literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Gabriel Picón Febres

Mar 7, 2025

La revancha

I

El mocho Antonio era en aquella población una amenaza constante para la mayor parte de los habitantes de la localidad.

Con el sombrero tirado para atrás, la mirada insolente y un andar de infinita petulancia, recorría todas las calles, penetraba a los establecimientos mercantiles, se introducía a los botiquines, asaltaba los hoteles y llegaba a todas partes, seguro de su poder, lleno de la vanidad del dominio y deseoso de aplastar a todo el mundo.

El calificativo antepuesto a su nombre de pila le venía por tener el dedo índice de la derecha mano un poquito más corto que los otros, a causa de un antiguo traumatismo que le produjo una rara deformidad en la parte lesionada, con cuyo extremo se complacía en hacer señas cuando pasaba algún cura, se acercaba una vieja rezandera o veía venir por la acera de la calle una dama de alto fuste,

… solterilla de pocos abriles
o casada de muchos bemoles
o jamona de alientos viriles…

—Palo de hombre es este mocho! — gritaba él mismo con soberbia imponderable cuando sentía crepitar sobre sus nervios los vapores del alcohol.

Por debajo del paltó, que usaba corto para mayor alarde, le sobresalía, cuatro dedos por lo menos, el bruñido cañón de un revólver nuevecito y la argentada punta de la vaina del puñal, armas que se ceñía en la cintura desde el momento de levantarse hasta la hora de dormir; portaba siempre un bejuco encabullado y llevaba además en la faja del revólver, a prevención de cualquier lance posible, las cápsulas de repuesto necesarias.

Llamaba levitudos a la gente distinguida, para expresar con una palabreja cualquiera su desprecio, un desprecio estudiado más que real, largamente estudiado para ocultar tristes rencores, antipatías crueles, odios intensos, tan gratuitos como injustos, de esos que no sirven sino para fomentar discordias y producir brotes de horror en la vida de los pueblos.

Para él no había en la villa dama honesta ni doncella recatada; los hombres del dinero eran unos grandísimos ladrones, patiquines los muchachos de la buena sociedad, focos de pudrición los curas y godos los individuos que no andaban de taberna en taberna o arrastrados torpemente en el polvo de las infames orgías callejeras.

De a caballo era un tormento. La daba entonces por beber en las bodegas malos tragos de aguardiente, y los humos de la guapeza, en mezcla temible con los humos del alcohol, daban frutos de barbarie en plena calle: disparos, gritos de angustia, carreras, atropellos…

Podría pensarse que los hombres del lugar eran una porción de cobardes mujerzuelas, o que en la ciudad no había quien hiciera respetar los derechos ciudadanos, pero os explicaréis la rareza de este caso cuando os diga que este Antonio era una especie de coco sostenido y apoyado por un cierto aspirante a señor de la Parroquia.

¡Flaqueza humana que lleva a algunas gentes a odiar las bellezas de la vida cuando no pueden pasar de los pórticos sagrados; que les hace advertir sin causa justa sólo sombras y miserias en donde lógicamente no encuentran sino altísimas virtudes; que los impulsa a manchar con baba inmunda, tal vez por que para sus manos está alto, lo mismo que sus pensamientos comprenden noble y bello y sus ojos levantan en pedestal de soberbia admiración!

II

Sucedió que una noche el mocho Antonio pasaba por frente al establecimiento mercantil de un mozo de apellido González, en el instante mismo en que éste rompía a reír con bulliciosa alegría. Había otros amigos en la casa y se conversaba de algo muy festivo, que había provocado la risa de todos y aquella explosión incontenible en el dueño del negocio.

El mocho Antonio se devolvió furioso, o con apariencias de estarlo.

— ¿Usted cómo que se ha reído de mí? — dijo.

González, con mucha calma, le contestó enseriándose:

—No, amigo Antonio, no se me ha ocurrido tal cosa.

—Amigo, no. No me adule. Yo no soy amigo de usted ni quiero serlo. Usted se reía cuando yo pasé y sepa que a mí nadie me tose.

