literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos con gallos, de Arturo Uslar Pietri

Sep 9, 2021

El gallo

—¡Guá! Ese como que es José Gabino —dijeron las gentes al mirarlo en el recodo.

—Sí, es. Mírenle el sombrero. Mírenle el modo de andar.

José Gabino, con su sombrero negro, polvoriento y deshecho, con su nariz roja, con el lío de trapos atado al palo sobre el hombro, oyó las voces que lo alcanzaban. No volvió la cabeza.

Estaba esperando el grito de algún muchacho. Algún muchacho vendría con ellos y gritaría:

—¡José Gabino, ladrón de camino!

Estaba como encogido, esperando. Pero no se oyó el grito. Las voces y las gentes lo alcanzaron en el recodo.

—Buen día, José Gabino.

—Buen día.

—Buen día, José Gabino.

Era un viejo de bigotes con dos mozos. Llevaban alpargatas nuevas y mudas de ropa planchada que brillaban al sol. Ya lo pasaban. El viejo llevaba en el brazo un saco de tela abultado en el fondo. José Gabino lo vio y se le animaron los ojos.

—¿Para dónde llevan ese gallo?

Alejándose le contestaron:

—Para la fiesta del Garabital. Tenemos una pelea casada con veinte pesos.

José Gabino sonrió con sus dientes desportillados y oscuros. Los tres hombres adelantaban por el camino. El camino faldeaba unos cerros de yerba sin árboles. Allá detrás del cerro, junto a los cañaverales del río, estaba Garabital. No se veía. Se veían los cerros y el cañaveral del río que ondulaba por en medio de los potreros y de los tablones de caña de azúcar.

—Algún pataruco llevan en la busaca. Gallo fino no será.

En su soliloquio avanzaba lentamente por el camino.

«Yo sí sé de gallos finos. Yo sí sé cómo se coge un pollo. Cómo se enraza. Cómo se cría. Cómo se tusa. Mi compadre Nicanor, con aquella mano que tenía para los gallos, me lo decía: compadre, mire, si usted se pusiera a criar gallos le quitaba el copete a todo el mundo. Es que usted, compadre, sabe coger un pollo. Eso se conoce hasta en el modo de ver. En el modo de meter la mano para agarrar un gallo. Ellos mismos saben. Cuando la mano se le acomoda bien por delante entre el buche y las patas, se aflojan tranquilos en la palma. Así los agarraba yo».

Levantaba la mano vacía en el aire como soportando el peso de un gallo y miraba hacia ella con los ojos entornados. Por entre los dedos entreabiertos miraba el camino desnudo. Ya los hombres habían desaparecido tras el recodo.

Bajó la mano con desgana. Cerca del camino se alzaba una casa de teja y de corredor. José Gabino, que se había detenido a contemplarla, se fue acercando.

—Algo se puede conseguir aquí. Quién quita. Como que no hay nadie

No se veía a nadie. La puerta que daba al corredor estaba cerrada. Un perro, echado junto a uno de los horcones del corredor, alzó la cabeza soñolienta y gruñó. José Gabino se detuvo. Bajó con disimulo el palo que llevaba terciado a la espalda. Tomó el lío de trapos en la mano izquierda y con la derecha empuñó el palo con fuerza. El perro lo miraba sin moverse.

—Buen día —dijo con voz ronca.

Esperó un rato, sin oír respuesta.

—Buen día —volvió a clamar con voz más alta.

Ningún ruido, ninguna voz, ninguna señal de movimiento venía de la casa. Los ojos de José Gabino se iluminaron, Miró al perro con cautela. Permanecía tranquilo viéndolo. Pensó un momento y luego, sin quitar la vista del perro, fue rodeando lentamente hacia la parte posterior de la casa. La lisa tapia desnuda terminaba atrás en una cerca de bambúes rota a trechos. Había árboles copudos, arbustos, yerbas, piedras. José Gabino miraba por sobre la cerca. Sobre unas piedras había ropa tendida. Cerca de las piedras había una estaca. Atado a la estaca por una cuerda estaba un gallo. Era negro con brillos dorados y manchas blancas. La roja y descrestada cabeza picoteaba en el suelo. Desplumados tenía el lomo y los muslos. Dos largas, finas y curvas espuelas oscuras le sobresalían de las patas amarillas.

—Bonito el giro —dijo.

Tragó saliva y miró a todos lados recelosamente.

«Mírele el corte del pico y la manera de poner la cabeza. Seguro por el pico y ligero por la espuela. Se parece a aquel pollo del general Portañuelo que siempre ganaba con un golpe de zorro. A los primeros barajos se aseguraba y mandaba las espuelas para el gañote. Y ahí mismo estaba el otro gallo tendido en el suelo y con ese chillido».

Se había ido acercando. El gallo, erguido, lo miraba inquieto. Movía la cabeza roja con rápidos movimientos cortos. Se había ido agachando junto a él. Chasqueando la lengua hacía un ruido monótono mientras extendía la mano. El gallo cloqueó asustado cuando lo alzó en la palma. Se incorporó con él y lo puso a la altura de su cabeza. El sol le brillaba en las plumas metálicas. Con su grueso pulgar sucio y cuarteado le fue tanteando las espuelas y el pico.

—Así se coge un pollo. ¡Ah, buen gallero hubiera sido yo!

Detrás del sombrero negro y la nariz roja, los ojos turbios sonreían.

«Tú, lo que quieres, José Gabino, es comerte el gallo. Irlo a desplumar a la orilla del río. Ponerlo a asar en un palo sobre unas rajas de leña. Para ponerte ese hocico lustroso de comer fino. Y después acostarte en la arena, debajo de las cañas bravas, boca arriba a dormir. Eso es lo que tú quieres, José Gabino».

