literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Mauricio Odremán

Feb 26, 2025

Apocalipsis

Hoy tú no tienes el poder del mañana, y la ansiedad que ese día pueda causarte es inútil;
no pierdas este momento, pues tú no sabes el valor de los días que te quedan. Omar Khayyam

Todo se había consumado allá, por los años de mil novecientos y tantos al dos mil. Había sido algo espantoso, inenarrable, que, de solo recordarle, llenaba de lágrimas y de espanto los legañosos ojos del viejo Andrés, mientras vagaba, como una sombra del pasado que era, por entre los escombros polvorientos y llenos de sucio hollín y ceniza, de la vasta y muerta ciudad.

Qué alegre y bella había sido aquella urbe por aquellos malhadados días en que la vida transcurría aparentemente hermosa y despreocupada, a pesar del reconocido peligro de mortífera hecatombe que pendía como de un hilo sobre la humanidad entera.

En aquellos últimos tiempos, antes de la catástrofe, los periódicos y las emisoras de radio habían estado hablando con mucha preocupación sobre la creciente gravedad de la tensión internacional.

La preciosa y soleada mañana de primavera del que fue último día, la recordaba muy bien Andrés; pues había sido el día escogido por Maruja para celebrar su matrimonio con él. Habían estado esperando varios años a que la situación económica de ambos mejorara, y, sin darse cuenta, la juventud se le estaba acabando inexorablemente. Frisaban ya sobre los treinta veranos, cuando terminaron por convencerse de que nunca iban a salir de pobres, y que lo mejor era aprovechar los años de energía que les quedaban y olvidarse por lo tanto del dinero.

Serían más o menos las diez de la mañana, si la memoria no traicionaba al anciano, cuando salían de Los Jerónimos, finalizada la ceremonia que lo había unido a Maruja para siempre; un “siempre” que ambos, muy optimistas, creían les iba a durar mucho tiempo; caminaron hacia el Paseo del Prado, acompañados por el grupo de amigos que habían asistido a la boda, y fue precisamente aquel instante el escogido por el hado para asestar a toda la gente el golpe mortal y traicionero.

El mundo se había venido abajo, se desmoronó con estruendo, se precipitó retumbante sobre sus frágiles cabezas. Primero había sido aquel relámpago vivísimo que logró opacar a la misma luz del sol, y cegó a la mitad de las criaturas que cometieron el lamentable error de no cerrar los ojos; luego vino el estruendo de mil tambores ciclópeos y de inmediato aquel huracán de fuego que había abrasado en sus llamas a los cuerpos humanos y animales, llenándoles de ampollas, de horribles quemaduras, derribando las construcciones como si fueran castillos de naipes y derritiendo y fundiendo el metal, los vehículos y objetos.

La muchedumbre que sobrevivió al primer cataclismo, aullando de dolor y de pánico, se había desbordado hacia Cibeles, buscando desesperadamente llegar a las entradas del metro para refugiarse en los túneles; entre ellos, Andrés, arrastrando a Maruja, desvanecida y cubierta de espantosas heridas y quemaduras, logró al fin, apretado entre la rugiente multitud, colarse por las escaleras de la estación del metro frente a lo que quedaba del palacio de Correos.

En el oscuro túnel, donde se había cortado, por completo, la energía eléctrica, todo lo que se oía eran gemidos y sollozos, gritos de niños aterrados, aullidos de pavor de gente a quien la explosión había alcanzado en los trenes subterráneos y habían enloquecido por completo, encerrados en sus prisiones de metal. Alguien tenía un receptor de radio de batería y transistores, y con mucha dificultad logró sintonizar momentos después a una emisora francesa.

El locutor hablaba con voz atropellada, sollozante; podía escucharse a través de la estática el espantable ruido de los estallidos y derrumbes, el crepitar de los incendios y el alarido de los seres humanos, aterrados allá como lo estaban ellos.

