literatura venezolana

de hoy y de siempre

Desde otro planeta

Nov 15, 2023

Rafael Osío Cábrices

Me fui. Soy parte de esa categoría, la de los que se fueron. Tardé en decirlo públicamente. Es decir, en escribir sobre eso. Vine a hacerlo en inglés, en una crónica que ha tenido un eco sorprendente para mí, puesto que la revista electrónica Zócalo Public Square, de Los Ángeles, que la compró, sirvió a su vez de puente para otros medios; The Washington Post, The Huffington Post y The Business Insider están entre los que también la publicaron, y varios amigos me comentaron que les llegó además por distintos canales, como el correo electrónico o Facebook. Esa nota ha hecho pensar a algunos lectores que la mía es una historia más dramática de lo que a mí me parece, y me ha llevado a aclarar, ante interlocutores canadienses o estadounidenses, que yo no soy una víctima sino un tipo muy afortunado, alguien que se fue de Venezuela sin que le hubieran puesto una pistola en la cabeza o lo hubieran metido preso por hacer alguna oposición demasiado ruidosa al régimen de los herederos de Chávez.

No había dicho que me había ido porque estaba sacándole el cuerpo a la llovizna de insultos que suele desencadenarse sobre quien decide emigrar de Venezuela. Me intriga esa tradición rencorosa del desprecio al que se va. Una tradición que el chavismo, como ha hecho con muchos otros defectos nacionales, incorporó a su batería de armas verbales de destrucción masiva. Ese “si no les gusta se pueden ir”, que tanto ha repetido Diosdado Cabello para reforzar el tropo del opositor como “no venezolano”, o ese “sientan la patria o váyanse de aquí” que le vi proferir a Jackeline Farías con una mueca de sincera repugnancia, son en cierto modo insultos importados, puesto que se trata de otra réplica de la política del odio del régimen castrista que este aprendió a su vez del soviético: el “campo socialista” elaboró un léxico de la represalia para quien “desertaba”, para quien dejaba de existir como “revolucionario” o “patriota” y se convertía en “gusano”.

Pero lo cierto es que esa nomenclatura soviética de la “deserción” ha sintonizado en la sensibilidad venezolana con una maledicencia de sólido abolengo. Pasa también en el resto de América Latina, sospecho; a Julio Cortázar no lo consideraban un escritor argentino porque vivía en París. Pero lo que me compete, porque me afecta, es la intensidad que tiene hoy en Venezuela, parte de la intensidad que allí ha ganado todo tipo de resentimiento. Como si Venezuela no fuera un país sino una organización criminal o una secta religiosa, para algunos de los que se quedan el que emigra, el que se sale, adquiere automáticamente la condición de traidor, de cobarde.

No me he puesto a ver, al menos no de modo organizado, pero seguramente uno puede rastrear ese tema en la vasta estela de insultos que ha dejado lo que tenemos por política desde 1830. Lo más curioso es que ni la historia ni la cultura venezolanas pueden contarse sin el exilio, tan relevante en la formación o el destino de muchos de los venezolanos más influyentes, de Teresa de la Parra a Carlos Cruz-Diez, de Simón Bolívar a Rómulo Betancourt. El provincianismo de Chávez es excepcional en las biografías de los líderes de la Venezuela “moderna”.

Y no sabemos hablar de la emigración porque vulnera hondamente nuestro orgullo de país-que-se-suponía-sería-potencia, de país-que-recibía-inmigrantes. Nos recuerda que fracasamos. Nos avergüenza.

Para mí, emigrar implica además enfrentar una suerte de crisis de identidad personal. Soy alguien que escribe, y que lo hizo exclusivamente en español hasta hace muy poco; aquí en Montreal debo abrirme paso en francés y en inglés, en ese orden. Eso me obliga a poner atención y a responder las innumerables preguntas que tengo sobre este lugar, en la creencia de que a medida que vaya respondiéndomelas estaré más cerca de hallar la puerta que conduzca a la habitación que este país debe tener para mí, a mi lugar en Canadá. Tal como tenía, creo, un lugar en Venezuela.

Ese esfuerzo de aprender algo nuevo cada día, esa dirección para la curiosidad, aligera los costos emocionales. Entre ellos, el de la culpa del sobreviviente: la asfixiante certeza de que los seres queridos que dejaste atrás están viviendo cada día peor. A lo doloroso que resulta tenerlos lejos –cada vez más, a medida que se profundiza el conflicto con las aerolíneas; Venezuela es como la balsa de piedra de Saramago que se aleja en el horizonte– hay que sumar la presión de conseguir ingresos no solo para mantenerse y prosperar, sino para ayudar a los tuyos a defenderse de la escasez y de la inflación. De la inseguridad no puede uno defenderlos, lo cual alimenta mis frecuentes pesadillas.

Emigrar de la Venezuela de hoy significa desprenderse de mucho. De quienes quieres, del paisaje en el que creciste, y hasta cierto punto del miedo y del odio que se apropiaron del país. La nostalgia, eso sí, no te deja nunca en paz. La nostalgia por el país que perdimos. La misma nostalgia que ya sentía, como una esquirla en el espíritu, años antes de tomar el avión que en marzo de 2014 nos sacó de ahí.

