Oficina pública de atención
Comunidad de la parroquia San Bartolo del Municipio El Cucharo del estado Sucre península de Paria; Venezuela/Indios Caribes.
Una casona antigua llena de ventanales de grandes dimensiones y puertas gigantescas de madera a dos hojas. Todas las ventanas están abiertas hacia el frente del edificio y la puerta principal también, abierta de par en par hacia adentro, custodiada por un Policía de punto que se distrae graciosamente con los chismes del teléfono.
Eladio Guaramatos cruza la calle esquivando un motorizado que a esa hora temprana hace acrobacias. Se detiene en el poste que tiene la nomenclatura y lee: calle Barajó, el tiro este 2/plaza Bolívar. Entra en la Alcaldía sin que el Policía se dé por enterado. Guaramato ve al Policía con extrañeza y continúa hasta la oficina de información que señala un letrero de colores llamativos: es la oficina número 1.
Eladio Guaramatos es un hombre alto y delgado, de unos 60 años de edad, de tez blanca (tostado por el sol) vestido de traje y corbata; puesto trae un sombrero de paja de ala ancha y calza unas alpargatas hechas de moriche.
-Buenos días en que puedo atenderlo – Le expresa la señora, del otro lado del letrero, por la rendija que deja el vidrio que la protege de miradas.
-¡Buenos días! – responde Eladio muy sonriente. – ¡Quisiera hablar con el Burgomaestre, señorita!
-¿Tiene usted una cita?
-¡No! ¿Qué cita?
– Antes que continúe hablando – la señora lo ataja -vaya a la segunda puerta (se la señala) y pida la cita.
Eladio, siempre sonriente, camina hasta la segunda puerta; repara en el reloj de pared, son las 8:45 am., observa su reloj de pulso y comprueba que están sincronizados. Se inclina en la ventanilla para llamar la atención.
– ¡Buenas! Para una cita por favor…
Una señora, con un turbante ceñido a la cabeza y con un lápiz terciado en la oreja izquierda, sin dejar de ver la pantallita del celular.
-Sí, ¿qué desea, Señor?
-¡Es para una cita con el Burgomaestre!
-Muy bien; ¿para cuándo la quiere? Hay para mañana, pasado mañana y hoy.
-¡Hay para hoy, fenómeno.! – se alegra Eladio
La mujer saca un libro de la gaveta del escritorio; se arrellana en la silla y sin dejar de ver el teléfono se descuelga el lápiz de la oreja.
-¿Para la mañana o por la tarde?
-¡Para ahorita, señorita!
-Dentro de 30 minutos. ¿Cómo se llama usted?
-Eladio Guaica Guaramatos.
-Número de cédula señor.
Eladio se saca la cartera y de esta extrae la cédula y le canta el número.
-Trescientos setenta y cinco mil once (375.011).
Después de anotar los primeros tres números la mujer le pregunta
– ¿Con o sin cero?
– ¡Cero (0) once!
– ¿Alguna otra cosa?
– No
– Espere allí.
Guaramatos va hasta las sillas que están de tres en tres a todo lo largo del pasillo. Después contempla por un rato el reloj de la pared. Pasa el tiempo, compara su reloj. La espera lo desespera. ¡Qué 30 minutos más largos! Pasan los 30 minutos. Se inquieta. Camina, da pasos lentos; está al límite cuando se abre la puerta del despacho. Una señora elegante de pelo suelto y abundante, con libreta en mano lo llama.
-Eladio Guaramatos – grita como si estuviera en un hospital.
Eladio voltea a mirar las sillas, sólo él está apuradito y sonriente. Se levanta. La señora le da espacio para que entre a la oficina del Burgomaestre, que detrás de una montaña de libros, carpetas y papeles amontonados sin orden sobre el escritorio (no se ve), se empina para sacar la cabeza por encima del montón de libros.
Se asoma para ver al ciudadano:
-Siéntese y dígame, dígame qué lo trae por ahí, ¡cuéntemelo todo!
Eladio está asombrado. Se sienta, toma algo de tiempo antes de exponer su caso
– Bueno, Doctor, verá usted.
– Dígame, dígame.
-El caso es que (piensa un poco). mi compadre y yo tenemos un hatajo de piedras que usamos para sostener en alto la compuerta del aguadero.
Se relaja un poco
-¡Anjá…! Siga, siga – un apurado Burgomaestre que parece ocupado lo azuza inmisericorde.
