literatura venezolana

de hoy y de siempre

Los troyanos en casa de la abuela

Radamés Laerte Giménez

Y pensar que por esta vía el rocío juega con la serenidad de los viajantes. Desciende calmo sin traslucir el engaño. Calmo y silencioso, aunque no así la vida interior. Afuera todo muestra aquel color sustraído, el de los viejos mareos y las distancias. La brisa entra húmeda por la ventanilla para divertirse con las somnolencias. Ahí afuera el puente, sus aguas. Aquí adentro, los recuerdos. El puente no se asimila a las edades, no envejece. Hacía este mismo recorrido aguantando la náusea de viajero obligado en aquel carro camastrón de Antoñito, esa masa robusta de hierro carcomido que nos llevaba de pasajeros hacia Nirgua. Me alejaban por la crueldad de mi hermano mayor. Yo lo llamaba Cochinón en silenciosa venganza, gesto nominativo que como sándalo libraba sus efluvios en los arrebatos de furia. Golpes y pisotones eran todos los días. Coscorrones si hablaba, pellizcos y gritos si callaba. Era su esclavo sometido por sus amenazas. Yo carajito, él mocetón. La abuela me sustraía del círculo hogareño por ser más débil y no se compadecía del llanto. Con esa salida perdía tantas cosas que creía propias. Me retenía fuerte con su abrazo previendo un salto fugitivo. Andando sobre este puente, el de estas aguas, sin esta edad. Tomo puesto de pasajero en este retorno de modorras y recuerdos.

Sostenía el cuerpo queratinoso con la puntica de los dedos y le amputaba las antenitas. Iban así, erráticos y agresivos. Yo prefería los rojos. Los rojos iban de frente en la pelea. Eran los mejores para cumplir con los mandatos del combate. No corrían en dirección contraria, nunca evadían la fatal confrontación. Era en esas labores cuando sobrevenía la sordera. Entonces, trazaba el cuadrilátero sobre la tierra y comenzaba el pugilato de los dos colores. La vida anunciaba que todo iba a ser una pelea. El asedio constante fue la primera seña. La ventaja del grande sobre el pequeño. Esa vez era la pelea del rojo diestro y sagaz contra el negro corpulento y bruto. En ese desnudo patio de tierras amarillas era posible la ostentación de un mínimo poder hacia los bachacos. En la contienda todo se resolvía del modo más justo y bíblico: vencía el desventajado. Huía vencido el gigantón y a un lado rodaba su cabeza, cercenada.

Está húmeda la vía. Más adelante será el encuentro violento de los dos carros. Más adelante, nadie lo sabe. Corre el agua de verdes reflejos bajo este puente de hierro camastrón. La difusa secuencia de postes filtra la vista hacia afuera, allá donde está el cuenco abierto de la montaña que contiene la laguna de bora. Aquí adentro todo es calma y silencio, como un preludio o una víspera: todo lo anuncia. Puede más el viento fresco del viaje que la revelación. Algo va a suceder, a pesar y en contra de la indiferencia. La mano anciana retenía al pequeño que lloraba y lamentaba lo que iba dejando atrás: su pequeño reino de cosas ganadas y habituales. Todo por culpa de Cochinón. Ni llantos ni escondrijos. Para escapar de la fatalidad me había escondido en el rincón oscuro del escaparate, toda la noche, mientras los demás se movían en un ambiente de ruidos inquisitorios. La naturaleza se impuso y fui delatado por el fuerte olor de orine. “Esa me la pagas, Cochinón”. A la fuerza, todas las cosas de la infancia eran a la fuerza. Voy haciendo este viaje para zanjar los olvidos.

Erráticos se movían en el centro de tierras amarillas. “¡Héctor, ven a comer!” Súbita sordera. Súbita y verdadera. Toda la atención estaba en el combate de los dos bachacos. Mi pupilo rojo era Héctor. El contrario negro era Cochinón. Se enfrentaban desigualmente pero ya sabía cuál sería el desenlace. “Este sí es tu pega, Cochinón”. Su pega, sí, a su medida, a la medida del ring de tierra, así ejercía dominio y venganza. Los cuerpos frenéticos se abrazaban en ataques de tenazas. El rojo tenía la rabia, una rabia roja y viva por el constante acoso del hermano mayor. Entonces, el rojo se le iba encima con todo su empuje y su sordera y sus antenas amputadas. Cochinón quedaba debajo recibiendo la andanada. “¡Toma, pa que aprendas que con Héctor nadie se mete!” El color rojo brillaba con el sol en la armadura y ¡zas! “¡toma lo tuyo, abusador!” “¡Héctor, que vengas a comer!” Era una sordera que en verdad no me explico, era como un cerrar de ojos, así, un cerrar de oídos. No se oía nada. Quedaba la vista, el tacto, la pelea. Y al final: la cabeza de Cochinón rodando por la tierra mientras por otro lado erraba el cuerpo hacia cualquier lugar, porque así, sin cabeza, no había nada más que hacer. “¡Ahí tenei lo tuyo, Cochinón coñoetumadre, ahí tenei!” Se exaltaba el rojo en su triunfo y las hormigas espectadoras saltaban al ring a procurarse el banquete: los despojos del negro. “¡Mirá, Héctor! ¿Es que estai sordo? ¡Ahí voy con el rejo!”