Aquí, en Lyon, la destrucción es total, pavorosa, inconcebible. Los montones de cadáveres llenan las calles y plazas y continúan los habitantes de esta desgraciada ciudad cayendo como moscas por efecto de las quemaduras radioactivas. De París las noticias son iguales: muerte y destrucción completa por doquiera; el presidente de Francia habló a la nación poco antes de morir y anunció con franqueza que ESTE ES EL FIN DE LA CIVILIZACIÓN. Recomendó a los sobrevivientes valor y coraje, pues los que logren salvarse lo necesitarán para enfrentarse a la peste, a la barbarie y a las mil penurias que han de venir en un mundo desolado. Valor y coraje para tratar de salvar a la raza humana de su total aniquilamiento.

Luego, con voz dificultosa y jadeante, que expresaba los terribles sufrimientos que, en esos momentos, estaría experimentando, posiblemente, por padecer él también heridas torturantes, aquel valiente cronista de la agonía del planeta continuó con las noticias:

Nueva York, Londres y Moscú han desaparecido por completo, según comunicación de observadores aéreos que han logrado acercarse a los escombros calcinados y humeantes de esas ciudades… Del resto del mundo no se recibe la menor noticia, ni señales de vida, silencio abrumador y nada más… Amigos, este es el fin; me despido de ustedes para siempre…

Aquella transmisión causó en el túnel un recrudecimiento del coro de gemidos y llantos, ante la impotente conciencia de todos de la realidad del fin. Al anochecer, Andrés huyó del túnel llevándose en brazos al gimiente monstruo en que se había convertido su adorada Maruja; la atmósfera se había vuelto irrespirable en los túneles del metro con el olor insoportable de miles de cadáveres que se descomponían rápidamente por efectos del terrible calor que reinaba ahora.

Pero en el exterior el infierno no era menos doloroso y desconsolador, los incendios seguían enseñoreados sobre las ruinas de su amada metrópoli y millares de cuerpos despanzurrados yacían en las calles llenas de humo, ceniza y de una inaguantable temperatura volcánica.

Por Alcalá, el infeliz Andrés, con su dolorosa carga, bajó caminando penosamente hasta Fernán González; buscaba su vivienda con la esperanza de poder salvar algo de sus pertenencias, pero toda aquella alegre calle como la Goya y la de Velásquez, como todas las que habían sido las bellas y queridas calles, eran solo un cúmulo de ruinas cenicientas y chamuscadas y montones de cuerpos medio carcomidos por el fuego; y lo que más aterraba al solitario Andrés, era el convencimiento de que aquella visión dantesca era la que reinaba en esos momentos, en todas las ciudades y aldeas de la tierra.

Con algunos heridos que se le reunieron, Andrés se refugió en El Retiro, que era el único lugar más o menos respirable que quedaba en la vasta ciudad, a pesar de que casi todos los árboles del parque estaban chamuscados y mustios.

Maruja expiró a la tercera noche, después de que se habían instalado en el bosque, en medio de atroces sufrimientos, pues, la infeliz mujer se estaba desintegrando internamente. Andrés casi loco de dolor y lleno de espanto ante la terrible soledad que lentamente lo iba envolviendo, al comenzar a morir, unos tras otros, los demás sobrevivientes refugiados en El Retiro, resolvió escapar de allí y de la ciudad, después de enterrar los restos de su adorada, colocando sobre su cabeza una tosca cruz de madera.

Siguiendo las líneas férreas, a partir de la estación del Norte, caminó durante horas y horas, deteniéndose solamente en las derruidas y moribundas aldeas para buscar alimentos y agua en las tascas abandonadas y en ruinas.

En Escorial, oyó gritos de niños que partían de los escombros de la escuela, y acercándose, se puso a separar maderos humeantes y ladrillos ennegrecidos hasta encontrar, temblando de miedo, y hechos un mar de lágrimas, a dos pequeños que más tarde supo que se llamaban Juanito y María Victoria, y que habrían de ser desde entonces como sus hijos, sus únicos compañeros.