Landing

Ese es el verbo que se usa incluso oficialmente en Canadá para definir el momento en que un inmigrante entra al país por primera vez en calidad de tal, solo o con su familia. Nuestro landing fue increíblemente fluido, sobre todo para quien viene de Venezuela, el país del no-se-puede. La guardia de frontera que nos selló los pasaportes nos habló en un amable español; y luego, en una sala dentro del aeropuerto en la que otras familias hacían el mismo trámite, otra joven y gentil guardia de fronteras y aduana –armada y uniformada, pero con cola de caballo y lentes de pasta– nos dijo, tras una media hora de trámites, “congratulations, ahora ustedes tienen los mismos derechos que un ciudadano canadiense, salvo votar y usar un pasaporte de Canadá”.

Nos abrazamos: de parias en el país en que nacimos, a personas en el que apenas nos recibía. Era una tarde gris en el comienzo de una primavera retardada por el peor invierno en dos décadas. El follaje no había regresado todavía y las vías estaban muy maltratadas por la nieve y la sal que la alcaldía vierte para derretirla (además de por años de corrupción en las obras de infraestructura). La vieja y algo problemática Montreal no lucía bien ante nuestros ojos ya no de turistas, sino de residentes permanentes. Sentíamos alivio, no júbilo. Y preocupación: la que producen los sueños cuando se convierten en demandantes realidades.

Pero el paisaje mejoró en las semanas siguientes, cuando explotó el verde en los arces innumerables y encontramos apartamento, en un edificio de los 50, relativamente reciente en una ciudad cuyo patrimonio construido se acerca en su mayoría al siglo. Es de madera, claro. Su piso oscilante y crujiente me hace pensar en barcos y me refuerza la sensación de que estamos todavía a la deriva. Y eso pese a que ya hicimos el landing: el aterrizaje.

Ante ese término, es imposible para mí no invocar imágenes de la ciencia ficción. No solo por mi sesgo generacional o mis gustos personales. En la ciencia ficción no se imaginan solo los riesgos del progreso técnico, sino también las consecuencias de sobrepasar las fronteras del mundo conocido, de explorar paisajes con otras leyes naturales y peligros que no se pueden calcular. Allí el héroe es un trasgresor, voluntaria o involuntariamente, y siempre es objeto de un castigo por haber violado los límites del conocimiento, como Prometeo o Fausto, o los linderos de su patria, como Ulises, su heredero Nemo o la tripulación del Enterprise.

Sí, sin duda, siento que nosotros no nos vinimos a vivir a otro país, sino a otro planeta. Aquí todo es diferente. Lo es la sal, que sala menos. Lo es el agua, que se bebe del grifo y nunca falta; Canadá tiene el litoral más extenso (202.000 km, casi 100 veces el de Venezuela, y en tres océanos) y más lagos que cualquier otro país. Lo es el aire, que huele diferente. Y el clima, claro: todo un personaje, un tema, una literatura, una cultura. Es distinto el champú que uso, de la misma marca que el que compraba allá. Son distintos los cambures, el chocolate, el azúcar; los ascensores, las aceras, los autobuses, las llaves, los bombillos, los pomos de las puertas. Son distintas las medidas de las cosas, y el hecho mismo de que hay medidas, de que la realidad aquí se cuantifica, se documenta y se comunica abundante y sistemáticamente.

Cómo cambia, también, la percepción del tiempo. Tres meses más tarde, ya sentía que llevábamos mucho aquí. Que tenía muchos meses sin ver a los míos, a los que dejé atrás. Sentía que se alejaban los horrendos febrero y marzo de 2014, con la violencia literalmente bajo nuestra ventana, cuando sentimos que el país nos terminaba de expulsar. Que incluso 2002 ocurrió hace milenios. Ni hablar de 1997, cuando Chávez aún no estaba en el poder. O de 1988, el último año antes del hito definitorio del Caracazo… aquello luce tan remoto como el Neolítico, la sopa primigenia. Como si a ese landing lo hubieran precedido años y años de hibernación en una nave hacia Neptuno.

El equipaje demasiado ligero, el equipaje demasiado pesado

“Al venirse aquí, uno sabe que tiene que retroceder antes de poder avanzar”, dice Gustavo Monsalvo, mi amigo barranquillero del curso de francés. “Los primeros años son duros, sobre todo los primeros meses”, me dicen los amigos venezolanos en Montreal, Toronto y Vancouver.

Supongo que la mayoría de los inmigrantes, sobre todo los refugiados políticos, arriban a Canadá “con una mano adelante y otra atrás”, como dice el viejo cliché de los relatos de la
emigración a Venezuela. Nosotros llegamos con poco más de lo que el país nos exigía tener en una cuenta para permitirnos la entrada como trabajadores calificados, y cuatro maletas; un conjunto de circunstancias nos obligó a dejar en Caracas casi todo lo que tenemos y a comprar aquí lo indispensable, lo que con una bebé significa una lista de cierta extensión.

Lo que tenemos aquí es más que lo que posee la mayoría de la gente en Venezuela. Pero no tenemos cama, TV, licuadora, horno de microondas ni algo con lo que escuchar música más allá de la laptop de mi mujer o los celulares. Así que oímos música, actividad indispensable para nosotros, sin bajos. Y el piso de madera del viejo apartamento montrealés con el que iniciamos la vida aquí (antes de mudarnos a uno mejor) vibraba con los bajos de la radio del vecino. Nuestros agudos y sus bajos, dos mitades que no pueden complementarse, producían una música imposible que no hacía sino recordarme cuán incompleta es aún nuestra vida aquí, cuán desconectados estamos tanto del país del que salimos como del que nos recibió.