Al terminar la ráfaga de postes se sabe que hemos alcanzado el otro extremo del puente. Es el final de las aguas, otros son los ruidos. Comienza la cuesta y la brisa busca manifestarse en pequeñas gotas. Sólo una voz se deja escuchar aquí dentro. El pasajero de adelante insiste en un cuento metido de contrabando. Siluetea el monólogo con su sombrero anciano robando todo el aire de ese lado del carro. Reconozco en su charla aquellos modos de la abuela. Las cosas de ahora no son como las de antes… todo tiempo pasado fue mejor… lo moderno es pura fantasía… Es un fantasma del pasado que reniega del presente sin atender al futuro que nos espera unas cuantas curvas más adelante. Quien no escucha, duerme. Vamos rumbo a la tragedia, nadie lo sabe. Andamos indiferentes en esta llovizna que moja el asfalto. Bien se sabe que esta carretera se convierte en tobogán resbaladizo donde la sangre impondrá su matiz. Antoñito, anciano y árabe, iba conduciendo la inmensa cuadratura entre sinuosidades, y la abuela cumplía su labor. Yo no encontraba sosiego ni quietud en el ascenso cansado del viejo carro porque, hay que ver lo que es el desarraigo a esa edad tan temprana. En el niño algo se rompe, prematuramente, y es un hilo que no se llega a reparar en ese emplazamiento móvil que es la vida. Es una pequeña tragedia ignorada en medio del sopor.

Los bachacos sin antenas eran guerreros compulsivos. A las hormigas les correspondía el papel de público y de esclavas. Había que colocar obstáculos alrededor como límite al cuadrilátero de tierra. Era durante esa tarea cuando se llegaba a reconocer que la pelea era la solución definitiva, sin diplomacias, sin la impostura de los falsos modales. Los bachacos son los troyanos de la naturaleza, cubiertos con la coraza pulida, con arma filosa en vez de brazos y con ese ímpeto que no sabe de retrocesos. Era costumbre entre griegos sacrificar a los débiles arrojándolos desde la cima. Sólo el fuerte, el preparado para la guerra, tenía lugar y vencía. ¿Cuál de los troyanos osaba recular? Es en esta nuestra especie blanda, aparentemente superior, en la que existe la cobardía. “¡Héctor, anda pué a comprar el jabón!” Eso no se podía oír. El sonido del mandato llegaba a destiempo, difuminado, como un recuerdo. No se oía al instante porque había una sobrecarga en la atención. Pero llegaba un momento, por la insistencia y por la inminencia del castigo, cuando el oído se abría. Cuando el llamado de la abuela encontraba paso bastaba solamente revolver todo con los pies y eliminar las evidencias. Una buena cascada de orines daba un final catastrófico a todo. Y luego del mandado, volver a recoger a los guerreros y a los esclavos.

La llovizna pasa a ser lluvia, formando pocitos en varios tramos de la carretera. Un pozo como éstos es el que hará que el otro carro pierda autonomía y se deslice velozmente, chocando contra éste. El anciano sombrerado hablador no lo sospecha, ni la señora a su lado ¡menos! Ella lleva un bebé dormido en sus brazos. Dormido, en esta circunstancia, es el mejor estado posible. Dormido todos los sentidos pasan a reserva, sin acechos exteriores. Las marcas del peligro se detienen a orillas de ese cuerpo pequeño que flota. Nada lo amenaza, nada. Todos parecieran dormir porque no perciben lo que viene. Ni el chofer ni la artista-actriz que va a mi lado. Ni el de lentes más allá, distraído, pegado a la otra puerta. Nadie sabe. Habrá un estruendo en medio de la lluvia. El agua de los pozos se tornará roja, los cuerpos que aquí van se irán vaciando. El anciano inunda el encierro con sus cuentos de épocas desplazadas. La señora abraza al bebé contra toda acechanza. La artista de teatro no pierde su pose. Yo la miro intrigado por saber cómo es en persona una artista de teatro. Ella finge no darse cuenta. Es de artistas ignorar a los comunes. Mantiene los pies correctamente alineados mientras la bufanda liviana juega a volar con el viento. El de lentes es nadie, es apenas un par de lentes.