Eladio continúa el relato:
– Su mujer quiere que le regresen sus piedras y lo amenazó con seguir brincando en la cama…
El Burgomaestre que al parecer no está interesado en el cuento insiste que apure el cuento.
-¿Qué es lo que pasa?
-Pues, el compadre se duerme.
Al Burgomaestre se le acabó la paciencia y consiguió un atajo;
– Mire, estuvo bueno el asunto; pero eso no es por aquí. Vaya a la oficina número dos: «Entuertos del hogar»; ahí le resolverán el caso.
Todo confuso Eladio le plantea
-Doctor, yo.
El burgomaestre no lo deja hablar, se inclina de nuevo por encima del montón de libros.
-Siga, siga… dígales que lo mando yo. Ahí lo resuelven – y vuelve a esconderse tras el escritorio.
Eladio, algo molesto, sale del despacho. La secretaria lo espera.
– ¡Acuérdese de tomar la cita!
Eladio que no sabe qué hacer. Confuso, le dice:
– El me mandó directo.
La secretaria que sí lo oyó, se hace la pendeja. Le dice:
– No importa, vaya a la taquilla número tres; son las órdenes.
Eladio sale del despacho arrastrando los pies (ha dejado de sonreír) y así hasta la taquilla tres con esa arrechera. Es la misma puerta dónde lo enviaron primero. Después de un rato llamando, aparece una señora, con una bufanda rodeándole el cuello y con una cabellera amarilla toda despelucada. Eladio sospecha que es una peluca y que se lo están vacilando.
-¿Tiene una cita? – le dice la señora.
-Claro que no – le responde (malhumorado) Eladio
Ella se retoca la melena
-¿Para mañana o para pasado mañana?
-Para hoy, para ahorita; me mandan de allá (le señala la oficina del burgomaestre).
La secretaria relee el libro y lo recorre con el lápiz (buscando espacio); le manifiesta
-¿En la mañana o por la tarde?
-Pues, ahora – y ve el reloj: 9:30am.
-En 30 minutos – le dice la secretaria.
-Está bien – responde.
-¿Cuál es su nombre?
-Ya estoy anotado; mírelo ahí: Eladio Guaramatos.
-Busque dónde sentarse y espere que lo llamen.
Toda esta parafernalia si solo él está ahí (piensa); además, las secretarias parecen ser la misma mujer. Se sienta al medio de la hilera de sillas, pero al igual que antes le inquieta la espera: se descubre la cabeza, con el sombrero se da golpecitos en la pierna y, en ese momento, se abre una puerta.
– Señor Eladio Guaramatos
La secretaria le pega un grito. Guaramatos brinca de la silla y rápidamente llega a la oficina que está al lado del burgomaestre. La secretaria es muy parecida a las anteriores, pero con el pelo recogido. Libreta y bolígrafo en mano:
– ¿Cuál es su número de cédula?
– Pero ya se los dije – bruscamente responde.
-Repita; aquí es otra cosa y esas son las reglas.
-3-7-5-0-1-1 (muy desganado)
Ella lo anota, abre la puerta y lo convida a pasar. Eladio entra cauteloso, está vez lo recibe un señor de peluquín, sin lentes, desde una silla giratoria que le da el frente cuando siente que entra.
El secretario lo observa de arriba abajo y con elevado carácter le dice:
– Siéntese y dígame, dígame en qué puedo servirle.
Eladio, sospechoso que es el mismo burgomaestre, piensa un poco antes de iniciar el cuento
-Yo y mi compadre tenemos un hatajo de piedras.
-El burro por delante – en son de chiste lo corrige el secretario.
– Señor, es que lo dije antes.
-Siga.
-Para sostener en alto la compuerta que le da paso al agua, todas las noches hay que colocar las piedras y ahora la comadre quiere que le regresen las piedras o seguirá saltando en la cama; por ese motivo el compadre se queda dormido y no me ayuda, se duerme y no puedo yo sólo.
-¿Qué pasa cuando se queda dormido?
-Que se sale el agua por todas partes y no llega a los sembradíos, ni a la comunidad.
-¿Y qué quiere ustede que hagamos nosotros?
– Bueno, que obliguen a la comadre a dejar de saltar y nos deje las piedras; así el compadre descansará y no se perderá el agua.
– ¿Cómo es eso del salto en la cama?
– Usted sabe: él está allí y ella salta y se ensarta; así que no puede descansar por la noche y se duerme.