González se puso lívido primero y después la sangre, en tumultuosa avenida hacia el cerebro, le congestionó el rostro. Todos creyeron que iba a estallar, porque era hombre conocidamente brioso, pero no fue así. Trémulo de rabia, pero dominado completamente, contestó:

—Bien, señor, yo me re…

—Señor tampoco— gritó el mocho envalentonado—. Yo no quiero señoríos del demonio, porque para eso soy democrático legítimo, contramarcado y doble acción.

—Quiero decir que yo me reía en el momento en que usted pasaba, pero fue por una casualidad. Pregúnteselo a los amigos que están aquí presentes.

El mocho los midió a todos con una mirada olímpica y salió diciendo baladronadas, sin despedirse y contoneándose. González, abrumado, cayó sobre una silla. En sus párpados dos lágrimas temblaban. Todos, apenados, no se atrevían a hablar.

Afuera, en la calle, los curiosos comentaban: Quien hablaba del miedo de González, de la valentía del siniestro matachín, de la utilidad incuestionable de esta clase de hombres en los pueblos. Aquel otro indiferente, sin hacer juicio ninguno, lamentaba de veras lo ocurrido. Un tercero se extrañaba de la flaqueza de ánimo exhibida por el comerciante ahora, cuando en otras ocasiones había dado pruebas de una gran entereza de carácter y de un alto valor caballeresco. ¿Qué pasaba? ¿Decadencia de la energía física? ¿Cosas de la edad, tal vez?

En el interior de la casa un chiquillo lloriqueaba…

III

Una mañana González se levantó de su cama decidido. La tensión de sus nervios había llegado al grado máximo. Su prudencia había agotado todos los recursos para evitar lo que él tanto temía, pero ya no podía aguantar más.

Estaba flaco, las manos calenturientas, los ojos ardientes. Luchando entre su amor propio herido y el amor que profesaba a la esposa y a los hijos, entre sus impulsos de hombre y sus deberes de padre de familia, se consumía en una violencia desesperada. Más de una vez, pronto a reventar como un cartucho de pólvora, había, con verdadero heroísmo, acallado sus sentimientos, dominado sus ímpetus y hecho apagar en el interior del pecho los salvajes rugidos de su cólera.

Alma ruin, el mocho Antonio creyendo que el otro le toleraba por miedo su insolencia, se había propuesto molestarlo de todos modos, burlarlo delante de la gente, insultarlo desde la acera de la calle y hasta metérsele a la tienda de a caballo, para beberle los tragos a la guapa y quebrarle luego las copas en el bruñido mostrador.

Esa mañana, después del desayuno, González se fue para la casa de la primera autoridad y le contó lo que le estaba sucediendo, suplicándole además que mediara para evitar un conflicto. El Jefe Civil era un buen hombre, más no sabemos si se ocupó de poner las cosas en orden o si le dio miedo meterse en el asunto, porque, aun cuando os parezca inverosímil, estos miedos

eran entonces posibles
en cualquier villa lejana
de esta gentil capital.

Lo cierto es que a las once el mocho se presentó a la tienda de González. Día domingo, la casa estaba llena de compradores de los campos y tertulianos de la localidad. Entró despacio, disfrazando sus intenciones con una sonrisa leve, y habló así:

—Me dicen, señor González, que estuvo usted en casa del Jefe Civil a decirle algo de mí. ¿Es esto cierto?

—Efectivamente —contestó el otro resuelto—. Fui a contarle lo que me ha estado pasando con usted y a pedirle un inmediato remedio, porque no estoy dispuesto a tolerar más insultos ni atropellos.

—Ta, ta, ta —contestó el mocho—. Pues sepa usted que las acusaciones se quedan para las mujerzuelas de la calle, porque los hombres se defienden de otro modo. Pero ya se ve que es usted un sinvergüenza, porque responde a los golpes que le dan con chismografías de cocina.

Y le tiró por encima del mostrador un foetazo por la cara. González esquivó el golpe, cogió el primer cuchillo que se encontró a la mano y se precipitó como un tigre. El desgraciado provocador no tuvo tiempo ni de lanzar una queja, tal fue el ímpetu de la acometida y de certera la tremenda puñalada.

