literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Manuel Trujillo

May 13, 2025

La muerte en el puesto o los errores de una guerra de guerrillas

La muerte de Juan el Sordo fue verdaderamente estúpida. Cuando cruzó el Puesto y de la casilla silbaron
repetidamente, nadie pensó que los guardias se comportaran con tal severidad. Juan el Sordo cayó de la motocicleta ya sin vida. Le contaron dieciocho perforaciones, ocho de ellas fatales.

Lo que aún discutimos -en realidad hace un tiempo- es la ocurrencia de Juan, siendo sordo como una
tapia, trasponer el Puesto. Pero más estúpida aún fue la muerte de Ruperto el Ciego. Bien que lo habíamos instruido en cuanto a los senderos, sobre todo los de la montaña.

Al contrario que Juan el Sordo, Ruperto poseía un oído privilegiado. Distinguía, a veinte metros, la diferencia entre una 48 y un FL-1, sólo por el chasquido del seguro. Quizás por ello su disciplina se regía más por su oreja que por las órdenes recibidas. Tenía el mismo orgullo de Juan el Sordo.

-Juan -le dijimos, es decir, le escribimos- lleva los mensajes haciendo un rodeo.

Pero Juan el Sordo juzgó que era más seguro cruzar el Puesto en una motocicleta.

-Ruperto -le dijimos, es decir, le escribimos-, no se te ocurra cruzar el Puesto. Lleva los mensajes haciendo
un rodeo.

Pero Ruperto se empeñó -sin que lo supiéramos, naturalmente- en pasar por el Puesto, en la creencia de que los guardias ayudarían a un pobre ciego a continuar su camino.

El caso es que Ruperto el Ciego confundió la noche con el día, cosa muy justificable en él. Y a eso de las tres de la mañana lo intentó. Es más: en vez de pasar de largo, tropezó con un guardia que dormía tranquilamente a diez metros de la casilla. A Ruperto le contaron treinta y dos perforaciones, diecisiete de ellas fatales. Irónicamente, ningún balazo le tocó los ojos.

Nuestra tercera baja -y tercer fracaso por hacer llegar a la ciudad los mensajes- fue el de Antonio el Cojo. Otra vez se puso el infantil orgullo. Antonio dispuso por su cuenta que, en vista de poseer una sola pierna, nadie en el Puesto sospecharía que podría atravesarlo corriendo.

Cincuenta y seis perforaciones, la mitad fatales. Intentamos una vez más con José el Manco. De nuevo -y esta vez comenzamos a entender que se trataba de lograr lo que los otros no habían conseguido- se buscó forzar el paso del Puesto. En esta ocasión era la época de las lluvias y no existía la posibilidad de un rodeo porque el río estaba crecido. José el Manco decidió cruzar de noche, sigilosamente. Y cuando se creía que lo había logrado, halló que una inmensa reja portátil se encontraba impidiendo el paso desde la casilla hasta el pie de la montaña. Y aquí sucedió lo imprevisible: el orgullo de José lo impulsó a intentar escalar la reja. Las dificultades fueron grandes. José metía sus muñones entre la alambrada e iba ascendiendo como un mono; es decir, como una pereza, tal la lentitud de sus movimientos. De pronto la lluvia se hizo presente.

La reja se volvió resbaladiza y José, sin un grito, se desplomó pesadamente. Pero el choque de su cuerpo fue suficiente. Las perforaciones fueron tantas que nadie se tomó la molestia de contarlas. De todos modos José murió instantáneamente por doble fractura de cráneo. Hoy seguimos como al principio. El Puesto sigile en su puesto y nosotros en la montaña. Hemos decidido no enviar más mensajes. Ni ellos avanzan ni nosotros tampoco. Hay que cambiar de táctica, pero no encontramos una nueva. Hemos cometido muchos errores. ¿Qué hacer?, como diría Lenin.

***

Mira la puerta y dice

La gente mira la puerta, y dice:

—Ahí vive, con su viejo gato.

Pero la gente ignora la historia. O, por lo menos, la verdadera historia. Sospecha algo, nada más que sospechas.

Él mismo, en el espejo, imagina que todo fue un mal sueño, porque los años han pasado, se amontonaron como casas y hasta el pueblo olvidó sus antiguas calles. El pueblo ha ido escalando el camino de la montaña y casi atrapa la choza. Nuevos rostros cruzan por la puerta y otras palabras envuelve el viento.

Sin embargo, la gente mira la puerta, y dice:

—Ahí vive, con su viejo gato.

Y una sombra de curiosidad va dando saltos por las pupilas.