Sonreía y miraba al gallo alzado en su palma y deslumbrante de color y de sol. Se pasó la lengua por los labios resecos y por los pelos ralos de la barba. Escupió. Volvió a ver con recelo a su alrededor. Nadie había. Todo estaba quieto.

Metió el gallo con cuidado en el lío de trapos. Lo tomó con la mano izquierda. Salió cautelosamente por el boquete de la cerca. Con lentitud pasó junto al corredor. Llevaba el palo apretado en la mano. Allí estaba el perro echado junto al horcón. Gruñó de nuevo al verlo, pero sin moverse.

Se apresuró a salir al camino. Dos hombres llegaban en ese momento.

—¡Ah, malhaya! Ya me vieron. A lo mejor son de la casa. Estás de mala, José Gabino; no te van a dejar comerte el gallo con tranquilidad.

Miró hacia los cercanos cañaverales del río con angustia. En la mano le pesaba sólidamente el lío.

—Buen día.

Eran dos campesinos. Sombreros de cogollo, blusas de liencillo rayado, uno con alpargatas y otro sin ellas.

Ninguno lo nombró. Era un alivio. Él les miró con disimulo las caras desconocidas. Cobrizas, lampiñas, chatas.

«Raro que no me conozcan. No son de aquí».

—Buen día—contestó entonces con desgano.

Uno de los hombres llevaba una abultada mochila de gallero. José Gabino la vio al momento.

El hombre a su vez le miraba el lío de trapos con insistencia.

—Vamos para la fiesta de Chiribital. Con este pollo para jugarlo, que no es ni malo.

—Ajá. ¿Y no son de por aquí? —dijo José Gabino para salir del paso.

Lo que quería era que se acabaran de ir.

«Cuándo se acabarán de ir, ño entrépitos. Para yo bajarme a la costa del río a comerme mi almuerzo completo».

—No. Somos del otro lado. Hemos venido para la fiesta. ¿Y usted, cómo que lleva también un gallo?

El hombre señalaba con la mano el lío colgante.

José Gabino tosió, escupió y tartamudeó un poco.

—Este. No. Pues, sí. Es un pollito que está encañonando. No es como para pelearlo en la fiesta.

Los hombres se habían detenido.

—¿Ustedes sí deben tener un gallo fino?

Sin hacerse rogar, el que llevaba la mochila la abrió y asomó por la boca un pollo rechoncho, de mala figura, aunque tusado como gallo de pelea.

«¡Ah, gente cuando era mundo! —pensaba José Gabino mirándolo—. A cualquier cosa llaman un gallo. Eso lo que parece es un pato lagunero. Si yo les enseñara este gallo, ¡qué cara pondrían! ¡Cómo se les pondrían los ojos! Pero si les enseño se van a achantar a conversar y no me van a dejar irme para el río. Ya debería estar prendiendo la candela».

—Está bueno el pollo. Se ve que es nuevo. Ojalá casen una buena pelea. Yo…

«Mejor es que no se lo enseñes, José Gabino, porque te vas a enredar. Pero cómo pondrían la cara los pobrecitos si vieran ese gallo».

—Yo, lo que pasa, es que… no voy hace tiempo a la gallera. Siempre crío mis pollos. Pero por no dejar. Este…

«Ya lo vas a enseñar, José Gabino, ya no aguantas las ganas».

—Este, por ejemplo.

Había sacado en la mano el gallo al sol. Se encendieron sus colores en la luz.

Los dos campesinos lo miraron arrobados.

—Cosa linda, sí señor.

—¿Y usted con ese gallo no va a la fiesta? Si nosotros con este triste pollo nos hemos echado esta caminata.

José Gabino empezó a reír complacido. Con su rugosa mano peinaba las plumas del gallo. Se pavoneaba. Cogió tierra con los dedos y le limpió el pico con gestos precisos.

—¿Quién sabe? Ya no tengo gusto en las peleas. Ya no se ven buenos gallos. Las buenas cuerdas se han ido acabando. Los buenos galleros ya no se encuentran. Una pila de lambucios, mejorando lo presente, que no saben distinguir una gallineta de un pollo fino es lo que van ahora a esas fiestas del pueblo. No es como antes. ¡Qué va!

Se había ido animando y encendiendo. Los dos hombres le oían embobados.

—Este gallo no es nada. Vieran ustedes lo que yo llamo un gallo. Este pollón lo recogí esta mañana para llevárselo a una comadre para sus gallinas. Yo no me extraño de que sirva para pelearlo en el pueblo. Con los patarucos que llevan ahora. Pero esto para mí no es gallo.

Había vuelto a meter el ave dentro del lío. Había empezado a caminar con los dos campesinos. Ya no pensaba en otra cosa sino en lo que iba diciendo.

—Y eso se los digo porque yo sí sé de gallos. ¿Ustedes saben quién soy yo?…

Los hombres lo oían suspensos sin decir palabra.

—¿Quién soy yo…?

¿Quién iba a decir que era? José Gabino le daba vueltas en la cabeza a los nombres de galleros que había oído nombrar o que había conocido. Nombres. Rostros de hombres de blusa. Gallos atados a estacas. Gallos bajo jaulas de madera. Olor de gallinero.

—Yo soy… yo fui… el gallero del general Portañuelo. ¿No lo ha oído mentar? ¡Esa sí era una cuerda de gallos! Los pollos finos se los traían de todas partes. Y el general no cogía sino los mejores. Me parece estarlo viendo. «José —esa es mi gracia, me decía—: si a ti no te gusta este pollo, yo no lo cojo». Y yo lo miraba, le tanteaba las espuelas, le tanteaba el pico, le miraba las plumas, le echaba una careada. Y el general parado allí, viendo lo que yo iba a decir, hasta que decía, para adentro o para afuera.

Seguían avanzando por el camino. José Gabino, cada vez más animado, gesticulaba y alzaba la voz. Los hombres lo miraban con extrañeza. Aquellas ropas tan sucias y tan rotas. Aquella cara de borracho o de enfermo. Y con aquel gallo tan fino.