-Eso es una mamadera de gallo. ¿Usted cree que estamos aquí para eso? ¿Acaso no hay más piedras en el pueblo?
– Señor, es un caserío al frente de la playa y solo hay arena y cocos; ni siquiera la calle principal está empedrada.
– Búsquese otro ayudante o sustituya las piedras por otra cosa que sostenga la puerta.
– ¡El compadre está adolorido y maltrecho.! No quiere más brincos y otro ayudante no hay; nadie quiere alejarse del pueblo
– ¿Por qué no quieren alejarse del pueblo?
– Por ver a Santita, la comadre cuando anda por la playa, así esté tapada.
– ¿Se desnuda en la playa?
– ¡No! En shortcitos cortos y apretados o en hilo dental…
– ¿Es un monumento?
– Algo así; es un espectáculo gratuito y sabroso. ..
– ¿Que tienen que ver las piedras en esto?
– Santita es muy, ¿cómo puedo decirlo?, muy fogosa y el compadre muy tranquilo pero celoso, así que tiene que cumplir con los caprichos de la comadre.
– ¡Y eso es a diario!
– Sospecho que así sea.
– Esto es un círculo vicioso: el compadre no quiere más brincos y la comadre quiere las piedras. ¿No será que ella lo que quiere es brincarle a usted?
– ¡No señor; yo no me someto a ese atropello!
El asistente le aconseja:
– Búsquese un cura; nosotros no resolvemos problemas de esa índole; ella tiene un espíritu que la hace actuar así. Necesita un exorcismo.
Eladio sale de la Alcaldía pensando en dónde conseguir un cura a esa hora; tan preocupado que no repara en el Policía que se ha mudado hacia la otra hoja de la puerta, esta vez sentado en una silla reclinada de la pared e igual de ensimismado con el teléfono.
Por la misma acera, unos metros más adelante, está la Iglesia. Quizás tenga suerte, piensa, y consiga quien pueda hacerle el exorcismo a la comadre; un remedio antiguo, porque la ley no va a ayudar y seguirá botando el agua del canalete.
La Iglesia también tiene las puertas abiertas. Entra silencioso. Siempre ha sabido que en la Iglesia hay que andar despacito, callado, para no despertar a los santos ni alborotar a los muertos. La iluminación es tenue debido a las pequeñas bombillas con aspecto de velas que están a lo largo de la nave central y otro poco de luz natural que se cuela por los vitrales coloridos a lo largo de los pasillos. Eladio se persigna, mientras pone la rodilla derecha en el piso: es una solicitud de permiso para entrar. No ve a nadie ni sentado en los bancos, ni andando por ahí. Las esculturas de vírgenes y santos no dejan de observarlo y así de silencioso llega hasta el confesionario donde un cura doblado en el piso recoge algo.
El cura sorprendido se incorpora; es bajo de estatura y con un gran vozarrón lo saluda:
– Hijo mío, ¿en qué puedo servirle?
– Padre, tengo un problema que las autoridades no saben cómo resolverlo….
– ¿De dónde vienes?
– De la Aldea «San Bartolomé», en el Cucharo, padre.
– ¿De qué se trata? ¿Puedes contarme aquí o prefieres la confesión?
Eladio esquiva la mirada del cura y la dirige hacia la cúpula de la Iglesia; luego comienza la narración:
– Verá usted, mi comadre durante el día le brinca en la cama al compadre, y el pobre está todo magullado y dolorido, por lo que ha dejado de ayudarme en el trabajo; no quiere ir al médico y el compadre no permite que la vea ningún hombre….
– ¿Y qué soy yo?
– Pero usted es un padre, no hay problemas, eso lo sabe él.
– ¿Y qué es lo que usted quiere que haga?
– Un exorcismo, padre: que le quite la inquietud a la comadre.
– Hijo, esa práctica quedó en desuso hace mucho tiempo; ahora hay psicólogos, loqueros y brujos.
– Pero, padre él no quiere machos cerca de allá; sólo a usted aceptaría.
-¿Y quién es la comadre?
– Es algo así (pinta una «S» con las manos en el aire); padre, está como una perla virgen. Todo el mundo la quiere, incluyendo los muchachos…
– Menos usted, el buen compadre, ¿no es así?
– Yo no estoy para esos brincos, padre; y la comadre no tiene sesteo.
– ¿Cómo? ¿Que no tiene sostenes?
– Que no se cansa, quiero decir.