Él ve el rostro y sonríe. Es una resignada sonrisa. La habitación empolva telarañas y unas sillas, unas sillas que parecen cansadas de que nadie las use. El aire también adquiere ese cansancio, y algo de tristeza y de vejez.

La sonrisa se hunde en el espejo. En el espejo está la puerta. Y es como otra entrada a la choza. A veces se aproxima a ella y le da miedo la mirada de las gentes.

Nadie sabe, con certeza, por qué la gente señala la puerta y dice:

—Ahí vive, con su viejo gato.

Quizás por la soledad del viejo negro, o por su mirada, abstraída y quieta, como la de su gato.

El gato también parece tener su historia. Es un gato grande, tan negro como él. Antes se le veía en una esquina de la puerta, durmiendo bajo el sol. Ahora no sale de la habitación.

La gente habla, entonces, de un estrangulador de gatos. Y las miradas vuelven a la puerta y pretenden derribar las paredes. Lo que más inquieta a la gente —a la de cierta época— es la voz del viejo. Comienza, como en estos días de la fiesta de San Juan, a deslizarse por el camino como una hormiga. Uno aseguró haber entendido algo: «La culpa es de las mariposas». La frase echó a caminar, llegó al pueblo, se encendió en las esquinas.

Él contempla sus pupilas en el espejo y sonríe. Al fondo del espejo el gato reposa. Está sobre una silla, en la misma silla donde se colocaba ella. No miraba como el gato. Sus ojos eran alegres, sus ojos y sus piernas.

Él se preguntaba por qué ella estaba ahí. La vió por primera vez en la pulpería del tuerto Henríquez. Ella iba repartiendo café y alcohol entre humo y palabras. Una lámpara de luz azul oscilaba bajo el viento de la montaña. El aire, sin embargo, se posaba tibiamente sobre las cabezas. Las voces saltaban de un lado a otro:

—Paso.

—Me acuesto.

—¡Trancado!

Él miraba sus manos en la madera de la mesa. Unas manos tranquilas, dos pedazos negros. Pero al aproximarse la mujer empezaron a moverse, como si la mesa fuese un tambor.

Él dijo:

—Oye. Vente conmigo. Vente, a la fiesta de San Juan.

Ella soltó la risa, sus dientes blancos brillaron en la luz azul.

—¡No juegue, negro!… ¡Tú como que no conoces a Nicolás!

Sí, lo conocía. El negro más fuerte de la comarca. Y, además, amigo de la Cúpira. (Claro que Nicolás le fué con el cuento a la Cúpira. Claro que se lo dijo).

La gente desconoce esto. Uno cuenta de unos amores violentos, de un hombre celoso, de un asesinato en plena calle. Otro habla de un salto desde un árbol, de un suicidio. Un tercero comenta… Pero éstas son historias de la gente que cruza frente a la puerta. Quizás por eso el gato renunció al sol. Se aburría con tanta palabra falsa. Y el gato —de seguro— sabe lo que ocurrió.

Él contempla al gato en el espejo. Piensa que está tan viejo como él. Y que también se va a morir y que dejará de arrimarse a su pedazo de sol y se inmovilizará, como ahora, en la silla. Y luego cambiará de color. Quizás se torne más negro. O quizás se destiña, como un viejo traje.

El gato se le monta a ella entre las piernas. Ella jamás estaba tranquila. Quizás había venido por lo que sucedió en la fiesta.

Él fué bajando hacia el pueblo, hacia los tambores. La noche se pegaba a los árboles. Aparecieron unos puntos. Los puntos crecieron, se convirtieron en retorcidas fogatas. Pequeñas siluetas giraban a su alrededor. Las siluetas también aumentaron de tamaño y pronto se encontró frente a un tórax desnudo, brillante de sudor. Los tambores se templaban antes de que el Pájaro Negro hiciera su aparición. Y el murmullo de las voces tropezó con las casas. Y las voces se anudaron y los negros empezaron a saltar.

Ella también saltaba, y él miró el temblor de los senos bajo la tela. Y vió los muslos redondos y duros, y se olvidó de Nicolás. Y comenzó a dar saltos y a tocar la cintura y los senos. Ella se reía mostrando los blancos dientes, y la saliva le rodaba por el mentón. Se reía y se dejaba manosear. Y le rozaba con los muslos, y el vientre y el sexo. Y las voces y los tambores caían sobre sus cuerpos, se metían en la sangre, la empujaban. Y todo daba vueltas, entre el olor de la tierra y las axilas, entre el fuego y los gritos y los párpados enrojecidos.

Al día siguiente ella estaba en la habitación y preguntaba:

—¿Las has visto?