Y mientras la gente corría de todas partes, y González, enloquecido y frenético, daba golpes y más golpes sobre el cuerpo de la víctima, en el interior de la casa el chiquillo llamaba con su vocecita aguda:

—Papaíto… papaíto…

***

El desastre

Julio Duran tenía entonces veintiún anos y era un muchacho encantador, no tan sólo porque sus miembros eran fuertes y esbeltos, como los de un buen ateniense del tiempo de Pericles, sino también por la dulzura y armonía del rostro, y por la manera a un tiempo amable y sólida, chispeante y sencilla de la conversación.

Aun cuando no inocente como un niño, era, sí, un espíritu el suyo todo lleno de ingenuidades candorosas. Perteneciente a una vieja familia de abolengos ilustres, Julio había sido educado bajo el régimen severo de una tradición venerable, sin permitírsele otras expansiones que las prescritas por el Código Social, dentro de un rigorismo en veces verdaderamente violento. Pero esto que en cualquier otro individuo habría dado al traste con la excesiva vigilancia paterna, en él no hizo sino aguzar sus facultades, inclinarlo más si cabe al amor de los estudios y convertirlo en un soñador feliz, que desconocía por completo las tristezas de la vida y las trágicas explosiones de las miserias humanas.

Sin tiempo para la observación, porque el estudio no le dejaba hora libre, y teniendo por modelo de sus acciones las de un padre hecho a la antigua, que respetaba el hogar con la superstición de un creyente y hubiera sido incapaz de prostituirse, aun a costa de los mayores martirios, Julio Duran creía con perfecta buena fe en la amistad de los hombres, en el desinterés del cariño, en la exactitud honorable de las manifestaciones sociales. Por su fortuna o desgracia, él no conocía sino las traiciones históricas, y se habría indignado seriamente si cualquier indiscreto le hubiese dicho que sus amigos le reían por detrás los escrúpulos de su caballerosidad quijotesca. Él no lo hubiera creído.

Así conoció a Florencia y se enamoró de ella con el vértigo de una pasión delirante. Hasta entonces no había amado, ni sentido tan siquiera en su corazón el calor de una ardiente simpatía. Pegado de los libros, ante la mirada inquisidora del padre, había pasado por delante de todas las mujeres sin una emoción extraña, casi sin verles el rostro, sin apercibirse nunca de que tras las blondas de seda de los vestidos hermosos, bajo los bordados de los corpiños fragantes, en medio de la adorable ligereza de la femenil estructura, el fuego de los amores ardía, incitando los deseos, haciendo vibrar en torno las campanas del ensueño, invitando con la visión de las carnes palpitantes al supremo deleite de los placeres frenéticos.

Y era porque en la juventud sosegada de aquel tímido muchacho el rayo de la pasión no había turbado hasta entonces los serenos horizontes.

Ahora, en presencia de Florencia, todo el calor de los amores dormidos se condensaba velozmente y amenazaba con un estallido impetuoso. Julio Duran, acostumbrado a tratar tímidamente a todo el mundo, se encontraba de manos a boca con aquella figurilla radiante, de ojos oscuros y terso cutis de nácar, de cabellos dorados y voz armoniosa como una melodía de Schubert. Ella lo dominó desde la primera vez que se vieron con la gracia inimitable de su conversación familiar y lo encantó con la belleza triunfante de sus veintiséis abriles. Y él, cuya virilidad poderosa estaba intacta, sintió que por su espina dorsal corrían escalofríos de fiebre, se rindió desfalleciente a los pies de la muñeca gentil y vio que por todos los contornos florecían los fragantes jazmineros de la encantadora ilusión.

– o –

Como sucede siempre con las grandes pasiones, Julio Duran no había tenido tiempo, de reflexionar si aquella linda mujer era la que le convenía para esposa. La había visto, la había amado locamente y se había casado con ella. Eso era todo. Pero desde los primeros momentos, después de pasada la posesión rabiosa de la hembra, había sufrido un desengaño brutal.

