Soledad Morillo Belloso
Una historia de dolor, lucha y amor
Dedicatoria
A todos los que son o han sido víctimas de la estupidez humana.
A todos los inmigrantes del mundo y sus descendientes, estén donde estén.
Dos días habían transcurrido sin escucharse el estallido de bombas y el aterrador sonido de disparos. Los cielos nocturnos estaban oscuros y sin humareda. Llevaban ya semanas escondidos en aquel altillo. En silencio, comiendo apenas de las galletas rancias y la carne salada que quedaba en los bolsos con los que habían podido cargar cuando consiguieron huir del pueblo.
Cuando supieron que las tropas estaban apenas a kilómetros no les quedó de otra que echar a correr. Dejarían lo poco que tenían. Los pobres no tienen derecho a equipaje. Y los perseguidos menos. Quedarían allí los recuerdos, los botijos, los arados. Los pocos animales caerían en manos de los invasores, como alimento de sus desalmadas pasiones.
Beltrán no hablaba. Había dejado de hacerlo aquel día en que vio al tío Nepomuceno siendo fusilado. El pecado de aquel hombre, el no haberse sumado a la lucha. En la guerra no hay neutrales. Y aquel capitán de voz hosca que ordenó llevarlo al muro de piedras convertido en paredón lo dijo con todas sus letras: «O con nosotros o en nuestra contra. ¡Muerte a la contra!».
Siete soldados vaciaron sus carabinas sobre el cuerpo golpeado del hombre al que ni tan siquiera tuvieron la compasión de vendarle los ojos. A lo lejos el cura alcanzó a rezar un Padre Nuestro. Para los traidores no hay funeral ni rosario, ni cristiana sepultura en camposanto. En un camión tiraron el cuerpo; nunca se supo si lo enterraron en alguna fosa común o si lo lanzaron en la espesura de algún bosque para ser alimento de carroñeros.
Allí estaban. Los tres. En aquel altillo frío y lúgubre, compartiendo el recinto con un par de ratas que roían lo que sobraba de unos granos. La madre y la abuela, viudas, y el niño, mudo. Dos mujeres y un infante. Desvalidos. Vivos. Con el terror como inseparable acompañante.
Pasaron unos vecinos. Por la pequeñísima abertura donde anidaban los gorriones les escucharon decir que la guerra había terminado. Que había sido acordada y firmada la rendición. Para la mayor parte de los españoles la guerra no tenía ni ganadores ni derrotados. Todo se reducía a vivos o muertos.
«Madre, tenemos que irnos, a Madrid, a donde Froilán».
Caminaron de noche. De día se escondían. Días y días de una travesía con el miedo a cuestas. Comiendo lo que le disputaban a las ratas en los basureros en los pueblos. Tomando agua de los riachuelos que muchas veces tenían el rojo de la sangre derramada. Ahogando lágrimas. Rezando en silencio. Suplicando a Cristo que les ayudara.
Manuela lo recordaba. Froilán. Su amigo de la infancia, su compañero de juegos. Quiso la vida que luego ella casara con el hermano mayor, Adalberto. Antes de la guerra, aún mozalbete, Froilán se había ido, huyéndole al hambre de aquella tierra que no alcanzaba para alimentar tantas bocas. Allá en el pueblo quedaron madre, hermano mayor y cuñada encinta. Se fue y no miró atrás. Hubiera dolido demasiado hacerlo.
Destierro
Llegó a la ciudad y preguntó por el mercado. Lo dijo así, en genérico, como si en aquella ciudad solo hubiese uno. Le respondieron con risas burlonas, con miradas de chulines que ven por encima del hombro a los paletos. Le indicaron que siguiera a una carreta. Dos horas y minutos más tarde entró en el bullicio, en los gritos de viandantes y de recogedores de lo que caía en las veredas. En guerra, lo que cae al suelo no es desperdicio. Vio un portal. Grande. El mercado de San Miguel. Allí viviría su destierro. Entre vituallas.