Él miraba su rostro en el espejo, en este mismo espejo.

—Vienen de la montaña.

La gente ignora estas palabras. También ignora que ella agregó:

—Dios… ¡Qué invasión!

Eso no lo sabe la gente. Un joven alto dice:

—El otro vigilaba en el recodo del camino. Luego sacó el revólver y disparó.

Él continúa sonriendo en el espejo. Esta sonrisa no la conoce la gente. Para ellos es igual que la invasión de las mariposas. Silenciosa e incomprensible.

Al tomar asiento en la plaza del pueblo la gente le mira con impertinencia. La plaza se está hinchando. Él ve cruzar las mariposas —iguales a las otras— y recuerda las piernas de ella y sus palabras.

—Ahora, por estos días. Nicolás se muestra cariñoso. No me agrada ese cambio.

Él sonreía, pensando en el otro, en su rostro de animal en celo. Una sonrisa que ella compartía diciendo:

—Pareces una inmensa mariposa.

Miró de nuevo a las mariposas. Algunas apoyaban las alas en los troncos y se quedaban inmóviles, cual si trataran de escuchar el corazón de los árboles.

Los árboles han cambiado. En los amaneceres él los ve reír, hablar unos con otros, entregarse a largos abrazos, en lo alto, en el alto canto de los pájaros. De tarde sonreían en un juego misterioso. Parecían encantados con la invasión de las mariposas y él llegó a imaginar que, de un momento a otro, las seguirían, llenando de horror a aquella gente, poco acostumbrada a ver caminar árboles por las calles.

La gente no las observa. Está ocupada en otras cosas. En los preparativos de la fiesta o en él, en su historia. Es una historia que viene desde atrás, como todas las historias, o como el pensamiento.

Una señora de edad comenta:

—El otro entró en la habitación. Llevaba un cuchillo en cada mano. Los hundió en el cuerpo de ella y luego se ahorcó en un árbol.

Otra señora le interrumpe:

—Así no fué. Ella fué la que se ahorcó. Entonces el otro se cortó las venas con los cuchillos.

Las mariposas van a la plaza como a una gran boca apasionada. Y la savia se inquieta dentro de sus fibrosas celdas, mancha de verde el borde de las calles.

Él no ve a las dos señoras, ni siquiera sabe que existen. Mira a un niño. El niño le ha dicho a otro:

—No sé qué ocurre. Mi madre no me besa y quiere que esté todo el tiempo fuera de casa.

El pequeño y negro rostro desvelaba cierta expresión anormal, cierto aire que no armonizaba con el resto de su cuerpo. Observó cómo miraba a una niña y algo se le inflamó por dentro. Algo de trágico y hermoso brotaba de aquel niño, con sus grandes ojos contemplando la invasión de las mariposas. Algo puro y morboso, brillante y turbio. Sospechó que el niño lo comprendía todo, que todo lo sabía, que nada podía ocultársele. Y sintió miedo, miedo de que los grandes ojos se posaran en los suyos y desnudaran sus pensamientos.

Intentó aproximarse, oír la voz de niño para asegurarse de su niñez. El niño le miró asustado. Ha escuchado a la gente y otro niño le ha dicho:

—Ten cuidado. Dicen que se lleva a los chicos a su habitación y los convierte en mariposas.

El niño salió huyendo mientras las mariposas seguían entrando —infatigables— en los turbios latidos de la plaza.

En el espejo brota la cara de ella. El gato está en la silla, es posible que no se mueva de allí. Le ha acariciado y levantó los tranquilos ojos, los puros ojos verdes, en una mirada triste. El gato sabe la historia y está dispuesto a contarla si es que tuviese ocasión. Pero los gatos no hablan —por lo menos como la gente— y todas sus historias se quedan apresadas en sus aventuras nocturnas. Este gato, sin embargo, es tan extraño, que quizás pueda contar la historia.

Brota en el espejo la cara de ella, como una mariposa. Ella dijo:

—Hace una hora estuve con él. Y ahora contigo. Debe ser culpa de las mariposas.

Ya los dolores habían comenzado. El día anterior la Ñata le dió unas hierbas, una cruz de palma y un líquido espeso y verde, un líquido amargo que revolvía el estómago. Pero fué inútil:

—Hijo, tú debes estar ensalmado —dijo la Ñata—. Mejor te encomiendas al Señor.

Sí, por algo Nicolás era amigo de la Cúpira. Y por algo la Cúpira nunca salía de la montaña.

La Ñata agregó:

—Y el bojote ¿no lo has visto?

No, él no lo había visto. Sintió un olor a pólvora, nada más que eso.

