El Fauno
Para Imogen Cunningham en homenaje póstumo
Eso no era lo usual. Ninguna muchacha «de su casa» lo haría. Allí estaba la diferencia, el signo del estigma. Cuando ella le propuso que posara desnudo la situación pasó, de ser graciosa, a convertirse en la señal de alarma más cercana a la realización de la catástrofe. Él podía verla envuelta en sus vestidos con dibujos de flores diminutas y su presencia era como una ráfaga de viento, una nube pasajera, un revoloteo de palomas en vuelo urgente. Caminaba a veces sin dirección precisa dentro de la casa, y nada de lo ocurrido en el espacio de las habitaciones se escapaba a su percepción. El cabello revuelto, castaño, rizado contribuía al dibujo de su figurita esquiva. El misterio, su misterio, era el resultado del contraste. Nadie podía imaginar la explosión de sensualidad que podría engendrar aquella pequeña criatura etérea en las largas noches de la «casa grande». Entonces podía ignorarse el velamen producido por el frío otoñal sobre los cristales de la ventana en las que podían percibirse las líneas discontinuas de las gotas de lluvia resbalando, cuando entre las sábanas la tibia sensación de, su piel era presente. Fuerza de huracanes y calor de brasa despedía al contacto su cuerpo, y luego de realizado el acto en infinita prolongación, la cabeza descansaba displicente sobre el albor de la almohada, durmiéndose al instante con alguna frase a medio decir, y participando la existencia de un agotamiento siempre oculto a la luz del día. Ahora quería que posase desnudo, y había escogido el lugar y el gesto, la luz y la distancia, y se lo participaba, ahora, sin más rodeos, como si su presencia en el proyecto fuera sólo un detalle sin importancia y de mínimo requerimiento. Mount Rainier sería el lugar.
Nada como el fondo oscuro de la laguna rodeada de los pinos dispersos. La discusión comenzó a convertirse en un hecho cotidiano. Ella lo recordaba continuamente. Bastaba una breve alusión a la limpieza de la cámara fotográfica, al peso de los daguerrotipos. Ella volvía a hablar del viaje a Mount Rainier y el café desbordaría la taza causando una enorme mancha sobre el mantel, o él se cortaría la mejilla con la navaja de afeitar frente al espejo.
No era realmente temor lo que sentía frente a la posibilidad del acontecimiento. Su sensación estaba lejos de una definición cercana a algún sentimiento anterior. Era nueva. Una suma de desconcierto y vergüenza, un deseo de complacerla por instantes y un miedo infinito al futuro inmediato. La imaginaba a ella en el momento mismo de captar a través del ojo de la cámara su cuerpo desnudo en doble circunstancia por la figura reflejada en las aguas de la laguna. Se imaginaba a sí mismo despojado de toda autoridad sobre sus propios movimientos. Ella sería la única presencia humana en los alrededores, pero sería también la palabra decisiva. La señal. La reina.
La sentía encerrada en el cuarto oscuro, absolutamente concentrada en la elaboración de sus «pócimas» misteriosas, a través de las cuales ella haría aparecer sobre la superficie del papel sumergido en las bandejas de colores, las imágenes en principio difusas y luego progresivamente nítidas y permanentes. Había terminado por comprender que para ella el gesto sensual primordial era la realización de una imagen de exquisito acabado. Ese acto era el final de una cópula, la esencia que sintetizaba su razón de vida.
Una noche accedió a su ruego. Sus caricias habían sido infinitas, ella tenía el dote de hacer sonar sus palabras en la oscuridad de la noche como si fuesen pétalos volátiles flotando en una nube tersa a lo largo de un cuerpo sediento de suaves roces. De esa manera podía fundir el sonido y la caricia tangible para llegar al logro definitivo de su deseo.
A la mañana siguiente vieron la neblina en lento ascenso sobre las aguas tranquilas de la laguna de Mount Rainier. Él se despojó de una de las piezas de su ropa. La camisa, la franela, los calcetines, todo fue colocado en un espacio abierto sobre el follaje. Ella tomó posesión de su cámara y colocándola a la distancia requerida se dedicó a su oficio de lenta contemplación. Buscaba una noción difusa, una luz suave sobre las cosas, un contraste de tonos que serían grises. Fueron horas de arduo trabajo. Sigiloso, detallado, su ojo a través del otro, fijaba gestos. Definía posiciones estatuarias. El obedecía apacible a cada una de sus nuevas demandas.
