usted he venido, Totón, aunque haya sido preciso echarme a cuestas todo el susto de la ciudad, la mucha luz de las superficies lisas, en las pupilas ardidas de calles angostas y de tejados milenarios. La soledad me ha roto todo el moho del bronce, aquellas masas acampanadas chorreando trinos en negro y blanco, el roble labrado y seco, los macasares agriando el viento nacido en La Vela.

—Por aquí pasa, dicen, coge la Zamora hacia arriba y se va arañando el barro teñido, la cara se le va desmoronando como si fuera un terrón…

“Por aquí pasa…”, dicen, sin saber su raíz, ni su piel verdadera y pura, sin saber que antes Usted fue Padre, con la piedra de la vida misma en el pecho, con las manos talladas en las rugosidades de las rocas de Pitirrí, hombre que se atrevió a mirar cara a cara al hijo de Bengala.

He venido porque es preciso que la sangre vaya buscando el cauce final, porque se acabó Nostradamus y Pigmalión en la casa, porque se nos volvió una pura agua amarga la espiga en la boca, la noche se hizo un solo caos en la boñiga revuelta en el solar…las patas se arremolinan y dan golpes aguados en la yerba mojada…

Se nos disolvió el aro cálido y las noches derretidas en la cera taponada de cobre manoseado, un palpitar angustioso cobija los pequeños, y Madre no se resigna a olisquear solo en sueños su olor a cajeras y abejas.

“Por aquí pasa…”, dicen, y señalan sus rutas nocturnas, sus caminos de San Gabriel arriba, cuando Usted se va todo cocuyo, ardido en el líquido generoso y fuerte.

El dedo me ha llevado a quebrar la plata en las aguas distantes, he flechado Chimpire con el cuerpo de canto, evitando el hierro ensombrecido o la voz envejecida del fraile de Catedral. Conozco los espantos de Cruz Verde, los zeretones del Pantano, las sombras de la Aurora, no tiemblo ante el cují moliendo a vidrio en los ramales gruesos, ni evito el grito que lame los portones de San Clemente.

Me dijeron “Por allí…”, y por allí tiré los pies, tras la esperanza llena de miedo y temor.

Olí la lluvia lejana que venía trepidando sobre Santa Rosa y Mataruca, podía soñar las palmas erizadas de espinas, desgajadas sobre las tetas arenosas, el san Antonio asaltando la teja más alta, y quizá beberme de un sobresalto acre el encuentro de la savia olvidada y primitiva.

Me fui tras el índice y la voz, persiguiendo sus años estropeados y duros. Cuando empezó a llover, ya estaba hacia Bobare, las gotas venían arreciando en los frontones, y el bulto estaba allí, Padre, como un montón de ropas mal tiradas, empapado, los cueros sobre el puño de dedos. Su rostro mugriento, manchas de grasa tatuándolo lastimosamente. Vestigios de un casimir decente, los bolsos llenos de naderías. Padre.

Después amainó el agua, hasta convertirse en un aliento tibio y sinuoso buscando los altos de las casas. Las piernas absorbían las luces allá abajo, mientras la Luna se adueñaba de su casa, Padre. Las voces preguntaban la ligazón vital, su sangre y la mía, buscaban la huella perdida allá arriba, Totón, donde los otros se quedarán esperándole por los siglos de los siglos, borrados en las veredas de la lluvia, camino de Santa Cruz o de El Banqueo. Los ojos se le irán rodando sobre Uria, hasta amarillarles las pupilas y quemárseles con el sol de Santa María.

Hasta aquí he venido a buscarlo, Viejo, hasta el más nunca, con toda la tristeza del mundo en su piel última de luna, sin querer comprender su cuerpo endurecido y quieto.

 

Hombre que viene de lejos

Por allí se presentó Arquímedes anoche, Leo, como una mala cosa. Sudado y azufroso, con las huellas invisibles de las hendiduras y grietas resecas de la calle mal iluminada. Debe haberse venido liviano y suave como una hoja, a un palmo del suelo. Pasaría frente a «El Murallón» sin hacer caso del vidrio contra el cemento, ni de la conga reventando los surcos del disco, digo yo. Sin ver a Gissela gamuzeando los círculos aplanados de metal erosionado y micótico. Gissela vacilando en los tacones altos y de rayas culebreadas, sonando a gluglú la cerveza en los vasos. Sin ver a Gissela sacando el busto, pronunciando más el trasero, sacando pasitos y figuras cerca de la voz de El Benny.

Debe haber pasado indiferente, sin ver el aglutino de sillas y mesas, las manos golpeando las planchas metálicas. La prisa le comía los pies, las manos tiesas, frío y verde como una estatua abandonada, sin oír el amasijo de ruidos del sitio. Seguramente saltó sobre la casa misma de Arturo, para evitarse el cruce de la calle, tropezó las hojas sobre la cerca y desde allí gritó ¡Arturo!, y siguió para acá.