El Párroco lo toma del brazo y juntos caminan hasta el banco de los lamentos; un espacio repujado en la pared, donde los deudos le prenden velitas a sus muertos y rezan en silencio. A pesar de la soledad en la iglesia, el Párroco toma precauciones para hablar de lo prohibido.
– Hijo, ¡cómo te llaman?
– Eladio, Padre; Eladio Guaramatos…
– El exorcismo no es cosa de juegos no hay que tomárselo a la ligera. Sí accedo tienes que tú y tu compadre rigurosamente cumplir con los que les diga, sin cuestionar el procedimiento ni los resultados. ¿Estás de acuerdo?
– Por supuesto
– Tú, pero, ¿y el compadre?
– Nosotros somos como un par de morochos, lo que hace uno lo corrobora el otro. No se preocupe, seremos tan discretos como una tumba.
– Lo primero es que ella no puede enterarse y ni siquiera sospechar que le extraemos el Demonio.
– No se enterará, padre; ella duerme toda la mañana y está de sueño pesado. Por eso es tan ansiosa en las noches para brincar y saltar.
– Bueno, yo llevaré la mirra, el incienso y el almizcle. También un poco de agua bendecida para tales fines y ustedes tienen que hacerse con un menudo de ganado joven, limpiar las tripas y convertirlas en una soga, para amarrar de pies y manos. Con el resto: la pajarilla, riñón, bofe y el hígado preparan un «palo a piqué», con mucho plátano maduro, para comérselo después.
– Padre, usted piensa en todo.
– Hijo, es un ritual extenuante. También deben de preparar con el aguardiente de penca «un amargo»: a medio litro le agregan canela en polvo (una pizca), 3 dientes de ajo criollo, del pequeño y molido. Unos chirlitos entre verdes y rojos (abiertos a la mitad), sal no mucha. Todo esto lo baten hasta que quede bien mezclado. Luego, en el amargo ahogan una culebra mansa, que esté viva, por supuesto; en las fincas hay muchas. Si no consiguen la culebrita, pueden ahogar unos gusanos rosados y gordos como un dedo que producen las matas de plano.
– Padre, ¿es necesario todo esto?
– Si la quiere curar, sí.
-Pero, esto no es lo que se ve en las películas, padre.
-Es un proceso largo, muy delicado y preciso. En las películas no hay tiempo para recrear todo el exorcismo. Recuerde que tratamos con Satanás, el perverso, no con su comadre, y tenemos qué ablandarlo.
– ¿Usted le va a dar de comer eso?
– Por supuesto, y sus reacciones son impredecibles. Hay que amarrarla y taparle la boca con una «trufa» para acallar sus gritos. De seguro armará un berrinche. Señor Eladio, ¿será que recuerdas lo que hay que hacer y mantenerlo en extremo secreto?
-¡SI! Padre, ¿eso es todo?
– La primera parte; una vez listo el brebaje, lo embotellas y lo entierras por 48 horas en la arena caliente de la playa (tienen que velar la botella). Hoy es martes, digamos que para el sábado por la mañana, a eso de las 7:30am y con todo listo (libre de sospechas), me esperan a la entrada de la aldea.
– ¿No se le olvida nada, padre?
– Ah, sí, claro: una carterita de ron «carta roja» y un espejito para que se refleje Matusalem y salga del cuerpo de la comadre.
Cercanos a las 12 del mediodía ya se acercan las fieles matronas a rezarle a los difuntos; el Párroco Crecencio, ocultando la complicidad, se despide de Eladio
-Tengan todo listo el sábado
-Bueno, padre, ahí estaremos
Puntuales. Sábado 7:15am. Eladio pasa la mano por el borde de la fuente (sin agua) que tiene en el centro «el Relicario del pueblo de San Bartolo de Tunja»: un monolito que sostiene una copa a metro y medio de altura. Es un brazo orgullosamente fuerte: el brazo de un coloso. El tiempo y la falta de mantenimiento han secado la grama cucarachera que rodeaba el triángulo, en el cual los sanbartolomenses enorgullecidos pasaban las tardes, cantándole a la luna y al mar. También la arena, en complicidad con el salitre, hicieron lo suyo; secaron el cemento del fuerte brazo hasta cuartearlo, dejando algunas cabillas oxidadas a la vista.