Con las aguas de Lope de Vega
Siete años atrás, cuando el tío Froilán los vio llegar hubo de restregarse los ojos; creyó que aquello era producto de su imaginación, de su infinita necesidad de familia. Parecían espantos, almas en pena. Aquella anciana con la piel surcada y los cabellos cenizos no podía ser su madre. Aquella otra mujer, enflaquecida, con las manos ajadas, no, no podía ser la niña rubia y de ojos verdes con la que jugaba en los campos. Diez años sin ver a la madre, tanto tiempo sin saber de ella. Solo aquella carta años atrás con una foto del bautizo de un varón. Del hermano supo que había sido reclutado a la fuerza. A los meses supieron que había sido herido de muerte. No hubo cuerpo que enterrar.
Y ahí estaba ahora ese niño. Beltrán. Famélico, con los ojos opacos, el cabello ralo y la piel pegada a los huesos. Pequeñajo para su edad. Incapaz de pronunciar palabra. Pero en su mirada encontró los ojos de familia, encontró al padre muerto, al hermano mayor con quien compartió todo en esa niñez que ya era historia extraviada en una nebulosa de recuerdos.
Los alojó en la trastienda. Y aquella noche, por primera vez en años, abuela, madre y niño durmieron sin el dolor de las tripas vacías, sin el ensordecedor ruido de balaceras, bajo un techo que les anestesió el miedo.
Despertó al amanecer de aquel abril, con el ruido de las mujeres moviendo cazuelas. Con el olor de una sopa de ajo en el fuego. Con el calor de aquel niño pegado a su pecho. Sintió lo que no había sentido en años, amor de familia. Se descubrió haciendo lo que no había hecho en muchos años, sonreír. Aquel amanecer el amor venció a los malos designios del destino. Y sí, esa mañana en el madrileño mercado de San Miguel, en ese lugar donde alguna vez en una iglesia el gran Lope de Vega recibió las aguas bautismales, la tristeza cayó de rodillas ante la felicidad.
En el mercado pasaron las penurias y sinsabores de la posguerra. Y supieron de la guerra en Europa. De las ocupaciones de los alemanes. Del ataque de los japoneses a Pearl Harbor. De los aliados desembarcando en Francia, de cómo cayeron los nazis, de la muerte de Hitler y Mussolini. De las bombas en Hiroshima y Nagasaki. Allí, entre los tenderetes en San Miguel, entre verduras, pescados, carnes y chorizos creció Beltrán sin decir ni un verbo, ni un sustantivo, ni un adjetivo.
Dicen que los mudos saben oír lo que otros no. Beltrán escuchaba todo. Y podía incluso presentir lo que alguien escondía tras las frases que pronunciaba en medio de la algarabía del mercado. Algunos decían que Beltrán leía pensamientos.
Le enseñaron a leer y escribir. Y a manejarse bien con los números. Llevaba recados y encomiendas. Escribía las notas de los que nadaban en analfebetismo. De un lado a otro llevaba las cestas de huevos y verduras. La leche para el orfanato. Le hacía los mandados al cura que a escondidas del obispo le dio la Primera Comunión. El carnicero le consiguió papeles de identidad, con nombre de padre inventado. Así fue como de su vida el Sánchez desapareció y pasó a llamarse Beltrán Cuestas, con la acotación «huérfano de padres desconocidos». Las monjas dieron fe de ello. Dijeron que había sido “abandonado en las puertas del convento sin identificación alguna” un 16 de octubre, día en que el santoral marcaba día de San Beltrán. Todos en el mercado se hicieron cómplices de esta historia. Hay mentiras benditas. Beltrán se convirtió en «el mudo de San Miguel».
La abuela murió en paz. Se acostó a dormir una nochecita de primavera y no despertó. La encontraron con una plácida sonrisa y un rosario entre los dedos. Cómo si nunca en toda su vida hubiera derramado una lágrima, como si la guerra y los inmensos dolores al fin le hubieran dado tregua y permitido ser feliz. La velaron en el mercado, ese lugar que había sido su hogar por años y del que había dicho no quería jamás salir. El nieto estuvo allí, en su silencio.
Un día llegaron unos hombres. Raros. Con caras de pocos amigos. De la recluta no se salvaba nadie. Y menos los de las clases trabajadoras. A esos el Generalísimo les temía. Suponía que las modernas ideas con ansias republicanas podían renacer entre ellos. Más valía ponerles uniforme y mantenerles cortas las riendas.
