literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos de Urbaneja Achelpohl

Mar 1, 2024

Las hazañas de Chango Carpio y Sietecueros

La noche y para más una lluvia menuda y copiosa los había sorprendido en el camino. A cada instante caían de un fangal en otro, pero los dos hombres llevaban con paciencia, sin proferir una queja los rigores del tiempo y el mal estado del camino. Así marchaban en medio la más completa oscuridad, cuando uno de ellos que se había metido hasta las rodillas en un barrizal dijo:

–Chango, bueno es que nos amparemos en cualquier parte, aunque sea bajo una mata, porque así no adelantaremos nada en toda la santa noche.

–Sietecueros, respondió el otro, para llevar agua como loro en estaca, mejor es aguantarla caminando; por lo menos, se tiene el cuerpo en calor.

Y diciendo esto, Chango, cayó de bruces, cuan largo era en la mitad del camino. Se había metido en un charco profundo, uno de esos hoyos pestilentes que por falta de profundos y espaciosos desagües se forman, poniendo en peligro a diario la vida de los viajeros, destrozando los carros, mancando el bestiaje y sobre todo engendrando el paludismo.

Hecho una furia, se enderezó Chango, y sin dejar de patalear en el fangal con riesgo de volver a caer, exclamó, con todo el encono y odio que le cabían en el cuerpo:

–Maldita sea mi estampa!

–La del Gobierno, Chango, observó Sietecueros.

–La del aguacero, repuso el aludido, pues, si no lloviera, no se pondría así el camino.

Y los dos hombres dando tumbos prosiguieron su camino en medio de la oscuridad y bajo la lluvia menuda y constante.

No habían andado una milla, cuando sintieron un patalear de ganado y como a duras penas el uno al otro se distinguía, se detuvieron a ver qué dirección traía aquel ruido. Más estaba tan cerca de ellos, que volviéndose a un lado, dieron con un corral de palo a pique, donde las reses para desentumecerse se propinaban sendos topetonazos y cornadas.

–Esto me huele a gente, exclamó Chango.

–Sí, estamos en el «Paradero», vale; todavía tenemos mucho que andar.

–Bueno, pero aquí echaremos una paradita, para no perder la maña.

Y encaminándose a la pulpería, fueron a sentarse en un pretil del soportal.

Aunque estaban llenos de barro, por los costurones y lepras de sus piernas, por el color verdoso de la piel, por los trapajos que cubrían a medias sus carnes enflaquecidas, se veía a las claras que aquellos hombres debían de ser algunos retirados o desertores de las tropas que acaban de hacer su entrada triunfal en la capital.

Y efectivamente eran soldados retirados camino a sus lares. Sus semblantes aún reflejaban el asombro de las batallas. En sus pupilas prontas a dilatarse se leía el estado morboso de sus ánimos, las sacudidas violentas, la animalidad y salvajismo en que durante largos meses habían vivido. Además sus motes de cuartel lo pregonaban. Chango, Sietecueros, no habían podido salir sino de la vida brutal de la compañía, donde el instinto suple a la inteligencia.

Chango, era un catire tosco, cariampollar, con belfo grueso y ojos hundidos en medio de una nariz achatada y roma. Su nombre de pila era el de Carpio, según constaba en su boleta de retiro, pero que a él le causaba ya extrañeza, tan hecho como estaba a ser llamado, Chango.

Sietecueros, era un barbilampiño, moreno bronceado, no mal parecido, pero su piel adiposa con señales de ganglios infartados, parecía ser más resistente que la de cualesquier otro mortal, de dónde provino el darle seis pellejas demás.

Arrimado el uno al otro en el pretil, cubríanse lo mejor que podían en sus míseras cobijas de soldado; los dos camaradas, guardaban el más profundo silencio, como que si trataran de conciliar el sueño. Así permanecieron algún tiempo hasta que Sietecueros bostezando, dijo:

–Ahorita abren la pulpería y no tenemos con qué tomar un trago.

–Ni hay quien nos brinde ni quien nos fíe, contestó Chango.