—¡Ay, hijo! Si te olió a pólvora te embromaste. Eso es cosa de la Cúpira.

Los dolores continuaron. Era como una serpiente, como muchas serpientes que le andaban por la entraña. Como los golpes de los tambores, infatigables, como las mariposas, allá abajo, en el pueblo.

Cuando ella se enteró dejó de ir. El gato sabe esto pero la gente lo ignora.

Un hombre —el mismo que le compró la pulpería al tuerto Henríquez— dice:

—Él tuvo miedo y asesinó a la mujer, cuando vió al otro en el camino.

La gente hace ¡ah!, voltea los ojos, y se va comentando el suceso. Luego mira el camino, la choza, la puerta, y habla del gato, del estrangulador de gatos, del fabricante de mariposas.

Ella dejó de ir y los dolores aumentaron. Los tambores seguían sonando en el pueblo y él pensaba en las piernas duras y redondas, en el salto de los senos, en los dientes brillantes. Ahora la fiesta no es lo mismo. Viene gente extraña, gente de ojos verdes y de piel blanca y de lengua incomprensible, con sus pequeñas cámaras fotográficas y sus camisas extravagantes. Antes sí era de verdad que sonaban los tambores y que el aire se iba con el sonido y uno caía al suelo medio muerto.

Ella dejó de ir y los dolores llegaron a la cabeza y la cubrieron de fiebre. La ñata se cansó de machucar hierbas y de traerle el líquido verde.

—Hijo, si estás ensalmado procura salvar el alma.

La ñata sabe de esto porque —según dicen— es hija de un brujo que vivía más allá de la montaña, cerca del mar.

—Ella hubiera querido nacer de una bruja. Pero su madre era una pobre negra que de noche les despertaba diciéndoles:

—Creo que voy a morir.

Y comenzaba a dar gritos hasta que se quedaba como si de verdad se hubiese muerto. Y una noche olvidó los gritos y él la enterró junto a la choza.

—Lo mejor es salvar el alma —repetía la Ñata, con su pelo gris y su boca gastada y sus hombros como dos puntas de estacas.

Y él se puso a pensar en la manera de salvar su alma. Y a lo mejor salvaba también el cuerpo. Nicolás era el culpable de todo. Nicolás le fué —claro que lo hizo— con el cuento a la Cúpira. Y acarició el machete y pensó largamente en Nicolás.

Al salir por las tardes la gente le señala:

—Ahí va, el del gato.

Los tambores han comenzado a templarse. Él contempla las calles y las casas. Se han endurecido. El mismo sol es una piedra blanca. Las mariposas pasan con su luminosa y frágil oscilación. Por el sol, por las paredes. Son como estallidos, como algo obsesionante. Como mirar las olas o una caída de agua. O una nube sobre una plancha de acero. (Por ejemplo: una nube sobre el cielo). Calles y casas se contraen, se repliegan en sus propias formas, parece que quisieran huir de las mariposas, amasándose en su pétrea naturaleza.

La gente le mira a él, le señala.

—Ella bajó al pueblo —dice un joven— y allí el otro lo asesinó. Así lo contó mi tío.

Él observa a los adolescentes y piensa en la vejez de su gato. Ya no se mueve, está tan viejo como él. Los adolescentes, por el contrario, van de prisa, hablan de prisa. Contempla las pupilas brillantes, tiernas y húmedas. Poseen un extraño resplandor. Escucha sus palabras y admira la agilidad de sus juveniles pensamientos. De pronto se da cuenta de que todas las palabras se parecen. Dan la impresión de caballitos dando vueltas alrededor de una invariable melodía.

Al anochecer llegó a la plaza. No deseaba la presencia de la habitación. Las noches de la montaña son diferentes a las del pueblo. Las noches de la montaña tienen ojos verdes, labios nerviosos que se mueven levemente, como los labios de las muchachas que asisten a su primera cita. En la montaña la tarde desciende con la lentitud de las hojas amarillas. Mano negra y sola y amenazante. En el amanecer la mano se retira, dejando al descubierto un húmedo lenguaje. Nace, entonces, un olor asfixiante, un olor de grandes, inmensas fornicaciones. La brisa es sexual, y de la montaña brota el olor. Sí, un olor espeso, mórbido, un olor de savia, de amor de savia, de flor entregada a una lenta y dolorosa violación. Un olor que se incrusta en las cosas como una raíz, con piel de barro y secreta voz:

—Sí —se dijo (como hace tantos años)— la culpa es de Las mariposas.

Ahora hablan de sus correrías nocturnas.