No solo nos falta el paisaje en el que nos criamos, desaparecido hace tiempo, y el queso guayanés y la lechosa roja y las guacamayas y el Ávila, y por supuesto nuestra gente; también nos faltan las cosas que acumulamos durante años. En particular, el no tener a nuestro alrededor la biblioteca que dice quiénes hemos sido y quiénes somos, qué hemos leído y qué nos falta por leer, nos hace sentirnos mutilados de nuestra memoria, y por tanto de nuestra historia como seres humanos, de nuestra identidad.

Una ilusión, probablemente, parte de las muchas intoxicaciones que sufre el espíritu en este proceso. Porque tal vez estamos viendo como demasiado ligero el equipaje tangible, cuantificable, por culpa del otro equipaje, el intangible, el de los prejuicios y las interpretaciones, que por su parte puede que sea demasiado pesado. En la cabeza cargamos toneladas de maletas repletas de expectativas frustradas, quimeras que no cesan de rugir, resistencias del ego, categorías heredadas… todo lo que contamina nuestra percepción de lo que estamos viviendo. El tiempo, espero, irá despejando ese bagaje; de nosotros depende que nos procuremos maletas nuevas.

Al fin y al cabo somos hijos de una clase media venezolana muy orgullosa de sí que cuando viajó lo hizo sin ver, sin hacerse preguntas, sin imaginarse probablemente que algún día tendría que hacerlo para no volver. Entre las muchas cosas que nuestros padres no nos enseñaron está el cómo emigrar. No se les puede culpar por eso. El país en el que nos procrearon no les hacía pensar a ellos que en el futuro podrían querer dejarlo.

La encrucijada de los tres idiomas

Física, geográficamente, Montreal es una isla. El río San Lorenzo se abre en su camino al océano Atlántico y abraza una porción de tierra con forma de bumerán y medio millar de kilómetros cuadrados, la mitad de la superficie de Margarita. Aquí las gaviotas se pelean las migajas de bagel con las ardillas y las palomas, y la gente que vive en los americanizados suburbios del sur debe cruzar cada día el ventarrón fluvial sobre viejos puentes que ya casi no aguantan tantos automóviles.

Pero Montreal (Montréal en francés, con la t hundida delante del rasgado de la r) es también una isla cultural. Solo hay una ciudad francófona en el mundo más grande que esta: París. Montreal es la segunda ciudad de Canadá y la metrópoli de Quebec: una provincia con 1,5 veces el tamaño de Venezuela y casi ocho millones de habitantes, la mayoría hablantes exclusivos de francés.

Canadá nació en Quebec. Los franceses establecieron aquí la primera sociedad colonial y organizaron el negocio de las pieles que dio vida a este país. Pero luego llegaron los ingleses y ganaron la guerra, en la segunda mitad del siglo XVIII. Desde entonces, los descendientes de esos parisinos y borgoñones que se enfrentaron al invierno y a la hostilidad nativa se las han arreglado para mantener viva su lengua, rodeados, durante tres siglos, de un océano de inglés, el del resto de Canadá y el de Estados Unidos. La “revolución tranquila” de los 60 y 70 apartó a los anglófonos de los negocios y a la iglesia católica del control social. Quebec emprendió en pocos años y sin apenas derramamiento de sangre las reformas que en América Latina costaron muchas décadas y guerras civiles. Pero la modernización resucitó al secesionismo y creó una política de centroizquierda que tiene a la defensa del francés como un rasgo central.

Aquí, los restaurantes no pueden decir que tienen pasta en el menú, sino pâte. El francés es lengua oficial y predominante (no única), por ley. Lo cual significa que los inmigrantes que aceptan Quebec deben saber francés para pasar la entrevista de selección y para insertarse en el mercado laboral. Sus hijos solo pueden obtener educación en francés en las escuelas públicas. Si ese inmigrante es un escritor venezolano cuya segunda lengua es el inglés, debe luchar con el peculiar francés de aquí, no con el que aprendió en la Alianza Francesa de Caracas. Debe tratar de entender el joual, el francés de la calle. Y debe por ejemplo enfrentar situaciones como salir de la clase de francés para hablar con una radio en inglés sobre Venezuela. O leerle a su hija cuentos en los tres idiomas.

Las tres lenguas aparecen en los sueños y en las angustias. En los e-mails y en la conversación diaria. Las tres se pelean por su atención y adelgazan su sensación de identidad individual. Y le hacen ver que está en una encrucijada, con caminos que llevan a horizontes diferentes.

Cada vez más lejos

No me he desconectado de Venezuela. Ni creo que pueda. Todas las mañanas leo los titulares de las noticias de allá. Con mucha frecuencia, lamento no estar en Caracas para la presentación de un libro en el que colaboré o para una función de teatro, la inauguración de una exposición o una tertulia en una de mis añoradas librerías. No creo que deje alguna vez de extrañar el circuito cultural al que asistía, al que incluso pertenecía. E intento mantener el contacto frecuente con mis afectos, preguntándome cómo están haciendo para vivir con cierta comodidad. Porque estoy permanentemente angustiado por ellos.

Un emigrante venezolano del presente está obligado a manejar las tensiones de su propia condición de recién llegado en un país extraño –apurarse por aprender el idioma (en Montreal, los idiomas), conseguir trabajo, entenderse con el clima, etc.– y con el pavor de saber que sus seres queridos transitan una situación de catástrofe cotidiana. Uno no puede dejar de pensar en cómo están cada día más en peligro. En cómo pueden conseguir acetaminofén si se enferman o en cómo pueden hacer mercado.