Era de noche cuando la abuela encendía velones para alumbrar sus figuras de yeso. Su murmullo de rezos cimbraba los cimientos de la casa. El murmullo atraía a las sombras que detrás de las lumbres crecían hasta el techo. Las siluetas iban robando formas venidas de los sueños. Los guerreros del cuadrilátero alcanzaban tamaño de gente grande. Protegidos por las pecheras de sus conchas, los troyanos hacían sitio entre los descabezados. Se iba imponiendo la legión vencedora. Héctor peleaba, desmontando cabezas de los adversarios que arrojaba a las llamas de los velones. Aún en el fuego las cabezas gritaban, pidiendo perdón, rogando al vencedor quien seguía decapitando contrarios en una épica de depuración hasta extinguirlos. Héctor iba de rojo y los cochinones todos de negro, suplicantes y vencidos iban arrastrados al suplicio. Desde aquí falta unos veinte minutos para llegar a Caseteja. No nos queda más que dejarnos llevar, será rodar y rodar pero al final todo se detendrá de golpe. En medio de las escaramuzas hago la maniobra de las tenazas, ahora la pelea es cuerpo a cuerpo, de uno a uno. Me basta la ira acumulada para engrandecerme en la pelea. Los carros patinarán en una danza de articulaciones mecánicas. No habrá tiempo para reaccionar; ni un grito, ni una oración desesperada. La cómoda continuidad del tiempo tendrá ese giro brusco que sólo se advierte frente a la desgracia. Cochinón ya no se somete a mis lances. Gana fuerza y me toma del cuello con la tenaza. Trato de mantener vivo el ímpeto con la esperanza de revertir esta adversidad. La manilla cromada de esta puerta se va hundir en mi brazo, entrando como un lanzazo limpio, sin dolor. Cierra la tenaza en mi cuello. No me gusta este final. Un resbalón en la carretera me hace despertar. No es nada, es un pocito alcanzado a descuido, nada más. El acontecimiento será más adelante.

Después de esta curva pasaremos por el sector de las casitas de barro, luego el basurero y más allá, en la saliente, la casa blanca que nadie volverá a habitar. Una concha vacía donde no entra un cuerpo. Ya esto es lluvia, pero nadie teme. Hay una vulgar confianza aquí dentro. Un optimismo que va a salirnos caro. Acosados por el destino, vamos a estrellarnos contra el lateral de la camioneta blanca cargada de mercería. Saldré herido del brazo, mis piernas serán golpeadas levantando porciones de piel, se partirá mi mano y mucha sangre saldrá de mi nariz. Olvidaré el preciso momento del encuentro de los dos metales. Pero para eso faltan dos curvas, pienso más bien en la terrible circunstancia de los bachacos. Endebles, sumisos, vueltos nada sin sus antenitas por la acción salvaje de un carajito que se aburre en casa de su abuela. Atacan a los de menor tamaño y también a los de su complexión. Agarras uno y sabes que va a luchar a muerte, todo con tal de zafarse. Hundirá sus tenazas en la piel saliente a los lados de tus uñas, serás su presa. Tanto trabajo para horadar la tierra, hacer columnas de avance hacia la comida y al final pierden todo, no saben lo que va a pasar. A pesar de eso se desplazan hacia el frente, sin pensar en la tragedia que sobreviene en los pies de un carajito o en la tormenta de orines que les cae a chorros. No saben de predeterminaciones de dioses olímpicos. Marchan sin cesar, así esté lloviendo. Así son los bachacos.

Justamente aquí, en esta curva, me dormía en el regazo de la abuela. Tenía en la boca el sabor a zumo de limón y los periódicos en la pancita intentaban parar los vómitos. Antoñito dominaba la ruta. Esta curva es la víspera. Luego del choque el otro carro detendrá su curso a orillas de esta loma y éste quedará estacionado en medio de la carretera. El bebé dormido terminará con sus dos piernas fracturadas. Va a llorar mucho, le dolerá. El hombre del sombrero detendrá su repaso por los recuerdos y se fracturará la nariz contra el término implacable del presente. La artista-actriz de teatro romperá su columna y perderá la pose inmovilizada dentro del carro. Ahora sí que abrirá su boca, ahora sí comenzará a gritar por ayuda pero no voy a poder oírla. Me volverá la sordera. Súbita y certera. Abriré la puerta desclavándome la manija del brazo donde habrá dejado un hueco, una caverna. Caminaré unos pasos sobre un espacio donde desfallecerán los sentidos. Una pausa buscará ser un tanteo, una búsqueda, una errancia. Al voltear hacia el lugar de los sucesos habrá un silencio y una detención de los hechos. Una instantánea velada por la sangre. No voy a oír el griterío ni los llantos ni el llamado inútil de las sirenas. Son cosas que sucederán más adelante, nadie lo sabe.

Llueve mucho. No llegaré a destino. Con todo y eso la memoria sigue insistente. No puede nada el deseo, ciertamente no. No es suficiente el deseo de desplazarse y alcanzar ese otro extremo que completaría el ciclo. Sucederá lo que ha de suceder. Un buen chorro de orines es el final más trágico que se puede esperar.

Trágica circunstancia. Terrible circunstancia la de los bachacos.

Sobre el autor

*Paisaje de César Prieto

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