Obligados todos los varones mayores de dieciocho años. De nada servía que Beltrán tuviese una «condición». Entonces todos en el mercado hicieron propia la tarea. Causa común. Eso que hoy llaman solidaridad y que en aquellos tiempos tenía un nombre más simple, hermandad. Rompieron huchas y entre cuartos y duros reunieron las cinco mil pesetas para el pasaje de barco.
Una semana más tarde Beltrán se embarcaba para cruzar el océano. Atrás quedaban la madre y el tío Froilán. Y los tenderos, las monjas, el cura. Allá quedó la gitana que le predijo una vida de llantos y risas. Una ristra de cómplices. Como ligero equipaje, una valija con dos camisas limpias y almidonadas, un par de pantalones de recambio, unos cuantos turrones, unas poquitas bolsas de garbanzos, unos chorizos ya bien curados y unos libros muy usados entre cuyas páginas Manuela puso unas fotografías.
Al puerto lo llevaron escondido entre verduras y cacharros. Un primo del cura se aseguró que fuera de los primeros en embarcar y que le dieran algún oficio abordo. Treinta y tres días más tarde, luego de hacer varios puertos, Beltrán desembarcaba en La Guayra, en ese país llamado Venezuela.
Quinta Crespo
A la ciudad de Caracas subió con Joaquín, un asturiano que también hacía las Américas y a quien lo esperaban familiares que habían emigrado meses antes. Ya habían logrado instalarse y tenían un puesto de verduras y frutas en el Mercado de Quinta Crespo. Aquella Venezuela de 1951 tenía las puertas abiertas a todo aquel «de buen proceder y ánimos de trabajar». Pero Beltrán estaba aterrado.
Joaquín lo llevó consigo. La familia los alojó con ellos, en una pieza al fondo de una casa de vecindad modesta pero limpia y con comida de olla. Al día siguiente ya tenía trabajo en el mercado. Bien pagado y con gente que obsequiaba sonrisas. Empezaba para Beltrán una vida de abundancia.
Allí, en ese país, no falta de nada. No hay el rigor del invierno, pero siente frío en el alma. Un vacío. Nada rellena el calor de su madre, la mano siempre dispuesta del tío, las caras conocidas en las veredas del San Miguel. Cómo se vive con la añoranza, cómo se respira con ausencia de felicidad. Cómo se aprende a sobrellevar la más pesada de las cargas, la de la nostalgia del inmigrante.
A veces llegan cartas
De lunes a sábado, desde antes del amanecer y pasado el atardecer, faena en el mercado. «El mudo de Quinta Crespo»; así lo apodaron. De servicio confiable y honestidad a toda prueba, se hizo querer por todos. Doña Jacinta, la dueña de la pensión a la que se mudó cuidaba de darle alimentos, de que su ropa estuviera limpia y que su pieza tuviera siempre sábanas frescas con perfume de lavanda. En las noches escribía en un cuadernillo. Y leía los libros que le prestaba el párroco de la iglesia de La Candelaria, a donde iba cada domingo a sentarse en el último de los bancos a pensar y rezar.
De vez en cuando llegaban cartas. La madre le decía cuánto lo amaba. El tío Froilán, cuánto lo extrañaban. Le narraban todo lo que acontecía en el mercado de San Miguel. Los cambios, los progresos, la libertad que seguía esquiva. Los que ya no estaban porque habían sido reclamados por la parca. Los niños nacidos que correteaban por la veredas de aquella isla de ilusión con la inocencia como escudo, ajenos a la realidad que ocurría más allá del mercado.
El anuncio por carta de la muerte de la madre le cayó como un balde de agua fría. Enfermó de tristeza. Un mes estuvo sin poder levantarse de la cama. Ni siquiera los amorosos cuidados de doña Jacinta lograban sacarlo de ese abismo de melancolía. Joaquín lo visitaba a diario, buscando sacarlo de ese sombrío sopor. Le narraba lo que ocurría en el mercado y en ese país que los había abrigado. Pero nada lo animaba. Logró sacarlo de la pieza con una amenaza: o salía o buscaría recluirlo en un hospital. El trabajo logró lo que las palabras no consiguieron. Se trata de sudar el dolor.