A eso hay que sumar la vertiginosa sensación de ver cómo ellos, los que se quedaron, y nosotros, los que nos fuimos, estamos cada vez más lejos. Es como pensar en el infinito o como asomarte al borde del trampolín de una piscina olímpica. Algo de lo que quieres apartar tus ojos. Te vas enterando de cómo el aislamiento aéreo se acentúa cada mes, de cómo algún conocido organiza un viaje que implica volar a Colombia para entrar a Venezuela por Cúcuta, como Cipriano Castro en 1899, y sientes que Venezuela ya no está al norte de América del Sur, sino en la Antártida.

Pero el alejamiento no es solo geográfico. Se van ensanchando también las brechas en la conversación. Los emigrados empezamos a censurarnos cuando hablamos con nuestras familias o amigos. Tratamos de mencionar más los defectos del sitio al que llegamos –los adictos en los parques, la edad de los edificios– que sus virtudes. Porque, ¿cómo publico en Instagram la colorida imagen de las montañas de verduras en los mercados públicos de Montreal, sin amargarle el día a quien la vea en Venezuela? O ¿cómo les cuento a los amigos con bebés, que deben presentar una partida de nacimiento para comprar pañales, que el Gobierno canadiense acaba de ofrecernos 500 dólares para iniciar la cuenta de ahorro de nuestra hija de un año, que ni siquiera es ciudadana de Canadá, para su futura educación universitaria? Hace poco comenté en Twitter que había conseguido el Ron Santa Teresa 1796 en las licorerías de la provincia a 55 dólares, y me arrepentí de haberlo hecho al ver multiplicarse las reacciones de desconocidos que me ofrecían enviarme dos botellas de mi ron favorito a cambio de champú o desodorante.

El aislamiento de Venezuela crece en el espacio, pero también en el tiempo. El chavismo y sus cómplices han ido logrando su propósito de devolverla al sangriento erial del XIX. Incluso en la algo provinciana Canadá y en la muy retro Quebec uno nota cómo Venezuela se quedó atrapada en una internet pavorosamente lenta y una conversación pública endogámica y varios años rezagada. Sus emigrados tratamos de dejar ese doloroso horizonte a nuestras espaldas y de mirar adelante, pero con lágrimas en los ojos. Observando cómo nuestros hijos tratan de tocar a sus abuelos a través de una pantalla.

Los mitos y los sueños

He hablado de Venezuela como Alderaan: el pacífico planeta donde creció la Princesa Leia y que al principio de Star Wars: A New Hope ella ve estallar desde una ventana a la que la conduce, con elegante crueldad, su padre, Darth Vader. He pensado en la compra hostil de medios de comunicación en Venezuela como una parodia de The Invasion of Body Snatchers, una vieja película en la que los invasores extraterrestres ocupan los cuerpos de los terrícolas y los despojan de toda capacidad de pensar y de sentir. He recordado a mis amigos escritores y artistas a diario, imaginándolos sobrevivir en ese paisaje de barbarie desatada como islas vivas de civilización, que resguardan en sus memorias el patrimonio cultural para cuando pueda reverdecer, como en Fahrenheit 451.

Insisto en usar imágenes de la ciencia ficción para explicar y explicarme lo que le pasa a Venezuela. Pero también suelo recurrir a antiguos mitos para manejar el drama de mi país perdido. Me digo que a partir de la emigración reemplacé con mi complejo de Noé –el deseo de construir un arca para salvar del cataclismo a los seres más valiosos– lo que tuve durante mis últimos años viviendo y escribiendo allá: mi síndrome de Casandra, la terrible sensación de ver venir las desgracias sin la capacidad de prevenir a los demás. Y más recientemente me he visto incurriendo en el error de la mujer de Lot: el quedarme petrificado por voltear a mirar la ciudad en llamas de la que escapé.

No es casualidad que mi memoria haya convocado precisamente esas referencias: todas ellas tienen en común el tema del fin del mundo. De la ciudad, de lo conocido. Sin que se pueda evitar, además. Leia y Casandra contemplan impotentes la aniquilación de la urbe en la que se criaron; Noé, Lot y los memoriosos poetas de Fahrenheit 451 pagaron con soledad y con tristeza la carga de sobrevivir a un cataclismo social y político producido por una mayoría corrompida. Todos ellos rumian el dolor de ver cómo las advertencias fueron desoídas, cómo la muchedumbre avanzó jubilosa hacia el precipicio bajo los clarines de la soberbia y de la irracionalidad.

Esos mitos, viejos y recientes, conviven en mi revuelto espíritu con los sueños. Tengo tres clases de pesadillas, dormido y despierto. Las que cuentan cosas que pudieron habernos pasado y no nos pasaron. Las que cuentan cosas que pudieran pasarnos si volvemos. Las que cuentan cosas que pudieran pasarles a quienes dejamos atrás.

De todas me cuesta escribir. De muchas de ellas me niego a hablarle a mi esposa: ya ella tiene bastante con las suyas. En todas se envanece una violencia que ríe y ocurren en el mismo escenario: un país que me ha dado tanto las mayores alegrías como los mayores espantos. Y que es hoy una irrealidad. Una nube de recuerdos en los que abunda tanto la idealización como el trauma. Una presencia intangible pero permanente que se me atraviesa ante el paisaje canadiense como una lesión de la vista.

Las palabras que faltan

Soy un emigrado. O más bien un emigrante, más en gerundio: la emigración es un proceso que no termina una vez se ha pisado el país de destino, y tal vez no acaba nunca. Lo que yo hice, junto con mi esposa y mi hija, fue, simplemente, emigrar. Es parte esencial de la historia humana, de la del país del que venimos y de la del país que escogimos, Canadá.