Este monumento es la puerta de entrada al pueblo de Tunja. Eladio le da una mirada al reloj de pulso: aún faltan 5 minutos para las 7:30 de la mañana, y sigue dándole vueltas a la fuente, asido por el borde…
Antes que le atacaran los nervios, vio al pequeño Párroco acercarse con su maletica de ungüentos:
– ¡Ahí está! – le dice al compadre entre señas y hablando en silencio, para que se mantenga con la puerta entreabierta.
No corre, pero de puntillas va al encuentro con Crecencio, que de piernas cortas le parece lento a Eladio.
– Rapidito, padre, que no hay moros en la costa y Rapunzel está en el quinto sueño.
– ¿Se llama Rapunzel?
– No, padre; es un decir, se llama Santita.
Eustaquio le pone la tranca a la puerta.
– ¿Usted es el compadre?, le pregunta el padre.
– Sí, padre…todo está aquí en la mesa. Usted dirá, padre, ¿qué hacemos?
-Tomen la tripa para amarrarle las manos primeramente; antes que grite, le meteré la trufa en la boca. Ustedes rápidamente la inmovilizan, amarrando los pies a las patas de la cama.
Los tres entran al cuarto en puntillas para no hacer ruido. Eustaquio y Crecencio se le encaraman rápidamente para inmovilizarla. Ella se contornea ferozmente ante la sorpresa y cuando abre la boca Crecencio le tapuza la trufa. Ya silenciada, se baja de Santita y la baña con el agua bendita, mientras Eladio ha quemado incienso, regando todo su olor alrededor de la cama. Santita, con mucha fuerza y pujando, se sacó de encima a Eustaquio y lo tiró al piso. Intentó gritar medio incorporada en la cama; entonces, para Crecencio fue la oportunidad y le metió hasta el cuello de la botella dentro de la boca, obligándola a tomar del «amargo». Se fue en vómitos Santita.
Temeroso y precavido, el compadre le da la bola de grasa almizclera al padre, que de inmediato le unta a la comadre, embadurnándola desde la cabeza a los pies, todo el cuerpo de Santita, y más agua bendita. El padre, en un descansito, se tomó un palo de ron. Eladio también se tomó uno; el compadre no quiso. Y comenzaron los rezos, hasta que Santita agotada de tanto lidiar e intentar zafarse del tripero podrido, con el estómago revuelto de tanto amargo que le ha obligado a tomar el Cura, la pestilencia de los menjurjes con que la bañaron. Ante su estado tan deplorable Santita se rindió ante el Párroco.
– Ahora déjenme sólo con ella, para aplicarle los sacramentos.
– Padre – le dice Eustaquio -, ¡puede necesitarme..!
– ¡No es necesario, hijo! El demonio está fuera.
– Vamos, que me ha dado hambre – le sugiere Eladio a su compadre Eustaquio, que está algo resabiado.
– Pero, compadre, ese hombre se ha tomado media botella de ron.
– Compadre, ¿qué le puede hacer un Cura? Eso lo sabe todo mundo.
Siete meses más tarde la Aldea de Tunja goza de una paz añorada: pescadores muy temprano lanzan sus nasas para los peces pequeños, que se acercan hasta la playa; los botes se adentran millas náuticas en el mar, buscando los peces de gran calado, que consumen en hoteles y restaurantes. Los tolderos, paragüeros y afines, arman sus tiendas, unos; otros, preparan sus vendimias para satisfacer al turista; y la comunidad en general contribuye con el ornato de las playas. Los del Comité de embellecimiento pintan con cal mezclada con sal las fachadas feas y sucias. Cada parroquiano está dedicado a su labor dentro de la comunidad; por eso son pocos los que reparan en la señora Santa Encarnación Gómez de Villasana, cuándo da un corto paseo exhibiendo una creciente barriguita.
Eladio Guaramatos, nuevo jefe Civil de la parroquia San Bartolomé, regocijado observa desde el Relicario de Tunja, la normalidad adquirida en la Aldea desde el día que se le hizo el exorcismo a Santita. Y de lo más tranquilo, lustrando un motor fuera de borda, Eustaquio, el compadre feliz, de al fin haber preñado a Santita y que dejó de saltarle en la cama.
Ahora sí tendría un ahijado, sonríe Eladio.
A dos tiempos o insatisfecho
El Sr. Charles Brastón, abogado en ejercicio, de más de 54 buenos años. Bien casado y con dos hijos, varón y hembra. Su esposa, una ex-modelo muy bella ¡Abnegada! un matrimonio feliz.