Al fin la provisión de daguerrotipos estuvo agotada, Ella se dedicó entonces a recoger sus enseres, haciendo referencia oral, como al descuido, de todo su entusiasmo, de las alegrías futuras que estas fotografías le depararían. Entonces, de pronto, en un instante, tomó conciencia de la ausencia de respuesta, nada había, sólo el sonido de su propia voz. Lo buscó.
Él no estaba en el área del paisaje más inmediata. Al fin lo encontró. Escondido en el follaje, y realizando el acto de vestirse con gestos mecánicos, daba la sensación de estar trasladado a otra galaxia. Entonces ella pudo ver las lágrimas que rodaban por las mejillas de él…
***
Aguas Permanentes
Huir al menos/A lejana cumbre
Para librarme de lo que no puedo
esquivar ya, aunque quisiera.
Petrarca
El agua de un riachuelo verdadero
Nunca terminará
Aunque corra.
Poesía Anónima de Mongolia
El aspirante al título lanza un derechazo sensacional y el público se pone de pie. Pero el campeón hace gala de su doble juego y en segundos el aspirante cae al piso con el arco superciliar derecho destrozado, la sangre brota, el árbitro separa, y el público, aún de pie, grita.
Es la cosecha de arroz de 1959, las mujeres inclinadas, con agua hasta más arriba de los tobillos, hacen su tarea. Yan Sun Nyo respira con dificultad, el embarazo avanzado le anuncia el final, se yergue y retira su sombrero en forma de cono, para secarse el sudor de la frente con el antebrazo, el sol resplandece. Un cielo con apenas nubes dispersas ve retirarse a la mujer rodeada de dos compañeras de faena. Ese 20 de julio nacerá un varón, se llamará Kim Duk Koo.
El campeón en este round quiere arrollar. El aspirante se ha metido en su terreno, escupe sangre, y recibe castigo, el árbitro vuelve a separar. Se abrazan cuerpo a cuerpo. Suena la campana. Decimotercer round.
Ray Manzini contempla a su madre en el interior de la panadería, ella seca el sudor de su frente empolvada de blanca harina, él evade las palabras porque ella habla con reproche pidiéndole que no intente buscar camorra en le barrio, ni haga creces del poder de su puño de hierro. Rossana Manzini sabe ya de las andanzas de su hijo, convertido en semanas en el capo de los mozalbetes de la zona, y de que este reinado le ha otorgado la oportunidad de bucear entre las piernas de la bella Carmelina la ragazza de la licorería, entre aromas de vino y albahaca. Ray, sigue sin escuchar, y contempla a su madre con ternura, y piensa en el aroma del pan, y en los años que le esperan.
Salta y hace pases en el cuadrilátero. Los rostros y el cuerpo están cubiertos de un sudor que resplandece bajo los reflectores. Estamos en el decimocuarto y antepenúltimo round pautado para quince asaltos. Mancini ha desbordado todos los recursos defensivos de su rival.
Kim cae… viene el árbitro y cuenta.
Los ciruelos dejan caer las hojas del otoño sobre la grama del parque en Seúl. Kim pregunta a la delicada Lee, en esta tarde de septiembre.
¿Me querrás siempre?
La joven mira el cielo circundante, lánguidamente, y responde: El agua de un riachuelo verdadero/nunca terminará/ aunque corra.
Los focos destellan sobre el cuadrilátero. El locutor habla apresurado, se ahoga con el corbatín y la gente.
Las cámaras de televisión se aproximan con mayor inquina. Los enfermeros suben con la camilla. Kim sigue inconsciente. Ray es levantado en hombros. Los camilleros atraviesan el público llevando a Kim, salen de la edificación, van a la ambulancia, todo es ruido y luces alrededor. La ambulancia aúlla, van al Desert Spring Hospital. Hoy es sábado y 13 de noviembre de 1982.
El neurocirujano ha retirado, ayer domingo, un coágulo enorme del cerebro del púgil. Las costas del Mar Amarillo rodean Corea del Sur. Una diminuta mujer, envuelta en kimono blanco, mira el horizonte.
Ella lo ha visto todo desde el cuadrado pulido de la pantalla del televisor.
En Catalina, Sicilia, Mar Mediterráneo, Ray contempla distraído a Rossana, su madre, ha engordado a través de los años, pero aún conserva la sensualidad de su boca de gruesos labios y la picardía inesperada de su mirada.