—Imagínese usted si a mí me van a hablar de gallos. Imagínese usted si yo tendré ilusión de coger un pollo para ir al pueblo y jugárselo a unos desgraciados, mejorando lo presente, que cuando apuestan veinte pesos se les sale el corazón por la boca. Yo, por eso, no he vuelto más. Siempre crío mis pollos, por no dejar. Se los regalo a los amigos. Esta mañana, como les digo, cogí este, para llevárselo a la comadre. Para que se lo eche a las gallinas.

—Eso es lástima —aventuraba el campesino del gallo—. Con un animal tan bueno se podría ganar plata.

Y cuando decía estas palabras le miraba el traje a José Gabino. José Gabino se miró a su vez aquella raída ropa que ya no tenía color.

—Yo no necesito plata, sabe. Aquí donde me ve no me ahorcan por mil pesos. Lo que pasa es que cada uno tiene su manera. A mí no me gustan las echonerías. Eso de andar estrujándoles a los demás sus reales en la cara. Eso no es conmigo. Pero a la hora de afrontar la plata de verdad ahí estoy yo.

Ya estaban llegando al recodo de la falda del cerro. Al doblar fue apareciendo el pueblo. Los techos amarillos de paja, los techos oscuros de teja, la blancuzca torre de la iglesia chorreada de negro por los aguaceros. Cerca, delante del pueblo, a la orilla del camino, se veían muchas gentes agolpadas alrededor de un cobertizo de paja.

—Ahí está la gallera —dijo uno de los campesinos—. ¿Por qué no se llega hasta allá con nosotros un saltico, y puede que se anime a jugar el gallo?

Fue entonces cuando José Gabino se dio cuenta de dónde estaba, y se acordó de lo que tenía pensado hacer. Iba para el río a comerse el gallo. Ya allí había mucha gente para poder hacerlo. Tendría que regresarse de nuevo para un lugar más solitario.

—¡Ah, caramba! Mire usted adónde he venido por la habladera. Si yo para donde iba era para casa de mi comadre. Pero es que en lo que me hablan de gallos ya estoy perdido. Empiezo a hablar y no sé cuándo acabo.

—No se vaya todavía. Acérquese con nosotros. Aunque no sea nada más que a ver…

«Vete. José Gabino, ¿qué haces tú aquí? Con quién vas a jugar un gallo, si todo el mundo te conoce. En lo que te vean van a saber que te lo robaste. Ahorita sale por ahí un muchacho y pega el grito: José Gabino, ladrón de camino».

—Entre con nosotros —insistía el hombre—. Se le puede presentar una buena proporción y jugar su gallo. Y se vuelve a acordar de sus buenos tiempos.

—A eso es que le tengo miedo, ¿no ve? Yo me conozco. Empiezo a jugar y me entusiasmo y entonces ya no sé lo que hago. No. Mejor es que me vaya.

Ya estaba envuelto en el vocerío de la gallera. Adentro la algazara de voces se agitaba y pasaba como humo por entre las cabezas apiñadas y los brazos alzados y gesticulantes. José Gabino se había ido acercando. Con su gallo dentro del lío, bajo el brazo. Junto a él había una boca abierta clamorosa:

—¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy!

Otras bocas, otras voces, otros gritos, otros brazos flotaban en aquello espeso.

—¡Diez cuentas de a cinco!

—¡Pago!

—¡Diez cuentas de a cinco!

—¡Pago!

Eran manos estiradas con dos dedos rígidos en el aire. Abajo como entre sombras de ramas dos gallos sangrientos crujían y palpitaban saltando en el aire.

—¡Gana el talisayo!

—Gana el talisayo —le dijo José Gabino también al hombre que estaba a su lado.

Relampagueaban las patas pálidas sobre las pechugas oscuras y sangrientas. José Gabino miraba detrás de dos o tres filas de hombros.

«Gana el talisayo. Baraja muy bien el pollo. Cada vez que suelta las espuelas hiere. Se parece. Se parece a aquel gallo… ¿A qué gallo se va a parecer, José Gabino? A alguno que te comiste asado en la orilla del río».

Él también iba siguiendo con los hombros, con las manos, con la expresión del rostro cada instante de la pelea. A cada golpe hacía una contracción. Una contracción igual a la del hombre que estaba a su lado y a la del que estaba enfrente. Y un pujido que a veces se hacía grito. Y subía en el hervor de los otros gritos.

—¡Pica mi gallo! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy!

—Va a ganar el talisayo… No puede perder. Está más entero que el otro. Mire cómo lo sacude cuando lo asegura con el pico. ¡Va a ganar el talisayo! ¡Gana mi gallo!

José Gabino grita en un paroxismo. Su brazo rígido se sacude en el aire marcando los golpes. Ya aquel es su gallo. Ya no ve sino aquel gallo rojo de sangre, brillante de sangre entre el ruido de abanico cerrado de las alas. Aquel es su gallo.

—¡Diez cuentas de a cinco al talisayo! —grita.

Y repite el grito cada vez con más violencia.

—¡Diez cuentas de a cinco!

Su grito cae sobre los otros gritos y crece con ellos. Aquel es su gallo. Y a quien grita es a aquella cara roja y gritona que está enfrente.

—¡Diez cuentas de a cinco al talisayo!

A aquella cara que está enfrente y que lo mira sin oírlo.

—¡Diez cuentas de a cinco!

—¡Adiós corotos! José Gabino apostando a un gallo.

Fue como si se hubieran apagado todas las voces. Como si lo hubieran puesto solo en medio del redondel.

Ya no sabía lo que estaba haciendo allí, lo que estaba diciendo.