Es un hecho masivo en nuestro continente, que los venezolanos insistimos en ver como
extraordinario, solo porque para nosotros lo es. Sé todo esto, pero tiendo a sentirme como un exiliado y como un desterrado. Aunque tengo muy claro que son términos que no me corresponden.

Destierro tiene antiguas connotaciones literarias; era un castigo que usaban las sociedades antiguas y que consistía en prohibir a un rebelde regresar a su tierra, so pena de muerte. No es mi caso. Pero sé que mis posibilidades de morir violentamente son radicalmente distintas si estoy en Canadá –con 34 millones de habitantes y menos de 500 homicidios en 2013– o si visito Venezuela. Y aunque nadie me obligó a irme, aunque irme fue una elección que yo me sentí obligado a hacer, es un hecho que el chavismo presionó sistemáticamente para que muchos lo hiciéramos. No me montaron los militares en un avión y me mandaron a algún país vecino, como le hicieron a Gallegos. No salí corriendo porque creyera que estaban a punto de meterme preso. Fue voluntario.

Exilio es otra palabra que viene a mí. Un exiliado, como un desterrado, también es objeto de una persecución. Estaban exiliados los políticos venezolanos que huían de la dictadura en los 50 o los argentinos, chilenos o uruguayos que lo hicieron, en países como Venezuela, en los 70. No soy un republicano español en México tras la victoria de Franco o un liberal checo en París tras la “primavera” del 68. Pero de todos modos yo me siento parte de los perdedores, los que perdieron su guerra y los que perdieron su país. Los perdedores que siempre hay en un cambio histórico, como también hay ganadores. Hubo un cambio histórico en mi país y yo salí perdiendo. No perdí ninguna posición de poder o de riqueza, que no tenía, pero sí el entorno profesional para el que me formé, reducido hoy a cenizas, y también el entorno político, porque no se puede hacer periodismo en una dictadura. Al menos yo no sé cómo hacerlo.

Lo cierto es que el término administrativo de emigración no me basta. Probablemente les pase lo mismo a muchos otros emigrados venezolanos. Algunos entre nosotros han dicho con sagacidad que llamarse exiliado en vez de emigrado es echarse encima un drama y un aire de heroicidad que no nos toca. Tienen razón. Nada hay en mí de heroico, por ejemplo.

Pero aun así, siento que emigración no termina de explicar nuestra situación. Hay algo más. Me faltan las palabras que definan lo que soy ahora. Las palabras, como mis pasos, parecen estar encima de lava en movimiento. Se desplazan, amenazan con sumergirse, con naufragar. No terminan de ocupar su sitio. O yo no termino de moverlas.

Venezuela

¿Cómo hablar de esto? ¿Cómo escribir de esto? No olvido. Me esfuerzo por no olvidar. Recuerdo. Recuerdo cuando Harrys Salswach me advirtió que también podía pasar que ellos ganaran. Cuando Ricardo Sucre me dijo que esa Venezuela amable en la que nos criamos no volverá. Cuando Harry Czechowicz me explicó que reemplazaron la República de Venezuela por otro país, la República Bolivariana de Venezuela, con nosotros dentro.

Mientras recuerdo, me hago preguntas. Entre ellas, ¿agradeceremos alguna vez al chavismo el habernos dado el pretexto para decidirnos a emigrar? ¿Lo hubiéramos hecho sin Chávez?

“Canadiense de origen venezolano”. Es el epíteto políticamente correcto que adquiriré para mí, junto con mi esposa y mi hija, si nos establecemos aquí. Entre tanto, ¿hasta qué punto podremos romper con Venezuela? ¿Hasta qué punto querremos hacerlo? No romperemos con personas, sabores, recuerdos, trozos de la cultura que nos crio. Puede que sí lo hagamos con lo colectivo, que es más abstracto. Lo cual pone en cuestión también la naturaleza del vínculo con un país, de la pertenencia. O la sensación, la ilusión de pertenencia.

¿Uno realmente pertenece a un país, o solo a los nexos inmediatos, individuales, que uno
adquiere en él? Por otro lado, ¿cuán nacional puede ser el vínculo con un país en el que justamente cuesta tanto sentirse parte de un colectivo y respetar la existencia y los derechos de los otros?

Cada vez que me preguntan de dónde soy, uso el pronombre posesivo, “de Venezuela”. Y pienso cuán unilateral ha terminado siendo ese vínculo. Uno es de un país; el país no es de uno. Definitivamente, Venezuela no es nuestra. Nunca lo fue, quizás. Nosotros somos de ella. O éramos.

Hace unos años nos fueron cercando otras preguntas. Una de ellas: ¿somos parte de esto? El que se hiciera reincidente la respuesta negativa a esa pregunta nos hizo emigrar. No somos parte de lo que terminó siendo Venezuela. De esa enfermedad mental de proporciones epidémicas. De ese criminal desperdicio de recursos, talentos y vidas enteras. De esa catástrofe consensuada.

Queda por resolver el enigma de si en realidad fuimos parte de la Venezuela anterior. Si es que esa “Venezuela anterior” era en verdad otra Venezuela, y no simplemente una imagen light del pasado. Lo que el chavismo despertó ya estaba en ella; la Historia lo dice. Y es fácil idealizar al país en el que tuviste una buena infancia. Es fácil, es reconfortante, decidir creer que ese país que querías era otro, y no el mismo que el que lo reemplazó, el país de Iris Valera demandando a un aerolínea “porque para eso somos gobierno”, de Mario Silva insultándome en prime time, de las guarimbas al lado de una escuela de niños especiales, de la fama de Diosa Canales, de los colectivos y los invasores, de las Hummer, las motos chinas, las tumbas profanadas, los narcos uniformados y los militares que eructan en vivo y luego son electos gobernadores de tu estado.
No obstante la naturaleza de esas dudas, cómo duele, esto.