Desde entonces ha transcurrido mucho tiempo, casi cien años según cree Andrés; ahora es un anciano encorvado y peludo como un mono, que para su desgracia sobrevivió a todo, al cataclismo, a la radioactividad, a la peste que se enseñoreó por muchos años sobre el planeta y mató a la mayor parte de las pocas personas que habían quedado vivas después de la explosión; hubiera deseado desaparecer aquella lejana noche infernal cuando murió su Maruja, librándose así del sinnúmero de sufrimientos y privaciones de todos aquellos tiempos vividos en un mundo destruido, aniquilado.

Había regresado a Madrid, o mejor dicho, a sus escombros, años después con sus dos hijos adoptivos, a quienes dedicó el resto de sus días con amor y devoción, como quien cuida solícitamente en un desierto a las dos semillitas que han de reforestarlo todo.

Tomaron posesión de El Retiro, ya que eran los únicos habitantes de la ciudad, y nadie vino a discutirles ese derecho; lo hicieron por las razones de que allí estaban las únicas construcciones sólidas y en buen estado que quedaban en la destruida urbe, las que habían sido elegantes pabellones de verano, y también porque estando el bosque cercado por todos lados, con altas barandas de hierro terminadas con agudas puntas, pudo Andrés reforzar aquella defensa con extensas alambradas de púas tomadas en las ferreterías; librándose, de esa manera, de las amenazas constantes que constituían las bandas de lobos feroces, osos gigantescos y perros salvajes que, de nuevo, como en pretéritos tiempos habían vuelto a infectar campos y ciudades.

Una vez a la semana, muy bien armados, pues armas y municiones, eran por paradoja, lo que sobraba en aquel mundo destruido, con todos los polvorines y cuarteles abiertos de par en par y con sus muros derruidos, salían a buscar alimentos en las arruinadas tiendas de comestibles que quedaban en pie.

Así habían crecido, Juanito y Mari Vicki, que hoy también eran viejos y habían dado a la nueva tierra muchos hijos. Andrés no temía por ellos, porque Juancho, el hijo mayor, es un hombrazo aguerrido y poderoso, pero el viejo siente preocupación por las colonias de monstruos mutantes y locos que se han posesionado de las ruinas en Vallecas y Ciudad Lineal, y que a veces merodean cerca de las entradas del parque de El Retiro. Hay que cuidar a los adolescentes y niños, hijos de Juanito y Mari Vicki, pues ellos constituyen, lo que los hijos de Noé en el remoto pasado semejante, el embrión de una nueva humanidad de España y el mundo.

Así cavilaba el viejo Andrés, mientras caminaba, tembloroso y asustado, a pesar de su múltiple armamento, por las desiertas calles del muerto Madrid.

***

La mente confusa

Se dice que el Jardín del Edén encanta a los huríes. Yo digo que el jugo de la uva y los labios de la amada son los únicos deleites; elige esto que es para ti como dinero contante y deja para otros la promesa del cielo. Omar Khayyam

Elí Ben Gurt caminó por las polvorientas calles de Kibutz, en dirección a su casa. El sol reverberaba en su casco de acero y el sudor en su frente era como melaza caliente y pegajosa.

Elí había tenido un día duro en las trincheras de la zona fronteriza, luchando contra los fieros beduinos que constantemente trataban de destruirles las escuálidas cosechas y de robar sus escasos rebaños de ovejas. Todo aquello traía sumamente desalentado al hombre.

Casi con decepción miró a su alrededor: desde la entrada de la destartalada granja, en torno a las pobres casitas diseminadas muy cerca unas de otras a la sombra del edificio de administración, se extendía hasta el horizonte, el mismo desierto pedregoso de siempre, al que irónicamente habíanse dado a llamar desde la antigüedad, Canaán, Tierra de Promisión, por la que había venido luchando su pueblo desde hacía milenios.

—¿Y a qué tanta lucha? ‒se preguntaba Elí‒: ¿Por qué su pueblo se aferraba a la antigua promesa que le había hecho Jehová?