No era Florencia el tipo de la caraqueña clásica, gentil y virtuosa al mismo tiempo, atrayente por el chic de la tradicional elegancia y pudorosa hasta en el seno mismo de la cámara nupcial. No. Era la caraqueña trivial, tan vacía de cerebro, como llena de vanidades ridículas. Había en aquella muñequilla diabólica una perversión instintiva, una vulgaridad extrema en la vida íntima, un descoco tan grande para todo, que Julio comprendió tardíamente, cuando ya el remedio era imposible, que su felicidad estaba perdida para siempre. La herida de su corazón manaría sangre por el resto de su vida, porque la huella del primer desengaño no se borra ni se acaba con el peso de los años.

La misma educación del muchacho, tan cuidado por sus padres, había sido la causa de esta desgracia. Él, incapaz de nada innoble, firme por una conciencia recta, no se imaginó jamás que tras las formas frágiles de una muñeca tan linda, pudiera encontrarse una índole perversa. Se había engañado tristemente y ahora sufría en silencio las consecuencias de su imprevisión lamentable, de tal manera que cuando ella alborotaba la casa por los caprichos de su temperamento irascible, él se recogía en sí mismo, dominaba sus rencores, hablaba paso para que no se apercibieran los criados y terminaba, con mansedumbre de santo, por evitar el escándalo.

Así pasaron dos años. Él, resignado, haciendo esfuerzos supremos por sostener el decoro del hogar, dominando con amor el rumbo de los acontecimientos. Ella, casquivana, descontenta, tascando con fiera rabia sombría el freno que le señalaba el camino. Para colmo, aún no habían llegado los hijos.

Cierta noche, al terminar la comida, Julio se despidió de Florencia porque debía salir a la calle, pero habiendo cambiado de parecer entró a la sala y se ocultó, sin intención de espionaje, detrás del parabán de dibujos japoneses. Ella, en el interior, no se apercibió de nada; y, muy contenta, con un elegante vestido y trascendiendo a perfume, vino a apoyarse en el marco de la ventana. Él la miraba con curiosidad inocente desde el fondo de su escondite. Tenían varios días de vivir tranquilos, sin pelearse ni ofenderse, y Julio se hacía la ilusión, porque en el fondo su amor era siempre intenso, de que acaso estaba conquistada la enmienda. De modo que en aquel instante, viéndola tan hermosa, se sentía casi feliz y hasta con cierto orgullo, también, por ser el poseedor absoluto de aquella linda criatura, de cuyos encantos se volvía lenguas la gente.

De pronto notó que alguien estaba por fuera. Florencia, vuelta sobre la ventana, impedía ver al interlocutor. Sin ser celoso, Julio se sintió desagradado. ¿Por qué? El mismo no se lo explicaba. Inclinándose, conteniendo el aliento, logró distinguir la silueta de un hombre. Era una cara conocida pero no amiga: la de un vecino reciente. Este, sostenido el cuerpo en la balaustrada, mantenía entre las suyas una mano de Florencia, y ambos se decían por lo bajo dulces palabras de amor:

—¿Me amas?

—¡Mucho!

—¿Entonces..?

—El domingo, en el baile de Carnaval…

—Yo, vestido de Pierrot, con una cinta azul en el cuello.

—Y yo de Colombina, con otra igual en el pecho.

Faltaban apenas tres días y la gente pasaba con ruido de fiesta por las calles. Algunos hombres disfrazados de mujeres hablaban con voz de falsete y varias comparsas discurrían alegremente, olvidados de los crueles dolores, de la triste miseria humana.

Julio, con los puños crispados, con los ojos salientes, convulso de odio, enloquecido por la sorpresa del golpe, tuvo, en medio del vértigo que lo dominaba, fuerza suficiente para dominar sus impulsos. Aún no era tiempo de obrar. El día de la cita. El domingo de Carnaval. Con este pensamiento se serenó y pudo oír, llorándole angre el alma, el resto de la conversación…

En la esquina un vendedor de billetes de lotería pregonaba a gritos:

—¡Para er solteo de mañana: er 57 pelao!

– o –

El domingo partía Julio en el tren de las ocho y media en dirección del vecino puerto. Iba al balneario, según manifestó, a pasar en calma los días de locura de la gran fiesta jocunda. Florencia, muy atenta y con mucho mimo, lo despidió en la Estación, deseándole dicha y tranquilidad.