Yo pensaba antes de irme que emigrar era como divorciarse. “Te amo, de algún modo siempre te amaré, pero no puedo seguir viviendo contigo y sé que lo que queríamos hacer juntos no ocurrirá jamás”. Pero es peor. He contado ya que una frase que no olvido nunca es la que le dijo a otra amiga caraqueña su esposo norirlandés, él también un inmigrante; él llegó a Estados Unidos 30 años atrás, ella el año pasado. Él le dijo: “You are not only missing your country; you are also grieving for it”. “No solo añoras tu país, estás viviendo un duelo por él”. Y es así. Los países no se mueren. Pero pueden cambiar hasta el punto en que percibas que el nuevo mató al viejo. Que el viejo país que añoras no volverá a existir.

La historia por contar

Durante estos primeros meses en Canadá he tenido que confrontarme con el problema conceptual de ponderar mi estrés, o mejor dicho mi sufrimiento como emigrado reciente. Es algo difícil de explicar a otros inmigrantes latinoamericanos, que en unos cuantos casos están aquí como ilegales o como verdaderos refugiados, huyendo del narco o de la miseria total. O a los propios venezolanos que siguen en Venezuela, abrumados por problemas muchísimo más acuciantes. O a los canadienses, cuando manifiestan algún interés por el tema, que no tienen nada claro cómo un país que se suponía condenado a la prosperidad esté ahora siendo vaciado de su clase profesional, sector social donde la emigración parece más bien una evacuación.

Veo en la prensa lo que pasa en Gaza o Siria, o me entero por mi amigo Francisco Toro de esos campamentos de refugiados africanos donde las agencias internacionales de ayuda tuvieron que reducir las raciones a 850 calorías por persona y por día. Leo historias de emigrantes subsaharianos en los libros de Joe Sacco, lo que tienen que pasar para salir de su país, para atravesar el desierto, para superar el mar, para quedarse en Europa. Junto a eso, lo que ocurre en Venezuela puede parecer a los demás una tontería. Con frecuencia siento que a los venezolanos nos miran como estúpidos que desperdiciamos todo lo que teníamos. Tal vez es cierto.

Soy un privilegiado al lado de esos desesperados que emigraron sin nada salvo heridas y pesadillas. Y sin embargo, hay en nosotros los emigrados un dolor real, digno de reconocerse. Hay vergüenza. Frustración. Rencor.

Pero deberíamos ir más allá de eso. El hecho de habernos evadido de la cárcel conceptual que es la arena pública en Venezuela no nos libra de la necesidad de seguir tratando de comprender ese país. A los que estamos afuera nos toca también entender mejor, desde aquí, lo que pasó. Entenderlo bien, se entiende. No repetir las mismas simplezas que decíamos allá ni apropiarnos de las que escuchamos decir a los cubanos sobre Cuba o a los colombianos sobre Colombia. Entender Venezuela y explicárnosla a nosotros mismos antes que a los demás.

Creo que, en particular, los que escribimos tenemos que ayudar (tanto dentro de Venezuela como fuera de ella) a contar una historia: la de cómo se redujo un país de casi 30 millones de personas a este estado de precariedad, sin un terremoto catastrófico, sin una epidemia, sin una guerra civil y con una bonanza petrolera. Tomás Straka contó recientemente en El Nacional cómo sus colegas historiadores en un congreso lo acosaban para preguntarle por qué a Venezuela le ocurrió esto. Y propuso un brillante resumen. Por ahí hay que seguir.

Porque ya no es “el caso Venezuela: la ilusión de armonía”, como de modo inolvidable titularon Moisés Naím y Ramón Piñango el libro colectivo que editaron en los 80, uno de los más sólidos conjuntos de presagios informados sobre lo que se nos venía encima. El nuevo caso Venezuela es tal vez el comienzo de una nueva mitología para el hemisferio, una nueva fábula de lo que no se debe hacer en un continente fecundo en ellas: la de ese país que prometía muchas cosas pero se fue a la mierda.

Pasaremos a un nuevo tomo en nuestra bipolar autobiografía, que ha oscilado por cinco siglos entre el entusiasmo utopista y el más aplastante desconsuelo. Del paraíso terrenal de los cronistas de Indias al cuero seco de Guzmán Blanco y los bailes de la Billo’s en el Círculo Militar, y de ahí a una breve y frívola democracia petrolera, para terminar como un tenebroso cautionary tale.

Canadá

Quiero seguir pensando, leyendo y escribiendo sobre Venezuela, el país en el que nací y crecí, el país en el que pensaba cuando me formé. Pero también quiero pensar, leer y escribir sobre el país que luego escogí y me escogió, Canadá.

Quiero entenderlo, porque me desconcierta este país que a primera vista se parece tanto a Estados Unidos pero que desde una segunda mirada comienza a revelar cuán distinto es de su vecino, con el que comparte lagos, cordilleras, praderas, economías, indicativo telefónico, rutas y cultura de masas, pero poco más. Las vastas provincias canadienses son más autónomas y distintas entre sí que los 50 estados de la Unión, y tienen cada una su primer ministro y su gabinete. En varios sentidos, Canadá es más democrático (y muchísimo más pacífico) que Estados Unidos, pero no es una república, sino una monarquía parlamentaria, y la jefatura del Estado recae todavía, nominalmente, en la reina Elizabeth II.