Y volvieron a guardar silencio, arrimado el uno al otro, como si durmieran, hasta que Sietecueros, poniéndose en pie y examinando el cielo, exclamó:

–Ya va a aclarar!

–Con eso seguiremos nuestro camino a ver que se presenta más adelante, respondió Chango.

Pero Sietecueros sin prestar atención a su compañero, con sus ojos movibles escudriñaba los contornos. En esto cantó un gallo, al que respondió otro y tras éste comenzó el monótono menudeo de costumbre de los gallináceos. Sietecueros con aquel saludo matutino de las aves, se volvió hacia Chango, y mirándole picarescamente, con la sonrisa en los labios, le dijo:

–El primero que rompió los fuegos fue un pataruco, que está allí; y extendía la mano en dirección a un grupo de árboles.

–Eso debe ser el patio de algún rancho, le observó Chango.

–Ya lo creo, contestó con sorna Sietecueros.

Y, con paso de zorra, rápidos y cautelosos, echada la cobija a modo de mantón sobre la cabeza, se dirigió hacia el sitio indicado, ocultándose en breve tras los matorrales. A poco le vio aparecer en el claro del monte, sus pequeños ojos fulguraban, los músculos de su cara mantenían a esta en una mueca desagradable, que de un todo cambiaba sus no desapreciables facciones de barbilampiño. Desde el claro comenzó a hacer señas a Chango, quien en el pretil esperaba reposado e indiferente el resultado de la excursión de su amigo. Con las señas de Sietecueros, un ligero estremecimiento nervioso animó las facciones de Chango. Su ceño se contrajo en gruesas arrugas, sus ojos se hicieron más hondos, su boca tomó tal expresión de dureza como que si todos sus dientes calzaran los unos en los otros, fuertemente. Energía y fiereza era la máscara de aquel semblante que en calma hacía sonreír a causa de su fealdad. Chango, no se hizo esperar de su amigo; en pie, doblo su cobija, embrazándola a modo de escudo, en tanto que empuñaba un machete liniero, el cual aunque sin vaina pendía de una correa de cuero sin curtir terciada sobre el pecho. Cuando estuvo al lado de Sietecueros, le preguntó secamente:

–¿Qué hay?

–Nada, sino que como son muchas las gallinas te llamaba para que las recibas en tanto que las cojo.

–¡Gallinas! exclamó Chango con desprecio, yo creí que habías conseguido quien nos diera siquiera café, aunque de mala gana.

Sietecueros, sin dar oídos a la observación del camarada, se encaminó hacia la arboleda, sin dejar de hacer señas a Chango con la mano sacada hacía atrás pero sin volverse para mirarle. Chango le seguía pausadamente, sin evitar ruido como que si marchara por en medio el camino real. Cuando llegaron a la arboleda, Sietecueros, desembarazándose de la cobija se llegó a un árbol y comenzó a subir; en esto, se

abrió la puerta de un rancho que sombreaban aquellos árboles y apareció un hombre armado con una escopeta, inspeccionando los árboles. Sietecueros, se dejó caer del árbol y al lado de Chango, se estremeció como presa de violentas convulsiones.

–¿Quién está ahí?, con voz enronquecida preguntó el hombre del rancho apuntando en dirección de los camaradas.

Sietecueros se echó al suelo, pero Chango de un salto cayó sobre el hombre, diciéndole:

–La revolución! Incorpórate a la gente o te mato!

–Chango! Carpio! gritó Sietecueros, creyendo que iba a matar a aquel hombre.

–Que te incorpores a la gente, gritaba Chango. Entrega las armas.

General Chango Carpio, balbuceaba el hombre, en tanto que Chango con la escopeta ya en sus manos, lo echaba por delante, declarándose así cabecilla en virtud del espíritu de revuelta que fermenta en los subsuelos de la conciencia nacional.