El Pueblo Escogido. Al pensar en aquel título, Elí no podía impedir la risa amarga que brotaba de su alma. Escogido para la turba, el escarnio y la persecución por todas las razas de la tierra, que, en ciertos momentos, llegaban a aborrecer tanto a los hijos de Abraham que buscaban los más diversos pretextos para justificar su inmolación en masas.

Pero allí estaban ellos, firmes como una roca, tercos como mulas, abrazados con desesperación a la vieja promesa rota mil veces. Habían vuelto al feo y candente desierto y se empeñaban en convertir aquel erial en un jardín; habían regresado desde mil lugares diferentes del mundo y ahora estaban allí, entre las piedras calcinadas, luchando contra modernos infieles que los sitiaban por todas partes, desde Sinaí, desde Jordania, Siria y Arabia, como antes lo habían hecho los feroces guerreros de Nabucodonosor y Senaquerib.

Recordó Elí su infancia en el ghetto polaco. Qué distinto había sido todo allí hasta la llegada de las hordas nazis, más crueles y salvajes para ellos que los mismos caldeos. Había sido entonces cuando Elí había encontrado la verdad, “su verdad”, porque el pobre Elí, hijo de zapatero remendón, que nunca pudo adquirir mucha cultura, creyó firmemente que aquella era la “verdad verdadera”, pese a que lo llenaba de más confusión y lo apartaba por completo de la rígida fe y de las tradiciones de sus mayores.

Todo había comenzado porque Elí, como muchos otros, iba con frecuencia a escuchar las sabias palabras y a presenciar los milagros de Zaadik, la más grande autoridad, por encima de todos los doctores rabinos que representaban a Jehová y que una vez al año pronunciaban el nombre de ¡Adonai!, y aquellas visitas y la extraordinaria sabiduría que irradiaba de todo lo que hablaba el pontífice, hicieron que él, joven e inexperto, se dedicara con ahínco a investigar las raíces de su pueblo. Abandonó el Yiddish y se entregó a estudiar el hebreo clásico con la intención de poder interpretar a cabalidad el Libro Sagrado, el único, el más antiguo e incontaminado por los adaptadores.

Y fue entonces, como les ocurriera a tantos otros anteriormente, cuando Elí se convenció de haber hecho el “Gran Descubrimiento”.

Aquello, por supuesto, lo había hecho caer en la diabólica trampa, en la abominable herejía aborrecida por su gente y también por los cristianos, de negar el poder supremo de Jehová y encontrar por sobre de este, a otra fuerza inmensa y cósmica, “la del Nombre Impronunciable” de setenta y dos letras, la que estaba por encima del Bien y del Mal y de toda la materia, y que por lo tanto, había tenido que valerse de Jehová para la Creación, porque solo por medio de este podía realizar aquella deidad omnipotente, exquisita y grandiosa, toda la asquerosa podredumbre materialista que significaba la Creación.

Todo esto lo creyó ciegamente el infeliz Elí, que abrazó casi loco su nueva fe. No quiso escuchar a los que le aconsejaron prudencia, a los que le dijeron que aquellas herejías las había arrastrado su pueblo como un lastre en su contacto con las naciones paganas que lo esclavizaron; aquellos idólatras adoradores de Baal, de Osiris o de Ormuz. Cerró sus oídos cuando quisieron demostrarle que hasta los gentiles, seguidores de aquel profeta de Belén, llamado Jesús, habían caído en algo parecido por oír a Maniqueo y Arriano.

No. Elí estaba seguro de lo que ahora conocía. Él sabía que Jehová solo era el Dios creador de la materia. Un Dios terrible, armado de rayos y esparcidor de llamas, de matanzas y cataclismos, un Dios que, de vez en cuando, se asqueaba de su propia obra y la destruía, como cuando el diluvio o la destrucción de Sodoma. Pero no era más que el instrumento del Infinito Poder de nombre impronunciable.

¿Acaso no había estudiado detenidamente la Cábala, que todo lo explicaba con inmensa claridad? ¿Acaso en la genuina Biblia hebraica no decía explícitamente, al hablar sobre la prohibición a los primeros seres, de comer los frutos del Árbol del Bien y del Mal, “para que no seáis como uno de ellos”, y como Él, como creía su gente al asegurar obstinadamente que Jehová era el Único?