«José Gabino, ¿dónde te has metido? Estas perdiendo los papeles. ¿Quién no te va a conocer? ¿Quién no va a saber quién eres? ¿Quién va a creer que eres gallero, ni que sabes de gallos, ni que tienes un centavo para apostarle a un gallo? Te paran de cabeza y no te sale un centavo».

Empezó a mirar con recelo el gentío. Escondió los ojos debajo del sombrero y metió la cabeza en el pecho. Poco a poco se fue zafando de la masa y de la grita. Mirando hacia el suelo veía, por entre las piernas y las alpargatas, caminar a aquellos zapatos rotos por donde asomaban los dedos, que eran los suyos.

El gallo se movió dentro del lío.

Se iban retirando las voces.

«Si me hubieran cogido la apuesta. Gana el talisayo. Te hubieras fondeado, José Gabino. Diez cuentas de a cinco».

Se iba acercando al río. Las altas espigas de las cañas amargas se agitaban en fila.

«Le hubieras puesto esa plata a este giro. Y hubieras casado una pelea, una pelea de flor».

Había sacado el gallo del lío. Pero no parecía verlo. Se sentó cansadamente en una piedra junto a la orilla del agua.

«La cara que hubieran puesto viendo a ese giro. Afirmado en el pico y largando esas patas».

Distraídamente, con un gesto mecánico, tomó el gallo por la cabeza y lo hizo voltear rápidamente en el aire, quebrándole el pescuezo. Aleteó en una rápida convulsión.

—Veinte cuentas de a cinco al giro.

Y a cada una de aquellas palabras como adormecidas, arrancaba un puñado de plumas al gallo muerto y las iba lanzando al aire.

—Se te va a poner el hocico lustroso, José Gabino —dijo sonriendo.

Algunas plumas negras volaban lentas en el aire hasta caer sin peso en el río.

 

La misa de gallo

La noticia la trajo, inesperadamente, Antonio el becerrero. El pueblo de Quiripal, desde el atardecer, estaba de fiesta. Ardían vivas luces al través de las puertas y de las ventanas en las casas de tapia y teja que rodeaban la plaza de la Iglesia, con sus muros encalados de colores fuertes y sus ventanas saledizas de verdes barrotes de madera, y también en los diseminados ranchos de las otras callejas, con sus techos pajizos de alas plegadas, como grandes pájaros dormidos, y su ventanuco ahumado.

Desde la blanca espadaña de la Iglesia, el repique de las campanas volaba sobre todo el poblado, tintineaba con una alegría de muchas monedas entre el polvo que levantaban las carreras de los arrapiezos, y se perdían en delgadas notas y sordos ecos, sobre los campos y los cerros vecinos, sobre las vegas cultivadas, sobre los potreros donde rumiaban aislados e inmóviles los novillos, y sobre las boscosas riberas del río, llenas del rumor del agua entre las piedras.

Las muchachas se apretujaban en las estrechas ventanas, con las cabezas adornadas de flores, para mirar llegar, con risas, música y alegres exclamaciones, los innumerables grupos de mozos, que se detenían a cantar sus villancicos y a improvisar al ritmo de la música incitante agudas coplas, llenas de intención, dirigidas a la doncella esquiva, al padre cascarrabias o al presunto rival. Se ponía en medio el que tocaba el «furruco», deslizando ágilmente la mano sobre el pulido garrote cuya vibración se trasmitía, bronca, al templado cuero del tambor que le servía de soporte. Surgía una especie de monótono y trepidante rezongo entrecortado, sobre el que se tejían el acompañamiento de las guitarras y las contrastadas voces de los cantadores. Al través de la ventana, como una viva aureola detrás de las risueñas y floridas cabezas de las mozas, se veía el iluminado Nacimiento que adornaba la estancia, con sus montes de arena, sus bosques de algodón, sus lagos de espejo, sus animales de corcho, de cera y de miga de pan, sus Reyes Magos cargados de collares, dijes, bananas y piñas, su rosada Virgen y su San José azul arrodillados, y, en medio, bajo una oscilante estrella de papel plateado, el Niño Jesús.

De todas partes surgían los cantos y el eco de las encontradas músicas, que a veces parecían acordarse y transformarse sobre el medido son de los fu­rrucos en un inmenso coro de todo el pueblo. En cada parada, al callar los cantadores, circulaban las copas O las botellas empinadas de boca en boca, con su áspero ron turbio o su claro y encendido aguardiente de caña. El háli­to de fuego del alcohol reencendía de nuevo las voces en tonos más altos y desacompasados. Sobre el ritmo corto y agitado, para dar pie a la improvi­sación, pasaban y repasaban los estribillos:

Los tres Reyes Magos
vienen del Oriente,
con sus taparitas
llenas de aguardiente.

Los tres Reyes Magos, María, José y el Niño Jesús, se iban transfor­mando paulatinamente en seres casi próximos, casi partícipes de la cele­bración, acaso un poco rezanderos y apartados como el cura, tal vez no acos­tumbrados a mezclarse en aquellas algarabías populares, como algunas de las quisquillosas y encopetadas familias que habitaban las casas grandes de la plaza, o quizás, simplemente, gente huraña, montuna y poco amiga de las fiestas, como Simón el renco.
Porque tampoco ese año Simón el renco tomaba parte ninguna en los festejos de la Noche Buena. El gran portón claveteado de su casa perma­necía cerrado, y los pocos que intentasen pasar, encontrarían como otra puerta, cerrada e infranqueable, su duro rostro, impasible y altanero, y su boca cerrada, de la que no parecían poder salir palabras que no fueran órdenes, secas y rápidas como latigazos.