Nadie lo esperaba y ni siquiera lo habíamos mencionado en estos días. Por eso nos agarró de sorpresa, cuando se colocó en el marco de la puerta, apenas baboseado por la miga de luz que le llegaba de la sala. No sentimos cuando abrió la reja, ni cuando sacudió los zapatos contra el quicio. Desde aquí los vimos, en el hueco sin luz, medio inclinado hacia las hojas pulposas esas que están allí. Llegó en una hora hueca, en uno de esos momentos calmos, en uno de esos retazos de tiempo vaciados de todo y todo… Nosotros fuera del ruido, la ciudad como una gran larva viva, a lo lejos. Nosotros atrapados dentro de una nostalgia dulzona y consistente.

Estaba delgadísimo el Arquímedes, Leo. La cara medio barbada, las mejillas y los ojos escurriéndose del rostro. Desmejorado y lejano. Ya no era aquel de cuando nos vinimos, alegre y parlanchín. Había cambiado mucho. Claro, esto no nos preocupó mayor cosa, porque todos hemos cambiado, unos más que otros, pero hemos cambiado.

Bueno, lo cierto es que se puso allí, calladito y triste, sin hacer caso de la seña para que entrara. Pero, de verdad, se veía mal, te digo. Nos pondríamos a hablar de allá, con toda seguridad, para que el sol nos crujiera en la piel y se nos abrillantara en el agua viva sobre la carne, llenos de brozas húmedas y pegajosas. Acostados sobre las llemas y los tallitos tiernos, el oído sobre el vientre terroso, o de cara al cielo, los ojos entrecerrados, las nubes columpiándose de cerro a cerro o haciéndose tiras entre los montes más altos.

De eso hubiéramos hablado o de Justina… La casa escondida entre los naranjos, deslizándose en el lomo yerboso y ondulante. Justina oliendo a caña verde, desnudándose, tendiéndose en el catre, abriendo los muslos fofos y viejos. Hubiéramos hablado de muchas cosas si él traspone el umbral, pero ya no somos los mismos que vinimos, ni siquiera los de un tanto atrás, cruzándose ahora por la calle, inflados de una falsa prisa, postizos, con una afectación innecesaria, maquillados para los actos vitales, o para comer salchichas chorreantes de mostaza, cualquier domingo en cualquier esquina. Son otros, realmente, los de los tragos del día de pago, con otras caras y otros amigos, gente de otros lugares, con otras voces y otros gestos. Entalcados, enlavandados, Dios sabe cuán lejos de nosotros mismos, Leo.

A nosotros nos habían contado que él, Arquímedes, se había mudado ahora poco, que estaba tocando, que se había plantado, con casa y mujer. Creo que ya tenían un hijo. Todo eso nos habían contado de él. Imagínate cuánto tiempo haría que no lo veíamos, hasta anoche, cuando llegó y se fue, en segundos:

— A lo mejor lo soñamos —dijimos— o fue alguna sombra parecida a él.

Por eso teníamos que alegrarnos de su visita. Vicente no lo veía desde donde estaba, en el piso, y se quedó pasándose las manos sobre la panza abultada y peluda. Pero Mauricio y yo si podíamos verlo:

—Mira quién está ahí —me dijo Mauricio, dándome con el codo.

—Creíamos que te habías muerto hace tiempo— le dije, sin moverme de la silla, haciéndole señas para que entrara, sin fijarnos seriamente en sus huesos alargados, en sus manos amplias y nudosas sosteniendo la puerta. Sin tomar en serio su aspecto de cosa mustia, marchita, su vellosidad de enfermo, sus ropas estropeadas.

Nadie lo vio apearse de bus, ni integrarse a las sombras, ni llegar donde Arturo y llamarlo, sin detenerse. En esas condiciones le debe haber resultado fácil, de habérselo propuesto, atravesar el alambre, filtrarse como un aire por la malla y retirarse hasta abajo. Pero nadie lo vio cruzar la corona de luz de «El Murallón». Nadie. Se adueñó de la entrada cuando él quiso, suspiró con todo el cuerpo, estremecido lentamente sobre toda la piel maltratada. Suspiró y bajó un poco la cabeza, sin importarle el grueso olor a sudor viejo, alquitranado, aquel olor a natas fermentadas que parte de los zapatos en reposo y de las telas íntimas colgadas en ciertos salientes.

¿Recuerdas la otra vez cuando vino? Andaba medio ebrio, hablando sin parar, con los ojos brillantes y agrandados, con el tema del conjunto que estaba formando. Agarró la guitarra y cantó hasta la madrugada. De aquí se fue con Vicente y Robertico. Desde esa fecha no lo veía.

Arturo fue quien llegó esta mañana, temprano:

—Anoche mataron a Arquímedes, por allá donde vivía: Un tipo le rompió el pecho.

Arturo llorando contra la pared.

La cabeza recogida, como un glande fláccido. Serio entre el terciopelo negro. Muerto. Arquímedes muerto, Leo.

Sobre el autor

*Foto: José Antonio Rosales

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