Y así, el pobre Elí Ben Gurt, que nunca había tenido una sólida cultura, se sintió desde entonces imbuido de sabiduría y belleza. Era como el Zaadik, un ser distinto a los demás, grande y hermoso, muy cercano a Él, el del nombre impronunciable y cada vez más alejado de Jehová, el Dios de la materia, contra quien primero Luzbel y más tarde Jesús se habían rebelado para tratar de conducir a la humanidad a las leyes del Verdadero, el que era Amor y Bondad y Espíritu puro y redimirla de las maldiciones.

Y Elí se fanatizó tanto con su nueva creencia que todos le consideraban loco y por eso llegaron a perdonarle su herejía. Y él, iluminado, viviendo en otro plano, entregado a la meditación y a la comprensión del Nombre Impronunciable, se aisló de la realidad, se alejó de todo y de todos, inclusive de la hermosa Rebeca que lo amaba con ternura y esperaba casarse con él. Se olvidó de sus ancestrales anhelos de atesorar riquezas, de adquirir poder, ¿para qué? Y soportó con estoicismo todo el infierno que se abatió sobre Polonia con la guerra, y particularmente sobre su raza. El horror de los campos de concentración y de los fusilamientos; llegó a contemplar con frialdad la matanza colectiva de sus congéneres en las cámaras de gases. ¿Qué importaba todo aquello? Era a la obra de Jehová a la que demolían en masa para liberar los espíritus que iban a integrarse al Verdadero, era por ello que Zaadik, en diversas épocas de la historia, atraía a sus semejantes a los lugares de la matanza, como lo había hecho Cristo y luego sus discípulos en la Era Romana, y como ahora los habían atraído a Polonia, a reunirse durante generaciones, para que los asesinaran los rubios guerreros germanos.

Y cuando los nazis se fueron, escuchó indiferente los cantos de sirena de las otras apostasías, creadas por profetas más modernos de su misma raza, como aquella que decía que el Dios Estómago y la Diosa Economía eran las únicas fuerzas que movían a la humanidad y ocasionaban la evolución y los cambios profundos.

Siguió a los suyos, que decidieron regresar a Canaán, y ahora se encontraba en el ardiente desierto, donde había esperado estar más cerca de Él; pero, confuso, solo contaba a su paso la obra de Jehová, el Dios terrible e iracundo, el de las luchas y la sangre, el de las bíblicas maldiciones.

¿No estaban allí, acechando a Israel, los descendientes de Ramsés, armados ahora de mortíferos cañones que asolaban en las noches los campos recién cultivados? ¿Y los cananeos y filisteos descendientes de Goliath, atacándolos con sus aviones y sus tanques? ¿No estaba su propio pueblo, venido ahora de la Europa Central, con toda la técnica militar aprendida de los implacables nazis, causando muerte y dolor en las naciones vecinas? ¿Y todo, para qué y hasta cuándo?

Y mientras tanto los herejes seguidores de otros profetas hebreos, los del Becerro de Oro, que habitaban en el lejano continente llamado Nuevo Mundo, y los del Dios Estómago y Diosa Economía, que aprestaban a sus hordas asiáticas, aproximándose inexorablemente a la hecatombe atómica. ¿Por qué no intervenía el Supremo y Cósmico representado por dos triángulos blanco y negro? ¿Por qué no se ponía fin a la distante carrera de su instrumento materialista Jehová, el Dios terrible e iracundo?

Apartado, cansado y confundido de aquellas turbadoras meditaciones, Elí Ben Gurt arrojó su fusil a las candentes arenas frente a la puerta de su granja, pues no quería mancillar, portando armas bélicas, aquel hogar suyo que era como el templo de Eloy, y penetró en la casa, abatido y exhausto.

La magra y desarreglada figura de Judith vino a recibirlo desabridamente y después puso a calentar el agua para el té, en la cocinilla de kerosene que adornaba, llena de hollín, uno de los rincones de la amplia estancia que hacía de sala, comedor, dormitorio y cocina al mismo tiempo.