Un año y poco más tarde recibió una carta del tío Froilán. En el sobre, una sorpresa. Una libreta de ahorros de un banco suizo. Su abuela y su madre habían hecho aportes por años. Pero como Beltrán no tenía los apellidos de su padre y madre, las viudas habían determinado a Froilán como heredero, a sabiendas que el tío no caería jamás en la tentación de estafar al sobrino. Pero Froilán le anunciaba que no andaba bien de la salud, que había decidido pasar sus últimos años retirado frente al mar, en un pequeño pueblo de Andalucía. Antes de hacerlo le pedía encontrarse en Basilea para hacerle entrega de esos dineros. En España no podrían encontrarse. El riesgo legal persistía para Beltrán.
Aquel noviembre de 1957
Cuando se apeó del tren lo golpeó un viento helado. Aquel año Basilea vivía un invierno prematuro, particularmente frío y lluvioso. Salió de la estación y buscó en el mapa indicaciones para llegar al banco donde se encontraría con el tío.
El portero era un gallego. Nada de extrañar. Muchos españoles habían migrado a Suiza, un país que necesitaba mano de obra con disposición al trabajo de sudores. Al portero le entregó un cartelito en español y alemán, «Soy mudo; vengo a hacer una gestión en el banco». Le entregó además su pasaporte en el que constaba su condición de nacido en España pero de nacionalidad venezolana por naturalización. El gallego le llevó hasta la oficina del gerente. Allí lo esperaba Froilán.
El abrazo con el tío tuvo sabor a infinito. Sintió aquel beso en la frente como si resumiera todos los besos de los que ya no estaban. Cuando vio la cantidad que abuela y madre le habían heredado entendió aún más los muchos sacrificios que habían hecho. Entendió las largas jornadas de aquellas dos dejándose los ojos cosiendo, bordando y tejiendo. Entendió por qué toda su vida había sido un ejercicio de sencillez. Entendió aquel pote de latón en lo alto de la estantería y las idas de la madre cada mes al banco como quien cumple religiosamente una liturgia. Cinco cifras medias en francos suizos era un número extraordinario para cualquiera y tanto más para quienes tantas penurias habían pasado en aquellos espantosos años de la guerra y la posguerra.
Regresó a Caracas en diciembre de 1957. Toda su vida había transcurrido sin saborear la verdadera libertad. Sin caminar por las veredas de la democracia. Eso estaba por cambiar.
Soy el mismo en un nuevo país
En la radio, mensajes trataban de calmar las angustias de la población, transmitir una sensación de todo va a estar bien. En el mercado se tejían por igual miedos y alegrías. Beltrán se dejó guiar por la serenidad. Cuando pasaron los meses y nada había estallado por los cielos supo que el país iría por buen rumbo. Fue entonces cuando decidió dar el próximo paso.
Le propuso a Joaquín comprar la charcutería de don Pancracio. El hombre ya entrado en años quería retirarse. Su mujer e hija insistían en que ya iba siendo tiempo de una vida más pausada para aquel septuagenario que bien se había ganado que sus últimos años fueran de disfrute. El negocio fue hecho con propiedad y respeto, como debe ser entre gentes de bien. En enero de 1959 el cartel cambió a «Charcutería San Miguel».
Beltrán se mudó de la pensión a un modesto apartamento en La Candelaria. Era su espacio. Su puerta. Su ventana. 56 metros cuadrados en los que ser él. Por primera vez en toda su vida estaba totalmente solo.
Buscó muebles sencillos. Una cama, una mesita de noche, una butaca, una mesa pequeña para comer, dos sillas, una pequeña estantería para colocar su posesión más preciada, sus libros. Paró en la papelería de don Inocencio y compró varios cuadernos, de rayas, de los empastados.
Dicen que los seres humanos adoptan perros. No es así. Los perros escogen a quien proteger y cuidar, a quien entregar su incondicional amor.
Esa mañana mientras colgaba los ganchos para guindar los nuevos chorizos, escuchó un gemido. Caminó hasta el pasillo y lo vio. Un cachorrito, empapado, lamiéndose la pata. Con cara de llévame a tu casa. Buscó un trapo y lo secó. En una cazuela le puso agua. Le dio de su mejor pieza de carne. Le limpió y vendó la pata. Y al final de la jornada se lo llevó a su casa. Le puso una mantita y lo dejó acurrucarse en su cama.