Estaba sentado en el corredor, en su silla de cuero recostada a la pared, de frente al amplio patio poblado de árboles y del murmullo de una acequia. Era alto, enjuto, huesudo y vigoroso. Estaba, como siempre, enfundado en su blu­sa de hilo blanco, abotonada en el cuello con yugos de oro; el amplio y atercio­pelado sombrero de «pelo de guama», le daba un tinte de bronce al rostro seco, anguloso, a los ojos negros, fríos y fijos y al hirsuto bigote negro que le cubría la boca de labios delgados. A un lado de la cintura le abultaba visiblemente el revólver, y al otro, le asomaban por debajo de la blusa, las tirillas de cuero que adornaban la punta de la vaina del puñal. Con una flexible vara de membrillo se golpeaba acompasadamente los curtidos zapatos de vaqueta.
El sonido de los cantos y la música llegaba amortiguado.

Silenciosos, y casi sin moverse, recostados a los pilares del corredor, o en cuclillas en el borde del patio, estaban cinco hombres, también vestidos de blancas blusas y con los anchos sombreros en las manos. Eran cuatro peones ganaderos y el mayordomo del potrero de Simón el renco. Habían venido a saludarlo en la tarde de la fiesta, y tenían ya largo rato allí sin resolverse a marcharse, entre pesados silencios y breves trechos de conversación en que todos hablaban a la vez con destempladas voces. De tiempo en tiempo se oía el escupitajo de alguno que mascaba tabaco.

Allí se oyó el insólito ruido de alguien que empujaba bruscamente la puerta de la calle. Los hombres sorprendidos se pusieron de pie. Simón volvió el rostro hacía el zaguán.

El mayordomo había salido a ver de qué se trataba y a poco se oyó el eco de una contenida disputa. Simón le hizo seña a otro de los hombres para que fuera a averiguar.

-Es Antonio el becerrero -dijo al volver-, que está borracho y peleando por entrar, porque dice que tiene que decirle algo.

-Pues que lo dejen entrar -dijo Simón.

Al instante entró el becerrero. Se le veía en los ojos y en los gestos que estaba ebrio, pero aun así la presencia de Simón lo intimidaba. Ninguno de ellos, y menos el becerrero, ignoraba la aspereza de su carácter, tan acentuada en los últimos tiempos. La leyenda de sus violencias y de sus odios, su dureza, los trágicos lances de muerte que se le atribuían. Se quedó mirándolo, sin decir palabra.

-¿Qué era lo que querías decirme, pues? -dijo el renco de mal humor.

El hombre lo miraba atontadamente y hacía oscilar su mirada entre él y los otros.

Con un tono más recio volvió a repetir:

-¡Lo que vaya a decir lo dice ya, y se acabó!

Con el rostro sobre el pecho, haciendo un esfuerzo extraordinario y visible, mientras arrugaba nerviosamente el sombrero entre las manos, el becerrero dijo atropelladamente, con la voz quebrada:

-La niña María está en el pueblo.

El renco se alzó rápidamente. El rostro se le había demudado. Los otros hombres no lo estaban menos y en su desazón no hallaban qué decir o hacer. Parecían esperar una explosión.

Sin embargo, el renco parecía haber logrado serenarse. Con un tono frío y metálico, volvió a preguntar:

-¿Dónde está?

-Está en la calle de atrás de la iglesia, dos casas más abajo de la pulpería de Martín.

-¿Y… el hombre ese vino con ella?

-Quién sabe.

Volvieron a callar. El renco dio media vuelta y se metió, sin añadir palabra, a los aposentos. Lo vieron alejarse cojeando, y empezaron a su vez a salir en silencio. Desde el portón se oyeron de nuevo sus voces que regañaban al becerro y que se confundían, ya a lo lejos, con el rumor de la fiesta en el pueblo anochecido.

Cuando Simón el renco estuvo solo en su aposento se tendió en la hamaca, cruzó las manos debajo de la cabeza y cerró los ojos.

Sentía el aturdimiento y la vaguedad que produce la fiebre. Le era difícil coordinar sus ideas y pensar siquiera concretamente sobre la inesperada noticia que le había traído Antonio el becerrero. Empezaba a hacérsele odioso el hombre que le trajo la noticia. Quizás la había traído por el gusto de hacerle daño y de hacérselo ante los otros. Era, sin embargo, uno de sus más viejos peones. Había estado a su servicio desde hacia muchos años, desde que empezó a fundar el potrero. Era hombre seguro y fiel a toda prueba. Era quien lo había recogido del suelo, desmayado, cuando en la mitad de la carrera de un novillo que se escapaba, cayó dando vueltas con el caballo, de donde quedó para siempre con la pierna defectuosa. Había sido aquel remoto suceso, decía él, su bautizo de renco. Pero desde mucho tiempo antes estaba con él el becerrero. Desde antes de nacer María, desde antes de casarse con Micaela. Y ahora había tenido que ser él quien trajera aquella estúpida noticia.

Recordando al becerrero, recordaba también su propia vida en desordenadas imágenes provocadas por su desasosiego emocional.

Se veía a caballo, en su lejana mocedad de peón ganadero, con la cobija burrera, roja y azul, terciada sobre el pico de la silla, marchando por días enteros bajo un sol abrasador, y entonando, entre la nube de polvo de la manada, las coplas camineras con que se arrea el ganado.

Después venía todo el largo tiempo de recio esfuerzo para fundar y fomentar el potrero en Quiripal. Fue una época de inagotable tarea, en que se levantaba antes del alba, con el canto de los gallos, tomaba una taza de café, cabalgaba y no volvía a desmontarse del caballo sino al regresar en la noche, casi sin voluntad para otra cosa que para tenderse a dormir. Con lo que ganaba iba comprando más tierras para extender sus pastos, y con la extensión del campo iban también en aumento sus cuidados y su trabajo.