No obstante su desprendimiento de las cosas de la materia, Elí había tenido que tomar compañera, pues, los reglamentos de aquel Kibutz ordenaban que cada miembro formara familia, como lo indicaba la moral de Jehová y las leyes del gobierno central.

Judith había sido una agraciada y enérgica muchacha que había ganado gloria con las primeras guerrilleras, pero después de algunos años viviendo al lado del ensimismado visionario que aborrecía el pecado de la materia y adoraba aquella vaga fuerza cósmica de nombre impronunciable, se había marchitado hasta convertirse en una criatura seca y arrugada como una pasa.

—¿Qué tal el día? ‒gruñó casi con voz desagradable, solo por romper el incómodo silencio, mientras el hombre sorbía ruidosamente el té caliente que le había servido en una taza astillada y sin asa.

—Malo ‒gruñó él también‒. Perdimos tres hombres de los mejores. Esos árabes están cada día más atrevidos y mejor armados…

Al cabo de una larga pausa agregó con desaliento:

—Creo que mañana habrá lío gordo en la frontera. Han venido fuerzas regulares y han convocado a todos los guerrilleros…

—¿Vas tú también?

—¿Qué remedio queda?

Judith suspiró cansadamente y de nuevo reinó el silencio. La mujer cabeceaba de sueño, pues los trabajos del día, atendiendo sola a una granja de más de dos mil gallinas ponedoras, mientras su marido iba a cumplir la vigilancia en las trincheras del sur, la dejaban en total estado de agotamiento.

Elí se levantó y fue a cumplir con el precepto, más higiénico que religioso, de lavarse un poco antes de acostarse a dormir. Ella lo ayudó vertiendo agua de una jofaina en el aguamanil y buscándole el jabón y la toalla. Cumplidas tales obligaciones, la mujer consideró finalizada su misión de ese día y le preguntó entre bostezos:

—¿No me necesitas más?

—No, puedes irte a dormir en paz.

Ella se acostaba en el extremo opuesto del recinto, lo más alejada de él, junto a la enmohecida cocinilla, que era como el símbolo de su reino. Elí, descalzándose de las pesadas botas, se tendió en su estrecho catre sin despojarse siquiera de la ropa polvorienta y transpirada; era tanto su cansancio.

A la luz de una lamparilla se puso a leer su vieja Biblia, con la avidez del vicioso que acude a la droga que lo tranquiliza, y las letras bailaron ante sus ojos vidriosos de cansancio y somnolencia.

“¡Adonai, Eloy, Jehová, el Nombre Impronunciable… No has de tratar de ser como uno de ellos, el Bien y el Mal… Todo se agitaba ante su vista, hasta que el sueño vino a vencerlo finalmente y no tardó en verse arrastrado a sus pesadillas de siempre.

Pero esta noche era como una revelación definitiva. Ahí estaba el amo de la farsa, Jehová, el Dios terrible e iracundo, moviendo a sus humanos títeres desde la negrura vacía, en el grandioso escenario de su Creación. Guerras, asesinatos, conmociones, rebeliones, hambre, miseria, pestes, vicios, su omnipotencia reinaba sobre un maravilloso y aterrador universo.

Los seres creados por él, los caínes y abeles, los salomones y herodes y los cristos, fariseos, saduceos, cristianos, capitalistas y marxistas, toda la gama inventada por el ingenio hebreo, bailoteaban como marionetas al conjuro de los infalibles dedos del Creador.

Unos adoraban, y otros fingían no creer en él; para estos inspiró la palabra ateo y los hacía representar el papel de materialistas y librepensadores, y ellos se daban a inventar nuevas doctrinas y filosofías para tratar de explicar el melodrama. El Dios espectador reía burlonamente.

Habían llegado a veces, los más brillantes, al atrevimiento de apropiarse de papeles que no les correspondían, que él no les había asignado en el reparto, y se apartaban del tema de la Obra, como actores que perdieron la letra y se dieron a improvisar sin hacer caso del apuntador.