Ese día Charles Brastón salió de casa solo, porque iba hasta el centro comercial del pueblo (el único que hay) y no tardaría mucho. Como siempre estacionó su ranchera B-8 bajo la sombra de los almendrones; una serie de árboles que resguardan el calor. Subió hasta el Penthouse; nada tiene tres pisos el pequeño edificio donde funciona la tienda «solo for Men», que atiende ese día del padre amado. Un gran ambiente proporciona el negocio: música agradable e imágenes embriagadoras de felicidad. Charles se deja excitar psíquicamente, se deja imbuir por la exquisita estancia: los 22 grados de frío que suministra el «carrier», una esmerada y grosera atención de chicas y chicos lo aíslan de la realidad y se subyuga ante el ambiente.
Repentinamente comienza a llover, casi una tormenta; en la calle (la casa contigua) entre la calzada y la acera, en el brocal para ser más exactos, se estaciona un Lincoln Continental 8cl. Se baja una mujer de vestido cortado a la mitad. El chofer, todo nervioso, despliega una sombrilla y corre a proteger a la dama del agua; ella reacciona como si no lo hubiese visto (pero sí lo ve). Sin pausa en el andar, se dirige a la quinta una tienda exclusiva para ellas. Olga Bermúdez, sin embargo, desde la puerta de entrada al negocio, aparta ligeramente la punta del paraguas y sube la mirada hacia la tienda y le da gusto saber que ellos están allá arriba (sonríe para sus adentros). Entrando en la tienda, de inmediato es colmada en atenciones, halagos y servicios. El ambiente fresco, aromatizado con fragancias estimulantes, la relajante música y una esmerada atención, la sumergen en un mundo fantástico e irreal, que solo se tiene cuando hay dinero para pagarlo.
Se produce un temblor de 6.5 grados de intensidad en la escala de Richter. El pequeño edificio se hunde ipso facto, hasta el nivel de la quinta. Chupado, aspirado, tragado por el inmenso hueco que se ha abierto, absorbido por la tierra, solo queda la tienda visible. Charles Brastón no sintió el fenómeno sísmico, pero algo le incomodó, como un sexto sentido avisándole; se puso inquieto e hizo preguntas. Nadie en la tienda sintió que el edificio se derrumbara, aunque solo ellos quedaron por fuera.
La señora Olga Bermúdez tampoco se enteró del sismo, pero al igual que Charles, se inquietó y sospechó que la estaban observando. Efectivamente, alguien la veía. El Dr. Charles Brastón estira el brazo para agarrar una pipa que descansa en el aparador de exhibición, intuitivamente ve ahí adentro a una hermosa mujer que se refleja en el espejo y, rápidamente, voltea a buscarla detrás de él, pero no está.
Al mismo tiempo Olga percibe el movimiento de Charles, el reflejo a través del espejo, ve al hombre que intenta tocarla y, al igual que Charles, voltea a buscarlo detrás de ella. Sorprendida, agudiza la mirada y lo busca y no está. Entonces se despreocupa.
Charles se pasea por la tienda buscando a la mujer del espejo, está seguro de haberla visto probándose un labial… finalmente deja de inquietarse, podría ser cualquiera de las tantas mujeres que hay en la tienda.
Olga es llamada al salón de «masajes y sauna», dónde la desnudan de pies a cabeza un par de homosexuales, fuertes y esbeltos. La izan y la giran en el aire, la acuestan en la camilla boca arriba y comienzan a masajearla; uno por las piernas y el otro por el torso. Olga después del sorprendido susto inicial (por estar en los aires) se calma y le coge agrado al manoseo.
A Charles, en un coqueteo con las chicas que lo atienden, y ya olvidado del acontecimiento anterior, se le cae una de las mancuernas de la bocamanga de la camisa; se agacha a recogerla y al colocar la mano en el piso se va de bruces, pues la mano se le hunde en el vacío; en el aire agarra el gemelo con la misma mano que está (flotando) y el hueco le permite ver hacía abajo.
– ¡Ahí está..! (alarmado)
La mujer del espejo lo dice casi a gritos. De un brinco se levanta (asustado) y busca respuestas con las chicas; pero son sólo sonrisas y halagos. No sintieron nada:
– ¿Vieron eso? – les pregunta; más risas y coqueterías en respuesta.
Olga salta en la camilla y se sienta, mientras suelta semejante grito:
-¡Un hombre… Se asomó por el techo!
-No, querida; aquí no hay hombres – le responde el masajista más cercano.