Era la suya tarea de hombre completo. Tenía que hacerse respetar y para ello tenía que exceder a los demás, y especialmente a sus peones, en resistencia, fuerza y arrojo para las peligrosas faenas. Montar el potro cerrero que los otros miraban con temor, ir a enlazar el toro alzado que se defendía embistiendo a los caballos, atarlo, tumbarlo y traerlo luego con la soga pasada por la nariz sangrante, sumiso y mugiendo de dolor. Salir de noche, con las armas, a sorprender a los maleantes que cortaban las cercas de alambre para que se escapase ganado. Estar en todo y superar a todos en el esfuerzo, el consejo, en el valor y en la autoridad.

Esta lucha sin tregua había sido su vida. Ni siquiera cuando se casó con Micaela llegó a cambiarla. Micaela era hija de gente del campo y estaba habituada a los hombres recios y huraños, entregados a sus quehaceres y a sus cosas de hombres. Se plegó a sus costumbres y se hizo imperceptible en su existencia.

El único cambio verdadero y profundo en la vida de Simón el renco ocurrió una madrugada.

Era la hora en que acostumbraba salir al campo y ya cantaban los gallos en todos los corrales de Quiripal, cuando los quejidos de Micaela, que habían durado toda la noche, cesaron. Aquella escena permanecía viva y fresca en su imaginación como si nunca se hubiera borrado de sus ojos. La comadrona apareció en la puerta iluminada de la alcoba, con los brazos abiertos y las manos en alto con la palma extendida. Simón la estuvo viendo con angustiosa fijeza: el traje, el gesto de las manos, la silueta recortada entre las luces, y le pareció que tenía allí demasiado rato y no se atrevía a decirle algo. Acaso no era bueno lo que iba a decirle. Pero no. Dijo que había nacido una niña. Era María.

El renco entró al cuarto. Olía a cera quemada y a esencias. Miró a la niña menuda que apenas se movía, sintió una profunda y extraña conmoción que lo estrujaba por dentro y empezaron a correrle gruesas lágrimas. Quería tocarla pero no se atrevía a hacerlo.

-¿Qué te pasa, Simón? -era la voz de Micaela.

De un manotazo se secó las lágrimas y se quedó sonreído. Pero aquella emoción desconocida no solo permaneció en él, sino que fue creciendo. Era una vida nueva y distinta de todo lo que hasta entonces había sido su vida. En días enteros no salía al campo, sino que se quedaba en la casa jugando con María, viéndola vivir.

No nacieron más hijos y con los años la ternura hacia la hija llenaba todas las formas de su existencia.

María creció y llegó a ser una hermosa muchacha. El hombre tendido en la hamaca repasaba aquellas dulces horas con menudos y graciosos incidentes.

Fue mucho después cuando empezaron las horas malas.

Desde la primera vez que el renco vio a Antero, sintió una instintiva repulsión hacia él. Se sabía vagamente de dónde había llegado, aparentaba tener mucho dinero, se le veía montar magníficos caballos, vestir con afectación, apostar gruesas sumas en las riñas de gallos, formar escandalosas francachelas que eran la comidilla de las viejas del pueblo y enamorar, con su cuidado bigotillo y sus grandes ojos, a todas las muchachas.

Alguna vez en que pasaba Antero por la calle, caracoleando su caballo, el renco creyó sorprender en los ojos de María un reflejo de turbación.

Lo que había de ocurrir lo fue adivinando con angustiado celo. Era un papel que la niña estaba leyendo y ocultaba con precipitación cuando él llegaba. Era un estar en la ventana, por curiosa coincidencia, cada vez que Antero pasaba a caballo. Era un ir, cada día más frecuente, a pasar largas horas en casa de amigas.

Una noche hubo amenazas y llanto. Simón el renco, exasperado le recriminó a María su conducta y a Micaela su descuido. Dijo todo lo mal que pensaba de Antero, y entre los sollozos de ambas mujeres, exclamó:

-¡Sepa usted, María, que primero me verá muerto antes que yo permita sus amores con ese vagabundo!

Esto debió ocurrir un mes antes. El renco recordaba. O tal vez veinte días antes de aquel sábado, como a las nueve de la noche, en que llegó tarde del potrero. Desde antes de llegar traía el vago presentimiento de algo malo. La casa estaba silenciosa, rara y como abandonada. Encontró a Micaela, en su habitación, doblada en una silla, llorando. Era un llanto lento, tímido y casi interno. El mismo lloro con que vivió desde entonces, un año más, hasta que se murió, hasta que se secó como una planta.

Antes de que el renco preguntara le dijo:

-Se nos fue la muchacha. Se la llevó Antero.

A la memoria de Simón volvía el horror de ese instante. Un frío súbito le penetró hasta la planta de los pies. Le faltó la respiración y por la garganta seca no le salían palabras, sino un ronquido, un aullido estertoroso de animal salvaje.

Había corrido a su alcoba, arrancó un machete que colgaba en la pared y se lanzó a la calle, sin saber a dónde iba. A grandes trancos pasó bajo las pálidas luces que alumbraban las esquinas solitarias. Parecía no ver, ni reconocer a nadie. Los que lo encontraban, comprendían en su gesto y en su facha que algo terrible llevaba y se apartaban a un lado.

Junto con su solitaria caminata, empezó a regarse por el pueblo el comentario de que Simón había salido de su casa como un loco, en persecución de Antero que había raptado a María. De puerta en ventana, de boca en boca, fue corriendo la nueva poniendo su calofrío de curiosidad, de expectativa y de riesgo en las gentes que ya habían empezado a entregarse a la soñolienta calma de la noche. Las viejas se santiguaban, los mozos cuchicheaban adornando con imaginarios datos la noticia, las muchachas excitadas y temerosas pensaban en María y esperaban por momentos la deflagración de los disparos que iban a estallar de pronto, los niños permanecían inquietos en sus camas como después de las veladas de cuentos de muertos y de aparecidos. Por detrás de las rejas, a oscuras, brillaban ojos avizores.