De ahí en más fue su compañero inseparable. Su familia. Sancho, así lo nombró, lo acompañaba al trabajo desde el amanecer hasta el ocaso, los domingos lo esperaba en la puerta de la iglesia y luego se sentaba a su lado en el banco de la plaza La Candelaria donde cada tarde de domingo se sentaba a leer. Comía a su lado y se echaba a sus pies cuando él se sentaba a escribir en su cuaderno.
Un manchego privado de patria. Eso era Beltrán. Pero era un venezolano de adopción. A medio camino entre una cosa y otra. Porque un documento con sellos oficiales no es lo que da identidad. Para 1960, era un comerciante exitoso. Pero el dinero no lo es todo.
Cada día trabajaba. Con ahínco. Cada día leía. Libros, periódicos, revistas. Cada noche escribía en aquel cuaderno. Narraba todo lo que había pasado. ¿Para qué? Para escucharse en sus letras, para decir lo que su voz callaba.
Tomó una nueva afición, la fotografía. En una tienda de La Candelaria propiedad de un catalán consiguió una Leica de segunda mano. Y registraba lo que le rodeaba en ese país pequeño que era el suyo entre Quinta Crespo y La Candelaria.
Montserrat era hija del catalán dueño de la tienda de fotografía más importante de La Candelaria y acaso de Caracas. Estudiaba Arte en la Universidad Central. De todas las artes la que más le interesaba era aquella que plasmaba las imágenes. Alguna que otra vez ayudaba a su padre en las tareas de la tienda. Así fue fijándose en las fotos que de un tal Beltrán Cuestas se revelaban cada semana. Aquello era un portafolio de retratos de la cotidianidad del mercado de Quinta Crespo. Del todos los días, del cambio, del progreso. Siempre en blanco y negro. Personas, faenas, el montaje y desmontaje en los puestos. Un registro minucioso del devenir.
Quiso conocer al fotógrafo. «Tiene una charcutería en el mercado. Debe tener unos treinta y tantos. Siempre anda con su perro. Pero, te aviso, es mudo», le advirtió el padre.
Montserrat fue al mercado. Y lo buscó. Preguntó aquí y allá. Le guiaron hacia la Charcutería San Miguel. Fingió interés en comprar un jamón y algunos chorizos y butifarras. El parlanchín que la atendió tenía la sonrisa característica de los asturianos de tradición de campos y hórreos.
Por dos meses fue allí cada sábado. Hablaba con el asturiano pero no le quitaba la vista al manchego. Un día se atrevió a abordarlo.
-Soy Montserrat. Mi padre revela tus fotos. Yo creo que son extraordinarias. Y creo que deben ser expuestas.
El amor no necesita palabras. Necesita emociones. A los seis meses, Montserrat entraba vestida de novia en la iglesia de La Candelaria y se convertía en la esposa de Beltrán. Diez y seis meses más tarde alumbraba un hermoso niño, que el señor párroco bautizó con el nombre de Manuel. En el registro se marcó su apellido como Cuestas.
Pasaron los años. Un día la noticia es la muerte de Franco. Para muchos nada cambia. Tantas cosas continúan bajo las alfombras. Luego los españoles se dan una nueva constitución. Ilusión. Pero la reivindicación sigue sin verse. Beltrán continúa apareciendo en los registros como el que se escapó del país para eludir el sacrosanto deber patrio de prestar servicio militar. Si tuviera la osadía de viajar a España podría terminar preso.
No puede ir al pueblo manchego donde nació. No puede ir a poner flores en las tumbas de la abuela, la madre y el tío Froilán. No puede ir a colocar su mano sobre aquel muro convertido en paredón donde fusilaron al tío Nepomuceno. No puede ir a agradecer a las monjas que entendieron que hay mentiras necesarias. No puede intentar descubrir si en alguna fosa están los restos de su padre obligado a sumarse a la guerra. No puede recuperar sus apellidos de nación, el Sánchez de su padre, el García de su madre. Que él no fue un huérfano abandonado a las puertas de un convento. Que él tuvo padre, y madre, y abuelos, y tíos, e historia, una historia verdadera que sigue estando sepultada.