Con el despertar de aquel humilde y aterrorizado caserío, la fama le prestó sus alas de oro a la primera hazaña de Chango Carpio y Sietecueros. Para los contados moradores del desperdigado sitio, aquella madrugada habían tenido la honra de ser visitados, según unos, por una numerosa partida revolucionaria; otros, por un campo volante del numeroso ejército que atravesaba seguramente sus estratégicas selvas. Para éstos eran rojos, para aquéllos azules, para los de más allá gualdas. Y la prueba de todo ello, era el que se habían llevado a Juancho el cestero, el más manso de los hombres a pesar de ser el único borracho consuetudinario de la localidad, el cual por gustarle mucho la carne de los rabipelados y comadrejas, pasaba las noches en claro entregado a esta especie de caza, provisto de una escopeta que marraba siempre a causa de tener sujeto el gatillo a la caja con bejucos y cabullas.

Pero es lo cierto que dado aquel primer paso por Chango Carpio, su espíritu guerrero lo llevó a cometer otras empresas aunque no contaba con otras armas contundentes sino con su machete, el garrote de Sietecueros, una nudosa asta, cortada en el camino, la cual gracias a sus muchos nudos ilustraba su dueño con caras de indios, viejos y animales según se prestaba la materia prima. Tales eran las armas, sin tener en cuenta la escopeta del cestero falla de gatillo y escasa de pertrechos. Más como toda aquella revuelta era él, con semejantes elementos engrosó sus filas hasta una decena y algunas mujeres del partido sorprendidas en aventuras en sus salidas nocturnas e inesperadas a los caminos.

Con todo lo cual la fama de Chango Carpio y Sietecueros, volaba de loma en loma, de poblado en poblado. Despertaba viejos rencores, alimentaba sueños de gloria entre las gentes jóvenes deseosas de probar suerte en materia de aventuras. En el campo y en la ciudad la leyenda a prisa bordaba impenetrable velo a la truhanesca epopeya. Chango Carpio, era un

Con todo lo cual la fama de Chango Carpio y Sietecueros, volaba de loma en loma, de poblado en poblado. Despertaba viejos rencores, alimentaba sueños de gloria entre las gentes jóvenes deseosas de probar suerte en materia de aventuras. En el campo y en la ciudad la leyenda a prisa bordaba impenetrable velo a la truhanesca epopeya. Chango Carpio, era un táctico y sagaz guerrero, que surgía de las oscuras masas como un sol. Sietecueros, algo así como un león, con epidermis de caimán, donde se embotaban lanzas y balas. El uno era la inteligencia que aplastaba; el otro, la fuerza aniquiladora. En la ciudad cerebral, en la hermosa ciudad, donde late el sagrado corazón de la patria, los corrillos de eternos descontentos aguardaban de una alborada a otra ver coronadas las alturas por aguerridos batallones. Todas las empresas y deberes se emplazaban para después del triunfo. Los deudores. Los deudores veían en Chango Carpio y Sietecueros una tregua que los dejaba respirar. Los acreedores, un grato acrecimiento de intereses. Los matrimonios en ciernes una hermosa esperanza.

A tales extremos en boca de las gentes llegaban las aventuras de Chango Carpio, cuando en verdad él se encontraba en tan lastimoso estado, que llevaba vida de fiera en los montes, ocultándose hasta de su misma sombra. A punto que acorralado por el hambre y las enfermedades, en un distante y amedrentado lugarejo, dados los buenos oficios del padre de almas se entregó con todo su bagaje, la escopeta del cestero, a las generosas e indulgentes garantías de la autoridad. Y estalló la bomba y toda aquella montaña de ensueños se disipó, como las nieblas del Ávila a los trashumantes soplos del de Catia.

Como en el fondo de todas las murmuraciones hay alguna migaja de verdad, es el caso, que andando los años, sea porque al pueblo le gusta acomodar el fin de sus héroes de un modo cónsono a la vida de éstos, o sea una realidad, como es de presumir, se corrió con mucha instancia entre las gentes: el encontrarse el general Chango Carpio, de comisario mayor en su aldea, donde todo marcha a tajos y reveses. Y sietecueros, y en eso sí que no mienten, ejerciendo de recovero, es decir, comprando pollos y huevos para revender en campos y poblados, trajinando por los caminos con su garrote historiado sobre el hombro, de donde pende de un lado los pollos y del otro los huevos en un cesto, con que tropieza en su recova.