-Nosotras no somos – aludiéndose a sí mismo, le contesta el otro.
Olga sentada sobre la camilla muestra la redondez de unas lozanas tetas talla 36; aún aturdida balbucea:
– ¿Cómo puede ser alguien se asomó por el techo?
– Son sus nervios, señora. ¡Solo estamos nosotras y usted…! – le contesta el masajista de abajo, mientras el de arriba la agarra por los hombros y, pese a la resistencia, la acuesta de nuevo. Olga se resigna, pero continúa con las dudas…
En el Penthouse, Charles irresoluto desdeña las atenciones de las chicas; se coloca el gemelo y pensativo se dirige a la caja principal a pagar el rapé y la pipa. El instinto lo hace voltear a mirar el espejo que tiene al costado y observa a Olga desnudita, con esa piel bronceada y un cuerpo atrayente, que se interna en una piscina aclimatada para el sauna. Deja el rapé, la pipa y una bolsa con caramelos y galletas en la cinta transportadora e intenta correr hasta el espejo para verla de cerca; pero tiene que sortear algunas chicas que le interrumpen la prisa. Cuando llega al espejo ya no está Olga; sólo el burbujeo del agua enjabonada se observa. Charles llama la atención de las muchachas.
-¡Miren, vean esto..!.
Las chicas sin dejar de sonreírle le señalan qué es el reflejo de la pecera que tiene al frente.
Olga, toda cubierta en espuma de jabón, sale por la otra orilla de la piscina, donde la esperan con una toalla familiar. Tal cómo está la conducen al salón de «rejuvenecimiento» donde la acosan en servicios: una chica para las manos y otra para las uñas de los pies, un chico de lo más refinado a lavarle el pelo, mientras los masajistas anteriores la secan y le estrujan el cuerpo.
Así la llevan, toda jaloneada, hasta la silla giratoria en la gran sala de la tienda. Le anudan el pelo en mechones, le colocan ganchos y cintas en la cabeza, que parece todo un desafío. Otro personaje del tercer sexo danza con el secador, a la espera de su turno, para introducirle el secador hasta el cogote, mientras la cubren con sábanas y paños. El salón está al extremo de alborotado.
– ¿Quiere tomar una taza de café, doctor? – le pregunta una de las chicas, que presiente en él una agitación desmesurada
-Sería bueno – le responde Charles.
Una estación de servicio en el ala sur del establecimiento y una hermosa morena que atiende la cafetería lo reciben con mucho agrado
-¿Cómo lo quiere, doctor: capuchino, negro…?
-Moreno cómo tú.
Ella se agacha a buscar la leche y el azúcar en el travesaño intermedio del mostrador; al bajar el torso, Charles Brastón descubre el espejo que tiene detrás, donde se refleja Olga con el secador ya en la cabeza, mientras le pintan las uñas de manos y pies. Charles enmudece, se queda petrificado y ni siquiera intenta moverse, por temor a que se le esfume la imagen. La mira detalladamente, extasiado.
Olga quien también lo ve a él reflejado en el espejo que tiene al frente; se eclipsa y al igual que él también enmudece. La manicurista, que está ensimismada en su oficio, no se da por enterada de que a Olga ésta por darle un soponcio. Olga abre los ojos desmesuradamente e intenta decir algo, gritar; pero está congelada.
La morena se yergue con el azúcar y la leche cubriendo nuevamente el espejo y desaparece el reflejo de una Olga en ascuas; Charles como un energúmeno se abalanza sobre ella para apartarla del espejo
-¡Ahí está, ahí está…! – le grita.
La chica, jamaqueada y muy confusa, aprovecha para darle una muestra de sus querencias, abrazando al doctor.
Mientras, Olga se quita el secador y lo lanza por los aires, al tanto que grita:
-Sí, es un hombre, ¡mírenlo..!
-¿Qué le pasa, señora? – alarmada contesta la manicurista.
La pedicurista se levanta y tapa el reflejo, en el momento que el peluquero atrapa el secador que aún volaba
-¿Qué hombre? ¡Por Dios! ¿Dónde está? – le preguntan en coro.
Charles que ha logrado separarse de la morenaza cuando ve el espejo, ella no está. Olga agarra al peluquero por la barbilla y le gira la cara hacia el espejo
-Miralo, ¿no lo vea?
-Ahí no estamos sino nosotros, señora, ¿qué le pasa? – le recrimina uno de los peluqueros. La manicurista le trae un vaso con agua con lo que piensa se calmara la Sra.