El renco había llegado, casi sin aliento, a la puerta de la casa de Antero. Estaba cerrada y no se veían luces. Empezó a golpear escandalosamente la puerta, mientras clamaba, no con voz, sino con una especie de bramido:

-¡Abran! ¡Abran ¡Abran! ¡Abran!

Alarmados por el estruendo, los vecinos se fueron asomando en la penumbra pero sin atreverse a acercarse al hombre enloquecido.

Al fin, a machetazos, a patadas, Simón hundió la puerta y entró. No se oía nada y todo estaba a oscuras.

-Salgan. ¡Salgan que aquí estoy! -volvió a gritar.

Ni un eco se oyó. No debía haber nadie. Pero la ira incontenible que lo ahogaba no le permitía detenerse ni razonar. Penetró en la casa a oscuras, tirando las puertas, volcando las mesas, lanzando las sillas, destrozando a tajos los muebles.

Cuando volvió a la calle, ya estaba fuera de sí. La angustia y la ira le confundían la visión misma de las cosas.

Tampoco sabía a dónde ir ahora. Dónde encontrarlos. Tal vez habían ido a la iglesia a casarse.

Hacia la iglesia corrió desaladamente, casi sin cojear. Las escasas mujeres que estaban a esa hora dentro del templo haciendo sus devociones, oyeron el ruido inusitado del que entraba corriendo y se detenía ante el altar, mirando a todas partes con ojos desorbitados. Con la blusa abierta y sucia, el cabello revuelto, el rostro sudoroso y descompuesto y el brillo del machete en la mano, su aspecto produjo pánico. Y más aún cuando, avanzando hacia ellas, comenzó a gritarles:

-¿Dónde está María? ¿Dónde la han metido? ¡Ustedes saben! ¡Ustedes saben!

Antes de que se acercara más, las mujeres empezaron a huir entre gritos de terror.

-¡Está loco! ¡Sálvense que está loco!

En las casas inmediatas empezaron a cerrarse las puertas y las ventanas, como cuando viene un toro desgaritado por las calles.

El renco apareció solo en el atrio de la iglesia. Se detuvo un instante, ladeando, ante la plaza solitaria. Nada se movía en la sombra. La angustia de encontrar a Antero, que aumentaba a cada segundo, ya había llegado a un extremo en que se confundía con una locura sangrienta, con la necesidad de destruir y matar para saciar su ansiedad.

Al otro lado de la plaza se veía la luz de la Jefatura Civil. Allí estaba la autoridad. Allí estaba quien hubiera podido impedir que se llevaran a su hija. Allí estaban los responsables. Allí estaban los que eran tan culpables como Antero. Hacia allí corrió. El único guardia que estaba en la puerta y que no se había atrevido a moverse atenazado de pavor, no hizo nada para detenerlo. Entró desenfundando el revólver y preguntando entre alaridos:

-¿Dónde está el jefe civil? ¿Dónde está para que me responda por mi hija?

Acobardado, el jefe civil que lo había visto venir se metió por las habitaciones para salir al corral y escapar por la tapia del fondo. El renco miró la sombra del fugitivo cruzar entre los árboles del corral y corrió hacia él disparando. Ya el hombre había saltado la tapia, pero el renco siguió disparando hasta que agotó la carga. Disparando y gritando hasta que se desplomó en el suelo como una bestia exhausta.

Ya debía de ser tarde en la noche cuando Simón el renco se incorporó en la hamaca. La música y los cantos de la Noche Buena se oían lejanos. Se pasó la mano por la frente afiebrada. Todas las emociones de aquel día trágico, que ya parecían borradas después de dos años, habían vuelto a revivir bruscamente con la noticia que trajo el becerrero. Su vida estaba rota. Micaela había muerto consumida de dolor. Ya todo parecía estar terminado irremediablemente. Y ahora, de nuevo, como aquella misma noche, María y Antero estaban en el pueblo. Con profundos desgarramientos, volvían a surgir su dolor y su afrenta.

Era como si se hubiera borrado el tiempo transcurrido y volviera a vivir de nuevo las ansias de aquella noche remota. Pero ahora, como sin prisa, con una fría y segura decisión. Había llegado el día de hacer lo que no fue posible aquella noche.

Se levantó lentamente, se caló hasta los ojos el oscuro sombrero, se abotonó el yugo de oro en el cuello, se aseguró el revólver en la faja y salió a la calle tranquilo.

Caminó hacia la iglesia en busca de la casa que le señaló el becerrero. A medida que se acercaba crecía el resonar de la música y los cantos y los grupos se hacían más numerosos. Algunos lo reconocieron, pero él pasaba mudo sin contestar los saludos.

Había llegado frente a la iglesia. Sin desearlo, comparaba su salida de esa noche con la otra, cuando corría atormentado sin poder hallarlos. Ahora iba seguro. No necesitaba correr.

Se había detenido. Había mucha gente en el atrio y en las puertas. De la nave, con el brillo de muchas luces, salía el poderoso y alegre compás de la música que acompañaba los villancicos. Constantemente, de la plaza y de las calles, nuevos grupos entraban al templo, las mujeres envueltas en sus amplios pañolones llevando de la mano a los niños. Los hombres se aglomeraban a las puertas. El olor de incienso y cera quemada llegaba hasta el renco.

Medio oculto tras el tronco de un árbol, permaneció como esperando. Como si antes de seguir adelante, tuviera algo que hacer allí.

Simón nunca había ido a aquella Misa de Gallo a la que iba todo el pueblo a celebrar la noche de la Natividad. En otros tiempos, se quedaba en la casa aguardando la vuelta de Micaela y de María, para la cena con los amigos. Los mayores se quedaban conversando y riendo, mientras los niños, impacientes, se iban a acostar para esperar la llegada del Niño Jesús que vendría a ponerles juguetes y regalos en sus camas.