***

Flor de los campos

Todo el mundo en la aldea, estaba como en suspenso: «Flor de los Campos,» se había fugado con un discípulo de Galeno. En el primer momento, el señor Cura y el comisario se vieron en grande apuro, pues en tanto que el uno preparaba una filípica sobre el asunto para el próximo domingo, el otro, obligaba a comparecer a su presencia a los mozos de la aldea; y como si estuviesen de común acuerdo, no hubo uno que no confesara gustar de la moza, estar locamente enamorado, pero también, no haber obtenido la más leve sonrisa, la más inocente ojeada.

¿Cómo había sido aquello? He ahí el rompe cabeza del comisario. ¿Sobre quién echar la culpa? ¿De quién tener sospechas? Y era de ver a toda una aldea metida en semejante embrollo. Aquel santo día, fue de sobresaltos para las mozas casaderas. Las madres se volvían mil ojos, las reprensiones llovían, como aguacerito blanco. Los padres andaban taciturnos y a regañadientes, recordando a sus consortes el deber en que están de llevar a sus hijuelas cosidas a los fustanes. Con lo que los corazoncillos flechados no cabían dentro del pecho, pues, cada cual creía iba a ser víctima de minucioso interrogatorio y en consecuencia, condenado sin apelación. Pero como no había padre que no crea a su chica la más bella, la más perfecta y acuciosa de las chicas, de todas las chicas, no de la aldea, sino de la comarca, ninguna de ellas fue sometida al examen de conciencia que se temía. Más, no así le aconteció a los mozos, quienes cogidos de sorpresa antes de saber de quién se trataba, a la primera interrogación del comisario, se clarearon:

–Sí, señor, amo a Estela.

–Aún no me ha dado el sí, Manuel!

–A Berta es la que amo!…

–Raquel y yo nos amamos.

–Luisa ama a Juan.

Así, así cada uno de ellos, fue confesando el dulce nombre de la que amaba o de la que esperaba ser amado o el de la que nunca jamás llegaría a amarle. Por lo que desde aquel día, el Comisario, vio en las chicas de su aldea los peores enemigos de su tranquilidad. Todas, a su juicio, amaban; no había una siquiera por quien poder meter la mano en el fuego. Pues la que por fea y desairada se juzgaba sin picaflor, andaba y no era de dudarlo, en amoríos con alguna estrella, el blanco Sirio o el ígneo Júpiter. Tan preocupado le traían las chicas al señor Comisario, que el domingo en la misa, al ponerse de hinojos ante la real Dama de la casa, se le vio volver a ambos lados y echar profundas ojeadas a todos los fieles: la real señora celeste a todos regalaba su maternal sonrisa!…

Nada absolutamente nada se sabía de «Flor de los Campos,» la hermosa niña cuya tez era de lirios y rosas de Alejandría. La boca pequeñuela, un capullo de granado, un botón de clavellina. Oh! Los ojos, dos pocitos, claros, tersos, transparentes, donde se habían quedado presas dos estrellas diminutas.

Ni la más ligera noticia se tenía de su paradero, ni rastro alguno de su fuga. Seguramente no se había marchado a través de los campos, con su andaluza sobre los hombros y el bohotillo de sus ropas en la mano, al ser así, las menudas yerbas la hubieran traicionado conservando su huella, por no volver del grato desmayo de la presión de su pie breve. Por los aires, de un solo vuelo debió de abandonar la aldea, en la tranquilidad de la media noche. Sin detenerse siquiera en las frondas, por temor de que los loros parlanchines y los azulejos al despertar con el alba la denunciaran. Son tan chismosos esos pajarracos!…