Charles regresa hasta el frente de la cafetería y se sienta en un taburete a cavilar, a pensar para sí; algunas chicas lo miraban con misericordia y otras con tristeza. Por su parte, Olga se sienta de nuevo en la silla giratoria, para tomar agua por sorbos, lentamente. Los masajistas, pedicuristas y demás la calman con halagos y caricias.
Charles se molesta por la falta de información y la poca colaboración de las chicas, que no creen nada de lo qué él dice ver, y al contrario sólo desean pasar un buen rato con su mejor cliente. Les pregunta:
– ¿Puede ser que no la hayan visto? Ustedes me están vacilando
-¡No, nooo! – a coro le responden.
Charles se va hasta la caja registradora para cancelar y salir de esa pesadilla.
En el otro negocio, el de ellas, Olga le ha caído a manazos a los aduladores y se los ha sacudido de encima.
-¡Necesito un hombre! – les dice, mientras se va quitando ganchos y toda suerte de guindalejos de la cabeza; se los desata y los va tirando, regándolos por el piso.
Dejó de llover, el cielo está cargado con nubes grises y negras. En la calle hay un maremágnum: bomberos mojando y regando agua a diestra y siniestra. Policías pitando y gritando, como si se estuviesen preparando para un desfile (están en todas partes). Grúas, equipos de rescatistas, tractores, ambulancias el caos, hasta los boy-scout ayudan con los heridos. Muchos médicos, paramédicos y enfermeras socorriendo a la gente; trabajadores de la construcción con sus taladros de aire martillando o rompiendo aceras; pedazos de hormigón por todas partes, cabillas que amenazan con herir a quien se acerque, mucha gente desorientada, que gritan y chillan. Un cura desparrama agua bendita a cuanto ser viviente le pase por el frente; mientras sus monaguillos queman incienso y almizcle, etc. Un dantesco colapso colectivo.
Olga y Charles salen a la calle y quedan asombrados del caos. Todo los del personal que trabaja en las tiendas corren desorientados; los bomberos y paramédicos los atrapan e inmediatamente entre estetoscopio y tensiómetros los llevan hasta la ambulancia de los socorristas. El chofer de Olga, con paraguas en mano, una vez que descubre a su jefa, se le pega al lado, protegiéndola. La televisión llega con cámaras, flashes, micrófonos, un alboroto extra y los entrevistadores que persiguen la noticia la acosan a preguntas; es una celebridad. Llega un grupo de guardaespaldas y policías que de inmediato la rodean y protegen de curiosos y es cuando ella se da cuenta de lo que ha pasado.
Olga observa que desde los escombros del edificio del al lado un hombre se acerca hacia ella dando saltos. Al verlo más de cerca lo identifica: ¡es el hombre que ha estado apareciendo en los espejos! Trata de desembarazarse de sus protectores para hablarle, conocerlo, pero los de seguridad se lo impiden. Por entre el montón de cabezas y brazos se estira e inútilmente saca la mano para agarrarlo.
Charles, que es socorrido por enfermeras, paramédicos y bomberos, sorprendido se entera que ha habido un sismo. Eran ciertos sus presentimientos. Le llama la atención el barullo del gentío sobre aquella mujer. Se levanta del banco donde lo asisten, se saca el termómetro de la boca y da unos pasos hacia la carpa donde atienden a Olga.
Entonces la vio, reconoció que era la mujer del espejo e intentó ir hasta ella. Dando brincos y saltos procura acercarse, y justo en ese instante, precisamente en ese momento llega su esposa con los hijos. Lo colman de alegría, felices de ver que está vivo. Charles, con disimulo estira el brazo por encima de las cabezas de sus hijos y mujer, en un intento de establecer contacto con la Diva. Pero involuntariamente, desconociendo el hecho, la familia lo retira del lugar.
Mientras a Olga el médico le ha metido un termómetro dentro de la boca, que no la deja hablar; el chofer con la «sombrilla operativa» le obstaculiza mirar; los socorristas que la flanquean, un par de camilleros, prestos con la bombona de oxígeno, mascarillas y un maletín de rehabilitación, también; la acosan los guardaespaldas, la separan de una inusual intranquilidad de las personas. Todos creen que la señora sufre un ataque de pánico. Se la llevan a pesar de la terquedad de Olga en que la suelten. Sus miradas cómplices también se alejaron, dejando un sinsabor de insatisfacción.