Con el francés como segunda idioma y carácter oficial, Canadá recuerda también a Europa en la amplitud de su Estado del bienestar, con sus altos impuestos y su salud gratuita. Pero supera al Viejo Continente con la relativa generosidad ante el inmigrante; su sistema migratorio es cada vez más exigente, pero la actitud de las mayorías ante la migración –incluso la musulmana, que genera tantas choques culturales y está relacionada con conflictos armados en los que participan las fuerzas canadienses– está por fortuna muy lejos de la xenofobia de ultraderecha que avanza en Europa.

Tampoco está Canadá atestada, como lo está Europa, de gente y de historia. Aquí hay mucho por hacer y mucho espacio. El espacio por poblar es una constante histórica y hasta cierto punto un aliciente para aceptar aún hoy decenas de miles de inmigrantes cada año. Ese espacio rebosa de recursos cuya explotación es fuente de numerosas disputas entre políticos, empresarios, comunidades indígenas y organizaciones ambientalistas. Y lo que queda por hacer es el origen de muchas interrogantes sobre el futuro de un país que aún discute sobre su identidad. Los canadienses son por lo general gente que aprecia más la estabilidad y la sensatez que la ambición y la desmesura; que defiende la libertad pero también la igualdad, y trata a sus minorías mejor que muchos de sus pares en el mundo industrializado; y que mira con creciente atención a la Cuenca del Pacífico, sobre la cual tiene una buena cornisa, y su dinero fresco. Tiene agua, tierra y minería como para no preocuparse por el siglo XXI; pero también institucionalidad con la que manejar bien esa riqueza, a diferencia de Venezuela.

A seis meses de haber llegado, y sin habernos integrado todavía del todo, estamos seguros de que Canadá es un muy buen lugar para vivir, sobre todo cuando vemos a nuestra hija caminar segura por un parque o cuando la proveemos de todo lo que necesita sin enfrentarnos a las consecuencias de la escasez.

El invierno toca la puerta. Nuestra gente en Venezuela la pasa cada vez peor y no sabemos cómo ayudar. Nos queda mucho, mucho por aprender y por lograr aquí. Pero tenemos muy buenos amigos. Y aquí hay gobierno. Hay Estado de derecho. Hay una libertad que desconocíamos. Aquí no estamos en peligro. Aquí se nos permite vivir.

Lo menos que podemos hacer por un país así que nos haya aceptado es corresponderle con nuestro progreso. Entender a Canadá… y adentrarnos en él. Avanzar en el ancho y ventoso paisaje de este otro planeta.

Epílogo

Poco antes de cumplir un año en Montreal, hago un viaje de dos semanas a Venezuela, para ver a los míos, para llevarles cosas (champú, jabón, medicamentos, ropa, mucho más de lo que llevé en mis viajes a Cuba) y para traerme libros, chocolate y ron.

Iba con dolor de cuello por la tensión, sintiendo que visitar el país en el que había vivido por 40 años era el reto de adaptación más fuerte de los últimos tiempos. Me fui pensando incluso, como no lo había hecho con ninguno de mis viajes, que tal vez no regresaba vivo, que quizá me ganaba una bala de las muchas que a diario agujerean el aire y las personas entre el Cabo San Román y Roraima. Pensar eso me cubría de vergüenza de mí mismo; me pregunté si me estaba convirtiendo en un patiquín temeroso del Primer Mundo que perdió los reflejos y el curtimiento con que casi cualquier habitante de ese país debe levantarse cada mañana.

Temía también por el costo emocional, así que me llevé una libreta y un plan de crónica para protegerme el corazón, para atravesar método y oficio entre la realidad venezolana y mi espíritu confundido entre la culpa y la angustia.

Pero no hice ninguna entrevista y apenas abrí la libreta, para tomar solo unos apuntes del Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Empresas Polar. Me concentré en lo íntimo. En comer queso guayanés y lechosas de Aragua. En estar con mi familia haciendo poco o nada. Escuché sus relatos del absurdo cotidiano y asimilé como pude las malas noticias acumuladas que no habían querido contarme por Skype. Hice algunas preguntas, comparé testimonios, traté de entender sin concluir. A los pocos amigos que alcancé a ver les pedí que me explicaran qué estaba pasando, qué había cambiado desde marzo de 2014, cuando me fui. Y fui armando las piezas que encontré.

Esto fue lo que vi. Vi, desde el taxi que me subía desde Maiquetía, un país que se empobrece de manera visible, evidente. Un paisaje en caída libre, pese a los edificios que se están levantando. Desde la mañana siguiente, cuando logré salir triunfante de una mañana de teóricamente sencillas diligencias bancarias, me di cuenta de que Venezuela se había convertido en una maquinaria hace años obsoleta en la que si una pieza se daña no hay cómo reemplazarla, porque no se consigue o cuesta demasiado, así que todo se remienda o se entrega al abandono. Por segunda vez en la travesía, recordé el único lugar que conozco donde ese estado general de decadencia catastrófica es la normalidad: Cuba.

Ese empobrecimiento está, me pareció, en todas partes. En la calidad de la cerveza y de la comida; en el sombrío ánimo de la gente; hasta en el paisaje cuereado por los latigazos de la invasión y de la sequía. Si hubiera estado visitando Venezuela por primera vez me hubiera rebelado contra la dulce leyenda de que es un país hedonista donde se come bien, la gente tiene un gran sentido del humor y la naturaleza rebosa de exuberante esplendor. La verdad, hoy me cuesta mucho sostener esos tropos reconfortantes sobre nosotros mismos.