—Te cuidas mucho ¿sabes?-le dijo cuando ya salía el tren.

Julio, desencajado, la miró torvamente, y, ya solo, sin necesidad de disimulo, cerró los puños y dijo alguna cosa siniestra. Los pasajeros lo miraron un momento extrañados, preguntándose si aquel hombre estaría loco.

Y él, con los ojos cerrados, tendido en su poltrona, con la cabeza apoyada entre las manos, daba vuelta por la centésima vez al cilindro de sus negras meditaciones. ¿Qué debería hacer? Desde luego la sangre iba a brotar a torrentes.

Él le había sacrificado todo a aquella mujer infame: su libertad, su talento, sus energías, su amor inmenso y noble; y en cambio no había recibido sino decepciones tremendas. Verdad que ella le había ofrecido las flores de una virginidad ardiente, en un cáliz fragante, hecho como para escanciar licor de dioses, pero luego el ángel quemó sus alas blancas y se vinieron a tierra todas las glorias de la felicidad soñada. Ahora se encontraba solo, desesperado, frente a frente de la realidad horrible, y todos sus padecimientos de dos años de lucha se juntaban con los profundos del momento para producirle el frenesí de una venganza furiosa.

Pero lo raro de este caso es que la figura del hombre no cruzaba por el pensamiento de Julio. No. Ella era la culpable de todo. Aquel ladrón de amor no había hecho sino lo que otro individuo cualquiera. Provocado y perseguido por ella en su propio hogar, había cedido a la tentación de la carne, imperativa y enloquecedora siempre. Julio recordaba ahora los días en que Florencia, contra su voluntad y aún contra sus órdenes, iba a la casa del vecino, fingiendo afecto a la esposa de aquel hombre. Lo recordaba y lloraba de furor. De modo que aunque le fuera posible evitar el encuentro entre Florencia y su amante, ya él no podría vivir jamás con tan inicua mujer, porque moralmente estaba consumada la falta.

En este instante el tren se detenía en el Zigzag, y Julio bajó apresuradamente para tomar puesto de regreso a la ciudad. Él quería oír de los propios labios de Florencia la confesión de su culpa, sentir la bárbara estocada en el corazón y hundirse para siempre en la desolación de la hora. Por esto regresaba, con el propósito de realizar un plan previamente convenido.

Ella, mientras tanto, descansaba tranquila, sin adivinar la tormenta. En la noche acababa de comer, cuando recibió un papel, escrito en letras de máquina y concebido en estos términos: «No puedo ir al baile. Asunto gravísimo. Te espero en un coche cerrado a la puerta de tu casa, a las ocho en punto. No me llames por teléfono y procura estar en el interior hasta la llegada del carro. Disfraces convenidos. Urgentísimo.»

¿Era posible la duda? Se vistió rápidamente y salió al ruido del coche. En el fondo de éste, disfrazado de Pierrot, Julio la aguardaba temblando. Cuando Florencia entró, los caballos arrancaron al trote y Julio la cogió en brazos, murmurándole, como si fuera el otro, dulces palabras de amor. Ella, balbuciente, lo estrechaba toda trémula, lo mordía en la nuca, detrás de las orejas, se entregaba vencida, como una hembra en celo.

De pronto sintió que los brazos que le rodeaban el tórax, apretaban como tenazas de acero, y oyó allí dentro, muy cerca, en sus propios oídos, una cosa que al principio le pareció inverosímil: la voz de Julio en un rugido de muerte. Entonces gritó, gritó frenética, con la desesperación del dolor y del terror. El cochero, asustado, se detuvo y la gente que llenaba la calle se arremolinó en torno y se precipitó sobre el coche.

Tendida, con su disfraz de Colombina, Florencia yacía inerte, con un espumarajo sanguinolento en los labios, por siempre sin vida las suaves morbideces de su cuerpo, mientras Pierrot, con su grotesca risa de carmín y de albayalde, ocultaba las lágrimas de fuego que le quemaban el alma.

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