El infarto le sobrevino sin aviso. Dijo el médico que a Beltrán literalmente se le partió el corazón. No llegaba a los 70. Montserrat se vistió de viuda y del brazo del hijo enterró a ese hombre que sin jamás pronunciar palabra le había dicho mil veces con miradas y caricias que la amaba con toda su alma.
Hay que seguir
Nada detiene el tiempo. Manuel no se dio por vencido. En 1995 lo logró. Y en la primavera de ese año está allí, en ese pueblo de La Mancha. En el bolso que cruza su pecho lleva los papeles oficiales. Certifican los apellidos de su padre. El Estado español finalmente reconoce a Beltrán Sánchez García. Difunto pero con derechos.
Manuel está ahí. Haciendo lo que su padre nunca pudo hacer. Ha honrado su historia, que es también la suya y la de su hijo. Y puso flores en las tumbas de sus muertos, lo que su padre nunca pudo hacer.
La historia no se puede callar
Un café en Caracas. El cielo azul de los eneros. Manuel espera. Se han citado a las 10 de aquella mañana de un sábado de 2022. No la conoce pero ha escuchado hablar mucho de ella. Le han dicho que no es una editora cualquiera, que entiende que su oficio va mucho más allá de poner tinta en un papel para impresión.
Toman un par de cafés y rellenan el tiempo con tonterías. Pero hay cosas pendientes que ya no admiten rellenos.
-Quiero darte esto. A ver qué piensas- le acerca un bolso.
-¿Qué es? -preguntó ella con no poca curiosidad.
-Esto es la historia de lo que pasó. Hay historias que parecen mínimas, pero son importantes. Esta es la historia de mi familia y de muchos que vivieron para contarla. En estos cuadernos y estas fotografías está la historia que mi padre escribió.
Doce meses más tarde, como cada sábado, Manuel está en la oficina. Pero es un día especial. En la tarde habrá un bautizo. De un libro. Se hará en un lugar muy especial, en el Mercado de Quinta Crespo. El título, «A qué sabe un te quiero», texto y fotografías de Beltrán Sánchez García.
En la ceremonia estarán invitados de lujo, los descendientes de esos cuya historia se narra en el libro. Son venezolanos por cuyas venas corre sangre de inmigrantes. Muchos continuaron la labor de sus padres y abuelos y tienen puestos en el mercado de Quinta Crespo. Estará también una representación de tenderos del mercado de San Miguel. Y las palabras de presentación estarán a cargo de Beltrán Manuel Sánchez, nieto del autor.
El libro que la editora tiene en la mano inicia con prólogo de Manuel Sánchez, presidente de la cadena de Frigoríficos San Miguel, con siete establecimientos en Venezuela.
«Hay miles de historias de inmigrantes que hicieron de Venezuela su patria. Esta es la de mi padre, la odisea del hombre que forjó mi camino y a quien le debo casi todo lo que soy. El la escribió en quince cuadernillos y la ilustró con cientos de fotografías. Es una historia que en poco difiere de las de otros miles de hombres, mujeres y niños que han tenido que dejar sus hogares y sus países de origen para sobrevivir… Acaso algunos lectores de este libro reconozcan sus propias historias en esas líneas que mi padre escribió. En estas páginas están las palabras que él nunca pudo decir con su propia voz; está mucho de lo que guardó en secreto quizás para no sofocarnos con los dolores que le tocó vivir. Yo la leí cuando ya él no estaba con nosotros. Mi padre era mudo, pero elocuente. Su historia la narró con estas líneas que plasmó con sus lápices y con cada imagen que capturó con la lente de su cámara… Hasta el último día de su vida mi padre escribió cada noche en esos cuadernos de pasta… Algunos pensarán que la de Beltrán Sánchez es una historia simple, triste. Créanme, no lo es. Mi padre fue feliz aunque la vida no le alcanzó para ver cumplidos sus deseos de reivindicación de su familia, sin que pudiera volver a España. Tardamos mucho en conseguir la justicia. Pero se pudo. Hoy podemos ir a poner flores en camposantos… Mi padre, estoy seguro, está en el cielo, con mis abuelos y mis tíos, y con su amado perro Sancho. Desde allá nos sonríe…».
Aquel sábado de enero en el mercado de Quinta Crespo todo huele a fresca felicidad. Y todo sabe a te quiero.
Sobre la autora