Estaba preparado para la escasez, porque ya había vivido algo de ella cuando a principios de 2014 los dramas que llevaban años azotando la provincia rebasaron las murallas invisibles de Tazón y La Urbina. Creo que no lo estaba tanto para la menos tangible escasez de ideas, de temas. Sentí en las calles cómo todos hablaban de lo mismo la mañana en que decretaron el “cadivazo”. Cómo seguía prevaleciendo una suerte de síndrome del cardumen, particularmente notorio en la hiperemocionalizada twitósfera, según el cual demasiada gente repite lo mismo. Pasa en Norteamérica también, y mucho, pero en Venezuela percibí que los discursos automáticos seguían impidiendo a la gente ver las cosas tal cual eran. Cuando escuchaba voces opositoras diciendo “no hemos aprendido nada” o “no hemos tocado fondo” recordaba aquella tarde del último mitin de Chávez en la que decenas de personas declaraban a VTV, usando las mismas exactas palabras, “él nos enseñó a pensar por nuestra cuenta”.

Esa cárcel mental que es vivir en Venezuela es algo sobre lo que ya había pensado y escrito, pero que ahora veo con más nitidez, porque ya no estoy dentro de ella. Como tampoco estoy en la cárcel económica. Ganar en dólares, por muy poco que es, me hacía sentir próspero en Venezuela.

Claro, la peor prisión de las muchas que hoy constituyen ese país –un territorio al que Cabrujas ya no podría seguir definiendo como un campamento sino como un campo de concentración mal administrado– es la prisión física. La certeza de que en cualquier momento y lugar te pueden atracar, secuestrar o matar. Una vez más, tuve suerte, nada me pasó. Ahora me doy cuenta de que mi hermano y mis amigos siempre me estuvieron protegiendo, llevándome de un sitio a otro como si pensaran que ya no era capaz de andar por ahí sin hacerme demasiado vulnerable.

A estas alturas ya es una obviedad, ya lluevo sobre mojado cuando escribo esto, pero se hizo muy claro para mí que en Venezuela casi todo el mundo está preso. Preso de la moneda en que le pagan cuando le pagan, que recuerda el dinero falso de las plantaciones con que los peones estaban obligados a comprar carísimo en la tienda del patrón. Preso de los caprichos de la escasez y de la economía impredecible del mercado negro. Preso de la casi imposibilidad de viajar, fuera pero también dentro del país. Preso de la pésima internet, del racionamiento de agua, de los apagones punitivos. Preso del toque de queda no declarado pero respetado, y de la espantosa certidumbre de que no hay nadie que te proteja, porque el uniformado que debería salvarte del malandro es o víctima constante de ese mismo malandro o su principal competidor en el mercado del terror y de la parasitaria apropiación del esfuerzo ajeno.

Pero como pasa también en las cárceles, los reos se adaptan. Y eso fue lo que sentí, que la venezolana es una sociedad que se está adaptando a sobrevivir en un país en el que en vez de gobierno hay una organización criminal, y en vez de política un régimen de terror. Los grados de esa adaptación van desde la heroica resiliencia a la complicidad, pasando por la resignación y la astucia práctica. Cómo determinar quién ejerce cuál rol en ese espectro de la supervivencia implica juzgar, y por tanto asumir una posición de asepsia moral que no creo que le corresponda a nadie. Todos hemos negociado con la sombra que cubrió Venezuela, en una u otra medida. De esa culpa solo se salvan los niños.

Es un país donde ahora se llama trabajo al contrabando y negocio a la usura y sindicatos a las mafias y periodismo a la propaganda. Los ojos de Chávez contemplan desde vallas que va royendo el solazo el país que le legó a un imbécil profesional y en el que unos auténticos genios del saqueo se enriquecen en medio de la miseria general. Es un país donde hay héroes, los que se las arreglan para hacer su trabajo sin perjudicar a nadie. Fuera de esas personas que son islas de integridad, vi una sociedad en la que ya casi nada importa.

Nada demasiado diferente de la Venezuela palúdica de mediados del siglo XIX, donde casi no se producía nada y la gente veía la vida pasar entre las ruinas de un terremoto que había ocurrido décadas antes.

Me di cuenta de que no tengo ningún consejo que dar a esta Venezuela. Que ni me siento con el derecho de hacerlo, ni siento que a alguien le interese. Los exiliados solo valemos por las cosas y el dinero que podemos mandar; lo que hemos aprendido rebota contra la densa nube de lugares comunes y de provincianismo psicótico con que los venezolanos de adentro (así como unos cuantos venezolanos de afuera) insisten todavía en tener como instrumental para entender, o no entender, lo que les pasa.

Ahora que escribo estas líneas sobre ese viaje, caigo en cuenta también de que no me conmovieron los araguaneyes ni la silueta del Ávila. Ya soy otro que se relaciona con Venezuela desde la memoria y la distancia, y sí me conmueven las ilustraciones de la costa oriental que Mónica Doppert hizo hace años para la Margarita de Rubén Darío que editó Ekaré, y que mi hija nos hace leerle cada día desde que me la traje de Caracas. Esa Venezuela imaginada en ese libro me saca las lágrimas. La que existe hoy, la que se puede tocar, es un lugar ruidoso e histérico con el que mi cordón de pertenencia ya se rompió.

*Publicada originalmente en The New York Time (agosto 2014/abril 2015). Texto e imagen fueron tomados del libro: 70 años de crónicas en Venezuela.

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