Pero todo esto era para más diversión del gran director de escena, que, con un gesto inefable, hacía volver a los infieles muñecos al lugar asignado de antemano.

Los había construido completamente diferentes para que no pudieran comprenderse mutuamente y estallaran el odio y los prejuicios entre ellos; unos eran blancos y otros negros y amarillos y los blancos se creían mejores y más bellos y perfumados, aunque el olor de algunos de ellos ofendería a veces el sagrado olfato de la deidad. Había esclavizadores y defensores, líderes y estúpidos seguidores fanatizados, otros eran engendros deformes ante seres bellos, inteligentes con estúpidos, brillantes y mediocres, afortunados y desgraciados.

De vez en cuando Jehová les enviaba sus profetas, especies de maestros de escena que adelantaban los acontecimientos y hacían vaticinios y les hacía saber por medio de ellos, que estaban obligados a amarse los unos a los otros, pese a todo, el odio que les suscitaba sus terribles diferencias.

Luchaban, sufrían, gozaban y despedazábanse en guerras y motines y después de un Primer Acto terrestre, seguían las lágrimas, las súplicas y las luchas en el reino de los dioses.

De pronto, en medio de la agitación de sus sueños-revelaciones, Elí estuvo la maravillosa impresión de la cercana presencia del Altísimo, del que estaba por encima del terrible Jehová. Lo buscó desesperadamente, ansioso de su luz, anhelante de su belleza, hambriento de su calor.

Y súbitamente lo tuvo enfrente, cercano, lo más próximo que podía desear. Un grito de horror y de indecible angustia escapó de su pecho.

—¡No puedes ser tú!… ¡No puedes ser tú!…

La presencia de Él, el del Nombre Impronunciable, era completamente distinta a todo lo que Elí en su fe ciega, había imaginado desde que hiciera aquel “sensacional descubrimiento” en la Biblia clásica, en los cabalísticos estudios; aquello que su alma presenciaba ahora lo inundaba de pavor, dejaba pálido a todo lo más abominable y asqueroso que la mente humana más perversa pudiera soñar.

Su sola presencia inspiraba odio, angustia, terror y desesperación. Era una monstruosa aberración flotando en la negrura de Lo Que no Existe. Y de inmediato el ser inmenso, grandioso, hórrido, espantable, encontró los ojos de Elí que se sintió como herido por un rayo, fue como si la mente del Supremo lo absorbiera, lo llevara a su interior y lo dejara saciar allí dentro sus ansias de conocer la verdad. Y Elí lo supo todo. No había Verdad.

Todo sucedía en la mente de aquel Dios. Todo era el sueño de un monstruo infinito, que se aburría en su soledad y temía a otros monstruos. El mismo Jehová solo existía en su mente inmensurable, no lo había creado aún para que él creara después el universo, y las alimañas del universo. Solamente lo estaba soñando todo. Quizás ni lo llevaría a cabo jamás. Después de haberlo imaginado todo, desde el Principio hasta la Consumación, muy difícilmente cometería tan cósmica barbaridad. En lo que despertara, en lo que dejara de pensar en ello, todo terminaría. Jehová y toda su obra, volverían a ser lo que nunca ha existido. Y todo se arreglaría para siempre.

Al día siguiente, bien alto el sol ardoroso sobre las quemantes arenas del Sinaí, arreció la lucha entre los descendientes del Gran Faraón y los hijos de Moisés. El monótono estrépito del tableteo de las ametralladoras parecía lluvia cayendo sobre techos de zinc, roto a veces por el estallido de granadas impertinentes.

Una figura extraña, de cabello completamente blanco y ojos extraviados se alzó de las trincheras israelíes y caminó sin armas, como un sonámbulo hacia las líneas enemigas, mientras los impactos de los proyectiles sacudían su enflaquecido cuerpo y bañaban de sangre el sucio overol de kaki. Al fin, fue a caer como un pingajo despedazado sobre las alambradas egipcias.

Era Elí Ben Gurt, el visionario.

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