No era tan solo la desazón de saber que dentro de un momento iba a matar o a morir, lo que lo detenía allí. Era como un oscuro instinto. Un estado de ansiosa incertidumbre en que giraban los recuerdos. Tal vez algo que podía serle anunciado de un momento a otro. O la llegada de alguien. Era una confusa sensación a la que parecía abandonarse.

Continuaba el movimiento de las gentes, de la sombra hacia la puerta iluminada. Insensiblemente se fue acercando al atrio, se deslizó por entre los grupos y llegó junto a una columna de la nave.

Entre multitud de cirios y de ramos se alzaba el pesebre del Nacimiento, y en medio de él, flotando entre el gentío, el Niño Dios. El rezongo del «furruco» acompañaba los cantos en los que se mezclaban muchas voces. El sacerdote oficiaba en el altar y se oía al fondo el denso murmullo de los rezos que lo acompañaban.

Hubo un momento en que el grueso ronquido del «furruco» se cortó bruscamente, y en medio del silencio que siguió, el cura se volvió hacia los fieles, erguido, con los brazos abiertos y las manos en alto con la palma extendida, pronunciando palabras litúrgicas. Algo hondo y poderoso hizo volver el rostro del renco hacia el Niño Jesús. Era como si hubiera vuelto a encontrar algo perdido, y olvidado.

Una voz clara y fuerte que dominaba a las otras entonó de nuevo el villancico:

A Belén pastores,
vamos a Belén,
que ha nacido un niño
para nuestro bien.

Cuando volvió a elevarse el coro, Simón pareció despertar. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué se había detenido tanto tiempo? Arrugó el ceño, y abriéndose paso con rudeza salió.

Cuando estuvo en la calle su paso se hizo más lento. Parecía que se desprendía con dificultad, como un insecto, de la resina de luz, de resonancias y de emociones que lo retuvo en el templo. En su mente bullían, junto al martillar de la decisión mortal contra Antero, las vagas impresiones que le había suscitado la misa.

Seguía avanzando, pero como si su deseo no fuera otro que permanecer indefinidamente marchando en la penumbra, sin llegar a ninguna parte, sin hacer nada, entregado a aquella confusa emoción, que lo ablandaba por dentro como agua sobre terrón reseco.

-¿Cómo que ya no eres el mismo, Simón? ¿Cómo que te estás aflojando? ¿Cómo que la vejez te está haciendo sinvergüenza? -se dijo de pronto a sí mismo, alterado y molesto.

Escupió a lo lejos, se atusó el bigote y afirmó el paso.

Ya estaba en la calle que le había señalado el becerrero, y aquella puerta abierta por donde salía una débil luz que era la tercera casa después de la pulpería de Martín. Era, al igual que las otras, una choza de barro y paja, de esas de una sola habitación, con una puerta a la calle y otra al corral. La hora que había aguardado tanto tiempo llegaba. El paso volvió a hacérsele lento. Veinte pasos más y estaría delante de Antero. ¿Debía darle o no, oportunidad de defenderse? No. No la merecía. Estaba resuelto a matarlo como a un perro. Sin dejarlo hablar, le descargaría los seis tiros del revólver, hasta que cayera bañado en sangre.

Ya estaba frente a la puerta. Con un gesto nervioso se desabotonó la blusa y se corrió en la faja, hacia adelante, la funda del revólver soltando la tirilla que lo sujetaba. Vio hacia adentro con rápida mirada. No se veía a nadie en la estancia, ni tampoco por la puerta trasera que daba al corral y a la cocina. Esperó un instante, atisbando, y penetró con cautela.

La habitación estaba sola. La luz de una vela, sobre una mesa, iluminaba las sucias paredes de tierra, unas cuantas sillas y un catre en un rincón. Nada se movía. Sentía como una opresión que lo hacía respirar con dificultad.

En un cajón de madera junto al catre, estaba un niño dormido.

Sin duda, se había equivocado de casa.

-Maldita sea -dijo entre dientes, entre malhumorado y sorprendido. Era la segunda vez que, inexplicablemente, se desviaba esa noche. Era la segunda vez que se encontraba sin saber por qué en un sitio que no era el que buscaba. Primero en la misa, y ahora en aquella choza donde dormía un niño.

Ya iba a dar la vuelta para marcharse, cuando sintió la presencia de alguien que lo estaba mirando.

Se volvió rápido. María estaba parada en la puerta que daba al corral.

El encuentro lo paralizó.

-Taita -dijo Maria con voz mansa. En todo se le veía fatiga y pobreza.

Él parecía no oír ni reparar en ella. Lo que le importaba ahora era Antero.

-¿Dónde está Antero? -preguntó con imperioso acento.

Con su tono vencido respondió la mujer:

-¿Antero? Pero si él no está conmigo. Yo vivo sola hace mucho tiempo, Taita. Sola con la criatura. Por eso es que he venido. Buscándolo a usted, Taita.

Entre las palabras se le oían los sollozos.

Parecía vieja, muy vieja. Más se le parecía a Micaela que a María.

El renco volvió a quedar en suspenso. Después del sostenido esfuerzo que había venido haciendo, se sentía caer en un profundo cansancio, en una modorra de soñoliento o de enfermo, en una especie de paz. Era como si Antero acabara de alejarse y de perderse en el fondo de la memoria. Como si ahora supiera que se había muerto hacía mucho tiempo. Como si nunca hubiera existido.

María permanecía con los ojos vueltos hacia el suelo, sin atreverse a mirar a su padre. Fue después de mucho tiempo de estarse así que le pareció oír:

-Ahora coja al niño y vámonos para la casa.

Ya a esa hora la Misa del Gallo había concluido y Quiripal yacía en la quietud de la noche. Solo unos pocos rezagados que quedaban en el atrio, sorprendidos, reconocieron al pasar a Simón el renco, que acompañaba a una mujer con un niño en los brazos.

Sobre el autor

*El gallo (1951). Mario Abreu

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