Sentada en la silla de mimbre, levanta la cabeza al cielo y deja que el salado aire marino desordene su cabellera antaño rubia, ahora gris. Ray palpa los nudillos de su mano derecha e inevitablemente su pensamiento vuela hasta el cuadrilátero del Caesar´s Palace, y el recuerdo del diminuto y ágil coreano frente a él, haciendo un salto de rana y demostrando la agilidad de su brazo izquierdo.
El neurocirujano ha explicado hace escasos segundos a la señora Yang Sun Nyo, el estado de su hijo… cinco días de vida vegetativa, ahora observa con sorpresa la fuerza de aquel cuerpo menudo de sesenta y cinco años de edad, que deja desmayadas las manos sobre el regazo y aparentemente no escucha más, refleja en el fondo plomizo de sus ojos una imprevisible firmeza serena, el neurocirujano piensa en el agua… la que, por su naturaleza blanda y flexible, cuando ataca a lo duro y a lo rígido, prueba ser más poderosa que estos…
El abuelo anciano toma en su mano un racimo de uvas y lo brinda a Ray, Ray lo toma en su mano y al comerlo golosamente deja que el néctar violáceo riegue su mandíbula. Ambos ríen. Ray juega cuadrándose frente al abuelo, le hace unos pases, le mete un gancho izquierdo, el abuelo, grande como un oso, lo ataca por dentro con un derechazo, se abrazan limpiando el zumo de la uva de sus rostros, y entre el sudor y el morado empalagoso, Ray sabe que acaba de morir, un pájaro de mal agüero cruza el cielo de Catania.
Dos enfermeras y un ayudante, bajo las indicaciones del neurocirujano, procedieron a retirar al joven Duk Koo Kim las conexiones a los aparatos que lo mantenían artificialmente en vida. Ahora intervendrán los médicos especialistas en trasplantes de órganos humanos.
La señora Yang Sun Nyo, bajo los focos resplandecientes que iluminan el estudio de televisión, rodeada de periodistas que la asedian, acaba de admitir la muerte de su hijo. Levanta serenamente su cabeza, observa un instante la concurrencia, y declara, sin inmutarse: – Mi hijo se comportó con valentía… el mejor honor que puedo ofrecerle es prolongar su espíritu combativo.
Un puesto de periódicos de New York, la revista The Ring ocupa una línea frontal de la fachada del mismo.
Titula: “Escándalo boxístico”, en sus páginas interiores un reportaje espectacular nos cuenta lo relativo a la demanda levantada contra Ray Boom Manzini, quien se niega a ejecutar su próxima pelea en Saint Vicent…
Rossana Manzini pasea por la orilla de la playa, Mar Mediterráneo, con su hijo, una ventisca levanta la arena amarillenta. Ray deja resonar en su cabeza, palabras que alguna vez le fueron dichas en la escuela: – huir al menos/ a la lejana cumbre/ para librarme de lo que no puedo/ esquivar ya, aunque quisiera/…
Lunes, 22 de noviembre de 1982.
En el poblado de Kojin, a 160 kilómetros de Seúl, Corea del Sur, Gimnasio Moonhawa. La joven Lee, con su traje de novia- viuda, tiene ya el alargamiento del rostro y el aire lejano en la mirada, que van adquiriendo las mujeres en el proceso mismo del embarazo.
El ataúd a su lado, tiene en la cabecera un enorme retrato de Kim, enmarcado en negro. El lugar está lleno de dolientes, algunos tienen entre sus manos fotografías de Kim. Frente a la imagen todos hacen su reverencia. Se quema incienso. Yang Sun Nyo solloza suavemente al lado del cadáver de su hijo. Presenciamos el velorio y la ceremonia del matrimonio póstumo de Duk Koo Kim, y su novia Lee Young Mi. Todo transcurre con rigurosa sobriedad. Lee, siempre serena, dibuja una leve sonrisa, colocando su mano sobre el vientre abultado, cobija sintiendo el movimiento de su hijo.
Los dolientes salen del lugar en orden silencioso.
Lee ha quedado sola y contempla la espalda de la pequeña Yan Sun Nyo que se aleja encorvada por el dolor. Un cielo se expande como techo sobre la costa del Mar Amarillo. La joven abraza su leve carga y piensa en su amante y en su hijo. Sabe ahora que: el agua de un riachuelo verdadero/ nunca terminará/ aunque corra.