Como en balde resultaban las pesquisas en la aldea, los uno a los otros se miraban con ojos sospechosos. Y eso que todos se bañaban en el mismo pozo, tomaban el agua de la misma fuente, leían en el mismo periódico. Se conocían por sus pelos y señales: el cura por la sotana raída y los dos inseparables perdigueros que le precedían en sus caminatas, almacenando cuanta retozona alegría cabe en un alma perruna, para desbordarla diabólicamente en el altozano de la Ermita a la hora del ángelus, cuando arrimado al muro paladeaba la mística perlería de su brevario. El comisario por estar siempre sentado en el soportal de su despacho, donde chala a sus vecinos y saluda a los transeúntes por sus motes lugareños y diminutivos familiares. El medico por su luciente calva y su caraza de rústico bonachón. Todos se conocían, desde el empingorotado y extravagante propietario, quien con gorra de jockey y luengo mandador en la diestra, recorría presuroso la comarca al trote de su sacatripas, hasta el más satisfecho y feliz de los mendigos, que se entraba derecho a todas las cocinas, convencido de que en el fondo de todas las ollas algo quedaba para su regalo.

No era para menos la fuga de «Flor de los Campos»: todos estaban tan acostumbrados a verla, a solazarse con su hermosura. Ella era la mitad de la galanura de aquellos campos. Su casita a la vera del camino, blanqueando a lo lejos, era mirada con amor; allí vivía Flor. Y tener que conformarse con la realidad, era duro, muy duro, para los que no habían tenido ojos sino para admirarla.

Así es que la aldea entera estaba de pesquisa, en acecho. Y aunque todos los ojos escudriñaban, nada sacaban en claro. Pero he aquí que un hecho inesperado los puso sobre la pista.

A «Flor de los Campos», en días pasados le habían regalado un perrillo con que sustituir en su cariño a Tigre, un perrazo que se moría de puro viejo. Al perrin atortunado la niña había bautizado por Onza, por semejarse en pelaje al cuadrúpedo de este nombre. Y he aquí que Onza, del que nadie se había preocupado, a la siguiente mañana del hecho que a todos traía encandecidos, se presentó en la aldea, con la lengua que era un coral en los aires, y en el cuello un collar, que era una monería, hecho de una cinta de plata con un candadico semejante a un corazón. Rico aditamento a lo que no estaban hechos los canes del lugar, que a lo más, lucían una carlanca de aceradas púas.

Al momento se congregó en torno al perrin media aldea. A hablar Onza, de seguro se le sometería a minucioso interrogatorio. Aquel collarín tan mono debía de ser premio a su complicidad! Allí al punto se supo que el perrillo, se lo había regalado meses atrás un temporadista, a «Flor de los Campos,» un discípulo de Galeno, quien vino a tonificar sus nervios en el helado y abundoso manantial de Cachimbo.

Ya en el hilo de la madeja, se convino en vigilar a Onza y seguirlo aun a riesgo de reventar. Con la tardecita Onza, tomó las de Villadiego: lo vigilaban en demasía. Pero su rastro no fue abandonado.

Al otro día se supo en la aldea, que «Flor de los Campos» vivía en la ciudad, en una casa como un palacio comparada con su casita de la vera del camino. Que cuando llegó Onza, Flor estaba sentada en una mecedora, mirando hacia la luna, trajeada con una bata blanca con prendidos azules, y a sus pies, en un cojín, el discípulo de Galeno, seguía con su mirada el mirar de «Flor de los Campos,» hacia la remota viajera del espacio.

Todo eso se supo con grande asombro. Y no tardó en levantarse entre la gente moza el deseo de la venganza. Al discípulo de Galeno le quemarían en efigie en la plazoleta de la Ermita y a «Flor de los Campos» la arrastrarían por el moño. Pero al fin, se calmaron los ánimos. Se quiso echar un velo generoso sobre aquella desgracia. Y hasta el señor Cura, en su plática del domingo, con mucha maestría como dijo:

Es menester tener caridad. No es «Flor de los Campos,» la primera Flor que cae; otras flores de jardines preciados como el humilde de esta aldea han caído, pero también es cierto, que de los campos se han obtenido los más hermosos ejemplares de preciosas flores, que sometidas aun sabio cultivo han sido el orgullo de sus cultivadores. Si no, interrogad a los cariaquitos de nuestros cercados acerca de la historia de «Heliotropo.»

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