—Eso fué lo que ocasionó todo —murmura una negra de trapo rojo atado al pelo—. Él rondaba la casa de ella y el otro se dió cuenta y la siguió. Logró alcanzarla antes de que llegara al camino. Entonces la tomó por el cuello y fué apretando así, poco a poco… hasta dejarla muerta.

—¿Y luego?

—Luego… Luego siguió hasta la choza. Pero no había nadie.

Él sonríe en el espejo. La sonrisa es triste, como la mirada del gato. El gato puede contarlo todo. El gato debería hacerlo. Pero está muy viejo, ya ni va a la puerta.

Contempla los ojos del gato y recuerda los de ella. Ya ella no iba, y los tambores seguían sonando, allá abajo, en el pueblo, y él pensó que no se iba a morir así, metido en la choza como un perro. Y acarició el machete y comenzó a bajar hacia los tambores. Y veía los ojos de Nicolás en el viento.

Las mariposas comienzan a morir o a fugarse. Los tambores siguen templándose junto a las fogatas. Ya no es lo mismo que antes. El pueblo se llenará de automóviles y de ojos verdes y cámaras fotográficas. Ahora la gente piensa en los que vendrán y en las monedas.

Las mariposas mueren y nadie habla de ello. Él las encuentra en el camino, inmóviles las alas. O en los vidrios, adheridas a su dureza. La dureza las va tragando hasta borrarlas con su transparencia. En la plaza se confunden con las flores y las hojas. Pero los vidrios aún las muestran. No tienen el mismo encanto. La muerte las ha desteñido, las aglutina. Todas se parecen.

Los tambores han comenzado a sonar. El pueblo está de fiesta. Se han olvidado del viejo negro. Algunos dicen:

—Él tampoco sale a tomar el sol. ¿Estará enfermo?

—Yo sé cómo ocurrió —exclama una muchacha de párpados románticos—. Ellos estaban enamorados pero no querían cometer una barbaridad. Entonces fueron a visitar al otro y se lo dijeron. El otro se enfureció. Ella se envenenó con cariaquito morado y unas hierbas. El otro, desesperado, se abrió el cuello con un cuchillo.

—¿Y el viejo?… ¿Vas a decirme que el viejo no hizo nada?

—Bueno… Así fué como me lo contaron.

Los tambores se van silenciando. Por el pueblo se extiende una alfombra de mariposas. La gente que aún queda las aplasta con sus grandes zapatos. En la plaza y la montaña la savia retorna a su habitual melancolía. Las hojas no son tan verdes. Los ancianos se sientan a la puerta de la pulpería del tuerto Henríquez —que ya no es del tuerto— y cubren el suelo de escupitajos oscuros olorosos a tabaco, mientras los niños, de nuevo niños, corren y gritan en pos de maravillosos descubrimientos. Los ancianos les miran con resignada amargura, como si ellos fueran culpables de su vejez.

Un adolescente, de manos en los bolsillos y frente aburrida, dice:

—Fué terrible. Él los encontró a los dos en la habitación, completamente desnudos. Furioso, cayó sobre él. Ella, desesperada, tomó una piedra y la descargó sobre su cabeza. Al verlo bañado en sangre corrió hacia la montaña, enloquecida, y se ahorcó. Eso fué lo que pasó, compadre.

Cierta tristeza —¡qué extraña tristeza!— va rodeando las cosas, lo va cubriendo todo, como las mariposas. Es una entrega, una pregunta sin respuesta, un desplazamiento insoportable, una gran fatiga en los corazones.

El pueblo es un cementerio de mariposas. Nadie habla de ello. Nadie habla pero lo respiran, porque los tambores no suenan y las calles están sucias de papeles y cintas.

Por las tardes, el viento húmedo levanta y se lleva el polvo de inútiles alas.

La gente vuelve a mirar la puerta, y dice:

—Ahí vive, con su viejo gato.

Pero la gente ignora la historia. O, por lo menos, la verdadera historia. La historia que podría contar el gato.

Ahora es imposible. Definitivamente imposible, así el gato lograra hablar como la gente. Él ha estirado la mano desde el catre y ha tocado el cuerpo frío del gato. Los ojos tranquilos no le miran. No miran a nadie, a nada. Son dos gotas verdes, dos gotas petrificadas. Dos simples hojas de piedra.

Siente un gran dolor por su gato. Su soledad será completa. Ni siquiera puede contemplar su rostro en el espejo. Las piernas están débiles, encogidas, son las piernas de otra persona. Miró la puerta. Unas pequeñas manchas oscuras cruzaban silenciosamente. Eran las últimas mariposas de la primavera.

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